Capítulo 5: Bombillas, zapatos y mango
Nos pusimos a pasear por los pasillos del centro comercial. Parecía que ninguno de los dos tenía ganas de separarse del otro ni prisas por marcharse, porque nuestros pasos se ralentizaron paulatinamente.
Fue Olivia la que rompió el agradable silencio que se instauraba con facilidad entre nosotros:
—Gracias por aceptar mi invitación, sé que ha sido... precipitada. Soy un poco impulsiva.
Sonreí, un «poco impulsiva» era quedarse corto, pero había algo en su desparpajo que me atraía irracionalmente.
—No tenía otros planes... —dije con sinceridad, pero me arrepentí al instante porque me di cuenta de que Olivia podía sentirse ofendida. Aunque antes de que pudiera disculparme su voz resonó:
—¡Vaya, entonces he tenido mucha suerte! —dijo sin acritud mientras sonreía —.Y a ti, ¿qué te lleva al polideportivo? —preguntó con interés.
Moví el brazo arriba y abajo señalándome de las rodillas al tórax y viceversa para indicarle "mi altura", mientras le decía entre risas:
—¿No puedes adivinarlo?
—Eres jugador de básquet... —dijo sin un atisbo de interrogación y frunciendo los labios en un gesto entre pícaro y enfurruñado que me removió algo por dentro.
Me reí más, sobre todo para aliviar la extraña sensación que tenía y traté de bromear:
—No mujer, soy el encargado de mantenimiento... Cambio las bombillas sin escalera.
Olivia soltó un «¡oh!» ahogado y se mordió el labio superior tratando de no reír pero al final no pudo más y se tronchó, y yo con ella. Después, la conversación giró entorno al baloncesto: desde cómo había ido la liga esa temporada hasta mi apodo en el equipo.
—¿Mini? ¿En serio te llaman Mini? ¡Será una coña! —dijo incrédula, mientras me lanzaba una mirada apreciativa desde los pies a la cabeza.
—Empezó como una broma cariñosa —afirmé con una sonrisa mientras me remontaba unos cuantos años atrás—. Cuando llegamos de Senegal, yo tenía ocho años y hablaba un español algo rudimentario; mi padre nos lo había enseñado a mis hermanos y a mí, pero en casa hablábamos (y hablamos) una mezcla de castellano, francés y wólof, nuestro idioma materno. En clase me costaba mucho integrarme; entre el idioma, la altura y mi color de piel... No fue fácil. —Olivia puso una expresión de dolor mezclada con compasión que me llegó al alma y yo le sonreí para quitarle hierro al asunto mientras continuaba con mi relato—: Entonces, mis padres, preocupados, pensaron que la mejor forma de integrarme sería haciendo un deporte. Y como ya era más alto que la media, pensaron que el básquet me iría como anillo al dedo.
—Y acertaron —dijo sonriente pero en un suspiro, como si temiera interrumpirme.
—Acertaron de lleno —corroboré con una sonrisa dulce; eso me había salvado la vida la primera vez—. Hice amigos, que son ahora mi otra familia y eso me ayudó a integrarme del todo. Y como seguí creciendo casi sin control, el coach empezó a llamarme Mini, porque aquí en Madrid, es el vaso más grande en el que te puedes tomar una cerveza o una copa. En otros lados se llama litro, cachi o maceta...
—Sí, es verdad —afirmó ella, ensanchando su preciosa sonrisa.
—Nos hizo mucha gracia a todos y así se quedó. En la cancha y para los chicos, soy Mini.
A continuación me preguntó sobre el resto del equipo y sus motes. Le hablé un poco de la family, que es como cariñosamente nos autodenominamos y le conté algunas anécdotas de todas las que me habían sucedido en la cancha, durante los diez años que llevaba jugando.
Me encontraba muy cómodo contándole todas esas cosas a Olivia, que me miraba con auténtico interés y con una sonrisa siempre a flor de labios. Entonces, al pasar por delante de una zapatería, vi cómo los ojos se le iban irremediablemente hacia el escaparate y como se le iluminaba la cara, aunque trató de disimularlo y volvió a poner toda su atención en mí.
—Vamos a la zapatería, venga —le dije sin preguntar, a la vez que torcía un poco mis pasos para entrar hacia el enorme local que se abría a nuestra derecha.
—No, no. Vamos arriba a la cafetería y me sigues contando cosas de ti —me rebatió sin un atisbo de duda, aunque sus ojos se volvieron a enredar hacia detrás de la cristalera.
—Olivia, llevo quince minutos hablando de mí sin parar, tienes que estar un poco aburrida ya —dije con una sonrisilla traviesa y vi cómo fruncía el ceño e iba a abrir la boca para rebatirme, pero la cogí de la mano en un impulso y me metí en la tienda—. Vamos a mirar zapatos, anda, que me apetece mucho.
Ella rio ante mi mentira, y se dejó llevar. Sus ojos, arrobados, empezaron a deambular entre botas, sandalias y zapatos de colores y modelos variopintos. Paseamos por entre los estantes con calma, de nuevo en silencio, mientras que yo no podía dejar de observar, fascinado, todas sus expresiones. Olivia hablaba sin necesidad de palabras.
Así supe que su color favorito, al menos para el calzado, era el rojo en toda su gama cromática, que prefería los zapatos a las botas —a excepción de las de caña alta— y que los tacones altos, tirando a imposibles, no eran una elección hecha para contrarrestar mi talla sino su auténtica perdición.
Cuando se encontró delante de un modelo de punta redondeada y tacón alto pero ancho, de ante en color rosa palo, del que salían unas cintas del mismo tono en la parte posterior para atarse al tobillo, sus ojos grises empezaron a centellear como si fueran de plata pulida.
Era pura emoción; golpeteó brevemente con los pies en el suelo de regocijo y miró con impaciencia a ver si localizaba a alguna dependienta libre. Cuando divisó a una de las muchachas con delantal negro que atendían al público, le hizo una breve seña con la mano para que se aproximara a nosotros.
La chica se nos acercó con una sonrisa solícita y cuando estuvo lo bastante cerca pude ver que en el delantal colgaba una chapita metálica que rezaba: "Encantada de atenderte, soy Mary Paz". Miró primero al torbellino cobrizo y luego me lanzó una mirada de soslayo. Una sonrisa maliciosa se le escapó entre las comisuras de los labios, pero lo ignoré deliberadamente.
Olivia que también lo había notado, no perdió el tiempo y le indicó el modelo que la había embelesado, pidiendo su talla -una treinta y ocho, que anoté mentalmente- y preguntó si existía la posibilidad de adquirirlo en rojo. Mary Paz movió su larga coleta morena en un gesto adusto y dijo que tenía que preguntarlo. En cualquier caso, Olivia quería probarse su número, así que nos acercamos hasta uno de los bancos con espejo pegado en el frontal bajo, a la espera de que nos lo trajeran.
Al cabo de unos pocos minutos, una Mary Paz que parecía contrariada, regresaba con tres cajas en la mano. Traía el modelo en rosa, en rojo y en negro; este último era el más elegante, según su opinión de vendedora. Las posó en el banco y Olivia se sentó a descalzarse. Y fue justo en ese instante, al soltarnos, que me di cuenta de que habíamos estado todo el rato paseando con los dedos entrelazados. Algo que había surgido sin premeditar, de una forma totalmente orgánica... tan natural que ni siquiera le había dado ningún traslado. Y me quedé un poco anonadado.
Olivia ignoró con habilidad las sugerencias de la dependienta y fue directa a por los rojos. Se los probó, tanteando el pie un segundo y luego se arremangó con cierto esfuerzo, los estrechos tejanos para anudarse las cuerdecillas a los tobillos. Lo hizo en un gesto hábil y veloz, denotando mucha práctica y se alzó majestuosa. Tragué saliva, la boca se me había secado. Caminó brevemente mientras se observaba los pies, y luego me miró directamente. Hizo una pose divertida y alzó una ceja preguntándome qué me parecían.
Estaba fabulosa, absolutamente arrebatadora... muy sexy, aún con los pantalones mal doblados. Volví a tragar saliva, lanzándole una mirada apreciativa y un guiño que la hizo sonreír ampliamente.
—Míos, entonces —dijo resuelta, mientras se sentaba a cambiarse.
Mary Paz calló, pero sus ojos denotaban reprobación. No comprendía el porqué de su actitud pero sí noté que estaba incomodando a Olivia, que resopló con cierta exasperación mal disimulada, y eso, no sé porqué, pero me molestó sobremanera.
—Entonces... ¿seguro que quieres los rojos? —volvió a preguntar la dependienta.
Olivia se puso de pie, descalza y, recogiendo el par nuevo del suelo para colocarlo en la caja, dijo repetidamente que sí, que era lo que deseaba; pensando -como yo- que igual la muchacha era un poco lenta o tenía algún problema auditivo. Luego tomó uno de sus zapatos, que habían quedado sobre el banco, y doblando la pierna hacia atrás con una facilidad asombrosa, se calzó del pie derecho.
—No sé, chica —volvió a la carga la tal Mary Paz —como ya llevas unos del mismo color...
Olivia frenó en seco y quedó en suspenso. Con el pie derecho enfundado en su escarpín de altura vertiginosa y el otro, desnudo, a medio levantar del suelo. Por un momento temí que fuera a desestabilizarse y me acerqué a ella de forma inconsciente, pero la taheña se irguió sobre sí misma en un precioso equilibrio: flexionando la rodilla, arqueó la punta del pie desnudo y lo apoyó sobre la pierna que mantenía en el suelo por encima de la rodilla, sin esfuerzo aparente.
Sin tambalearse ni lo más mínimo, miró a la dependienta y apretó brevemente los puños, encontrándose con el zapato que le faltaba por ponerse. Pensé en intervenir antes de que perdiera la paciencia por completo y le incrustara el tacón en medio de la frente a la del delantal negro, pero no pude porque con los ojos grises ardiendo, ella, se me adelantó:
—Mira, ya qué parece que tienes tanto interés... te diré que los tacones rojos se la ponen dura a mi chico —dijo Olivia, terminando de calzarse y señalándome con la cabeza mientras me guiñaba un ojo pícaramente—, y me encanta darle por el gusto, ¿vale?
Mary Paz ahogó un gemido escandalizado, cogió la caja los zapatos y se encaminó rauda hacia el mostrador, murmurando lo descarada que era el torbellino de pelo cobrizo.
Olivia y yo nos miramos y nos pusimos a reír como locos.
—¡Co...colchonetas! con doña-encantada-de-ayudarte... —dijo mientras tratábamos de recobrar la compostura y nos acercábamos a la caja a pagar.
—¡Menudo servicio! —corroboré en un susurro porque ya habíamos llegado delante de la cajera, una rubia cuya placa indicaba que se llamaba Lorena. Ni rastro de Mary Paz.
—¡Hola, chicos! Pues serán veintinueve euros con ochenta céntimos —dijo con voz cantarina y una dicción perfecta.
Olivia empezó a sacarse el bolso del hombro, pero antes de que pudiera terminar la maniobra, saqué la cartera del bolsillo trasero del vaquero y le tendí dos billetes a la rubia cajera.
Frené las protestas que empezaba a presentar Olivia, poniéndome un dedo en los labios.
—Shht... Es lo que hacen los novios cuando su chica les complace —dije con una sonrisa cómplice, en un susurro.
Estaba muy cerca de su oreja y de su cuello completamente despejado, porque la melenita que llevaba apenas le rozaba las orejas, y aspiré su aroma.
Olía a fruta fresca, madura, dulce; a mango. Me recordó inevitablemente a mi infancia en Senegal y se me erizó la piel por completo con esa sensación...
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