Capítulo 15: Horas por delante

Al instante, Olivia se separó de mí. Azorada y con la cara descompuesta, se acercó rauda a un escritorio de madera oscura situado al lado opuesto de la cama y pulsó el botón superior de un pequeño reloj-despertador. La alarma cesó.

—¡Jo..sé de Espronceda! —exclamó la taheña. Y mientras corría por la habitación poniéndose la camiseta blanca que hacía un rato se había quitado, me dijo —: Perdóname, Héctor. Tengo que subir un segundo a darle la medicación de las ocho a mi madre. —Abrió la puertecilla del armario que estaba al lado del escritorio y se puso un pantalón muy corto de pijama, mientras seguía hablando con evidente nerviosismo —: Lo siento de verdad; no me he dado cuenta de la hora que era... ¡cor...dones!

Miré de soslayo mi reloj de pulsera, lo cierto es que habíamos perdido la noción del tiempo y la tarde estaba llegando a su fin, pero no me importaba en absoluto.

—¡Ey! —le dije con suavidad a la vez que le cogía las manos y la hacía parar un segundo—. Es tu madre. Eso va por delante de todo. Yo te espero aquí, tranquila.

Olivia me miró, regalándome una de esas sonrisas que le iluminaban la cara y asintió. Luego torció el gesto.

—Espera... ¿tú no tenías que ir a ver a tu amigo Leo? Te estará esperando...

Sonreí ante su consideración, aunque ya hacía mucho rato que mi subconsciente había decidido que subir a Montejo de la Sierra iba a tener que esperar.

—No te preocupes por eso —le dije con dulzura—. Vete a atender a tu madre, por favor. No me voy a ninguna parte. Al contrario, si te puedo ayudar, sólo dímelo.

—Vale. —Asintió y, desde la puerta, me dijo —: Estás en tu casa, a tu aire, ponte cómodo.

Se marchó sin cerrar y la seguí, primero con la mirada y luego acercándome al quicio de la puerta, viendo su trasero respingón moverse a través de los espejos del comedor hasta que se perdió definitivamente al salir de la cocina.

Entonces me puse la camiseta de nuevo, y sin nada mejor que hacer, observé la habitación donde me encontraba. Era amplia, alargada más que ancha.

Estaba limpia y ordenada. Se entraba en ella desde el comedor/ sala de baile, al final de la pared de los espejos. Ahí es dónde me encontraba y desde ahí vi que había dos grandes ventanales a la izquierda. La cama quedaba bajo uno de ellos, anulando todo un lateral, cerca de la puerta. En la pared contraria, un poco más allá, estaba el escritorio con el despertador, seguido de un ropero alto, ambos de madera oscura, y al fondo, opuesta a la puerta, había una zapatera alta abierta, de baldas de madera a juego con el resto de muebles; estaba llena de zapatos rojos: de tacón, planos, sandalias, botines y puntas de ballet en varios tonos pastel, incluso vi un par azul y otro verde que me llamaron la atención porque desentonaban un poco del resto, que se movían entre el rosa y el blanco. A su lado, colgaba de la pared un televisor, de manera que se podía ver estando desde la cama.

Aunque sentía cierta curiosidad, nunca fui un fisgón, así que me limité a deambular por la habitación sin abrir ni un cajón. Me fijé que después del armario había otras dos puertas haciendo esquina, que supuse que daban una al pasillo por dónde había entrado y la otra, por lógica, a un aseo.

Paré frente al escritorio, donde además del despertador, descansaba cerrado su portátil y el móvil. Tenía un corcho colgado en la pared, lleno de fotografías. La mayoría eran de ella a diferentes edades bailando. No había tenido oportunidad aún de verla en directo, pero estaba preciosa ataviada con esos vaporosos tutús de tules de colores pastel y me fijé que siempre llevaba las zapatillas a juego con el color del vestuario, de ahí esas que me habían llamado la atención.

Reí suave al ver un reducido grupo de fotos en las que salía, con Lucía, haciendo el ganso. Y luego, apartadas un poco del resto, había unas cuantas de cuando era pequeña con su madre. Al verlas, contuve el aliento.

Olivia era un calco de su madre. Ainhoa tenía el mismo tono cobrizo de pelo y la mirada de ese gris intenso tan espectacular. Distinguí en algunas fotos, los mismo gestos que hacía la taheña y también la misma silueta. Y fui consciente por primera vez, de que la enfermedad que padecía su madre, cómo bien había podido leer la noche después de que me lo contara, además de degenerativa, era hereditaria. Y por lo que acababa de ver, la genética ya había sido muy caprichosa con Olivia.

Justo en ese instante, la protagonista de mis pensamientos hizo su aparición de vuelta al dormitorio. Al verme mirando las fotos se acercó sonriente pero perdió la sonrisa cuando se fijó en mi expresión.

—Toma asiento, por favor —me indicó con suavidad y preocupación; creo que pensaba que me iba a caer redondo al suelo de un momento a otro.

Obedecí y me senté en la silla de oficina con pie de ruedas que tenía frente al escritorio, mientras ella se apoyaba en la mesa, apartando antes con cuidado, el portátil. Me miró a los ojos, que en esa postura quedaban a la misma altura que los suyos y supe que me había leído el pensamiento. Traté de escrutar su reacción, conteniendo el miedo feroz que acababa de instalarse en mis adentros al pensar que Olivia quizás podría estar enferma en un futuro próximo...

Ni siquiera ver que tenía el gesto sereno, me tranquilizó del todo hasta que la oí:

—Aunque lo supe mucho más tarde, cuando nací me hicieron las pruebas genéticas por lo de la Huntington. No tengo inidicadores que demuestren que vaya a desarrollar la enfermedad. Aún así, me las quise repetir el año pasado aunque fuera algo del todo innecesario. Las llamadas «repeticiones CAG» —hizo una pausa y me explicó lo que eran—, están a niveles normales, por debajo de veintisiete. [1]

Sonreí fascinado ante su inteligencia, si bien todos esos conocimientos los había tenido que adquirir por las circunstancias, se notaba que no le había costado mucho asimilar los conceptos, y sobre todo porque estaba sana y eso era motivo más que suficiente de alegría.

—Ya ves —dijo suspirando con desgana—, supongo que tengo que estarle agradecida a mi padre por su gran contribución. —Dijo con evidente sarcasmo, que me dejó entrever resentimiento y dolor en sus palabras.

—¿Cómo está tu madre? —Pregunté sintiendo curiosidad de repente y buscando alejar la conversación de su progenitor.

—Bueno... dentro de lo que cabe, estable; pero está en fase terminal, Héctor. No me engaño. La enfermedad ya lleva casi veinte años de desarrollo y ese suele ser el límite.

—¿Y no hay tratamientos alternativos? —me arrepentí al instante de haberme metido en ese jardín en el que nadie me había llamado. La mirada plateada de Olivia se endureció.

—Si los hay, no están a nuestro alcance —dijo desabrida mientras yo me maldecía por haber sido tan grosero y gilipollas.

—Perdóname, cariño. No debí...

De pronto, los labios de Olivia volvían a estar sobre los míos, atrapando mis disculpas en una caricia llena de ternura.

—Soy yo la que debe disculparse, Héctor. Siento haber sido tan borde. —Volvió a darme otro beso suave, corto y casto, antes de continuar —: La enfermedad está muy avanzada y los tratamientos experimentales se hacen lejos de aquí; no tengo ni el dinero ni los medios suficientes para ello, aunque tampoco antes los tuvimos. Decidimos, bueno, decidió ella en realidad, que lo afrontaríamos como viniera. Mi madre no quería un tratamiento que sólo alargara la agonía.

La mirada se le veló y le acaricié la cara con suavidad, facilitando que se abalanzara otra vez sobre mí y se acurrucase en mi regazo, algo que hizo con rapidez. La abracé sintiendo el aroma de mango de su pelo, tratando de ofrecerle consuelo, pensando que se desmoronaría, pero de nuevo se encargó de sorprenderme.

Se frotó los ojos brevemente y, sin deshacer el abrazo, empezó a besarme el cuello, con suavidad primero y después con premura. Me resiguió la línea de la mandíbula con suaves besitos que iban despertándome los pocos sentidos que el aroma de mango no había logrado despertar y terminó en mis labios, que la esperaban trémulos de impaciencia.

Los besos se intensificaron, haciéndose profundos a mucha velocidad y las manos empezaron a volar otra vez, anárquicas bajo las ropas, que pronto empezaron a estorbar.

Olivia se removió, acomodándose mejor sobre mi notable erección, y empezó a mover las caderas a la vez que me lamía la nuez de Adán, enloqueciéndome.

—¿Preparado para que mis flores se embadurnen con tu chocolate? —me susurró al oído en un tono tan lascivo que no pude evitar que mi imaginación exacerbada por la líbido, creara sucias fantasías que me excitaron como pocas veces en mi vida.

Y con la imagen de una Olivia vestida sólo con un bikini de chocolate fundido que se adentraba cremoso por todos sus recovecos, nos arrastramos hacia la cama perdiendo toda la ropa por el camino; yaciendo desnudos, al fin, sin impedimentos. Sólo piel con piel y muchas horas por delante.

[1] La genética es un campo complejo y que se escapa por completo de mi conocimiento. Además no he encontrado una explicación simple a lo que son las Repeticiones CAG, así que os explicaré lo que yo he entendido, (el que quiera una información más certera y ampliada, que haga uso de Google con total libertad). En nuestro ADN hay una cadena de genes que se repite un cierto número de veces. Se ha establecido que una persona sana tiene un número variable de repeticiones siempre por debajo de 27. A partir de ahí se considera que se tienen alteraciones genéticas y dependiendo del número de repeticiones que se observen se considera que estás en un grupo de mayor o menor riesgo.

Debo decir, y esto sí que es así, que la cadena genética con la que naces es con la que mueres, no se altera durante el crecimiento ni por causas naturales, pero no estoy capacitada para explicar el porqué de dicha clasificación o cómo se obtiene ese número de repeticiones.

Lamento ser tan poco precisa en esta ocasión.

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