Capítulo 2: Orígenes

Entré en la cancha, dónde algunos compañeros del equipo ya estaban haciendo unos tiros libres a modo de calentamiento. Me uní a ellos, alejando mis negros pensamientos a base de concentrarme en los estiramientos, en el bote de la pelota y en hacer que ésta pasara por el aro.

Una vez y otra. Y luego una carrera por la pista. Y luego más ejercicios de tiros y de ensayar jugadas...

No era ningún entreno especial, de hecho la temporada ya se había acabado y ni siquiera era obligatoria la asistencia, aunque todos procurábamos acudir al menos dos veces por semana para prolongar la forma física, segregar endorfinas y mantener esa maravillosa sensación de pertenencia a la familia del baloncesto. Al equipo.

Pero yo, esa mañana necesitaba un exorcismo de mis propios demonios internos y me esforcé en la cancha como si fuera un entreno de competición. Di todo de mí y al final, mientras mis compañeros iban marchándose a goteo, todavía hice una serie de flexiones y otra de abdominales.

Ignoré la mirada preocupada que Martín Rodríguez, nuestro entrenador, me lanzó antes de marchar y seguí a lo mío.

Cuando terminé de recoger las pelotas, los conos, los banderines y los petos (teníamos un acuerdo tácito de que lo hacía el último que quedara en la pista) ya prácticamente no quedaba nadie en las instalaciones. Nuestro equipo femenino entrenaba los sábados y los de futsal lo hacían por la tarde.

Los únicos que todavía estaban en el polideportivo a aquellas horas del domingo, eran los del equipo de waterpolo, que tenían reservada la piscina durante toda la mañana.

Sudaba por todos los poros de mi piel, agotado, cuando entré en el vestuario dos horas después de haber llegado. Sintiendo como si se hubiera organizado un desfile de alfileres en mis músculos.

Pero el cansancio sólo era físico. Mi mente seguía siendo un hervidero de emociones oscuras y contradictorias.

Me despojé de la camiseta y del pantalón corto que usaba para entrenar, tiré a un lado las deportivas y los calcetines y me metí de cabeza en las duchas.

Dejé que el agua caliente me quemara la piel, aguantando todo lo que pude hasta que ya no lo soporté y luego giré el grifo 180 grados para que el agua helada me estremeciera hasta que un escalofrío me recorrió el espinazo.

Sí, seguía vivo.

Lancé un hondo suspiro poniendo el agua a una temperatura neutra y cómoda para enjabonarme con tranquilidad.

Mientras lo hacía, la imagen de una Rita completamente desnuda y mojada, sonriéndome bajo el chorro del agua tentadoramente, con los labios enrojecidos e hinchados después de un ataque pasional, se coló en mi mente. Mi cuerpo reaccionó al instante y me maldije.

No podía ser que el simple recuerdo de una ducha compartida me excitara de ese modo... Traté de pensar en otras cosas, de ignorar lo que me estaba sucediendo, incluso volví a ponerme el agua fría... pero mi cuerpo traicionero seguía en sus trece, en toda su plenitud. ¡Lo qué me faltaba para rematar esa mierda de día: lidiar con un dolor de huevos!

Gruñí con desesperación, agradeciendo, al menos, la solitud del vestuario y mientras apoyaba una mano y la frente en las baldosas, deslizaba la otra por mi cuerpo. A rápidas sacudidas, y más por puro alivio fisiológico que por placer, busqué la liberación con un orgasmo casi carente de goce.

Volví a lavarme y cerré él grifo. Me envolví en la toalla con mucha parsimonia y me fui perezosamente al banco a vestirme.

Nadie me esperaba, no tenía compromisos sociales, ni siquiera podía quedar con Leo, que estaba pasando una temporada en el pueblo con sus abuelos.

La excusa oficial era que había ido a ayudarles porque ya estaban muy mayores y además así se preparaba con calma la segunda convocatoria de la selectividad, que se realizaría en septiembre, poco más de un mes después. Pero en realidad, había ido a lamerse las heridas.

Aunque los dos habíamos aceptado de buena gana (con mayor o menor ímpetu) que nuestras chicas, en realidad se amaban entre ellas, no había dejado de ser un golpe duro. Y Leo con más motivo, no sólo por ser mucho más temperamental que yo, sino porque tenía que asumir que Norma, la chica por la que bebía los vientos (aunque lo negara) y que era ahora la pareja de su hermana Rita, se había mudado a vivir con ellos por sus propios problemas familiares.

Asumí con mi habitual deportividad que se fuera, él tenía un lugar a dónde ir. Yo también lo hubiera hecho de haberlo tenido.

Unos meses atrás, justo cuando rompí con Rita, me había ido de viaje con mis hermanos a esquiar, pretendidamente una semana, pero el terremoto Paolo salió en todo su apogeo y se rompió la pierna al tercer día. Tuvimos que abandonar la excursión para ir al hospital a que le enyesaran la pierna y luego todos hicimos piña con él. Si él no podía esquiar, los demás tampoco. Así que habíamos regresado antes de tiempo. Y desde entonces, seguía en Madrid...

Porque yo no tenía abuelos a los que visitar, ni otros familiares...

Nací en Senegal, en un refugio de una conocida ONG de nivel mundial. Mis padres eran cooperantes en él. Aunque inicialmente, mi madre, había sido una de las propias refugiadas.

De esa época guardo algunos recuerdos muy felices. Recuerdo las risas y la cantidad de niños que estábamos allí. No teníamos mucho, pero no nos faltaba nada.

Cuatro años después de que yo naciera, llegó al refugio una mujer que estaba en avanzado estado de gestación. Mi madre y SK, la doctora del refugio, corrieron a atenderla y la tuvieron mucho tiempo en la enfermería. Lo recuerdo, porque nunca antes había visto llorar a mi madre. Salió pálida y desencajada. Me buscó y me llamó para que dejara de juguetear y me abrazó muy fuerte mientras se deshacía en lágrimas. Yo no entendía qué estaba ocurriendo pero la abracé sin decir nada.

Por la noche, cuando llegó mi padre, me contó que aquella mujer había fallecido pero que sus bebés (había tenido gemelos) estaban sanos.

Esos niños, que acababan de quedarse huérfanos, tuvieron la misma suerte que tuve yo y se convirtieron en mis hermanos. Fui muy feliz al saber que tenía alguien a quién cuidar y con quién jugar para siempre.

Dos años después de la llegada de Eric y Abel a nuestras vidas, cuando tenía siete años, mis padres tomaron la decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Una noche, después de cenar, mi madre no me dejó irme a la cama. Salimos al porche del refugio y tras sentarse en el escalón de la entrada al lado de mi padre, me sentó en sus rodillas.

—Héctor —me dijo con su suavidad habitual— papá y yo queremos decirte algo...

La miré expectante.

Mis padres se miraron a los ojos y con sonrisas cómplices y nerviosas lo soltaron:

—Hemos decidido que a finales de mes nos iremos a vivir a España, al país de papá.

Inicialmente no me lo tomé muy bien porque no quería dejar de ver a mis amigos; pero mi padre me explicó que el cambio sería una gran aventura para mejor y que yo era muy afortunado por tener dos países, dos culturas y tres idiomas de base.

Ya en España, los cinco nos instalamos en un amplio piso con seis dormitorios; aunque los gemelos dormían juntos, mi madre estaba embarazada otra vez y ya preveían que su sueño de ser una gran familia, se estaba cumpliendo.

Con esos recuerdos, una idea se abría paso en mi cabeza. Quizás había llegado la hora regresar a explorar mis orígenes...

Mientras pensaba como se lo diría a mi padre, recogí toda la ropa que había dejado tirada antes de la ducha y empecé a vestirme.

Justo cuando estaba terminando de abrocharme los pantalones e iba a ponerme la camiseta, entró una chica con el pelo cobrizo como un torbellino y se chocó conmigo, tirándome un café que llevaba en la mano, por encima, que por suerte no estaba muy caliente.

—¡Ay, mier...coles! —suspiró al golpearme y mirando hacia arriba para encontrarse con mi cara, se disculpó —: ¡Lo siento mucho! Lo sient... ¡Jo..yería qué alto eres!

¿Miércoles? ¿Joyería? Inevitablemente me reí.

—No pasa nada. ¿Estás bien, tú? —dije mientras volvía a coger la toalla y me secaba, por suerte los pantalones estaban casi intactos.

—Sí, gracias. Perdona otra vez. Llego tarde y es mi primer día... ¿Qué haces en el vestuario de chicas?

—Este es el de chicos, tu puerta es la siguiente —sonreí e hice un gesto para indicarle a dónde me refería.

—¡Ay madre, qué vergüenza! —dijo mirando para todos los lados.

—Tranquila, estoy solo y ya me iba. Los de waterpolo aun tardarán un rato en venir; ¿has dicho que llegabas tarde? Creía que nadie más usaba el polideportivo en domingo.

—Es una historia un poco larga —sonrió—. Mira, hacemos una cosa, te invito a comer luego y te lo cuento, ¿vale?

Me quedé parado. Esa chica no estaba bien de la cabeza... Pero ella ni corta ni perezosa, cogió su móvil del bolso y me instó:

—Te debo una disculpa formal y te invito donde tú quieras. Dame tu número de teléfono y te llamo más tarde.

No sé qué me impulsó a dárselo, pero lo hice. Me presenté y le dí los nueve dígitos de mi móvil. Ella sonrió con suficiencia mientras lo anotaba y se fue corriendo. Justo cuando salía por la puerta giró la cabeza y me dijo:

—Por cierto, soy Olivia.

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