Capítulo 20: A casa

Me puse en pie y me alejé hasta el pozo para contestar con tranquilidad, aunque ésta estaba muy lejos de mí en ese momento.

Habíamos quedado con Olivia en que iríamos hablando por whatsapp, una llamada no era buena señal.

—Hola, pequeña —contesté con suavidad, manteniendo el corazón en un puño.

Tardó unos segundos en contestar y lo hizo con la voz frágil, aunque no se rompió en ningún momento.

—Se ha... ido, Héctor. Mi madre se ha... — no terminó la frase.

Me tragué la maldición que me nacía en la garganta, porque no era lo que Olivia necesitaba en ese instante.

—Lo siento mucho, cariño —dije con todo el sentimiento. Tristeza y rabia se me mezclaban a partes iguales y no dejaba de decirme a mí mismo «pedazo de imbécil, ¿quién te mandaba marcharte?»

—Señorita Santoro cuelgue el teléfono, este es un sitio restringido —oí que le decía con soniquete una voz masculina vagaente conocida de fondo.

—Vete a la mierda, Carlos —contestó ella con enfado y sin filtros.

—Via... —la llamé tratando de evitar más palabrotas y antes de que colgara —: Estoy ahí lo antes que pueda, ¿vale, cariño? Salgo ya mismo.

—No corras, por favor, no podría soportar que tú también... —me pidió en un susurro estrangulado, antes de colgar definitivamente.

—¡Joder! —Grité después de asegurarme de que había cortado la llamada yo también.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Leo con preocupación, acercándose al pozo alarmado por mi grito.

Vacilé un momento, pero no podía permitirme perder ni un segundo.

—Es un poco largo de explicar, macho, y ahora mismo... no tengo tiempo, necesito regresar a Madrid cuánto antes. —Solté mientras recogía mis cosas y salía en dirección al coche a todo lo que daban mis piernas.

Leo me siguió.

—Vale, pero cálmate, Mini. ¿Quieres que vaya contigo? Dejo una nota y...

—No, no, tranquilo. Estoy bien. Despídeme de tus abuelos y discúlpame, porfavor, y nosotros ya iremos hablando.

Asintió y me hizo un gesto de despedida con la mano. No entendía nada, como era lógico porque yo no había soltado prenda. Pero es que ni siquiera me había dado tiempo a contarle quién era Olivia, como para explicarle lo que acababa de suceder.

—¡Ojo con en el tráfico! —me advirtió mientras yo arrancaba y marchaba a toda prisa; anotándome mentalmente que le debía una charla a mi mejor amigo.

Estaba alterado pero no lo suficiente como para no saber lo que hacía, aunque sí fui un poco imprudente de camino a Aranjuez. Las ganas de llegar eran demasiado acuciantes.

Realicé en apenas cincuenta minutos un trayecto de hora y media.

Sólo tenía una cosa en la cabeza: Olivia.

Aparqué en la zona de urgencias y entré en tromba en el hospital. La encontré en la sala de espera donde la había dejado apenas unas horas antes. Estaba sola, con la cabeza hundida entre las manos y los codos apoyados en las rodillas.

Me lancé hacia ella como si estuviera en la jugada final del partido más importante de mi vida y al alcanzarla, la alcé de la silla agarrándola de lado por los hombros y por debajo de las rodillas, para apretarla contra mí y tratar de susurrarle palabras que la reconfortaran, aunque no me salió nada.

Ella ni siquiera reaccionó, más allá de apoyar la cabeza en mi hombro y lanzar un pequeño suspiro.

La poca gente que había en la sala de espera nos miró como si fuéramos perros azules, algo que en ese instante me importó un bledo. Solo quería estar con la taheña, que sintiera mi abrazo. Estaba aterida -a pesar de estar en agosto-, tenía la piel muy fría e incluso pude apreciar un leve temblor que cesó enseguida con mi contacto.

Me senté en el lugar que ocupaba Olivia unos segundos antes, en una de esas nefastas sillas de madera flexible con ella sobre mi regazo, sin romper nuestro contacto. Seguía abrazándola con fuerza mientras notaba como, poco a poco, su cuerpo se iba relajando y su peso empezaba a inundarme con su suave calidez.

Un rato después, como si despertara de un letargo, alzó los ojos y me miró. Tenía la mirada enrojecida y muy triste, pero no lloraba.

—Estás aquí... —dijo mitad incrédula, mitad aliviada. Suspiró y esbozó una pequeña sonrisa, luego se recostó de nuevo contra mi pecho y ahí pronunció en un susurro lleno de preocupación—.  ¿Cómo has llegado tan rápido?

No quería mentirle, así que me quedé callado unos segundos.

—Perdóname... En realidad, no tenía que haberme ido.

—¡Claro que sí! Yo te lo había pedido... —fue enérgica, aunque sin levantar la voz ni un ápice.

Le besé el pelo y no contesté. No iba a embarcarme en una discusión de «meas culpas». Entonces eché un rápido vistazo a mi alrededor y me di cuenta de que no estaban ni Allegra ni Andrea y tampoco Lucía.

—Via... ¿quieres que avise a alguien?

Negó con la cabeza y me explicó:

—Lucía la está preparando para el tanatorio y Allegra ha ido a casa a buscarle la ropa que teníamos preparada para este momento.

—¿Y Andrea?

—Ahora vendrá, con Giulia.

No había terminado de decirlo, que la pareja entraba por la puerta de la sala de espera. Andrea tenía los ojos anegados de lágrimas. La mujer morena que iba a su lado, le agarraba la mano con fortaleza y se mantenía más serena aun con el gesto muy contrito. En seguida nos vieron y se acercaron a nosotros y Olivia se puso de pie de un salto para abrazarse a él.

Giulia se les unió al abrazo, mientras yo me quedaba sentado. No fue un gesto de mala educación, siempre he sido muy consciente de mis hándicaps, sobre todo la altura, y no era momento de llamar aún más la atención.

Eso vino después cuando deshicieron el abrazo y Olivia me presentó.

Entonces sí me puse en pie y noté la exhalación que la mujer italiana trató de esconder, al verme en plenitud. Poco más que un gigante, lo sé. Andrea se acercó deprisa a mi lado y me estrechó la mano con sentimiento.

—Héctor, qué bueno que estés aquí con la signorina...

—¿Dónde iba a estar? —dije de forma retórica y con una sonrisa de circunstancias añadí—, por cierto, te acompaño en el sentimiento.

—Muchas gracias. Ya sabíamos que iba a ocurrir pero... —los ojos se le volvieron a empañar y me sentí en la obligación de abrazarle.

Olivia hablaba en susurros con Giulia y al vernos abrazados, sonrió.

Andrea se separó de mí y me dijo:

—Perdona... es que... —negué con la cabeza, no había nada que disculpar. Olivia ya me había contado que estaban muy unidos. Luego se aclaró la garganta y señalando hacia atrás dijo —: Ésta es mi esposa, Giulia. Lamento las circunstancias en las que os presento...

Me tuve que agachar bastante para darle los dos besos protocolarios a la mujer. Tenía la misma estatura que su marido, pero ambos eran más bajos que Olivia.

—Encantada de conocerte, Héctor. —Me dijo con una voz suave y con fuerte acento italiano —. Aunque no sean las mejores circunstancias...

Asentí y me volví a sentar mientras ellos tres mantenían una conversación susurrada en italiano.

🏀🩰🏀🩰🏀🩰🏀🩰🏀🩰🏀🩰🏀

Las horas en un hospital pueden pasar muy lentas, y en esos delicados momentos, aún más.

Me moría de ganas de estar a solas con Olivia, de hablar con ella o simplemente estar a su lado en silencio, pero no parecía llegar nunca el momento.

Primero llegó Allegra, tras darle a las enfermeras la ropa de Hoa, después salió Lucía con muchos papeles y le indicó a la taheña las gestiones que debía seguir.

Por suerte, las Santoro tenían un seguro que se iba a ocupar de casi todos los gastos y Olivia sólo tenía que hacer unas llamadas tras firmar toda la documentación hospitalaria.

Al fin llegó el momento en el que todos se despidieron hasta el día siguiente, cuando nos íbamos a encontrar en el tanatorio y nos quedamos solos.

—¿Nos vamos a casa? —me preguntó con naturalidad, con esa familiaridad tan difícil de explicar y que se creaba con tanta facilidad entre nosotros.

Asentí, contento de poder hacer algo útil al fin. Subimos al coche y llegamos a la urbanización en diez minutos.

Y fue entonces, justo al cerrar la puerta de su casa, antes ni siquiera de cruzar el recibidor, cuando Olivia se plegó sobre sí misma y cayendo al suelo, rompió a llorar.

Me tiré al suelo con ella y dejé que se recostara sobre mí, mientras los sollozos la invadían durante unos minutos. Comprendía tan bien su dolor que también a mí se me escaparon las lágrimas. Aunque me controlé enseguida, porque quería darle mi entereza, no ser un motivo más de preocupación. Así que me froté los ojos con disimulo y la seguí meciendo. Después de unos minutos, su llanto remitió del todo.

—Lo... lamento... —se excusó.

—No te disculpes, por favor —dije con la voz más enronquecida de lo que hubiera querido.

—Lo tenía más que asumido, porque sé que es lo mejor, por fin se ha acabado su sufrimiento... sólo que al entrar aquí me he dado cuenta de que me he quedado sola. Sola de verdad...

—No estás sola, Via —dije desde lo más hondo de mi corazón.

Giró la cabeza, apoyada aún en mi pecho y se separó para enfrentar las miradas.

Sus ojos conformaban de nuevo el precioso mar de plata donde mis iris de café quedaban atrapados y se sumergían a ese universo paralelo en el que sólo existíamos nosotros dos.

Y sin falta de añadir nada más, nos besamos y nos abrazamos con fuerza; dejando que nuestra piel y nuestras manos hablaran su propio lenguaje, ese que dominaban a la perfección.

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