Capítulo 40: Amanecer en el infierno

Los minutos se sucedían lentos y pesados unos tras otros, arrastrando con ellos las horas. No tenía noticias de Rita por más que me levantaba cada poco rato a preguntar a las administrativas del turno de noche.

Pero la respuesta siempre era la misma:

—Paciencia. En cuanto el médico tenga noticias saldrá a dárselas o le llamarán por megafonía.

Imágenes de la noche que mi madre falleció, empezaron a acudir a mi mente. Largas esperas, paseos nerviosos y mucho cansancio. En un momento dado, y tras advertir que volvía enseguida, salí y aparqué el coche. Luego regresé a la deprimente sala de espera. No sé en qué instante me di cuenta de que no llevaba el móvil encima, y me agobié. Recordé de forma ambigua que se lo había dado a Olivia para que lo guardara en su bolso y ahora tampoco podía avisarla, porque no me sabía su número de memoria.

Me desesperé. A la angustia de no saber qué estaba ocurriendo con Rita, había que sumarle la preocupación de no poder avisar a mi chica y que se quedara tranquila. Había desaparecido de la discoteca sin dar ninguna explicación, pero ¡claro!, quién iba a imaginarse que me vería envuelto en ese percal...

No podía irme del hospital sin saber, al menos, si Rita estaba bien. Me tapé la cara y ahogué un grito de frustración que pugnaba por salir de mi interior. Supliqué mentalmente que alguna de las amigas de Olivia la hubiese llevado sana y salva a casa. Ya arreglaría las cosas con ella en cuanto pudiera, porque sin duda el estado de Rita era, con toda certeza, preocupante.

Al fin, mi espera terminó. Un médico mayor, salió por las puertas batientes por donde se la habían llevado mucho rato antes y con voz cansada dijo:

—Familiares de Rita Andina, por favor.

Me levanté como alma que lleva el diablo y me acerqué. El médico me lanzó una mirada escéptica. Para tonterías racistas estaba yo en ese momento.

—Soy su hermano Leo —mentí, y añadí con cierto retintín —: Y sí, soy adoptado...

El médico me lanzó una mirada compungida y se aclaró la garganta:

—Ehm... Sí, por supuesto... Mire, joven, su hermana es mayor de edad y no podemos avisar a sus padres, pero igual convendría que les llamara...

—Están de viaje —me afané en contestar —. ¿Cómo está mi hermana, doctor?

El médico cabeceó asintiendo y leyendo los papeles que portaba en la mano, me dijo:

—Rita presentaba un cuadro de intoxicación etílica muy grave. No ha entrado en estado de coma por muy poco. Supongo que eso se debe a la rapidez de su intervención. Puede decirse que le ha salvado la vida a su hermana, joven.

—¿Está fuera de peligro?

—Le estamos administrando por vía intravenosa, una solución con glucosa para evitar la deshidratación. Al tratarse de un episodio aislado puede decirse que ya no corre peligro, pero aún tardaremos unas horas en darle el alta, al menos hasta que se le perfunda toda la solución.

—¿Puedo verla?

—Sí, aunque si está durmiendo, no la despierte. Siga la línea azul del suelo. Está en el box... —consultó los papeles—, tres.

Le di las gracias al doctor y me fui a buscar a Rita. Entré en aquel cubículo con cortina verdosa que los médicos llamaban "box" y la vi tumbada en una camilla, adormilada, con todo el pelo revuelto y húmedo que se le pegaba en algunas zonas de la frente y las mejillas y un gotero con una gran bolsa llena de líquido transparente cayendo casi a chorro por un tubito que llegaba hasta su muñeca derecha.

Me acerqué a ella, despacio, conteniendo las ganas de abrazarla, para no despertarla. Bajé la intensidad de la luz del cabecero y con ternura, le aparté el pelo de la cara.

—¡Qué susto me has dado, Rian...! —susurré con un hilo de voz.

Ella se removió y entreabrió un poco los ojos.

—Hé..Hé..tor... —farfulló.

—Sí, sí, soy yo. Estoy aquí. Tranquila —hablé despacio y muy bajito.

—¿Qué... que... ehm.. ma...pasao? —dijo sin vocalizar.

—Shhttt. No hables, no hagas esfuerzos... —dije con la voz lo más calmada posible—. Ha pasado... —que casi me matas del susto. Pero eso no se lo dije — bueno, que anoche bebiste un pelín más de la cuenta.

—Me duele la cabeza... —dijo con esfuerzo, poniéndose una mano en la frente y luego se tocó el cuello —: y la garganta... tengo sed...

Piqué el timbre de las enfermeras y en cuanto acudió una, le pregunté si podía darle de beber.

Me miró con ternura y con paciencia me explicó.

—Si no se queja mucho, déjala. Quizás tiene un poco de sensación, porque ha vomitado, pero con lo que lleva esto —señaló el gotero— su cuerpo no tiene sed.

Luego la miró a ella con una sonrisa en la cara y le ahuecó un poco la almohada. Comprobó el gotero y con suavidad me dijo:

—Tenéis que ir con cuidado al salir de fiesta, chicos...

—Sí, lo sé. Suele ser muy responsable. Es la primera vez que le ocurre... cuando me he dado cuenta, ya llevaba un pedal de campeonato.

—Bueno... no te mortifiques. Lo importante es que ya ha pasado. Intentad descansar un poco. Las altas empiezan a darse a las siete de la mañana y a penas son las cinco.

Miré a mi alrededor. Aquel minúsculo espacio era un páramo yermo. Salvo la camilla y una silla de diminutas proporciones, no había mucho más. Me senté, tratando de acomodar mis largas piernas lo mejor que pude; y deseando que el tiempo pasara muy deprisa, velé el sueño de Rita.

Apoyado sobre un codo, fruto del profundo cansancio que sentía y del silencio imperante, me adormilé. Unas voces me despertaron y con un bostezo consulté el reloj. Las siete y diez. En algún momento, lejos de allí sin duda, debía haber amanecido y el hospital empezaba a despertar. Los pasos tranquilos de la noche eran ahora carrerillas precipitadas y las voces habían dejado de ser dulces susurros. A medida que los minutos pasaban, el frenesí fue invadiendo todos los rincones y a las siete y media, parecía que se había desatado el infierno a nuestro alrededor.

Rita se despertó sobresaltada y me levanté para calmarla. Volvió a preguntarme lo ocurrido y se lo expliqué de nuevo. Estaba ya mucho más serena y consciente. Y vocalizaba con normalidad.

—¡Madre mía, Héctor!... ¡Qué vergüenza, joder!

—Shhtt... tranquila, no te alteres. No pasa nada. Una mala noche la tiene cualquiera.

—No... ya... pero... ¿Y Olivia? ¿Está fuera? ¡Ay!... Lo siento mucho...

La realidad era que no sabía dónde estaba Olivia. Quería imaginar que en nuestra cama, calentita y no demasiado muerta de preocupación, pero ese atolladero mental era mío y Rita no necesitaba saberlo.

—No, tranquila. Olivia está en casa, descansando —mentí, aunque deseando que esa fuera la verdad.

—¿Y tu no te has ido con ella? ¿Por qué?

—¡Rita, corcho! —me salió una de las expresiones de Olivia en lugar del taco que hubiera soltado si no estuviera saliendo con la pelirroja —.  ¿Como te iba a dejar sola?

—Gracias —me contestó emocionada, bajando la mirada.

Me agaché y le besé la frente, con ternura, como si de verdad fuera su hermano y en ese momento, una doctora bajita y delgada, con el pelo rojizo un poco alborotado y una sonrisa pizpireta que le llenaba toda la cara, entró y se acercó a la camilla.

En el poco rato que llevaba allí ya había aprendido a distinguir a todo el personal. Los doctores vestían pijamas azules, las enfermeras, verdes y los celadores y personal auxiliar, blancos.

—Hola, Rita, soy la doctora Monteavaro, ¿cómo te encuentras?

—Bueno... como si me hubiera pasado un camión por encima.

—Ya...—suspiró la doctora—; es que cogiste una buena cogorza, fía... Ahora toca aguantáse, ¡ye lo que hay! —dijo con un claro acento asturiano, que reconocí por Miguelín, un compañero del equipo —. Bebe mucho durante las próximas veinticuatro/cuarenta y ocho horas y descansa lo que te pida el cuerpo. Y por favor... no vuelvas a beber así, neña..

—No, no... si no lo hago nunca...No sé qué me ha pasado...

—Bueno —dijo en tono maternal— da gracias que no ha pasado nada más, pero ya has visto las consecuencias que tiene pasarse con el alcohol. Tuvisteis un buen simulacro.

—¿Podemos irnos a casa? —pregunté.

—Sí, ahora mismo os traigo los papeles del alta y os podréis marchar.

Ayudé a Rita a vestirse, aun estaba un poco temblorosa, y esperamos a que volviera la doctora con los papeles, mientras la morena se tomaba un buen vaso de bebida isotónica. En cuanto tuvimos el alta en la mano, salimos del hospital.

—No sé si estás en condiciones de conducir, Rita... ir a Madrid son cuarenta minutos...

—Sí, sí, no te preocupes. Me encuentro mucho mejor.

No me quedaba más remedio que confiar en ella, así que le pedí la dirección de donde había aparcado el coche y para mi sorpresa, la dirección me era muy familiar.

Rita y Leo habían aparcado en la calle donde yo vivía con Olivia.






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