Capítulo 41: Cuenta atrás
Llegamos a la que ya consideraba mi casa. El barrio era muy tranquilo así que a esas horas de la mañana, cuando apenas eran las ocho, todo estaba completamente en calma y la calle desierta.
Aparqué frente a la cancela blanca y vi el Renault Clio rojo que usaba Rita, aparcado un poco más adelante.
—Bueno, pues... aquí es dónde vivo ahora—, dije al bajar del coche, señalando el número veinticinco.
—¡Qué casualidad la mía al aparcar aquí!
—Sí... —contesté sin ánimo de alargar la conversación; no sabía muy bien como despedirme, pero desde luego que tenía unas ganas tremendas de entrar en casa.
Rita debió notarlo.
—Bueno... me voy ya, que debes estar muerto.
Me encogí de hombros, sin contestar. No quería ser grosero, bastante había padecido ella ya, aunque lo cierto es que había dormido muy poco y descansado aún menos.
Una vez en la acera y antes de marchar hacia su coche, se acercó a mí y me abrazó, colgándose un poco de mi cuello, por la diferencia de alturas.
—Muchas, muchísimas gracias, Héctor. Por todo. No sé cómo te lo voy a agradecer, pero estoy en deuda contigo.
—No digas bobadas... Hubieras hecho lo mismo por mí y Leo me descuartiza vivo si dejo que te pase algo...
Reímos y nos dijimos adiós.
Tras abrir la cancela blanca, crucé el patio delantero arrastrando los pasos, agotado de una noche que parecía no tener fin. Con ganas de meterme en la cama con mi chica, abrazarla y poder explicarle todo lo sucedido, antes de dormir durante muchas horas seguidas.
Abrí la puerta con cuidado de no hacer ruido, pero nada más poner un pie en casa, y antes de verla, la oí:
—¿Así quieres que confíe en ti, Héctor? Desapareces en mitad de la fiesta, toda la noche sin una llamada, ni un mensaje... y cuando por fin apareces, ¿lo haces con «la que no pintaba nada»? —escupió sin preámbulos y sin apenas dejarme cerrar la puerta—. ¡Si es que soy estúpida, jo... ta de tréboles! —murmuró.
—¡Via! —me sobresalté al encontrarla detrás de la puerta, pero sobre todo ante su furia—. Déjame que te explique, por favor...
Rita estaba al borde del coma etílico... No pensé, actué.
—¿Que me expliques el qué, jo...roba de camello? —me cortó, sin dejarme hablar—. Si no hay nada que explicar... Si desde que entró en la discoteca que no le quitabas ojo... Y Lucía diciéndome que estuviera tranquila, que no quisiera ver más de lo que había —dijo a toda mecha, paseando nerviosa, mientras negaba con la cabeza.
Tenía un cabreo monumental y aspecto de haber dormido aún menos que yo. Vestía un chándal de esos calentitos y por primera vez desde que la conocía, llevaba puestas unas zapatillas de deporte blancas. Si aún me quedaba algo de alma en pie, en ese momento terminó de caérseme al suelo. Sabía que la había preocupado, pero ver la angustia que le había causado me sacudió. Necesitaba explicarme de manera urgente.
—Via, por favor, escúchame —hice otro intento para tratar de aclarar lo ocurrido—. Que todo tiene su explicación, ¡de verdad! —No entendía que no me dejara hablar.
Sentí que iba a desfallecer, la preocupación, tanto por Rita como por Olivia, me había mantenido toda la noche en tensión y estaba llegando al límite de mis fuerzas.
La pelirroja paró su frenético paseo y me miró, expectante. Iba a darme una oportunidad para hablar.
Procurando no alzar la voz para no alterarla más, hice un rápido repaso mental a los acontecimientos y los expuse:
—No hay nada entre Rita y yo —necesitaba aclarar este punto lo primero—. Hemos pasado la noche en el hospital. Se pasó de copas, lo vi y la saqué fuera del local para que tomara el aire, pero cuando estábamos fuera, y antes de poder avisarte, se desmayó y la llevé a urgencias. Primero no me decían nada, me tuvieron esperando mil horas y luego, de madrugada, cuando al fin he podido saber que estaba fuera de peligro, me he quedado hasta que le han dado el alta para asegurarme de que todo estaba bien. Me ha dicho que se veía con fuerzas para conducir de vuelta a casa y la he traído hasta aquí porque, de casualidad —recalqué —, tenía su coche aparcado aquí al lado... Nada más —terminé taxativo, porque eso era exactamente lo que había ocurrido.
Sus ojos eran un mar escéptico de fría e inexpugnable plata, aunque hervía por todos los poros de la piel.
—Ya, claro... ¿te crees que me chupo el dedo o qué? —me gritó, señálandome con el índice extendido—. Y os estabáis besuqueando para despediros, porque "la noche en el hospital" —puso el gesto de comillas mientras lo pronunciaba con retintín —, no ha sido suficiente para vosotros, ¿no?
¿Pero qué cojones...?
—No nos «estábamos besuqueando» ¡Por favor! —dije sin poder aguantar la indignación—. ¿Pero qué clase de persona crees que soy? ¿Por qué individuo sin escrúpulos me tomas? Si de verdad me hubiera liado con Rita, ¿te crees que la traería aquí, a la puerta de nuestra casa? —Mi paciencia estaba llegando al límite al igual que mis fuerzas y grité sin querer. Luego rebajé el tono—: Ha sido sólo un abrazo de agradecimiento, por ayudarla.
—Son las ocho de la mañana y no he dormido una miér... coles, pero te aseguro que estoy bien despierta, Héctor. ¡Sé perfectamente lo que he visto! —Gritó, con los brazos en jarras.
Bufé, exasperado, sintiendo mareo y náuses a la vez. Me apoyé en la barandilla de las escaleras, para no caerme, ya que no nos habíamos movido del recibidor y no tenía nada más a mano. Olivia estaba totalmente fuera de sí.
Durante la noche había imaginado muchas maneras de contarle lo ocurrido, de disculparme por haberla preocupado de esa forma, pero en ninguna había previsto que ella estaría tan poco predispuesta a escucharme; me sentí como a un acusado al que sentencian a muerte sin haberle juzgado previamente.
Esa actitud era impropia de mi chica, lo sabía. La conocía bien. Algo se me estaba escapando, pero a saber el qué. Tenía las neuronas en rompan filas.
—Cariño, de verdad que son solo imaginaciones tuyas —dije en tono suave, en parte por mi agotamiento y sobre todo tratando de calmarla, pero en lugar de eso, sólo la encendí más.
—¿Imaginaciones mías, dices? ¿Ah, sí? ¿Y también son imaginaciones mías que, justo la noche antes de mudarte aquí, Rita durmiera contigo en tu cama?
¿Desde cuando sabía eso? Aquello había sucedido muchas semanas atrás, y no había tenido ninguna importancia para mí. ¿Cómo lo había sabido? ¿Quién había podido decírselo? Pensé que nadie nos había visto...
En una fracción de segundo dejé de preguntarme cómo lo había averiguado, para darme cuenta de que eso era lo que la estaba carcomiendo. Sentí que el suelo se tambaleaba a mis pies y me agarré más fuerte a la barandilla.
No iba a negar lo evidente, sin embargo tenía que hacerle entender que no tenía motivos para preocuparse.
—A ver, Via... aquella noche, Rita me pidió ayuda porque había peleado fuerte con Norma. Necesitaba un amigo y eso fui. Estuvimos hablando hasta muy tarde y se quedó a dormir. No le di ningún traslado porque, primero: no comparto confidencias, ya lo sabes; y segundo, y más importante, porque no pasó absolutamente nada entre nosotros, es como si se hubiera quedado a dormir Leo o cualquiera del equipo.
Jamás pasaría nada entre nosotros, porque para que eso sucediera, ambos lo tendríamos que desear. Y al margen de las preferencias de Rita, yo sólo deseaba a Olivia. ¿No lo había aclarado suficiente? ¿Por eso seguía dudando de mí?
—No, si está claro que eres el pu...pulsera amigo perfecto de los co...jines—espetó indignada, haciendo un aspaviento.
—No soy perfecto —la corté sin inquina, tratando de frenar la nueva escalada de celos—, pero amigo de mis amigos sí que soy, y si me necesitan, estoy ahí.
—Ya... —dijo mirando al suelo y, por primera vez, sin gritar —. Entonces el problema soy yo... que no soy suficiente... —al mirarme, sus ojos grises eran todo decepción.
—¡No digas tonterías! —me enfadé —. Claro que eres suficiente, más que suficiente. Estás sacando las cosas del tiesto, Via.
—Yo no saco nada de ningún sitio. ¡No comprendo porque te cuesta tanto admitir lo que es obvio! —dijo furiosa, y añadió con la voz preñada de desengaño —: Puedo entender que te preocupes por tus amigos, ¡me encanta esa lealtad que profesas a todas horas! Simplemente quise creer que yo era alguien especial para ti y que también iba a ser digna de ella, pero está claro que no es así. Que siempre vas a preferir a Rita antes que a mí.
¿Estábamos hablando en idiomas diferentes? ¿Uno de los dos había estado viviendo en una realidad paralela? ¿De dónde se sacaba que no la prefería a ella?
—¡No! —grité desde el fondo de mi alma decidido a soltarlo todo, mientras me acercaba a ella—. Claro que no la prefiero. ¡Y por supuesto que eres especial! Me encanta vivir contigo; aunque hayan sido pocas semanas, estoy en la gloria, porque te quier...
Estaba apoyada en la puerta de entrada, cabizbaja, moviendo un pie de manera nerviosa y al oírme levantó la cabeza como un resorte y me pegó un pequeño empujón que me cogió desprevenido, aunque no tuvo ninguna consecuencia porque pude parar el impacto sin problema. Su mirada era puro fuego, pero no el de una apacible hoguera sino el de un incendio descontrolado que lo arrasa todo a su paso y sólo deja un rastro de cenizas.
—No termines esta frase, Héctor Valero. ¡Ni se te ocurra! —amenazó—. ¡Porque es mentira! —chilló, y empezó a moverse mientras hablaba—: Porque si fuera cierto, si hubiera un mínimo de verdad ahí, te habrías acordado aunque fuera UN SEGUNDO —paró para mirarme y levantar el dedo índice—, uno sólo, y me hubieras mandado un pu... ñetero mensaje para no tenerme muerta de preocupación toda la noche. Pero claro... —abrió la puerta del baño, que quedaba a nuestra derecha, sacando una gran maleta de ruedas, su bolso de la noche anterior y un abrigo —, estabas tan ocupado en "ese hospital" que no te has acordado de mí para nada.
Me quedé petrificado dos segundos, con la mente en blanco, procesando la imagen que tenía frente a mí.
¿Eso era una maleta?
—¡Para! —protesté al ver que se estaba poniendo el abrigo —. Para, por favor...
No me escuchaba.
¿De verdad se iba a ir de «su» casa?
Por instinto, extendí el brazo y con la palma de la mano, bloqueé la puerta de entrada.
—¡Para un segundo, Olivia, joder! —Al oír que la llamaba por su nombre completo y el improperio, frenó y levantó la vista.
—Quedamos en que no habría más mentiras entre nosotros. Me voy a casa de Lucía y no me lo vas a impedir —sentenció con una mirada que me mató.
Había dolor, ira y mucha determinación.
Tanta, que supe que no tenía sentido seguir peleando. Aún así, no iba a permitir que se marchara.
—No, no te lo quiero impedir —dije abatido por completo—. Pero esta es tu casa, das tus clases aquí... mejor me marcho yo —no había mucho más a argumentar.
—Mira —me dijo con los ojos rojos y vidriosos —, te lo iba a decir ayer pero como no pudo ser —usó de nuevo ese retintín—, te lo digo ahora. Tengo una oferta para ir a trabajar a Milán. Iba a rechazarla, por supuesto, pero dado que yo no soy lo que buscas... el miércoles, en cuanto termine la audición del conservatorio, me voy. Puedes quedarte aquí, lo arreglaré con Lucía.
Sentí que me desmayaba.
—V-V-Via... por favor... —no tenía palabras, porque seguía con la mente en blanco. Ni siquiera aliento, porque me costaba respirar, sólo deseaba que recapacitara; que se parara un segundo a pensar, porque se daría cuenta de que aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—Déjame, Héctor...
Era una súplica más que un imperativo, y me rendí.
Me aparté de la puerta, como un autómata, sintiendo que mi vida se iba de cabeza a la mierda y aún no sabía ni cómo. Me desplomé en las escaleras, ya sin poder sostener más mi cuerpo.
Ella salió de casa dando un portazo y ese ruido se quedó reverberando dentro de mí como un eco terrorífico, un tictac inexorable que marcaba mi cuenta atrás.
Pasé varias horas en shock, sin moverme del maldito escalón, repasando una y otra vez la conversación. Hasta que el sueño me venció.
Me desperté con un grito angustioso: ni siquiera le había podido decir que mi móvil seguiría -casi toda seguridad- en su bolso; dónde ella misma lo guardó la noche anterior.
Tenía el cuerpo casi tan entumecido como la mente así que me metí en la ducha para tratar de despejarme.
Sabía que, en ese caso, dejar pasar el tiempo, pondría las cosas en su lugar; pero tan sólo disponía de poco más de cuatro días para hacerme perdonar todos los malos entendidos y dejarle claro, sin ningún género de dudas, que era la mujer de mi vida.
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