chapter three. ㅤ❛ a date ❜
UNA CITA
( 𝐭𝐡𝐫𝐞𝐞 out of 𝒕𝒆𝒏 )
julieta v ft. joaquín m . . .
La tarde se extendía sobre San Ángel, pintando el cielo con tonos suaves de rosa y naranja. En una habitación elegantemente decorada, Julieta se encontraba frente a un espejo de cuerpo entero, ajustando los últimos detalles de su vestido. La luz cálida del atardecer entraba por las ventanas, bañando la estancia con un resplandor dorado que acentuaba la elegancia del lugar. Su vestido, de un tono marfil, era sencillo pero distinguido, con un lazo delicado que caía sobre su espalda, resaltando su figura con sutileza.
Era una noche especial; el General Posada había organizado una fiesta de bienvenida para María y Julieta, dos jóvenes queridas por todos en San Ángel. Sin embargo, Julieta no podía imaginar lo que estaba por suceder esa tarde.
De repente, un suave golpe en la puerta interrumpió su concentración. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió lentamente, revelando a Joaquín, quien sostenía una hermosa flor blanca en sus manos. Su rostro, habitualmente seguro y decidido, mostraba una expresión de nerviosismo contenida, algo que Julieta notó al instante.
La pelirroja abrió los ojos con sorpresa, no estaba esperando visitas, y mucho menos a Joaquín.
—¿Joaquín? ¿Qué haces aquí? —preguntó, desconcertada.
—Te traje esto, pensé que te gustaría —respondió Joaquín, extendiendo la flor hacia ella con una timidez que no era habitual en él.
Julieta, aún sorprendida, se dio la vuelta para mirarlo, su mirada suavizándose al ver la flor. Era simple, pero de una belleza exquisita, y sus pétalos brillaban suavemente bajo la luz del atardecer. Con una sonrisa genuina, extendió la mano para tomarla, y al hacerlo, sus dedos rozaron brevemente los de Joaquín. Ambos sintieron una pequeña corriente eléctrica, pero ninguno se atrevió a mencionarlo.
—Es preciosa, Joaquín. Gracias —dijo Julieta, llevándose la flor a la nariz para inhalar su delicado aroma, una suave sonrisa jugando en sus labios.
El castaño, animado por la reacción de Julieta, acortó la distancia entre ambos de manera torpe pero decidida, quedando frente a frente con ella. Julieta levantó la mirada para encontrar la suya, y en ese instante, Joaquín sintió que caía rendido a sus pies. El brillo de sus ojos era tenue, pero lo suficientemente intenso como para atrapar a cualquiera si ella lo quisiera.
—Cuando el último pétalo de esa flor se caiga, ese será el día en que dejaré de buscarte, de quererte —dijo Joaquín, haciendo una pausa mientras sus palabras resonaban en el aire—. Julieta... hay algo que he querido hacer desde hace tiempo...
Antes de que pudiera terminar su frase, se inclinó hacia ella, sus labios buscando los de Julieta en un impulso casi involuntario. La distancia entre ellos era mínima, y Joaquín podía sentir la calidez de su aliento mezclarse con el suyo. Sin embargo, justo antes de que sus labios se encontraran, Julieta giró la cabeza con suavidad pero firmeza, evitando el contacto. Joaquín se detuvo a mitad de camino, su corazón latiendo con fuerza mientras un rubor cubría sus mejillas.
—Alto ahí, vaquero —dijo ella con una sonrisa divertida—. Te aconsejé que fueras creativo, no que fueras rápido —rió suavemente al ver cómo Joaquín intentaba recomponerse—. Además, no tengo tiempo para esas cosas ahora. Tengo que seguir arreglándome para la cena de esta noche.
Joaquín, sintiendo una mezcla de vergüenza y anhelo, asintió con una sonrisa temblorosa. —Claro... no quise... —balbuceó, pero sus palabras se desvanecieron al notar que el lazo del vestido de Julieta estaba ligeramente desatado en su espalda. Sin pensarlo, dio un paso hacia ella, sus manos temblando apenas mientras tomaba el lazo. —Tu lazo está suelto... Déjame ayudarte.
Julieta no puso objeción alguna, dándole la espalda y apartando su largo cabello para que no estorbara. Joaquín se acercó más, rodeando su cintura con sus manos fuertes pero cuidadosas mientras se inclinaba para atar el lazo. La cercanía entre ellos era abrumadora; la calidez de sus cuerpos llenaba la habitación, y la respiración de Joaquín chocaba suavemente contra la nuca de Julieta, erizando su piel.
Lo que debería haber sido un simple gesto se complicó por los nervios de Joaquín, quien cometió varios errores al intentar atar el lazo correctamente. Finalmente, tras varios intentos torpes, logró hacerlo, pero incluso entonces se sintió incapaz de alejarse. La tensión entre ellos era palpable, como un hilo invisible que los mantenía unidos, incapaces de separarse. La presencia de Julieta era como un fuego que lo quemaba suavemente, dejando un rastro de deseo no expresado.
Finalmente, con mucha pena, sus manos descendieron por la cintura de Julieta antes de alejarse de su cuerpo. Ella observó su reflejo en el espejo, notando cómo la mirada de Joaquín estaba un tanto perdida.
—¿Ya está listo, vaquero? —preguntó ella, rompiendo el silencio.
—Sí... listo —respondió él, sonriendo de manera diferente, una sonrisa que parecía salir directamente de su corazón—. Ahora estás más perfecta que nunca.
Julieta se volvió hacia él, buscando su mirada. En ese intercambio silencioso, ambos supieron que algo había cambiado entre ellos, aunque ninguno estaba seguro de si era para bien o para mal.
—Gracias, Joaquín. Eres muy amable.
Joaquín intentó devolverle la sonrisa, pero sus pensamientos estaban demasiado desordenados. La habitación le parecía más pequeña, más calurosa, y necesitaba espacio. Con pasos torpes, se dirigió hacia la puerta, chocando con el marco en su prisa por salir. Julieta soltó una risa suave, cubriendo su boca para no hacer demasiado ruido. Joaquín rio nervioso antes de abrir la puerta con cierta desesperación.
—Bueno... te esperaré abajo con los demás —dijo, su voz salía un poco más alta de lo necesario, el castaño trató de sonreírle a la chica antes de girarse rápidamente y salir.
Incluso minutos después de que Joaquín había abandonado la habitación, Julieta se quedó parada en el mismo lugar, con la flor en las manos y la sensación de sus manos recorriendo su cintura. Todo se sentía extraño, pero lo más extraño de todo era que no se sentía incómoda. Al contrario, la cercanía de Joaquín se había vuelto un poco agradable. Quizás, después de todo, Joaquín Mondragón era un buen chico.
Más tarde, cuando por fin llegó la hora de la cena, la casa de los Posada se llenó de gente de todo San Ángel. Sin embargo, a pesar del bullicio, se sentía la ausencia de alguien.
—Y tu amigo el torero... ¿No vendrá? —preguntó Julieta mientras María miraba alrededor, buscando a alguien.
—No lo sé... Creo que mi padre no lo invitó. Ellos no se llevan muy bien, ni siquiera cuando éramos niños.
—Ya veo —respondió Julieta.
Cuando ambas chicas bajaron las escaleras, el bullicio aumentó. Todos estaban felices de tenerlas de vuelta en el pueblo. Se dirigieron a la mesa donde estaban los soldados de la brigada protectora de San Ángel, el General Posada y, por supuesto, Joaquín Mondragón.
—¡Niñas! Bienvenidas a su fiesta de Regreso a Casa —dijo el General Posada, tomando a ambas para que se sentaran a su lado. Julieta acabó sentada justo frente a Joaquín, quien no pudo evitar distraerse con su belleza, como siempre.
—Muchas gracias, General. Todo está hermoso y la comida se ve deliciosa —dijo Julieta, dándole un suave apretón en la mano al General.
—Lo mejor para ustedes, niñas. Lo mejor para ustedes —respondió el General, con una sonrisa orgullosa.
La cena había comenzado con un aire de alegría y expectativa. La casa estaba llena de calidez, no solo por la comida, sino también por el regreso tan esperado de las dos jovencitas, cuya presencia parecía iluminar todo a su alrededor. El General Posada, con una copa de vino en mano y una sonrisa que sugería que había estado esperando este momento, veía la oportunidad perfecta para poner en marcha un pequeño plan que había estado ideando desde que supo la fecha de regreso de su hija y Julieta.
—Estoy muy feliz de que hayas decidido mudarte a San Ángel, Julieta —dijo el General, rompiendo el silencio con su voz cálida y firme—. Nos hará muy felices tenerte aquí con nosotros.
—Muchas gracias por eso, General —respondió Julieta, sosteniendo la mirada del hombre con una sonrisa sincera—. Buenos Aires es mi casa, pero San Ángel sin duda tiene un pedazo de mi corazón. Aquí siempre me he sentido verdaderamente querida.
Las palabras de Julieta resonaron en la mesa, pero ninguna reacción fue tan evidente como la de Joaquín, que se atragantó con su comida, sorprendiendo a todos. Tras unos suaves golpes en el pecho, logró recomponerse, aunque el impacto de la noticia aún lo dejaba desconcertado.
—¿Te quedarás? Y-Yo pensé que solo venías de visita. Nadie me dijo que te mudarías —balbuceó, sus palabras estrellándose en un intento desesperado de aclarar la situación.
—No pensé que fuera relevante revelarte sobre mi vida privada, soldadito de plomo —respondió la pecosa, poniendo énfasis en el apodo de manera juguetona, pero con un toque de distancia—. Además, no era necesario que lo supieras, a menos que tú tuvieras la última palabra sobre mi decisión. Dime, Joaquín, ¿te molesta que yo esté aquí? Porque eso no parecía...
—¡No, no! No me refería a eso. Es decir, Elena, me encanta la idea de que te mudes. Este pueblo necesita un poco de tu esencia.
Un silencio incómodo cayó sobre la mesa. El General Posada, decidido a reavivar el ambiente, alzó su copa, su mirada fija en Joaquín.
—Bueno, me gustaría hacer un brindis, no solo porque ustedes, niñas, han regresado, sino también para honrar a Joaquín, nuestro héroe.
—¡Por Joaquín! —repitieron todos al unísono, levantando sus copas.
—Un gran héroe, sin duda alguna —continuó el General mientras se acomodaba en su silla, dirigiendo una mirada cómplice hacia Joaquín—. Lástima que te vayas a quedar solo unos días. Si tan solo hubiera algo que te motivara a quedarte... tal vez, una linda chica —añadió, señalando disimuladamente a su hija María.
Sin embargo, los ojos de Joaquín no estaban en María. Se habían fijado en alguien más, alguien cuya presencia parecía absorber todo su interés.
—Oh, créame, tengo a alguien en mente... —dijo sin pensar, sus ojos miel perdiéndose en las delicadas facciones de Julieta.
—Ay, mi padre... —intervino María rápidamente, tratando de desviar la atención de las palabras de su padre—. Es maravilloso verte de nuevo, Joaquín. Y mira tu bigote, y todas esas medallas... —La castaña se inclinó hacia adelante, interesada en una medalla en particular que Joaquín intentaba ocultar entre los adornos de su uniforme.
Joaquín se tensó, sus nervios eran muy evidentes mientras daba un salto para evitar que María descubriera la medalla que Xibalbá le había dado años atrás. Julieta, con una mirada firme, lo instó a sentarse de nuevo para no armar un completo escándalo. Él obedeció rápidamente, tratando de recuperar la compostura.
—¿Por qué no mejor ustedes dos nos cuentan más sobre Europa? —sugirió Joaquín, desesperado por cambiar el tema.
—Ay, nos encantó. Tanta música hermosa y una cultura espectacular —comenzó María con entusiasmo.
—El arte y los libros fueron simplemente maravillosos —añadió Julieta, observando a Joaquín por encima de su copa de vino.
—Ah, sí, arte y libros... —dijo el castaño, algo confundido, ya que no era precisamente su área de interés—. Veo que has aprendido mucho, María, y tú también, Elena —agregó, con un tono más coqueto que el anterior, aunque su intento de galantería no pasó desapercibido para el resto en la mesa.
—Apuesto a que algún día ustedes harán muy felices a algún hombre, y espero que el bigote de ese hombre y sus medallas las hagan muy, muy felices —murmuró con un toque de insinuación, dirigiéndose a Julieta.
—Ah, ¿en serio? —preguntó María con un tono pícaro, lanzándole una mirada cómplice a su amiga pelirroja, como si ambas estuvieran perfectamente sincronizadas en lo que venía a continuación.
—Bueno... sí —respondió Joaquín, inflando el pecho con orgullo—. Detrás de todo hombre con un bigote espectacular, siempre hay una hermosa mujer.
—Ay sí, y nosotras le cocinaremos —dijo María, exagerando la dulzura en su voz.
—Y lavaremos su ropa, claro —añadió Julieta, imitando el tono de su amiga, su voz volviéndose inesperadamente suave y coqueta, algo muy inusual en ella, pero siempre dispuesta a seguirle el juego a María, la de pecas se inclinó un poco más hacia adelante por encima de la mesa para acercarse a Joaquín —. También cumpliremos todos y cada uno de sus caprichos, ¿cómo te suena eso, soldadito de plomo?
—Mmm, eso suena maravilloso... suena divino... y tú eres tan bonita... —murmuró Joaquín en un tono apenas audible, pero lo suficientemente claro para que la pecosa lo escuchara perfectamente.
—¿Estás bromeando? —preguntó María, su tono cambiando de la diversión a una leve indignación.
El General Posada escupió su bebida, sorprendido por el rumbo que había tomado la conversación.
—No puede ser...
—¿Así es como ves a las mujeres, soldado de plomo? ¿Solo estamos aquí para hacer felices a los hombres?
Los miembros de la brigada asintieron con efusividad, pero sus gestos les valieron un severo regaño silencioso de parte de Julieta y María.
—Bueno... —Joaquín carraspeó, completamente avergonzado—. No lo sé.
—Creo que perdí el apetito —dijo Julieta, poniéndose de pie—. No, no, por favor, no se levanten. Me retiraré a mi alcoba.
—Iré contigo —añadió María, siguiendo el ejemplo de su amiga—. Si me disculpan, voy a ver cómo está Chuy, es mi cerdo. Necesitamos pasar tiempo con alguien... civilizado. Buenas noches.
—Sí, buenas noches —dijo la pecosa, lanzando una última mirada a Joaquín antes de seguir a su amiga.
Las dos jóvenes subieron las escaleras, dejando a Joaquín en la mesa, recibiendo bromas de sus compañeros. Pero sus ojos color ámbar estaban perdidos en la figura de Julieta, sintiéndose como un completo idiota. Una vez más, se había echado atrás en sus avances, quedando en el mismo punto de partida.
En la habitación de Julieta, el ambiente era diferente. María, quien había estado intentando aliviar la tensión de los sucesos recientes, comentó sobre una flor que había notado en la mesa de noche de Julieta.
—Juli, esta flor es bellísima, ¿cómo la conseguiste?
—¿Eso es importante? —preguntó la pelirroja mientras se acomodaba frente a su tocador para peinar su largo cabello.
—¡Es una flor rarísima de San Ángel! —exclamó María, asombrada por la delicadeza de los pétalos blancos iluminados por las lámparas del cuarto—. Es muy extraño que florezca en esta época del año, y tienes que ir hasta las fronteras del pueblo para encontrarla. Además, se dice que el último pétalo de esta flor jamás se cae.
—¿Nunca?
—Jamás. Puede atravesar un desierto, sobrevivir a una inundación, o incluso soportar la caída de un meteorito, y ese pétalo no se caería por nada.
Las palabras de María hicieron que Julieta se quedara pensativa.
—Ay, quita esa cara. Mejor dime, ¿cómo la obtuviste? ¿Quién te la regaló?
—Un vaquero —respondió Julieta con una sonrisa leve, recordando las palabras de Joaquín: "Cuando el último pétalo de esa flor se caiga, ese será el día en que dejaré de buscarte, de quererte".
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