Capítulo 16: Piezas que encajan

Me desperté con el arrullo del cuerpo de Olivia desperezándose junto al mío. Nos habíamos quedado dormidos con brazos y piernas enlazados después de la pasión.

Empezaba a entrar algo de luz por las ventanas cuando la taheña se incorporó -con algún que otro quejido que achaqué al cansancio- buscando a tientas algo con lo que cubrirse, mientras yo seguía tumbado bocabajo, haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Protesté con un gruñido suave. ¿Se iba?

Ella se volvió hacia mí y sonrió.

—Tengo que subir a darle la medicación y el desayuno a mi madre pero todavía es temprano. No hace falta que te levantes, si no quieres —susurró.

De mi boca salió otro gruñido, ésta vez, más satisfactorio y entrecerré los ojos de nuevo. Su madre era lo primero. No lo había dicho por quedar bien, lo pensaba de corazón.

—No... ahora me pondré en marcha—dije levantando un poco la cabeza y sintiendo la boca reseca mientras me frotaba los ojos para desperezarme. Nunca había sido muy remolón, de hecho en los últimos tiempos raro era el día en que no veía amanecer tras haberme quedado despierto hasta tarde, pero estaba tan a gusto en esa cama, en ese instante, que no me hubiera levantado ni en un millón de años.

Olivia sonrió otra vez y se acercó, casi tumbándose, para darme un beso que me afané en devolver.

—Vale. Si quieres ducharte, el baño está tras esa puerta del fondo. Luego bajo y preparo el desayuno para nosotros, ¿hace?

Asentí mientras ella terminaba de ponerse un pijama que no sé de donde sacó y salía despacio por la puerta contraria a la de los espejos.

Cerré los ojos otra vez, aspirando el aroma de las sábanas. Olivia y sexo. Una combinación embriagadora que me inundó los sentidos y tensó de nuevo mi cuerpo.

Rodé por la cama para salir de ella, puesto que me había quedado en el lateral que tocaba con la pared, siendo consciente de lo grande que ésta era porque todo mi corpachón cabía sin problemas entre sus lindes.

Entonces me asaltó un pensamiento que me hizo sonreír: encajaba muy bien con Olivia y su entorno. Como si todo estuviera hecho a mi medida...

Con esa sonrisa y una erección, imposible de ocultar desnudo como estaba, fui al cuarto de baño. No era muy grande, pero la ducha ocupaba más de la mitad del espacio disponible. Me metí bajo los chorros mientras mi cuerpo se iba despejando y mi mente cargada de dopamina, recordaba momentos de la pasada noche.

Olivia era... fascinante. Si antes lo tenía claro, ahora cristalino. Se encendía con facilidad y le encantaba llevar la batuta. Su elasticidad no tenía límites, lo cual nos había llevado a practicar posturas que estaban fuera del alcance de la imaginación.

En un primer momento la noté tensa, indecisa, a pesar de las ganas que destilaba por todos los poros. Así que tras besarle las flores de su piel y deshacerme con suavidad de sus braguitas húmedas, lamí su sexo, que seguía copado del orgasmo que le había provocado un rato antes.

La llevé de nuevo hasta el punto de no retorno, provocando que se deshiciera en mi boca. Quería darle todo el placer posible, sí, y es que nunca ha habido nada que me excitara más que ver a mi pareja corriéndose.

Y Olivia era un espectáculo fastuoso...

Además, hacía algún tiempo ya que había aprendido que el tamaño sí que importaba; más en mi caso que todas mis dimensiones iban en proporción, sabía que sin preliminares, la experiencia podía terminar en desastre absoluto.

Aunque ya debería haberme acostumbrado a que con la taheña siempre iba de sorpresa en sorpresa.

Olivia no dejaba de pedir más, parecía insaciable. Sus largas piernas me habían rodeado la cintura, y alzaba sus caderas para recibirme. Me adentré en ella, sintiendo como su cuerpo se abría al mío casi sin resistencia, envuelto en tanto placer que me costó aguantar.

Haciendo un esfuerzo titánico para contener mi propio cuerpo, conseguí llevarla al éxtasis por tercera vez para terminar casi sincronizados, en una liberación que fue apoteósica.

El placer corría a raudales por mi cuerpo y sentía que el corazón me iba a salir del pecho. Y más cuando ella, todavía convulsa y con una sonrisa de satisfacciones enorme, me tumbó en la cama y subió encima de mí para convertirse en una perfecta amazona cada vez más audaz. Nunca había pasado una noche tan alucinante.

Cerré los grifos de la ducha sintiendo el recuerdo de su sexo palpitante alrededor del mío y una sonrisa muy idiota se me instaló en la cara. Lamenté no poder afeitarme; aunque no tenía mucha barba, sabía que al final del día me terminaría molestando un poco. Me gustaba ir con la cara despejada.

También lamenté tener que vestirme con la misma ropa, cosas de la improvisación, pensé sin dejar de sonreír. La noche con Via no la cambiaba por nada del mundo.

De regreso a la habitación, abrí una de las ventanas para ventilar. Y una risa nasal se me escapó, recordando la repentina timidez que ella había sentido cuando llegué a besarle el empeine de los pies por primera vez.

No, no eran unos pies bonitos ni delicados. Estaban llenos de cicatrices, callosidades y pequeñas deformaciones: una alegoría plástica al duro trabajo al que estaba sometida. Por eso no me importó acariciárselos hasta que al final, había logrado borrarle la vergüenza. ¿Cómo podrían molestarme las huellas de su sacrificio?

Salí hacia la cocina sólo con los vaqueros y la camiseta; quería empezar con el desayuno, si aún estaba a tiempo, para que Olivia tuviera menos que hacer. Bastante trabajo tenía. Así que una vez allí, empecé a abrir algunos armarios hasta dar con el café y puse la cafetera en marcha. Pronto su característico aroma inundó la estancia. Oí ruidos, como si fueran golpes, en el piso superior. Paré en seco y escuché, por si Olivia pedía ayuda, pero todo parecía estar bajo control.

Cuando ya tenía el café listo, me di cuenta de que no tenía ni idea de qué solía desayunar. Así que serví el humeante líquido negro en dos tazas de colorines. Saqué la leche de la nevera y el azúcar de otro armarito y lo dejé todo depositado con cuidado en la propia encimera. Y justo cuando terminaba de disponerlo, la taheña bajó las escaleras y abrió los ojos con sorpresa:

—¡Co...lores! —rio —. Te hacía en la cama...

—Quería darte una sorpresa; aunque no sé qué desayunas —dije levantando los hombros con una sonrisa tímida, esperaba no haberme pasado de la raya.

—Pues has acertado de lleno, café en vena. El primero de la mañana sin leche ni azúcar —dijo mientras se acercaba a mí y nos dábamos un beso en los labios.

Estaba preciosa con ese pijama de verano negro que cubría lo justo y con el pelo algo alborotado. Con sendas tazas en la mano, y una bandeja con la cafetera, la leche y el azúcar, nos fuimos al salón y nos sentamos en las sillas. Observé que Olivia hacía un pequeño gesto de dolor con el movimiento.

—Cariño, ¿Estás bien? Antes he oído ruidos —comenté con preocupación.

—Sí —sonrió —. Es que la grúa que tengo para mover a mi madre es algo vieja y además, he perdido un poco la práctica —rio—. Nueve meses sin hacerlo y ahora, ésta semana está siendo como si no lo hubiese hecho nunca. Y sí, yo estoy bien. Un poco dolorida, pero supongo que es lo normal en estos casos... —dijo con un deje de timidez.

Asentí, interpretando que hacía alusión a nuestro maratón sexual. Y entonces pensé que, cegado por la pasión que sin duda Olivia despertaba en mí, la llevé al límite. Es cierto que me siguió a la perfección, aunque quizás tenía que haber impuesto más cordura.

—Ya. Igual anoche... me pasé un poco ¿no? —dije compungido.

—No, Héctor. No fue nada que no quisiera que me hicieras. Deseaba hacer todo lo que hicimos; es solo que... —calló de repente, sorbió el café para disimular y terminó —: No estoy... acostumbrada.

Entonces lo entendí. Todas las piezas encajaron de golpe.

—¡Via! —exclamé con furia sin poder evitarlo. Soprendido y dolido a partes iguales.

Ella levantó la cabeza de su taza de café de un sobresalto.

—¿Por qué no me lo dijiste? —increpé, sonando más duro de lo que hubiese querido.

Se quedó mirándome en silencio, con los ojos apagados y los labios trémulos. Me levanté corriendo y me acerqué a ella, para abrazarla y besarla.

—Perdóname, Olivia. Perdóname. No te estaba regañando, de verdad. Es sólo que... nos hemos contado cosas peores ¿no? ¿Por qué no me dijiste que era tu primera vez? —le dije con suavidad.

Olivia se relajó en mis brazos.

—Me daba vergüenza —susurró al fin.

—Pero cariño... Te pude haber hecho mucho daño... yo...

—¡Qué va! —me interrumpió recobrando la alegría —. Si ha sido maravilloso. Y ya estoy deseando repetir...

Negué con la cabeza, sonriendo. Jamás dejaría de sorprenderme.

—De momento vamos a tomar otro café —dije sonriendo, mientras me daba dos o tres collejas mentales. ¡Qué idiota había sido de no pensarlo! ¿Cómo no se me había ocurrido esa posibilidad? No sólo porque aún éramos muy jóvenes, sino porque había vivido sacrificada durante toda su corta existencia. ¿Y cómo no había sido capaz de notarlo?

Que Olivia me volvía loco ya no era sólo una posibilidad, era una evidencia.

Ella asintió risueña.

—Estoy bien, morenazo. Deja ya de cargar con todo el peso de la responsabilidad. Te lo tenía que haber dicho, aunque ahora ya no vale de nada lamentarse. Y te aseguro que ha sido perfecto y alucinante. No ha podido ser mejor.

Asentí, me alegraba de que lo hubiera vivido así, aunque seguía lamentando mi falta de visión; y cuando nos estábamos sirviendo el segundo café —ésta vez con leche- oímos cómo se abría la puerta de entrada.

Olivia se levantó sin prisas, casi a la vez que aparecían en el comedor, un señor de mediana edad, con el pelo algo canoso y una mujer rubia ceniza, algo entrada en carnes, de edad similar a la de él, que me resultaron vagamente familiares. No los reconocí hasta que oí a la taheña.

Andrea, che bello che sei venuto! Buon giorno, zia Allegra.

Ciao, cara —la dueña y cocinera del restaurante napolitano, besó a Olivia en la mejilla con efusividad, y luego ambos me miraron con sorpresa y dijeron a la vez —: ¡Hola!

Levanté la mano a modo de saludo y cuando iba a responderles, la mujer rubia empezó a gesticular hablando a toda mecha en italiano, dirigiéndose a Olivia:

¡Oddio!... scusa. Oli, perché non mi hai chiamato? Perché non mi hai detto che eri con la tua cotta, ragazzina?

Noté que Olivia daba un ligero respingón y cómo la restauradora me lanzaba una mirada de soslayo, a la vez que el maître le daba un ligero codazo. Sin demasiado esfuerzo entendí que hablaban de mí y con una sonrisa, me levanté y empecé a recoger los cacharros. Igual preferían que les dejara intimidad.

Non puoi capirmi, vero? —Oí que le decía Allegra a Olivia, pero no entendí nada. Tampoco de la respuesta de la taheña.

Lui no, ma io e anche Andrea... E tutto è successo molto velocemente, zia. Comunque, pensavo che Lucia ti avrebbe detto qualcosa. In ogni caso non importa, sei già qui.

—Ovviamente no. Anche se sono felice per te, la mia piccola zucca. Faremmo meglio a vedere Hoa, essere d'accordo?

—Si, andato, va benne.

Olivia se giró hacia mí, con una sonrisa en la cara mientras ellos salían del comedor.

—Vienen a menudo a ver a mi madre, ya te lo conté... Y más en estos últimos tiempos en los que yo he estado fuera... Estarán un buen rato arriba, no nos molestarán...

Mientras lo decía, se había ido acercando a mí de tal forma que estábamos a escasos centímetros uno del otro.

En los ojos grises de Olivia, fulguraban traviesas chispitas oscuras que le daban un aspecto muy seductor, demasiado...

Cerré los ojos al sentir sus manos en mis bíceps y su aliento cálido entre barbilla y nariz. Y dejé que nuestros cuerpos se acercaran hasta vencer todo el espacio disponible. Rocé su boca y sus labios atraparon los míos mientras la lujuria explotaba entre nosotros al igual que lo hacía en mí, una potente erección.

La taheña me nublaba el juicio en su totalidad, pero entonces, el timbre de la puerta sonó y nos hizo separar, azorados.

Traducción del diálogo que mantienen Allegra y Olivia.

O: — ¡Andrea, qué bien que hayas venido! Buenos días, tía Allegra.

A: —¡Oh vaya!... lo lamento... Oli, ¿por qué no me has llamado? ¿Por qué no me has dicho que estabas con tu enamorado, pequeña?

A: —No puede entenderme, ¿verdad?

O: —Él no, pero yo sí y también Andrea... y ha pasado todo muy deprisa, tita. De todas formas pensé que Lucía te habría dicho algo. En cualquier caso, no importa, ya estás aquí.

A:—Claro que no. Aunque estoy muy contenta por ti, mi calabacita. Mejor subimos a ver a Hoa, ¿vale?

O:—Sí, claro.

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