Capítulo 32: Rosas
Mi padre estaba en apariencia muy tranquilo y, cuando nuestros ojos se encontraron, me preguntó:
—Vale. ¿Cuándo te mudas?
—¿No te molesta? —Respondí con otra pregunta, ignorando la suya. No las tenía todas conmigo y tampoco tenía una fecha exacta con la que responderle. Me extrañaba que me lo pusiera tan fácil, a pesar de que yo no le había dejado opción a réplica porque le había dicho que iba a mudarme, no que me lo estuviera pensando.
—Héctor, rey, eres mi hijo aunque no te engendré, y te conozco. Seguramente mucho más de lo que piensas. Este curso pasado has estado más en casa de Esther que aquí y este verano, si no llega a ser por esa preciosa peliroja —hizo un gesto con la cabeza, como si la señalase—, me hubieras dicho que querías tomarte un año sabático y volver a Senegal.
—¿Cómo lo sabes? —Estaba atónito. Lo de irme a Senegal no había llegado a decírselo en ningún momento.
—Ya te lo he dicho, te conozco. Además yo a tu edad también me emancipé, ¿sabes? En cuánto encontré trabajo. Y tú ya llevas un año en la biblioteca... Sé que no es lo mismo, porque los contratos y los sueldos de hoy son un... desastre, pero estoy convencido de que sabrás salir adelante.
Asentí, en realidad podía arreglarme con muy poco, pero cuando decidí que no me iría, que me quedaba en Madrid, hablé con mi jefa.
—Hablé con Laura hace unos días y me aseguró que podía contratarme más horas a partir de octubre.
Mi padre sonrió con suficiencia.
—¿Lo ves? Eres un luchador nato, Héctor. Lo eres desde que estabas en el vientre de tu madre.
Sus palabras me enturbiaron la mirada; mi madre, conmigo en su interior, pasó tres días sin comer ni beber huyendo de su aldea, antes de caer en los salvadores brazos de mi padre.
—Además —añadió, mirándome a los ojos—, sé que necesitas hacer tu propio camino. No temas por nosotros, Héctor. Aunque a veces me haya apoyado más en ti de lo necesario, yo soy el único responsable de vosotros.
—No sé qué decir —contesté con sinceridad, abrumado por su benevolencia—. Gracias... claro...
—No me las des, Mag. Mis padres trataron de cortarme las alas muchísimas veces y me prometí a mí mismo que no haría lo mismo contigo ni con ninguno de tus hermanos... Además, vas a estar a cuarenta y cinco minutos de aquí, seguro que hasta oyes algún grito de Paolo —rio—. Y si lo tienes claro, es lo único que importa; pero prométeme una cosa: Si algo va mal, si cambias de opinión... lo que sea —me dijo muy serio—, prométeme que vendrás a casa, ¿vale? Nadie te hará ningún reproche.
—Te lo prometo. —Dije con solemnidad.
En ese instante entró Olivia y con cautela se sentó a mi lado.
Asentí brevemente a la muda pregunta que sus faros de plata me hacían y ella miró entonces a mi padre.
—Tranquila, os doy mi bendición —dijo mi padre imitando la voz de Don Vito Corleone en "El Padrino", lo que provocó nuestras risas.
Entonces ella, con su habitual desparpajo, le contó los planes que tenía para reorganizar la casa de Aranjuez y le puso al corriente sobre algunos datos de su vida. A grandes rasgos yo ya le había esbozado el cuadro a baye, pero me gustó que ella tuviera la confianza de contárselo.
La verdad es que se notaba que mi padre estaba acostumbrado a escuchar en su trabajo, porque la conversación entre los tres fluyó de forma natural hasta que decidimos irnos a la cama una hora después.
Olivia y yo entramos en mi habitación y le presté una camiseta para dormir. Estaba preciosa y muy graciosa con ella porque le cubría hasta las rodillas. Yo me puse un pantalón corto y nos tumbamos en mi cama, que aunque no era tan grande como la suya, nos acogía a los dos con bastante comodidad. Ella se había negado a que desplegara la cama que había debajo de la mía y que era la que usaba Leo siempre que venía.
En la oscuridad, hablamos en susurros hasta que nos quedamos dormidos.
Por la mañana, me desperté antes de que sonara el despertador y lo apagué para que no molestara a la taheña, que dormía con placidez abrazada a la almohada. No me pude resistir a darle un beso en la mejilla antes de saltar de la cama.
Me levanté con sigilo y dejé la puerta de mi habitación cerrada para ir a la cocina a preparar el desayuno mientras oía como mi padre salía de la ducha.
Al cabo de unos minutos apareció en la cocina abrochándose la camisa y con el pelo húmedo.
—¡Mag! —se sorprendió —. No esperaba que te levantaras temprano hoy...
—La costumbre... además tenemos faena con Via, hoy vendrán los del hospital a llevarse todo lo que se pueda aprovechar.
—¿Cómo lo lleva?
—Muy entera, ya la viste. Lo tenía asumido... —cambié de tema porque no quería que nos oyera hablar de ella a sus espaldas —. ¿Qué haremos con los enanos? —Pregunté porque sabía que a mi padre ya no le quedaban días de vacaciones.
—No te preocupes por eso. Iré un par de horas al trabajo y me organizaré para tomarme estos días de asuntos propios...
—He pensado que si me quedo yo el coche me los puedo llevar a Aranjuez, Eric y Abel seguro que echan una mano... —propuse—. Y tú te llevas la moto y haces tranquilo, sin pedir favores.
—Pues no me parece mala idea, pero a cenar...
—Sí, sí, todos en casa —dije acabándole la frase y nos reímos los dos.
—Héctor... —llamó con timidez una voz detrás nuestro.
Como un resorte, mi padre y yo nos giramos a la vez y contestamos al unísono:
—¿Si?
Olivia se quedó un segundo perpleja y se le escapó una risita; luego con su vista puesta en mí, preguntó:
—Buenos días. ¿Me puedo duchar?
—Claro que sí —sonreí y le hice un pequeño gesto con la cabeza —. Ven, que te presto una toalla y te enseño dónde esta todo.
La llevé al baño que estaba en la habitación de mis padres para que tuviera más intimidad, aunque le advertí que igual se topaba con Ginger, que era la única que tenía permiso para usarlo. Luego regresé a la cocina y me despedí de mi padre que finalmente se fue al trabajo en moto.
Poco a poco, mis hermanos empezaron a despertarse e iban entrando a goteo para desayunar, dónde les conté los planes del día.
Una vez estuvimos todos listos, bajamos por turnos al garaje y después de atar a Paolo en el alzador y asegurarme de que todos llevaran el cinturón de seguridad bien puesto, nos fuimos a Aranjuez.
Olivia estaba entusiasmada a pesar del bullicio que se estaba formando en el coche y me lo contagió. Pusimos música para hacer el viaje más ameno y al final, los seis, llegamos cantando a pleno pulmón (masacrando, más bien) "Walking on Sunshine" de Katrina & The Waves.
Aparqué lo más cerca que pude de la cancela blanca y bajamos todos del coche. Olivia abrió la puerta para que todos entrásemos.
Tras un breve recorrido por la casa y superado el revuelo inicial, dejé a Ginger y a Paolo viendo dibujos animados en la tele, sentados entre los almohadones de la inmensa cama de Olivia y mandé a los mellizos a comprar bolsas de basura y productos de limpieza en el supermercado del barrio, que estaba a poca distancia, mientras nosotros llamábamos a Lucía y nos poníamos manos a la obra.
La enfermera llegó justo cuando lo hacían Eric y Abel e hice las presentaciones.
—Olivia no me había contado que tenías dos hermanos—comentó con una sonrisa.
No pude evitar reírme.
—Dos no, tengo cuatro —corregí con suavidad —. Ven que te presento a los pequeños...
—¿Cuatro? —puso cara de enorme sorpresa —.¡En tu casa no se debe aburrir nadie nunca! —sentenció.
Me reí otra vez. ¿Aburrirnos? No, nunca. ¿Descansar? Tampoco.
Abrí la puerta de la habitación de Olivia y le presenté a la princesita y al diablillo. Paolo se puso de pie encima de la cama y corrió para saltarle al cuello como hacía con Olivia, pero logré interceptarlo en el aire.
—Señorito, a ver si dejamos de saltar encima de mis amigas... —le reñí.
—Es culpa tuya, por tener amigas que están tan buenas...
Mi cara, mientras ponía al enano en el suelo, debió ser un poema; ese niño iba a matarme de un infarto, mientras Lucía se partía de risa y Ginger seguía embobada con la tele.
—Oye, pues un niño tan guapo como tú, no desentona entre nosotras, ¿eh? —Le dijo la enfermera mientras le revolvía el pelo con cariño.
Paolo, lejos de sonrojarse, sonrio con autosuficiencia y luego me miró con cierto enfado:
—¿Ves, Mag? Yo le gusto y tu no me dejas ni darle un beso...
Iba a matar a ese pequeño mamoncete de un momento a otro.
—¡Ey! ¡Ey! Frena un segundito. Yo ni quiero ni dejo de querer, majete. Si quieres un beso, se lo pides a la chica en cuestión. Ella - y sólo ella- es la que tiene que decirte si sí o si no.
Me hizo un puchero y me sacó la lengua y luego poniendo cara de angelito miró a la morena.
—¿Me das un beso, Lucía? —Y el muy granuja cerró los ojos y preparó los morros.
Lucía que se estaba riendo de lo lindo con toda la escena, se agachó y le dijo que sí, pero le puso a tiro la mejilla. Y suerte, porque Paolo se colgó de su cuello con rapidez. Al principio nos reímos con el gesto, pero pasado un rato seguía aferrado a ella como si le fuera la vida en eso.
Intenté razonar con él, pero me apartó de un manotazo y se clavó aún más en el cuello de Lucía. Incluso Olivia bajó al ver que tardábamos tanto, y también trató de hablar con él, pero sólo le estábamos poniendo más nervioso.
Me asusté un poco, nunca se había puesto de esta manera. No sabía qué ocurría.
Entonces Lucía, con su infinita paciencia y el oficio, salió de la habitación y paseando con el pequeño al cuello, le fue hablando con suavidad para que se calmase.
Olivia y yo les observábamos a una distancia prudencial. La taheña no dejaba de pasarme la mano por la espalda para que yo también me tranquilizara. Le sonreí compungido. No entendía nada.
Hasta que oí la respuesta que Paolo le daba a Lucía, a una pregunta que no había escuchado:
—Es que hueles muy bien... a rosas —dijo con sentimiento y se me paró el corazón porque sabía lo que venía a continuación—: Hueles cómo lo hacía mi mamá...
Se me escapó un gemido ahogado, que ni para Lucía, ni por supuesto para Olivia, pasó inadvertido. De hecho, cuando miré hacia la taheña, vi que se le habían anegado los ojos de lágrimas y la retuve con fuerza contra mí.
Lucía continuó abrazando a mi hermano y hablándole bajito hasta que el pequeño se tranquilizó lo suficiente y lo devolvimos, ya medio dormido, a la habitación a ver dibujos con Ginger, que por suerte no se había enterado de nada.
Repuestos del momento, subimos al piso de arriba sin hacer ningún comentario. Supuse que ya Olivia se encargaría de decirle a su mejor amiga que nosotros tampoco teníamos madre.
En el piso de arriba, metidos en faena, observé con sorpresa lo bien que los mellizos se portaron y el respeto con el que lo hicieron todo. Doblaban la ropa de Hoa para ponerla con cuidado en bolsas y se la enseñaban a Olivia, por si quería quedarse con alguna cosa antes de colocarlas definitivamente en el montón de donar y guardaron con cuidado todas las fotografías que yo iba descolgado de las paredes, dentro de unas cajas.
Los compañeros de Lucía del hospital se llevaron la cama articulada, el gotero, la silla de ruedas, la grúa y diferentes útiles de higiene, como el taburete de ducha, barreños y paquetes de esponjas jabonosas sin usar.
Antes de comer ya habíamos hecho una buena parte del trabajo. Nos reunimos en la gran mesa del comedor a comer unos pollos al ast con patatas fritas que habíamos encargado a domicilio para todos.
Ginger y Paolo, que parecía haber olvidado todo lo sucedido, ayudaron a Olivia a poner la mesa sin protestas y después de comer me ayudaron a fregar los platos.
Lucía se integró entre mis hermanos igual que lo había hecho la taheña, como si fuera una más. Cuando terminamos de lavar los platos se excusó para ir a trabajar y con mucha mano izquierda hizo un despido general que sólo ocasionó un pequeño reguero de protestas.
—Chicos, no todos tenemos vacaciones... —sentenció ella y con eso acalló las quejas.
Cuando Lucía se hubo marchado, miré a mis hermanos; tenían cara de cansancio.
—Te falta un sofá, Oli... —dijo Ginger, que era la que más confianza tenía con ella.
—Hasta ahora no lo había necesitado —contestó ella riendo —. Pero podéis ir todos a mi cama.
Ninguno se lo hizo repetir dos veces. En un visto y no visto los cuatro desaparecieron de nuestra vista.
Olivia y yo nos hicimos un café, mientras hablamos de lo que haríamos por la tarde. Iríamos a donar la ropa y a comprar pintura en una tienda de bricolaje.
Una vez decidido, nos asomamos a la habitación que estaba en absoluta calma.
Estaban los cuatro diseminados por entre los almohadones. Eric se había puesto los cascos del móvil y quedándose en un rincón cerca de la pared. Paolo se le había hecho un ovillo entre las piernas y él le acariciaba la cabecita distraídamente con los ojos cerrados. Abel en cambio se había tumbado en el centro de la cama y había cogido el mando de la tele e iba cambiando de canal, buscando algo que le gustase a él y a Ginger, a la que abrazaba porque se le había puesto en un costado.
Olivia y yo sonreímos con esa imagen y saqué el móvil para hacerles una foto y mandársela a mi padre.
Una imagen que se fue repitiendo durante toda esa semana. Porque por la mañana nos íbamos temprano a Aranjuez a ayudar a Olivia a hacer las reformas y por la tarde cenábamos y dormíamos todos en nuestro piso de Madrid.
Al llegar el viernes, Olivia quedó con Lucía para hacer una noche de chicas y no regresó con nosotros a Madrid.
Después de cenar fue cuando más noté su ausencia; me había acostumbrado demasiado a esas charlas nocturnas susurradas, a sentir su respiración pausada y a su olor a mango inundando mi cama y mi nariz...
De repente el móvil me vibró y me emocioné pensando en que quizás la taheña me estuviera echando de menos también, pero en la pantalla apareció otro nombre: Rita.
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