Capítulo 22: Síndrome de Estocolmo

Desperté sofocado de calor, a pesar de haber dormido desnudo y encima de la cama. El flexible cuerpo de Olivia, estaba enredado al mío como las raíces de un árbol.

Dormía con placidez sobre mí y traté de quedarme lo más quieto posible para no romperle el sueño. Ojalá hubiese podido conservar ese instante eternamente, porque nos esperaba un día complicado.

Calculé que estaba amaneciendo por la luz que se colaba a través de las ventanas y entrecerré los ojos para prolongar el momento, pero pronto sentí como la taheña se movía y parpadeaba varias veces sobre mi pecho justo antes de levantar la cabeza.

—Buenos días —susurró con una breve sonrisa, al ver que la miraba.

Por respuesta, la besé. Luego añadí:

—Vuelve a dormir, es muy temprano.

—No puedo. Demasiados años levantándome a la misma hora, y además va a sonar el despertador de la medicación en breve.

Nada más terminó de decirlo, un estruendo conocido empezó a resonar. Olivia se levantó con presteza y sin ningún pudor, desnuda como estaba, se acercó a la mesa donde el despertador azul sonaba sin fin. Entonces le quitó la pila y con un gesto triste, lanzó ambos -pila y despertador- a la basura.

—Lo tenía que haber hecho ayer... Ya no lo voy a necesitar más...—dijo, mordiéndose el labio inferior.

Salté de la cama y tirando de su mano me la llevé al cuarto de baño, buscando distraerla. Con nuestra naturalidad habitual, nos metimos dentro de la ducha y manipulé los grifos para que empezara a caer el agua sobre nosotros.

No sé si fue por el efecto relajante del agua sobre nuestras cabezas o porque con los restos de jabón se estaban borrado los vestigios del sueño, el caso es que Olivia estaba cada vez más mustia y en un momento dado me dió la espalda y empezó a sollozar.

Mi plan de distraerla se iba literalmente, y nunca mejor dicho, por el sumidero.

Me dolían sus lágrimas porque sabía que no tenía consuelo para ellas. Y entendía que necesitaba pasar su proceso de duelo, aunque ojalá le hubiese podido evitar el trance. Pensé que hablar de ello le sentaría bien, sin embargo no quería obligarla a ello, porque si no quería hacerlo conmigo estaba en su derecho. La abracé todo lo fuerte que pude, pegando mi pecho a su espalda, mientras cerraba el grifo y el agua dejaba de correr.

Tardó un buen rato en calmarse.

—Lo siento... es que todo ha ocurrido tan... rápido —empezó a hablar entre susurros, tal y como estaba, de espaldas a mí —. Sólo hace diez días que llegué de Italia... es todo muy contradictorio... —negó con la cabeza mientras hacía una pausa y se giraba —. La voy a echar mucho de menos, aunque ni siquiera recuerdo la última vez que fue ella misma...

Besé su pálida frente llena de gotitas de agua y le pasé las manos por el pelo mojado que era ahora de un color cobre oscuro.

—No hace falta que digas nada... te entiendo —dije convencido.

Me sonrió y todo y que no fue una de esas maravillosas sonrisas suyas, se me iluminó el corazón. Odiaba verla tan triste, aunque era comprensible, y ver cualquier pequeño gesto de alegría era un rayito de esperanza.

Salimos de la ducha con la taheña mucho más calmada y tranquila. Después de secarnos regresamos al dormitorio para vestirnos. Olivia, tras ponerse sólo un sujetador y unas braguitas negras, se fue a la cocina para preparar café. Tras engullirlo sin esperar a que enfriara, fue de nuevo a la habitación y salió al cabo de unos minutos llevando un sencillo vestido negro que se ceñía a su imponente figura rematado con unos altísimos zapatos de tacón de aguja de color rojo. Su firma.

Se me secó la boca al verla; aunque fuera vestida de luto estaba muy elegante y pensé que había sido un acierto poner en la bolsa la camisa negra que ahora llevaba, en lugar de una simple camiseta, porque junto con los vaqueros oscuros y unas botas con cordones también negras, me daban el aspecto adecuado para no desentonar al lado de Olivia.

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Una vez en el tanatorio, nos dirigimos a la sala asignada. Olivia había cambiado el gesto y se había autoimpuesto una coraza de frialdad.

No tardaron en aparecer, a la vez, Lucía y una Allegra con aspecto de no haber pegado ojo. Ambas se abrazaron durante un buen rato con la taheña y las tres mantuvieron una conversación entre susurros.

Un poco más tarde el matrimonio Costa hizo acto de presencia y ese fue el inicio de un dilatado goteo de gente que venía a expresarle sus condolencias a Olivia.

Como ella misma me iba indicando, la mayoría eran padres de sus alumnos y compañeras suyas del conservatorio. Otros eran antiguos amigos de su madre, de esos que no se habían preocupado de levantar el teléfono ni una sola vez durante la larga enfermedad de Hoa, pero que ahora buscaban ser los primeros en expresar cuánto la querían y la iban a echar de menos.

Muy hipócrita, sí.

Y eso estábamos comentando en un rincón, Olivia, Lucía y yo, cuando de pronto el murmullo general que había en la sala enmudeció y empezaron a oírse exclamaciones de sorpresa ahogadas; entre ellas, la de Lucía que, estando de cara a la puerta, no pudo evitar una exhalación. Y yo al darme la vuelta, no pude reprimir una sonrisa.

Vestido con el típico mono negro de motorista, aunque con la parte de arriba abierta por el calor, una imponente figura masculina se ahuecaba el pelo largo castaño, tras haberse quitado el casco y después se colgaba las gafas de sol en su camiseta favorita de Los Ramones, haciendo que las féminas de la sala, que no eran pocas, suspiraran y le lanzaran miraditas insinuantes. Algo a lo que Leo empezaba a acostumbrarse e ignoraba con bastante habilidad.

Se acercó con rapidez a nosotros y nos dimos un abrazo fraternal. Al final no había podido resistirse a venir a conocer a la taheña, aunque no fueran las mejores circunstancias; capté al.vuelo que el muy granuja quería pillarnos a ambos con la guardia baja.

Le presenté a Olivia y la besó con afecto a la vez que le daba el pésame, aunque sus ojos se desviaron hacia Lucía sin poder evitarlo. El ambiente se volvió denso de repente, mientras ambos se miraban con intensidad.

Olivia que lo sintió tan bien como yo, me empujó con suavidad para dejarles a su aire.

—No los hemos presentado —dije algo confuso.

—Ya lo harán ellos, Héctor. Que ya son mayorcitos —contestó resuelta y con una pequeña sonrisa divertida en los labios.

Un grupito de compañeras bailarinas rodearon al instante a Olivia para preguntarle acerca del «motero macizorro» y la taheña se las apañó para contestar con evasivas. Por un momento temí que el efecto causado por Leo, convirtiera aquello en un gallinero, aunque por suerte no fue así.

Poco a poco la gente se fue disgregando y cuando al fin nos quedamos solos, Olivia quiso acercarse a darle el último adiós a su madre. Nada más cerrar la puerta de la sala su rictus cambió y dejó aflorar los sentimientos que había estado guardando.

Quise dejarla a solas, pero no me permitió moverme de su lado. Apoyó la frente sobre el gran cristal y con un profundo suspiro, cerró los ojos mientras algunas lágrimas anárquicas le brotaban mejillas abajo.

Fue entonces cuando ella misma, en un gesto inconsciente, se apartó el pelo hacia detrás de la oreja y descubrí un pendiente de botón de plata que dibujaba una H.

El pulso se me aceleró y no pude evitar tocarle el lóbulo de la oreja, perplejo. Ella, separando la frente del cristal, abrió los ojos y me miró a través del velo de lágrimas. Enseguida debió interpretar mi gesto porque girando la cabeza se destapó la otra oreja. Efectivamente en esa sí había una V, como yo recordaba.

—Hoa y Via —dijo con una sonrisa trémula, mientras sus ojos llenos de nostalgia lanzaban una mirada de soslayo hacia el interior del cristal y dejaba caer los brazos, vencida.

—Via y Héctor —contesté con la voz ronca, mientras recogía y apretaba con fuerza sus manos entre las mías, sintiendo que el universo nos estaba hablando.

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Al día siguiente, tras otra noche en la que pedimos comida a domicilio y nos dormimos acurrucados el uno en el otro después de una buena dosis de besos, acompañé a Olivia a recoger las cenizas de Hoa.

—Gracias por todo, Héctor... —me susurró al llegar a casa, mientras dejaba la urna de su madre al pie de la escalera.

—No tienes que darlas. ¿Te puedo ayudar en algo más? —contesté solícito.

—Creo que ya te he retenido secuestrado bastante tiempo... —bromeó. Aunque aún estaba mustia, ya iba más entera.

—No te preocupes, estoy desarrollando síndrome de Estocolmo —contesté siguiéndole la broma y logré que se riera.

Sin poder reprimirme, me acerqué a ella y la besé con pasión. Ella entreabrió los labios y dejó que la besara, profundizando la caricia, mientras se aferraba a mis bíceps. Mi díscola anatomía hizo de las suyas, proyectando una inoportuna erección que traté de ocultar lo mejor que pude, porque sabía de sobras que no era el momento; pero desde que había probado sus mieles, mi cuerpo parecía adicto al suyo.

Oímos unas llaves en la cerradura y la puerta abriéndose y, acto y seguido, la cabeza rubia de Allegra asomándose por el quicio.

Deshicimos el beso con bastante rapidez, aunque Olivia no era vergonzosa con eso, y después de un breve saludo, ambas mujeres se pusieron a hablar en italiano a la velocidad del rayo. Por lo que Via me había explicado de cómo era su relación, y con todo lo ocurrido, supuse que tendrían muchas cosas en las que ponerse de acuerdo, así que aproveché que la taheña se quedaba bien acompañada para marcharme a mi casa, con la promesa de llamarnos más tarde.

Consulté el reloj antes de salir, aún llegaba a tiempo de comer con mi padre y mis hermanos.

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