Nunca entendió realmente los besos, la acción le parecía idealista, demasiado perfecta para ser verdad. La gente hablaba de besarse como si fuera un secreto de dos, una explosión de sentimientos y verdades: lo más maravilloso de las cosas, lo más real del mundo. Las chicas también eran complicadas, esperaban tanto de él que se sentía al borde de una cuerda, a punto de caer en el extraño vacío de la pubertad y la adolescencia. Besar se sentía demasiado como una tarea interminable, inclusive tediosa.
Esteban miró a Pablo, parte de su cabello castaño le caía por los ojos. La música seguía de fondo, algo en inglés que no entendía porque nunca se le habían dado bien los idiomas. Intentó leer su cuerpo, la forma en que sus ojos iban de un lado a otro, el movimiento de sus labios, la forma en que parecía aguantar su respiración. Leer a Pablo se asemejaba a resolver un rompecabezas con piezas de diferentes sets: inicialmente, uno creía que sería fácil y después, al estar por la mitad, caías en cuenta que usaste las piezas equivocadas y debes volver a empezar de cero.
—No veo por qué no, con tal de que a Esteban no le moleste.
Su nombre en sus labios lo hizo sentir atareado, con falta de aire en sus pulmones o algo así. Agregando también que su boca repentinamente se secó, dejándolo desubicado y confundido por unos segundos. Sin estar del todo compuesto, miró a Ayra, la chica a su lado quien yacía soltando risitas con los demás del grupo. Era una chica bonita, objetivamente hablando. Le caía bien además, se preguntó si acaso esa noche ella esperaba que la invitase a salir en una cita de verdad y no a una fiesta como esa. O si por el contrario quedarían como amigos y nada más.
—¿No tienes problema?
Su propia voz le salió un poco ronca, el tono bajo. Ella abrió los ojos en respuesta, sus lentes la hacían ver aniñada. La había visto sin ellos cuando se encontraron en el supermercado, aunque ambas versiones no eran tan diferentes una de la otra.
—¡No, no! Tú ve, que así es el juego.
Eso no hizo que relajara los hombros para su mala suerte. Sus ojos cambiaron de dirección a Pablo, aquel enigma de joven. Vestía la misma ropa, mismos shorts, misma camisa y mismo peinado de la mañana, ese que daban ganas de meter las manos por los rizos flojos y jugar con ellos un rato. Le gustaba corto de los lados y largo por arriba, era una de las pocas cosas que había concluido en el tiempo que pasaba intentando revolverlo. Era, por supuesto, de las conclusiones más simples y lógicas que había.
—¿Tú o yo?
Aquello pareció sorprender a Pablo, su rostro se pintó de duda. Esteban vio como humedecía sutilmente su labio.
—Yo —anunció por fin, moviendo a un lado la botella vacía de refresco y acercándose al otro chico.
Lo primero que identificó fue el olor a bloqueador solar que desprendía su piel, luego el champú de menta que usaba y finalmente, percibió algo como timidez en sus ojos. Pero como se trataba de Pablo, que siempre era medio reservado, no estaba del todo seguro. A poca distancia de sus labios, Esteban se atrevió en decir en un susurro:
—Podemos parar si quieres. Si te hace sentir incómodo.
Era la verdad, no quería hacer nada con lo que él no estuviera a gusto de hacer. Había visto antes las fallas de la presión social, los juegos que comenzaban relativamente inocentes, pero que terminaban con arrepentimiento.
—Dijiste que besar no era nada especial.
Pablo lo tomó del cuello de su camisa y se acercó aún más, mostrando como construía valor con cada segundo que pasaba entre ellos; las risas y chillidos de las personas a su alrededor hicieron que Esteban mirara hacia otro lugar y no hacia él. No podía parar de pensar que sus labios estaban casi tocándose. Había besado a chicos antes, en juegos tontos como este, y siempre era lo mismo que besar a una chica: aburrido. Poco interesante. Simple. Extraño. Incómodo. Dios, tan incómodo. Todavía no se recuperaba del tipo que estornudó en su boca meses atrás, menos mal que nunca se volvieron a ver o hablar.
—Solo es un beso —dijo Esteban y movió su rostro, llegando a mirarle los labios, mientras que Pablo lo miraba a los ojos.
—Solo es un beso.
Y en esa fracción de momento, una boca siguió a otra en el más fugaz de los besos. El chico no pudo procesar el toque hasta que fue muy tarde, y lo novedoso de todo lo hizo querer repetirlo para estar seguro de que la calidez y adrenalina en su pecho era real y no una ilusión creada desde la soledad que le evocaba estar rodeado de gente. No obstante, se quedó allí. Quieto. En el aire extraño que se cernió a su alrededor en cuestión de segundos.
Después de unos minutos de risas y más retos y verdades, el grupo se dispersó de a poco. Así estaba bien, supuso, al levantarse del suelo la mano de Ayra estaba colgada a su brazo con fuerza; estaba bien porque se estaba hartando. Sofocado por el ruido, las personas, y el quién sabe qué que juraba que cambió entre Pablo y él. Incógnitas sin nombre ni etiqueta, que en todo el rato entre bailar, tomar y hablar con Ayra no paraban de rondar por su cabeza, como un disco destinado a repetirse. Quería salir, tomar aire, necesitaba hacerlo.
Salió entonces de la casa, sin Ayra, quedándose por una esquina perdida con poca iluminación cerca de la entrada que colindaba con el porche de la casa de al lado. El espacio era pequeño, pero vasto para él y las otras dos personas que estaban fumando afuera. Las saludó por cortesía y nada más, ellas hicieron lo mismo y siguieron su conversación. El calor se sentía más evidente afuera, al menos comparado con dentro de la casa, probablemente tenían aire acondicionado. Sumándole que la noche de aquel verano era joven y animada, la vista de la calle mal iluminada por las luces del alumbrado público no estaba tan mal, tenía su encanto.
Abrió la lata de cerveza barata que tomó mientras salía a la entrada y le dio un sorbo, la plática de las chicas se veía íntima, ambas pegadas a la otra. Un beso por ahí, un beso por allá, se tomaron de las manos y fueron rápidamente hacia otro lugar, dejándolo solo con el olor a nicotina. Si cerraba los ojos, podía convencerse a sí mismo de que el beso no fue más que un toque de labios en una noche de verano. Incluso los besos pueden ser huecos de sentimientos, se dijo a sí mismo, y de nuevo otro trago ya con los ojos abiertos. Maldita sea.
—Así que aquí se esconden los que les temen a las personas.
Lo había escuchado acercarse, las sandalias que usaba eran ruidosas. Eran viejas pero resistentes, compradas hace años en una de esas tiendecitas junto a la playa del pueblo donde vivían. A Pablo se le había olvidado traer sandalias cuando fueron a pasear junto al mar, así que como regalo, Luis le compró un par como muestra de amistad o algo por el estilo. Desde entonces Pablo rara vez usaba otro tipo de calzado, le gustaba eso de él, el cómo se aferraba a las cosas que le importaban durante tanto tiempo.
—No le temo a las personas —habló Esteban, dándole un rápido vistazo.
—¿Entonces?
—Estar dentro me asfixia.
En respuesta, el otro joven sonrió un poco, una pequeña curva que desapareció tan rápido como apareció. En seguida se sentó en el suelo, tocando el pavimento con la palma de su mano e invitándolo a sentarse con él. El espacio entre ellos podría oscilar entre un átomo y el universo.
—¿Me das?
Miró hacia dónde apuntaba.
—¿Acaso has tomado cerveza alguna vez en tu vida? —dijo desconfiado, mas contrario a sus palabras, estiró la mano para que la probara.
Pablo se encogió de hombros, sin decir nada. Le dio un gran trago antes de toser varias veces, escupiendo parte de la cerveza.
—¿Quién mierda tomaría esto por gusto? —logró decir, tomando aire, mientras que Esteban le daba unos golpecitos en la espalda cuando siguió tosiendo—. Tiene un sabor horrible.
—Tiene menos que ver con el sabor y más que ver con la experiencia.
Pablo rodando los ojos risueño, usó su muñeca para limpiarse la boca, tallándose varias veces hasta que sus labios quedaron rojos. Había algo diferente en su mirada, la forma en que no lo veía del todo, como si hubiera un velo frente a sus ojos. No lo veía como humano, como persona, como Esteban. ¿Tendría algo que ver con el beso? ¿o acaso es algo completamente diferente a lo que él se imaginaba?
Se sorprendió a sí mismo cuando le preguntó si estaba bien, y la manera en que los ojos de Pablo se abrieron con sorpresa hizo que Esteban se volviera más consciente de sí mismo. Desvió su rostro queriendo ocultar su sonrojo nocturno. Pablo hizo una de sus risas, las que solo unos pocos tenían el privilegio de presenciar: despreocupada y ruidosa, llena de juventud. Esteban entendía desde siempre, que Pablo era reservado para este tipo de situaciones. Constantemente parecía sereno, constantemente en control de sí mismo, tan solo abriéndose de a instantes. Y en ese momento se parecía a alguien como él.
A Esteban nunca le gustó ser algo así como un libro abierto, sus sentimientos evidentes, sus secretos escasos. Antes, cuando era más joven y aún no había perdido su pierna, trataba de esconderse en un silencio sin sentido, pero nunca funcionó. Tal vez ser abierto significaba más para él que proteger sus emociones de ojos curiosos. Eso era lo que le gustaba a la gente, alguien honesto. Por lo que no, no era tan malo ser así.
—No veo lo gracioso a mi pregunta.
Vio como el chico a su lado negaba varias veces, el movimiento de su cabeza haciendo a su cabello moverse. Esteban se obligó a no mirarlo, limpiándose el sudor de la frente con su muñeca, le quitó la cerveza para darle un trago.
—Es que eso no es de nosotros —aclaró Pablo relajándose, una de sus manos recuperó la cerveza y bebió de ella, no sin antes hacerle cara fea—. Preguntar cómo estamos, hablar tan... así. No sé si me hago entender.
—Tampoco estamos tan mal. Haces que parezca que no podemos estar en la misma habitación sin agarrarnos a madrazos.
—No, supongo que no. Antes estábamos peor, ¿recuerdas?
Otro trago y le regresó la lata a Esteban para que hiciera lo mismo. Al aceptarlo, sus dedos se rozaron, manos tan cálidas, tan diferente a las de las chicas que había tocado con las suyas.
Esteban aguantó la sonrisa que salió, sin querer y sin que el otro se diera cuenta, de sus labios.
—Cómo no hacerlo, te aventaba borradores y papeles en la cabeza.
—Todo porque acepté jugar a la pelota con Luis.
—En defensa, eras un niño irritante y molesto. No prestabas tus colores y le recordabas al profesor revisar la tarea.
—Siempre fuiste un bastardo celoso.
—Es parte de mi encanto.
—Teníamos diez años.
—Los niños de diez años son irritantes, qué puedo decirte.
Y de la nada, el mundo se sentía un poco menos pesado, un poco más fresco y un poco más brillante bajo la noche de verano. El enigma de Pablo seguía ahí entre ellos, pero cuanto más tiempo pasaban juntos, más piezas recogía, más confianza tenía cada vez. Le gustaba así, ambos conversando tranquilamente sin su propia boca estúpida que lo autosaboteaba, y con el chico a su lado hablando como lo que eran: amigos.
Luego se distrajo. Esteban sabía que Pablo le estaba diciendo algo que se suponía que debía escuchar, pero la curva de sus labios no le dejaba concentrarse.
—¿Qué opinas?
Parpadeó un par de veces, registrando lo dicho por su acompañante quien lo miraba con esa pequeña sonrisa que era tan tímida y esperanzada. La lata de cerveza yacía olvidada en el suelo, vacía de líquido. Un viento caliente vino y les hizo cosquillas a los rostros de los chicos, tintando un suave rojo a las mejillas de Pablo y enloqueciendo sin piedad el cabello de Esteban. Se sintió mal por lo que iba a decir a continuación, pero era irremediable.
—Sinceramente, no te escuché. Estaba distraído por esto —habló, usando su mano para apuntar a su boca.
Pablo hizo una mueca que significaba que no entendía lo que quería decir.
—¿Tengo algo en la cara? —preguntó tallándose los labios y parte del mentón con su muñeca.
—Eso no es lo que quiero decir —Esteban tomó la mano de Pablo y la alejó de su rostro, mas no soltó el agarre.
—¿Eh?
—Besémonos —le dijo con falsa confianza, no dejando que el otro chico reaccionara—. Besémonos para que se me quite de la cabeza lo mucho que te quiero besar de nuevo.
Pablo se queda callado, esperando probablemente que su cerebro deje de tartamudear por un momento para decidir qué responder. Esteban está ansioso, pero no puede dejar de observar fascinado cómo los ojos de su acompañante absorben más luz de la que pensarías que podrían, casi brillando. Pablo seguía estático, en pausa, a la vez que —Esteban suponía— sus pensamientos se ponían al día. Después de una ola de incómodo silencio, decidió soltar la mano de Pablo, y eso hizo reaccionar al otro muchacho.
—Necesito, eh, irme. Sí, tengo que... —balbuceó Pablo al levantarse, casi cayéndose al suelo pero agarrándose a sí mismo, e ignorando a Esteban que intentaba ayudarlo—. Nos vemos. Ah, dile a Luis y a Carina que dije adiós. Y a Addie y su novia, a quien realmente no pude conocer por andar... no importa. Me iré a casa ahora.
—¿Quieres que te acompañe?
—¡No! Digo, estoy bien, tranquilo.
Esteban hizo una mueca al oír la voz unos tonos más aguda de Pablo, observó su movimiento brusco al darle la espalda para caminar hacia la calle, y lo sintió como un puñal. Sentía la necesidad de retroceder el tiempo, correr para alcanzarlo en su paso apresurado, anhelando el toque de sus manos nuevamente, la suavidad de su presencia junto a él. Pero ¿por qué? Se preguntó a sí mismo, cuando se descubrió persiguiéndolo en medio de la calle. La combinación de la luz de los faroles y de las casas iluminaban la forma torpe que Pablo se sostenía a sí mismo en ese momento, una versión tan distinta del chico, tan desconocida, que Esteban no sabía qué decir para aliviar la situación.
—Espera, deja te acompaño —gritó tomando su hombro de sorpresa, haciendo que el chico se tensara aún más y que rehuyera de su tacto.
—¡Estoy diciendo que estoy bien! —chilló, el pánico obvio por cómo se veía.
Esteban trató de ocultar su incomodidad y cuánto le dolió su tono con una sonrisa forzada que no le salió genuina. Retrocedió tres pasos. Los grillos molestos y la gente dentro de la casa con música parecían más estridentes esa noche bajo los faroles.
—Bien, claro, por supuesto.
Los ojos de Pablos se suavizaron, sus rasgos faciales quedando un poco tristes, negó la cabeza.
—Lamento haberte gritado, sólo... necesito irme, despejarme un poco. ¿Captas?
—Ah sí, no hay problema, simplemente, ya sabes, me quedaré aquí y... —Esteban buscó a su alrededor y no encontró nada—. Quiero decir, entraré a la casa, por supuesto.
La sonrisa que le dio hizo que un escalofrío recorriera su pecho, y tuvo que recordarse a sí mismo cómo respirar.
—Tú has eso.
—Ten cuidado.
—Sí, gracias.
—Tienes mi número, si tienes algún problema voy y te recojo.
Pablo hizo una cara.
—No sabes manejar, mucho menos tienes carro.
—No me conoces, puedo hacer un GTA y robarme uno.
—Cierto —dijo metiendo sus manos en el bolsillo de su short, pausando—, en serio me quiero ir.
—Y tienes todo el derecho de hacerlo.
—Bueno, adiós.
Esteban movió la mano en un gesto de despedida, solo que le salió un poco incómodo y se vio confundido a él mismo y el cómo estaba actuando. A la luz de los faroles de la calle se oía el sonido de pasos constantes que se hacían menos intensos con el pasar de los segundos, a la vez que seguía con los ojos al chico alejándose cada vez más. Él esperó hasta que las sombras de la noche de verano se lo tragaran para poder entrar a la casa más tranquilo. Pero el olor a protector solar y menta persistía en su mente mientras se sentaba al lado de la chica con la supuestamente venía por esa instancia, a la que le estaba costando prestar atención.
Sus ojos inevitablemente yéndose hacia la puerta no por primera vez en la noche.
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