Capítulo 19: El pueblo
Me marché del hospital a regañadientes, después de mucha insistencia por parte de la taheña. No quería dejarla sola, pero me vi obligado a hacerlo bajo la amenaza de que «se iba a enfadar conmigo de por vida y no me iba a hablar nunca más sino cogía el coche y me iba a Montejo de la Sierra en ese instante».
Ambos sabíamos que no lo decía en serio, pero insistió tanto en que estaba bien y que se las podía apañar sola que no me quedó más remedio que obedecer; no sin antes hacerle prometer mil veces que seguiriamos en contacto a través del whatsapp y que al menor cambio de su madre o a la mínima que me necesitara, me lo hiciera saber.
No me iba tranquilo, pero ¿qué opciones tenía? También comprendía que Olivia quería estar con su madre a solas, que a mí tampoco me iban a dejar entrar en la zona restringida y que respetar sus deseos estaba por encima de los míos.
Una vez en el coche le escribí un mensaje a mi padre para saber cómo iban las cosas por casa y comentarle que aún tardaría varias horas en regresar.
Como ya era habitual en los últimos tiempos, me dijo que no me preocupara: que mientras llegara el lunes antes de que él tuviera que ir a trabajar, que todo estaba bien. Y que no necesitaba que le diera explicaciones.
Héctor era un padre maravilloso, el mejor que cualquiera pueda desear. Y sí, es un tópico de hijo, pero en nuestro caso no dejaba de demostrarme una y otra vez todo lo que me quería. A todos nosotros. Con Eric y Abel también era extraordinario. Los tres sabíamos que no éramos sus hijos biológicos, pero jamás nos sentimos desplazados en pos de los demás. Nos trataba a los cinco por igual; quizás con Ginger sí tenía cierta debilidad, aunque todos la teníamos.
Sonreí al pensar en mis hermanos, en esos locuelos que le habían robado el corazón a Via nada más conocerse. Olivia me los había nombrado varias veces en el decurso de la mañana, cuando me instaba para irme del hospital.
Puse la radio y me relajé al volante. Aún me quedaba más de una hora para llegar al pueblo.
Llegué a Montejo de la Sierra casi a la una del mediodía. Aparqué frente a la casa de los abuelos Andina, al lado de la moto de Leo. Ventajas del pueblo, pensé. Le mandé un mensaje a Via para decirle que ya había llegado y cuando salí del coche, el calor esplendoroso de finales de agosto me recibió con una buena bofetada.
No era la primera vez que iba; ya conocía la casa y al anciano matrimonio Andina. Piqué a la puerta con cuidado. José Andina, el abuelo de Leo, fue quién me abrió la puerta.
—¡Hombre, majo! ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes a ver al niño, no?
—Buenos días, Don José. Sí, vengo a ver a Leo, le traigo un teléfono nuevo.
El anciano rio.
—Los jóvenes de hoy no podéis estar sin estos aparatejos... —mientras lo decía, se hacía a un lado para que entrara en la casa —Cuidado con la cabeza, majo. Qué eres muy alto...
Reí.
—Sí, muchas gracias. No se preocupe.
El buen hombre no me hizo demasiado caso, cerró la puerta tras de mí y se encaminó hacia el interior de la vivienda, llamando a gritos a su mujer.
—¡Teresita! Pon un plato más en la mesa, que ha venido el amigo del niño.
—¿Cuál amigo dices, Pepe? —La señora Teresa le contestó a gritos igual, desde otra estancia.
—El negrito, mujer. Ese que juega a la canasta con el niño.
Me reí por lo bajini, me hacía mucha gracia que me llamaran "el negrito"; por supuesto no me ofendía en absoluto que aquellos adorables abuelos me llamaran así. Debía ser el único chico de color que habían visto en su vida.
Llegamos al comedor y el señor Andina abrió una puerta corredera que daba al patio que tenía la casa. Era un patio bastante grande, con un pozo en el medio. Tenía una zona, en un lateral, llena de árboles con unas tumbonas bajo las copas. Allí es donde haraganeaba Leo.
—¡León! Tienes visita, tu amigo el negrito...
—¡Yayo! No le llames así, hombre. Se llama Héctor —dijo Leo levantándose de la tumbona y viniendo a saludarme.
—No te preocupes —dije en voz alta, mirando a Leo con una sonrisa— Héctor es un nombre díficil de recordar.
Él rio con mi ironía, agachando la cabeza para que su abuelo no lo viera y luego al llegar a mi lado me dio un abrazo.
—No se ha aprendido el mío en dieciocho años...—rio de nuevo— ¿Qué tal, tío? Rita te ha dado el movil, ¿no?
—Sí, lo tengo en el coche.
—¡Genial! ¡Joder, qué alivio! —resopló y luego me miró interrogante —, ¿Has venido con el coche?
Alcé las cejas, no veía el problema.
—Sí, es un viaje largo...
—Ya... —dijo consciente de que a mí la moto no me apasionaba —, es que había pensado que vendrías con la Honda y podríamos montar una escapadita juntos.
—Lo siento, no lo pensé. En otra ocasión, quizás. En realidad... —reprimí una sonrisa —, cambié de planes sobre la marcha. Por cierto —desvié el foco de la conversación— , ya me contarás que hiciste con el otro teléfono.
—Nada —rio—, me fui a hacer senderismo, lo saqué para hacer una foto guapísima para el Instagram y no me acordé de cerrarme el bolsillo. Luego fui a la zona de la garganta, pegué un brinco y al agua patos... —hizo un gesto de resignación y yo me reí —. No veas la que tuve que liar para llamar a Rita... no me sé ni un número de memoria y en casa no hay fijo, aunque llamar a mis padres estaba descartado.
—¿Cómo te apañaste?
—Pues me acordé que la yaya guarda una agenda con nuestros números -por si acaso-, y mientras ellos echaban una siesta, la busqué por toda la casa para birlarla durante unos segundos y anotarme el teléfono de Rita, pero no hubo forma. Esa agenda está mejor guardada que los secretos de Estado, tío. Al final, le expliqué a mi abuelo lo que había ocurrido y él me dio el número de Rita, prometiéndome que no se lo diría a mi padre.
Eso me hizo reflexionar acerca de que yo tampoco tenía memorizado ni un puñetero número de teléfono y tomé nota mental para hacerlo en cuanto regresara a casa.
—Tu abuelo es un buen hombre —dije con un asentimiento de cabeza —. Los dos lo son. —Me corregí para incluir a su abuela, por supuesto.
—Sí, son increíbles ambos. Me tienen en acogida cual forajido del viejo oeste y ni siquiera me han preguntado porqué me he plantado aquí con ellos.
Me reí. Si las madres lo saben todo, las abuelas más, porque son madres dos veces. No hacía falta que Leo contara nada, porque para la señora Teresa, lo llevaba escrito sobre la cabeza en un cartel luminoso. Aunque también me reí porque el señor José era muy aficionado a los clásicos Westerns de Hollywood y Leo debía llevar un buen atracón de ellos para soltar eso de «forajido del viejo oeste» con tanta naturalidad.
—Tienes mucha suerte de contar con ellos, macho —solté y Leo estuvo de acuerdo conmigo.
Entonces llegó la señora Teresa al comedor, dónde estábamos Leo y yo hablando, secándose las manos en un mandil de cuadros azules y blancos.
—¡Hola, majo! Ven a darle dos besos a la abuela —me sonrió con naturalidad.
Me acerqué a ella con una sonrisa y me agaché a darle los besos. Ella me agarró los mofletes y me dió dos sonoros besos. Olía deliciosamente a pollo asado.
—¿Te vas a quedar a dormir? —inquirió al separarnos y sin esperar respuesta, ella misma continuó —: Bueno, después te preparo la cama de la niña en un momento y ya tú y el niño decididís...
Asentí sonriendo. Me encantaban los señores Andina, siempre te hacían sentir cómodo, cómo si fueras de la familia, igual que Antonio y Esther los padres de Leo y Rita.
—Venga, niños, poned la mesa, que vamos a comer —dijo la señora Teresa antes de regresar a la cocina.
Nos pusimos a ello y lo dejamos listo en un periquete. Luego nos sentamos a la mesa y comimos con los abuelos; la señora Teresa había cocinado una gran fuente de croquetas de pollo asado, caseras por supuesto, que estaban para chuparse los dedos.
Después de comer, mientras los señores Andina se iban a hacer su habitual siesta, Leo y yo fuimos al coche a por el nuevo terminal y a continuación salimos al patio y nos tumbamos en las hamacas con un refresco bien frío en la mano. Hacia un calor de mil demonios, pero allí, a la sombra de los árboles, se estaba bastante bien.
Leo había abierto la caja y tecleaba como un loco en el teléfono para configurarlo y mirar de rescatar de la nube todo lo posible.
—Siento la que he organizado con lo del móvil... si me hubiera acordado de tu número te hubiera llamado directamente —se excusó Leo.
—No te preocupes, no ha sido para tanto.
—Has tenido que verla por mi culpa —dijo con pesar, haciendo referencia a su hermana.
—Es mi amiga, me tengo que acostumbrar. —Contesté con cierta resignación.
—¿Tu amiga? ¡Mini, tío! Qué amiga ni ocho cuartos...
No contesté. No valía la pena enzarzarse, estaba claro que aún le escocía lo de Norma, algo comprensible a la perfección, y sólo lo estaba extrapolando en mí. Tampoco respondí porque al pensarlo, me di cuenta de que lo había dicho con más sinceridad que nunca; que después de la noche que había vivido con Olivia, empezaba a ver las cosas desde otra perspectiva.
Quizás Rita sí empezaba a ser sólo mi amiga...
Leo me conocía demasiado e interpretó bien mi silencio. Una sonrisa lobuna se le dibujó en la cara y los ojos pardos, idénticos a los de Rita, se le encendieron como dos luceros al alba. Dejó el móvil a un lado en la hamaca e iba a decirme algo pero calló porqué mi móvil empezó a sonar.
Era Olivia.
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