Capítulo 24: Tacones Rojos

NOTA DE LA AUTORA: Tengo esta historia pensada y escrita, desde bastante antes que Sebastián Yatra (compositor y músico colombiano) sacara al mercado ésta canción, (que para saciar curiosidades diré que fue el 21 de octubre de 2021 y yo empecé publicar la novela en wattpad el 9 de junio de 2021). Aunque ha sido pura coincidencia, gran parte de la letra me viene como anillo al dedo y pone banda sonora a esta obra mía, la verdad. Aunque sí debo decir que éste capítulo se ha modificado con la influencia de la canción, el resto de detalles han sido mera casualidad. Y como quiero que todxs disfrutéis de este temazo, os dejo el enlace al videoclip oficial que corre en YouTube.

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Al día siguiente, en cuanto me desperté, puse en marcha mi plan, que por fortuna no se me había olvidado durante la noche, y que había bautizado con el nombre de "Tacones Rojos". Un plan que debía ser memorable y por supuesto, sorpresa.

Quería volver a ver a Olivia subida a cualquiera de esos imponentes tacones suyos y que fuera por un motivo festivo; y también porqué me había dado cuenta que cuando los llevaba, causaba cierto... efecto en mí.

El primer punto del plan era contar con mi mejor amigo. A Leo le gustaba salir de fiesta mucho más que a mí y se conocía todos los locales de moda así como cantidad de eventos y conciertos a los que asistir. Aunque ahora llevase dos meses «encerrado» en Montejo de la Sierra, esa seguía siendo una de sus especialidades.

Después de desayunar le mandé un mensaje, temiendo que fuera demasiado temprano para él, explicándole lo que tenía en mente. Enseguida recibí su respuesta de que contara con él para lo que quisiera y nos pusimos a debatir varias posibilidades.

El segundo punto era hablar con Lucía. Si quería animar a Olivia era fundamental que su mejor amiga estuviera presente.

Al ir a llamarla, caí en la cuenta de que no tenía su número de teléfono. Un fallo garrafal por mi parte, que ahora no podría arreglar sin acabar con la sorpresa, pues la única que podía dármelo era la taheña...

—¡Seguro que terminas en el hospital, chaval! —la voz de Abel me sacó de mis cavilaciones.

—Antes vas a morder el polvo, Caraculo —le contestaba Paolo.
Me acerqué al salón, a ver que estaba ocurriendo. Estaban jugando a un videojuego y se estaban picando.

—¡Paolo! Sin palabroootas... —dije con voz cansada, alargando la penúltima silaba.

—Caraculo no es una palabrota, Mag, es como se llama el personaje de Abel... —se defendió el pequeño.

¡Joder, con mis hermanos!

—¡Toma! —gritó entonces Abel, haciendo gestos de victoria, subiéndose de pie al sofá—. ¿Lo ves, chaval? ¡Al hospital de cabeza! Caraculo nunca falla...

Al margen de cerrarles la consola y mandarlos a terminar los deberes de verano pues también en breve empezarían las clases para ellos, sin saberlo, acababan de darme la solución para localizar a Lucía.

Así que en cuanto mi padre llegó de trabajar, me marché directo al Hospital del Tajo, esperando que la enfermera estuviera de turno.

Entré y sin saber muy bien por dónde empezar, me dirigí al mostrador de atención al usuario, donde dos mujeres de mediana edad, una con mechas rubias oxigenadas y otra con un cardado que desafiaba las leyes de la gravedad, removían con cucharillas de palo sendos vasos de plástico, de lo que supuse que era café, y mantenían una animada tertulia en voz baja.

—Buenas tardes, disculpen señoritas —dije con cierta picardía al interrumpirlas—, estoy buscando a la enfermera Lucía Bernal.

Ambas mujeres callaron y me miraron a la vez de arriba a abajo -todo lo que les permitía el mostrador- y se sonrieron en una mirada cómplice; luego, la que tenía más cerca, la de las mechas rubias, me hizo una caída de pestañas seguida de una gran sonrisa antes de contestar.

—¿Bernal, dices? —interrogó mientras tecleaba en el ordenador —. Ahora te lo miro, cielo.

—Gracias —contesté escueto.

—Si quieres, nos puedes dejar el recado a nosotras y se lo daremos encantadas, ¿verdad, Puri? —insinuó la del cardado antigravedad, cual cotilla de manual.

Sonreí sin contestar.

—La enfermera Bernal está ahora haciendo su turno en pediatría —contestó la tal Puri, dándole una patada que pretendía ser disimulada a la otra mujer por debajo del escritorio, aunque desde mi perspectiva de los dos diez poco se me escapó, y a continuación, me dio un serie de indicaciones para llegar allí.

El área materno-infantil me impresionó; estaba decorada como si fuera la senda de un bosque, con árboles dibujados en las paredes y ondeantes maderas verdes y marrones en los techos. Llegué hasta el control de enfermería y justo cuando iba a volver a preguntar por Lucía, su voz grave y pausada, me sorprendió por la espalda.

—¿¡Héctor!? ¿Qué haces aquí? —Su estupor era notable.

—Pues precisamente, te andaba buscando... —contesté sonriendo mientras me agachaba a darle dos besos.

Me llevó hasta la cafetería, después de comentar algunas cosas con sus compañeras, y allí le expliqué mi plan igual que el porqué me había presentado en el hospital.

No tardó en darme la razón acerca del estado de ánimo de la taheña y en sumarse a mi iniciativa. Luego nos despedimos con rapidez, no sin antes darnos los números de teléfono, porque no quería entretener a Lucía más tiempo del necesario.

Mientras salía del hospital, puse en marcha el punto numero tres de mi plan: distraer a Olivia para que no sospechara nada.

Le mandé un mensaje cariñoso interesándome por ella, que obtuvo -tal y como esperaba- una respuesta desabrida.

Sin desanimarme busqué con el móvil algún sitio donde hicieran cafés para llevar, después me planté frente a la cancela blanca y toqué el timbre.

En cuanto me abrió, toda despeinada, ojerosa y con un pijama holgado, me conmovió, aunque también pensé que no podía estar más adorable y le planté un besazo en los morros. Después, mientras ella me miraba como si yo no fuera real, le puse el vaso de café en las manos.

—Mocca helado, tu favorito.

Y me di la vuelta para marcharme, porque realmente sólo quería llevarle el café.

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Al mensaje de «¡Gracias, estaba buenísimo!... No has sido una alucinación, ¿verdad?» que recibí en cuanto llegué a casa, le siguieron unos cuantos más. Parecía que empezaba a reaccionar y que mi estrategia estaba dando resultado.

Y al fin, cuarenta y ocho horas después, llegaba el día «D».

El viernes por la tarde, Lucía -que se había cambiado el turno con una compañera- entraba en casa de Olivia para tomarse un café con ella, a la vez que Leo lo hacía en la mía.

Los tres habíamos hecho un grupo de WhatsApp, en el que estuvimos debatiendo y consensuando diferentes estrategias para que la taheña siguiera el plan sin sospechar lo más mínimo y así sacarla de su melancólico letargo.

Leo entró en casa con la seguridad de quién lo ha hecho muchas veces. Chocó las palmas con todos mis hermanos y luego abrazó a mi padre. "El hijo de Esther" como lo llamaba éste último, siempre era bienvenido a nuestro hogar.

Después de dejar un pequeño petate con sus cosas en mi habitación, tomamos un té helado, mientras ultimábamos los detalles para la noche.

Tras una refrescante ducha, nos "adecentamos" para salir con las chicas. Leo se puso unos tejanos oscuros con una camiseta de IronMaiden y una camisa de cuadros blancos y negros abierta, con las mangas cuidadosamente dobladas, por encima. Luego se recogió el pelo, haciéndose un moño desenfadado, que le valió los halagos de Eric y Ginger.

Por mi parte, me puse unos chinos oscuros combinados con una camisa azul claro, de la que no terminé de abrocharme el cuello, para no morir asfixiado de calor. Empezábamos septiembre con la misma temperatura con la que habíamos terminado agosto.

Salimos a la calle en dirección al metro. Las motos se quedaban aparcadas en el garaje de mi edificio puesto que íbamos al centro y no teníamos previsto usarlas.

A la hora «H», dos chicos de gran envergadura, recién emperifollados, se atragantaban y casi perdían pie a la vez, al ver caminar hacia ellos a dos preciosas chicas.

Olivia se había recogido el pelo en dos trenzas y llevaba un vestido sin mangas a franjas azul marino y blancas con los zapatos que yo le había regalado. La falda por encima de las rodillas ondeaba a cada paso que daba y me dejaba sin aliento.

Cuando por fin pude despegar la vista de ella, vi que Lucía también estaba espectacular. Llevaba una camiseta verde de tirantes finos, que se adaptaba a la perfección a su generoso busto y una falda amplia, larga hasta los pies, de color mostaza. Se había dejado el pelo suelto y las suaves ondas oscuras se mecían al compás de sus pasos, haciendo que a Leo se le escapara algún que otro gemido.

La taheña puso un gesto de enorme sorpresa al vernos, mientras Leo me daba un codazo y señalaba con la cabeza en su dirección, como si fuera puro azar. Lucía, a su vez, nos sonreía con complicidad y luego le lanzó una mirada coqueta a Leo.

—¡Anda qué casualidad! Con lo grande que es Madrid... —dijo Leo, cuando ya estábamos frente a frente y se acercó a abrazar a Lucía.

Olivia y yo nos quedamos a escasos centímetros el uno del otro, en absoluto silencio. Sonreía con suavidad y me miraba a través de las espesas y largas pestañas cubiertas de rímel que le daban mucho poder a su mirada de plata.

Vencí la distancia que nos quedaba y ella se colgó de mis hombros y de mis labios a la vez. El mundo despareció a nuestro alrededor hasta que Leo me dió una discreta, aunque efectiva, palmada en el culo.

—Y... —me aclaré la garganta— ¿qué hacen dos ribereñas por la capital? —dije una vez repuesto del beso, continuando con el guión.

—En realidad —dijo Lucía—, no teníamos ningún plan, sólo hemos salido a divertirnos, ¿eh, Oli? —y sin darle tiempo a responder, nos preguntó —: ¿Y vosotros?

—Pues nos han hablado muy bien de un «escape room» [1] e íbamos a probarlo. ¿Os apuntáis? —preguntó Leo con naturalidad. La verdad es que era todo un actor.

—¡Ahh!, pues sí, vale. Suena muy divertido —respondió de nuevo Lucía por las dos.

Echamos a andar y Leo se adelantó para ponerse al lado de la enfermera, lo cual nos dejó a Olivia y a mí a solas otra vez.

Sin palabras de por medio, como era habitual, nuestras manos se entrelazaron y acompasamos los pasos hasta que llegamos al emplazamiento del evento.

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Sesenta y cinco minutos después, salíamos los cuatro riendo y comentando los mejores momentos de la experiencia que acabábamos de vivir.

Cómo estábamos en la zona de Argüelles nos sentamos en uno de sus múltiples locales de tapas, para tomar unas cervezas y picotear algo. Cómo había calculado, nadie tenía prisa por irse a casa.

Olivia se había ido animando poco a poco y casi se podría decir que era ella al cien por cien. Yo estaba disfrutando de cada una de sus sonrisas y expresiones de felicidad, apreciando cuánto las había echado de menos.

Además, Lucía y Leo estaban teniendo mucha complicidad, algo que me encantó, porque así nadie se sentía excluido. La taheña también les iba lanzando, de vez en cuando, miradas de aprobación.

—¿Por qué no vamos a bailar? —propuso Lucía, al terminar de cenar —. Hace mil que no vamos, ¿verdad, Oli?

—Es cierto—corroboró la taheña —. Por lo menos desde antes de irme a Italia...

—Pues no se diga más, ¿eh, Mini? ¡A desfasar!

Los tres me miraron interrogantes, pero la única mirada que me importaba en realidad era la de Olivia. Clavé mis ojos en sus faros de plata e indagué en si de verdad quería salir de marcha o esperaba hacer otra cosa.

—Por supuesto que sí —contesté viendo como esos ojos grises se iluminaban de satisfacción.

Bailar no me gustaba en absoluto. Me sentía torpe, desacompasado... Y eso, con mi estatura, todavía llamaba más la atención. Tenía asumido que me había tocado destacar aunque no quisiera, así que trataba de evitarlo todo lo posible.

Desde luego, yo había nacido carente de ritmo musical; como dice Fito: «yo bailaría contigo, pero es que estoy sordo de un pie» [2]. O, en mi caso, de los dos. No como Leo, que en la pista de baile se encontraba como pez en el agua.

Después de pagar la cuenta (a escote, porque se negaron rotundamente a que les invitara) salimos a la calle en dirección a la boca del metro más cercana.

Íbamos a no sé qué sitio que era la bomba, según Leo y Olivia, que concordaban en gustos musicales bailongos.

—Morenazo, alegra la cara, que no vamos al patíbulo —me dijo Lucía en un susurro, mientras la taheña y mi mejor amigo seguían hablando de garitos delante de nosotros.

Me reí.

—Es que bailar no me gusta demasiado...

—¿Y por qué no lo has dicho? —preguntó con sorpresa aunque sin levantar el tono.

—¿Tú has visto la cara de alegría que ha puesto Olivia? —fue toda mi explicación.

Ahora fue ella la que se rio y me palmeó el hombro con camaradería, mientras salíamos del metro y caminábamos hasta llegar a un local que en apariencia no era gran cosa.

En apariencia.

Detrás de una entrada de líneas sencillas y negras, con unas letras claras retroiluminadas que rezaban MOONDANCE, se abría un espectacular local.

En el centro se alzaba una gran pista de baile precedida a ambos lados por columnas negras con el capitel en blanco, y al fondo, un DJ no dejaba de pinchar ritmos latinos. A esas horas, ya estaba bastante concurrido aunque no llegaba a ser asfixiante, cosa que agradecí.

Leo, en su salsa -y nunca mejor dicho- agarró a las chicas, una con cada mano, y se las llevó a la pista a bailar. Me reí en mi fuero interno: él que era capaz de emocionarse con un buen solo de guitarra metalera y el heavy era su religión, un motero hasta la médula... le ponías un reguetón y no podía dejar de bailar.

Me acerqué a la barra y pedí un gintonic muy rebajado que empecé a tomar a sorbos cortos mientras buscaba a mis amigos en la a la pista de baile.

Lucía movía su generoso cuerpo con especial gracia y Leo daba vueltas a su alrededor. Reían entre miradas intensas. Y luego, un poco más allá, estaba ella... la reina de la pista.

Bailando reguetón con tacones rojos.

[1] Un escape room o sala de escape es un juego de aventura, físico y mental, que consiste en encerrar a un grupo de jugadores en una habitación, donde deberán solucionar enigmas y rompecabezas de todo tipo para ir desenlazando una historia y conseguir escapar antes de que finalice el tiempo disponible (normalmente, 60 minutos). La ambientación y la temática de dicho juego puede ser muy variada, así como tener diferentes grados de dificultad.

[2] La canción a la que Héctor hace referencia es: Me equivocaría otra vez del grupo Fito y Fitipaldis.

Todas las localizaciones de este capítulo (salvo la casa de Héctor) existen de verdad. El espacio Materno-Infantil del Hospital del Tajo es una pasada. En la zona de Argüelles se hacen juegos de escape y es una zona donde hay numerosos bares de tapas; el Moondance es una discoteca de ritmos latinos, situada en la calle Aduana, 21. Debo decir que nunca he estado en ella y que toda descripción ha sido basada en fotografías.

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