Capítulo 38: El cumpleaños
Durante las siguientes semanas la calma se instaló en nuestras vidas. Tras un par de días en los que mi pelirroja favorita estuvo algo más callada de lo habitual, algo que yo entendí que era el proceso natural después de lo sucedido, empezó nuestra convivencia.
Pronto descubrí que vivir con ella era fácil, muy fácil. La casa siempre estaba ordenada y el silencio imperaba por los rincones. A ninguno de los dos nos suponía ningún esfuerzo hacer las tareas del hogar, porque estábamos habituados a ellas y no había peleas ni discusiones acerca de quién hacía qué. Las cosas fluían de manera natural como si llevásemos años viviendo juntos.
Laura, como me había prometido, aumentó mi contrato en la biblioteca, así que todos los días, al terminar mis clases, pasaba tres horas trabajando antes de volver a casa junto a mi chica. Eso mejoró mi exigua economía y me permitió aportar un poco más a los gastos de la nueva convivencia.
Aunque eso también me supuso una reducción importante de tiempo, lo que me impedía, casi por completo, echar una mano con mis hermanos. Mi padre insistía en que se las iban a arreglar sin mí, pero hablándolo con Olivia una noche después de cenar, dimos con una posible solución.
Llamamos a Lucía, que se mostró encantada de echarle una mano a mi padre las tardes que libraba turno; acuerdo que también fue muy celebrado entre mis hermanos, especialmente Paolo, quién quería a la enfermera con locura.
Nos adaptamos a la nueva realidad con vertiginosa rapidez. Pasaron algunas semanas en las que disfruté de esa rutina plácida que habíamos creado los dos. Podía estudiar sin agobios y sin gritos. Incluso en los días en los que Olivia daba sus clases, todo era un remanso de paz. Hasta que llegó su cumpleaños.
Mi chica bonita iba a cumplir los diecinueve y quería que fuera una celebración inolvidable. Porque era el primero que iba a pasar sin su madre, pero sobre todo porque era el primero que iba a pasar conmigo. El primero de muchos, esperaba, y para ello, tracé uno de mis planes.
Como venía ya siendo costumbre, conté con la inestimable ayuda de Lucía. Empezamos la noche organizando una cena en familia. Allegra se encargó de preparar las exquisiteces italianas favoritas de Olivia y las trajo a Aranjuez, dónde junto con el matrimonio Costa, los seis, dimos buena cuenta de ellas.
La cena discurrió entre divertidas anécdotas de la infancia de Olivia, comentarios de la actualidad y algunos planes de futuro. Todos tratamos de no hablar directamente de Hoa, aunque su recuerdo estuvo presente toda la velada. Especialmente a la hora de soplar las velas.
Encargué en una pastelería especializada en repostería creativa una tarta de dos pisos de chocolate blanco y mango, decorada con tres adansonias en cascada, hechas con pasta de azúcar y coronando, junto a diecinueve velas doradas, unas zapatillas de ballet de chocolate negro.
Mi pelirroja favorita me lanzó una profunda mirada de emoción que me removió entero y sonreí como un bobo, pensando que todo estaba saliendo a pedir de boca.
Después de cenar Lucía, Olivia y yo nos dirigimos a mi coche y fuimos a la discoteca donde habíamos quedado con algunas amigas más de las chicas, para terminar la velada a golpe de caderas. El local que habíamos elegido, no quedaba muy lejos de casa, pero tanto Olivia como Lucía llevaban tacones altos así que opté por su comodidad.
Como todavía era bastante temprano, pudimos aparcar sin problemas muy cerca del garito y al bajar del coche, Olivia me hizo a un aparte:
—¿Has avisado ya a Leo? —me susurró.
—Sí, le he mandado un WhatsApp cuando estábamos terminando de cenar, tiene un buen trecho hasta aquí —contesté de igual modo.
—Espero que Lucy no nos mate por esto...
Negué con la cabeza, Lucía era una mujer sensata, lo había comprobado en diversas ocasiones y lo mínimo que se merecía era una explicación. Lo que decidiera después, ya sólo era de la incumbencia de ella y de Leo. Tampoco tenía yo ningún especial interés en hacer de casamentero, por mucho que pensara que ambos bebían los vientos el uno por la otra; sólo quería ver a mis amigos felices.
Entramos en la discoteca y ya había un buen número de gente entre la pista y la barra. Un grupo nutrido de chicas, todas vestidas de fiesta, empezaron a hacernos señas desde un rincón.
Nos acercamos y una lluvia de abrazos y buenos deseos llenó a mi chica, que sonreía agradecida y feliz. Reconocí algunas caras de cuando murió Hoa, pero me era imposible ponerles nombre.
Olivia me las presentó de nuevo, mientras Lucía iba a la barra y pedía una «ronda de chupitos» para todas. Yo iba a mantenerme a base de refrescos, porque debía conducir a la vuelta, así que pedí una simple naranjada.
Las chicas empezaron a bailar con rapidez. Dejé que Olivia se adentrara en la pista de baile y se adueñara de ella. Porque estaba rodeada de mucha gente y de sus amigas, que bailaban maravillosamente bien, pero ella era la reina indiscutible. Imposible no fijarse en ella, en su melenita pelirroja moviéndose al compás de sus caderas y en su sonrisa de placer.
Era la segunda vez que la veía de esta guisa y de nuevo la boca se me hizo agua. Un deseo animal se apoderó de mí y las ganas de apresarla entre mis brazos, crecieron en mi interior. Aguanté solo un par de canciones y me acerqué a la pista. Bailar no era lo mío, pero necesitaba tocarla, sentirla cerca de mí. Era algo que iba mucho más allá del simple deseo carnal, era una necesidad imperiosa de comprobar que era real, que no era un sueño.
La abracé por detrás, acercándola todo lo que pude contra mi pecho, dejando que su cuerpo sinuoso bailara en dos dimensiones, sobre la pista y sobre mí mismo. Sentí como toda ella se pegaba a mí y me mecí al compás que ella imponía. Me encantaba tenerla así, disfrutarla así... Ella se giró sobre sí misma sin despegarse un centímetro de mí, mientras su cuerpo seguía trazando movimientos sensuales y nuestras bocas se fundieron, hambrientas como siempre, la una con la otra. Como si no estuviéramos más que saciados el uno del otro, ahora que vivíamos juntos.
—¿«Namounala» otra vez, morenazo? —me soltó entre risas, muy cerca de mi oído.
Me reí recordando el episodio al que hacía referencia, la vez anterior en la que estábamos de esa guisa.
—Lo siento, cariño, pero ésta vez es el móvil. Hay ya bastante gente por aquí y paso de tener un accidente o un disgusto con él.
Ella asintió.
—Dámelo, si quieres. Te lo guardo en el bolso.
Asentí, agradecido de quitarme un chisme de encima. Entre la cartera y las llaves del coche ya llevaba los bolsillos llenos.
Seguimos bailando un buen rato, hasta que Olivia dijo tener sed e hizo otra «ronda de chupitos» para todas las amigas. Se acercaron a tropel a la barra y juntas alzaron los pequeños vasos llenos de licor para bebérselos de un trago al unísono, mientras coreaban el típico brindis ese de «arriba, abajo, al centro y pa' dentro".
Sin prisas, me coloqué en la barra un poco apartado de ellas. Las observé de soslayo, con gesto divertido, mientras esperaba la tónica que acababa de pedirme.
Gracias a la visión que mi altura me confería, podía observar casi todo el local desde ese extremo donde estábamos, y fue en ese instante, cuando las chicas dejaban golpetear sus vasitos de cristal vacíos sobre la barra, cuando vi que Leo entraba por la puerta.
La sonrisa se me congeló en los labios cuando me di cuenta de que no venía solo. Detrás de él, quitándose un chaquetón negro, estaba Rita.
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