Capítulo 1: Recuerdos, cereales y básquet

2019

Tumbado en la cama, vi amanecer entre las cortinas de mi habitación por enésima vez en los últimos meses... odiando el silencio sosegado de los domingos por la mañana.

Antes era mi momento favorito de la semana; el instante en el que sentía a Rian dormir acurrucada en mi pecho, en su pequeña cama por la que me sobresalían, más de un palmo, los pies. Sabiendo que bastaría un pequeño roce o un suave beso para despertarla y enredarnos.

Su larga melena castaña, suave como la seda me acariciaría, igual que lo hacían sus labios y sus pequeñas manos blancas de dedos largos y finos. Y su sempiterno olor a coco me envolvería los sentidos como si de una crisálida se tratara.

Toda ella era como un bombón de coco, tan dulce, tan blanca... Por un momento, solo por un momento, llegué a pensar que me veía y que compartía lo que yo sentía. Pero no fue más que el reflejo de mi propia ilusión.

Y cuando me di cuenta, tuve que parar. Tuve que hacer lo más difícil que he hecho en mi vida: dejar ir a la persona a la que amas, porque sabes que ella a ti no.

Sacudí la cabeza, tratando de alejar la nostalgia y la melancolía, repitiéndome que ahora éramos amigos, que no la había perdido del todo y me levanté, incapaz de permenacer quieto más rato, porque no quería sumirme nuevamente en esos recuerdos. Luchando por mantener controlado el dolor sordo que me trituraba por dentro y sabiendo que la imagen de Rita no se me borraría por más que me esforzara.

Fui a la cocina y dejé el desayuno preparado para mi numerosa familia sin apenas hacer ruido, como la práctica me había enseñado. Una casa con cinco niños de diferentes edades puede ser un auténtico terremoto a veces, y en ese instante, deseaba la tranquilidad. Los cuencos con cereales para los más pequeños; los bricks de zumo y las galletas para los mayores y la cafetera lista para mi padre. Me obligué a engullir, porque no tenía ni gota de hambre, un zumo y una pulga de pan con jamón de York, y luego me eché mi bolsa de entreno al hombro, cogí las llaves de la moto y me fui al polideportivo. El básquet ya me había salvado dos veces la vida; esperaba -más bien, deseaba- que obrara su magia y me salvara una tercera vez.

Camino al pabellón, otro recuerdo agrio me asoló. Me maldije en silencio, estaba claro que no tenía un buen día.

Mi madre había muerto tres años atrás. Fue un durísimo golpe para todos y mi padre se sumió en un letargo de pena y tristeza del que afortunadamente consiguió salir unos pocos meses después.

No me gustaba demasiado pensar en aquella época, trataba de guardarla cerrada en un cajón recóndito de la memoria, pero en ese asqueroso domingo estaba empeñado en abrirse y sin saber demasiado bien porqué, dejé que lo hiciera...

Ver tan abatido a mi padre, sin arreglarse y casi sin querer salir de la cama, incapaz de ir a la compra, ni de asistir al trabajo, tampoco de hacerse cargo de mis hermanos, ni mucho menos de mí... me causó un gran impacto.

Creo que fue en ese instante en el que me hice mayor de golpe. Perdí la poca o mucha inocencia que aún me quedaba, justo cuando me di cuenta de que mi padre solo era un crío triste y asustado igual que el resto de mis hermanos.

Abel y Eric, que siempre habían tenido su particular conexión gemelar a pesar de ser muy distintos entre sí, se volcaron el uno en el otro y trataron de mantener la entereza con tan sólo doce años para que Ginger, que aún no había cumplido los diez y sobretodo Paolo, que tenía siete, no sufrieran más de la cuenta.

Y a mí no me quedó otra que guardarme las lágrimas y el dolor para mejor momento y tomar las riendas de la familia y de mi vida. Con quince años.

Me ocupé de que mis hermanos fueran al colegio e hicieran los deberes, de que tuvieran ropa limpia y que no se saltaran una sola comida, a la vez que cuidaba de mí mismo. Ir a entrenar una vez a la semana, fue mi válvula de escape. El apoyo que encontré entre mis compañeros y amigos del equipo me mantuvo a flote. Esa había sido la segunda vez que el básquet me había salvado la vida.

Porque sin ellos, sin los partidos, sin las palmadas en el hombro, sin los abrazos sentidos cuando ganábamos y sin esos gestos que me dedicaban señalando el cielo, cuando hacían canasta, yo me hubiera hundido en la desesperación.

Cuando mi padre salió de su conmoción y pudo volver al trabajo (que por suerte, conservaba), me pidió perdón y me agradeció todo lo que había hecho. Nunca le dije que no lo hice por él, sino por honrar la memoria de mi madre que tanto luchó por traerme al mundo y todo lo que hizo para construir a nuestra maravillosa familia.

Porque durante quince años eso habíamos sido, una maravillosa y enorme familia multicolor. Y su legado no se podía echar a perder con su involuntaria marcha, teníamos que seguir siéndolo.

Leo, que había entrado en el equipo el año anterior, pero en una categoría inferior, justo ascendió en esa época a la mía, fue un apoyo enorme. Casi de inmediato se forjó nuestra amistad, porque a pesar de llevarnos un año de diferencia, la complicidad surgió desde el primer momento en la cancha y fuera de ella. Y más al descubrir que Esther, su madre, era amiga íntima de mi padre. Se conocían desde críos, porque habían crecido en el mismo barrio.

Llegué al polideportivo y aparqué pensando, otra vez más, en la primera vez que vi a Rita. Era sábado. Aunque yo por aquél entonces no lo sabía, había venido con sus padres a animar a Leo en un partido importante. Nos jugábamos el play-off de ascenso.

Pero «animar» no es un término que se ajustase a lo que ella hizo. Se pasó todo el partido ignorando el juego y también el bullicio de las gradas, concentrada en un libro que tenía que ser apasionante a juzgar por su rictus, inalterable a pesar de los gritos, los silbidos y los aplausos.

Fue hipnótico verla, tanto que perdí dos o tres jugadas importantes y un par de rebotes, lo que casi nos cuesta el partido.

Al terminar, en los vestuarios, un Leo a medio desnudar antes de entrar en la ducha, se acercó con cara de pocos amigos a decirme cuatro cosas.

-¿Se puede saber qué te pasa, Mini? ¡No hemos palmao de milagro!

-Lo siento, macho... Es que me he distraído con una del público...

-¿¡Una del públi...!? ¡Estaría increíblemente buena por lo menos!

Sonreí como un idiota. No le había visto muy bien la cara y mucho menos el cuerpo, encogido como estaba sobre el libro. Pero me había parecido fascinante.

-Pues... no sé qué decirte, macho... Estaba preciosa leyendo...

-¿Leyendo, dices? ¿No te referirás a la larguirucha de moño desaliñado que vestía de rojo, verdad?

-¿La conoces? -pregunté esperanzado. Si Leo la conocía, podría averiguar más cosas de ella; lo único que tenía claro en aquel momento es que el baloncesto no le interesaba en absoluto.

-Para mi desgracia... -dijo con hastío.

Le miré interrogante. No podía ser tan terrible, se la veía una chica incapaz de hacerle daño a nadie... seguro que mi amigo exageraba.

Leo bufó y poniendo los ojos en blanco, se dio la vuelta yéndose a la ducha, dejando ir con total desdén:

-Se llama Rita y es la pelma repelente de mi hermana.

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