Capítulo 29: Toledo

Absorbí el impacto que me causó la confesión de Lucía, de la misma forma que una canasta del equipo rival. Tratando de mantenerme impertérrito. Acababa de confesarme algo muy íntimo y lo mínimo que cabía esperar de mí, era el máximo respeto. Y entonces, algunas piezas del puzzle empezaron a encajar.

—Te aseguro que no lo sabía y jamás lo hubiese deducido por mí mismo. Y de haberlo sabido, como es ahora el caso, tampoco saldría nunca una palabra de mi boca —dije con absoluta sinceridad. ¿Quién coño era yo para ir comentando cosas de nadie, cuando además no me atañían en absoluto?

Aunque sin poder evitarlo, la observé con más detenimiento. Lucía tenía las facciones dulces y armónicas como cualquier mujer cis, y nunca la había visto maquillada en exceso. Destacaban sus poderosos ojos de color verde oliva, ahora, tras el llanto más brillantes que nunca y su piel que sin llegar a ser morena tenía un tono dorado muy bonito. Quizás sí que su voz era un poco más grave a lo que habitualmente asociamos a una voz femenina, pero no lo suficiente como para "delatarla". Ni siquiera en su cuello se apreciaba la nuez de Adán.

Ella se dejó observar en silencio. Incluso Olivia se mantuvo apartada de nosotros.

—Lucía —volví a hablar—, no sé qué pasó anoche, pero si Leo te rechazó —me aventuré a decir, porque era lo único que me cuadraba — no fue porque seas trans. Dudo mucho que lo haya podido averiguar por sí mismo y, además, él puede ser un cabestro consigo mismo pero te aseguro que es abierto de mente como el que más.

—No sé, Héctor... ya las he visto de todos los colores, ¿sabes? —dijo con pesar.

—A bueno fuiste a hablar de colores —dije para bromear y rebajar esa tensión contenida que se había ido instalando en el ambiente—. Ya sé que no os habéis dado cuenta ninguna de las dos, pero os lo confieso: soy negro.

Olivia rompió a reír mientras se acercaba a nosotros y Lucía lanzó una carcajada con los ojos llenos de lágrimas de alivio. Las abracé a ambas y ellas se dejaron abrazar.

—Venga, Lucy, vamos a comer y nos cuentas todo lo que pasó, seguro que luego lo ves todo más claro —resolvió la taheña.

Y una vez que estuvo cambiada, porque seguía con la ropa de deporte, salimos a la calle y nos montamos en el coche de Lucía, que condujo hasta el centro comercial donde Allegra tenía el restaurante.

Andrea nos recibió con su eterna y educada amabilidad y nos sentamos en una discreta mesa bien al fondo del local.

—No sé, chicos... —decía Lucía, mientras tomaba un sorbo de coca-cola— ya lo visteis vosotros, estábamos bailando muy bien y cuando os fuisteis seguimos bastante rato igual. Parecía que habíamos conectado. Cada vez estábamos más juntos...

—Y os enrollásteis —apostilló Olivia entornando los ojos con aseveración.

—Sólo fue un beso —respondió Lucía, pero las mejillas se le colorearon y la mirada se le enturbió —. De los que marcan época, sí, pero sólo uno. —Hizo una pausa para tomar aliento y continuó su explicación —: Después, él se separó brusco y todo cambió. Estaba nervioso, me dijo que se le estaba haciendo tarde y que iba a pillar un búho para regresar.

Olivia me miró y leí en sus ojos lo que me estaba preguntando, si eso era habitual en Leo. Hice una breve negación y seguimos escuchando a Lucía.

—Por cortesía, le ofrecí acompañarle con el coche y ante mi sorpresa, aceptó. En el trayecto volvió a estar como antes, hablamos relajados y cuando llegamos al portal de su casa, el ambiente volvía a ser como en la disco... muy cómplice. ¡Joder! —exclamó Lucía mientras bajaba la mirada y negaba con la cabeza —. Os juro que no fueron todo imaginaciones mías, porque antes de bajar, en un gesto rápido y brusco, Leo me volvió a besar para pedirme después perdón y marcharse sin decirme casi ni adiós...

«Maldita sea, Lion... mañana me tendrás que explicar muchas cosas», pensé mientras veía la mirada compasiva de Olivia acariciando la mano de su amiga.

La comida se desarrolló entre consejos de ánimo que buscaban tranquilizar a Lucía. Al final, creo que lo logramos, porque cuando nos levantamos de la mesa, volvía a sonreír.

Olivia rechazó regresar a Aranjuez con su amiga e intuí que tenía ganas de hablar, así que fuimos hasta la boca del metro para llegar a mi casa dando un tranquilo paseo.

Cuando nos quedamos a solas, lo primero que hizo fue hacerme prometer que hablaría con Leo aunque sin destapar las cartas. Algo que, por supuesto, así tenía pensado hacer.

Después me contó que el proceso de transición para Lucía, aunque completamente liberador, había sido muy duro. La hormonación estaba yendo muy bien, pero la operación de aumento de pecho casi la mata y no quiso seguir con la reasignación de género... En todo este proceso, la ayuda de Ana, la psicóloga, había sido indispensable.

La boca del metro estaba cerca de mi casa y dejé a Olivia, a petición suya, tomando un café en el bar de al lado de mi portal, mientras yo subía a por las llaves de la moto para llevarla de vuelta a Aranjuez.

Me extrañó el silencio sepulcral que había en mi casa cuando entré, pero pronto me di cuenta de que no había ningún Valero. Dejé una nota en el frigorífico diciendo que había pasado por allí y le dejé otra nota a mi hermana en su escritorio.

«Gin, tu plan de hacerle una fiesta a Olivia ha funcionado. Muchas gracias, hermanita. Te debo una. Mag»

Recogí la bolsa de deporte que últimamente siempre tenía preparada y las llaves de la moto.

Salí del parking y estacioné justo enfrente del bar. Olivia salió en cuanto me vio y se puso el casco, emocionada. Le encantaba ir en moto. Le abroché el casco con firmeza y la ayudé a cruzarse la bandolera de mi bolsa de deporte.

Subió aferrándose a mis bíceps y después de acomodarse la bolsa dejándola descansar por detrás de ella, enseguida noté como sus brazos me cruzaban la cintura y apoyaba su pecho a mi espalda.

Me aseguré de que llevara bien puestos los pies en los estribos y mientras la apretaba un poquito más contra mí, giré la cabeza y le dije:

—¿Vamos a dar una vuelta o quieres ir a casa directamente?

Ni se lo pensó:

—No quiero ir a casa todavía.

Sonreí lleno de alegría, arranqué la moto y empezamos a fluir hacia la M40. No tenía ningún destino en mente, sólo sentía la necesidad de conducir con Olivia pegada a mi espalda, oyendo sus risas y esos grititos de felicidad que lanzaba cuando pegaba un acelerón.

Quería hacerla feliz. Sólo eso.

La moto no era mi vehículo favorito, pero tenía que reconocer que tenía sus ventajas. La primera la ligereza de movimientos, la segunda, sentir a mi chica pegada a mí. Abrazándome,  moviendo las caderas al ritmo de las curvas... Desvié rápidamente ese pensamiento, tenía que centrarme en el tráfico o íbamos a terminar en el hospital.

Durante varios kilómetros, Via y yo fluimos entre el denso tráfico madrileño de un sábado por la tarde. Y cuando vi el desvío hacia Getafe, no me lo pensé, lo cogí. Iríamos a Toledo.

Toledo me encantaba. Era el lugar donde la family veníamos a celebrar nuestras victorias en la cancha, dónde empezábamos y terminábamos la liga... era un sitio especial.

Después de aparcar la moto y atar los cascos, le quité la bolsa a Olivia y me la colgué de un hombro. Empezamos a caminar cogidos de la mano por las encantadoras juderías, perdiéndonos entre la particular arquitectura toledana que aunaba tres grandes culturas, hablando de todo y de nada.

La tarde fue dejando paso al atardecer y los tonos naranjas fueron tiñendo las calles por las que andábamos. La conversación seguía relajada, pero ya no hablábamos de futilidades sino de cosas más trascendentales.

Me encontré explicándole a Olivia que justo cuando la había conocido me estaba planteando cogerme un año sabático. El primer curso de Trabajo Social no había sido especialmente exigente y me había costado sacarlo adelante debido al bullicio que siempre había en casa y a las pocas horas que yo tenía para estudiar. Además quería buscar un trabajo mejor que pasar tres mediodías a la semana y una hora por las tardes en la biblioteca de la facultad, ordenando libros. Me gustaba el trabajo, pero lo que ganaba era ridículo si esperaba independizarme algún día antes de cumplir cincuenta.

Olivia por su parte me habló de su coreografía de final de carrera. Esa que tenía que presentar antes de Navidad y que la llevaba por el camino de la amargura, no sólo porque hasta ahora no le había podido dedicar a penas tiempo sino porque había decidido que quería ir con unas puntas de ballet de color rojo y no las encontraba por ningún lado. Lo deseaba porque era una especie de homenaje a su madre.

El sol ya había caído y la conduje hacia el restaurante dónde nos reuníamos con el equipo de baloncesto. Se comía bien y era suficientemente íntimo como para seguir hablando de nuestras cosas.

Nos sentamos en una mesa y pedimos una fuente de ensalada para compartir y un poco de embutido de la zona. Tampoco teníamos demasiada hambre, Allegra nos había alimentado de sobras. Sólo era una excusa para seguir alargando esa tarde tan maravillosa.

Nos sirvieron la comida y nosotros seguíamos hablando de esto y de aquello. Volvieron a salir las zapatillas de ballet; era cierto que Olivia estaba un poco "obcecada" con ellas.

—Las encontraremos, no te preocupes —le dije convencido y no sólo para animarla o tranquilizarla —. Además, en cuanto organices el cambio de clases de nuevo a Aranjuez, ganarás tiempo y podrás recorrer más tiendas. —Ella asintió, más relajada y yo terminé —: Y no te quejes, que tú no tienes a cuatro hermanos peleones turnándose para no dejarte a solas con tus pensamientos ni dos minutos seguidos...

Olivia me dio un golpe suave en el hombro en señal de protesta, mientras empezaba a reír. Me encantaba que volviera a reír.

—Siempre te quedará venirte a vivir conmigo —dijo entre las risas y el corazón se me saltó un latido.

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