4. HACER MILES DE PREGUNTAS NO SOLUCIONA NADA

✨ CHRISTOPHER

El frío de la noche se hace más intenso mientras estoy conduciendo por las calles de Manhattan, pero lo que realmente me resulta incómodo no es la temperatura. No, no es eso lo que me inquieta. Es ella. Es la forma en que se deja caer en el asiento, soberbia, con la barbilla en alto y sus ojos recorriendo las calles, como si intentara adivinar hacia donde nos dirigimos.

Amelia White.

El nombre rueda en mi mente, provocando un cosquilleo extraño. No debería estar mirándola tanto, no debería estar sintiendo esto. Pero lo hago, y no puedo evitarlo. No es solo atracción; es algo más primitivo, más profundo.

—¿Tienes frío? —pregunto, mientras subo la calefacción.

Ella no responde. Por supuesto que no. Es demasiado orgullosa como para mostrar debilidad y miedo. Y eso hace que no pueda apartar mis ojos de su figura. La forma en la que se pasa una mano por la frente, cómo se acaricia la barbilla, pensativa, y cómo se apoya en un codo...

Jamás te acerques tanto al objetivo. La distancia es tu única defensa.

Miles de palabras zumban en mi cabeza, pero son inútiles. Cada paso que doy me acerca más a ella, no físicamente, sino de una forma que no puedo explicar. Como si estuviera atado a su sombra, incapaz de desviar mi atención.

En serio, ¿cuándo fue la última vez que me sentí así? En todo este tiempo, he tenido que mantener una distancia emocional de las personas. Si te involucras demasiado, terminas cayendo en un agujero del que es difícil salir. Pero cuando Amelia ha levantado la cabeza y me ha mirado de esa manera tan conmovedora en el metro, algo ha cambiado. Ese destello de confusión en sus ojos, la forma en que trata de mantenerse firme, aunque está aterrada, me hace desear protegerla. Y eso es justo lo que no debo hacer.

Ella se detiene de repente, girando hacia mí con esos ojos oscuros que parecen capaces de perforar cualquier coraza.

—¿Qué pasa? —pregunta, ladeando ligeramente la cabeza.

La pregunta me toma por sorpresa, y por un segundo, me congelo. ¿Qué pasa? Todo. Absolutamente todo. Mi autocontrol, mi lógica, mi cordura. Todo se derrumba cada vez que me mira como si pudiera leer algo en mí, como si viera más allá del hombre que aparento ser. La misión debería ser lo único en mi cabeza, no el hecho de que cada vez que ella habla me dan ganas de... no sé, escucharla más. O besarla. Incluso...

¡Demonios! No me puede estar pasando esto. Llevo horas conociéndola. Esta mujer no puede despertar en mí un instinto tan básico como el que despierta. No puede hacerme desearla de una manera tan descabellada, tan ruin, tan... demente.

¡La misión, maldita sea!, me hostigo en silencio.

Estoy aquí por algo mucho más grande que mis malditos impulsos y mi jodida polla, que ha despertado por arte de magia. Bueno, magia más o menos.

—¿Algo anda mal, verdad?

—Ehm... —Trago en seco y me llevo una mano a la bragueta de mi pantalón, sutilmente—. ¿Por qué piensas eso?

—Tienes una mirada de estar planeando algo.

Le aparto la vista, sin yo mismo saber por qué. No me gusta admitirlo, pero me cuesta concentrarme cuando tiene esos ojos clavados en mí.

—Te equivocas —respondo de manera vaga, volviendo a mirar hacia adelante.

En serio, ¿qué me pasa? Nunca me he dejado distraer por una persona de esta manera. Tal vez sea el estrés, el peligro o el hecho de que esté a punto de meterme en un lío monumental.

—Oye, ¿sabes que, en realidad, eres muy rarito? —dice de la nada, interrumpiendo mis pensamientos.

Me quedo mirándola, pero no me siento ofendido. Pues claro que lo soy. Soy raro de cojones. Si no fuera raro, no estaría huyendo por las calles nevadas de Nueva York con una mujer que tiene una actitud a prueba de balas, y la cual es el objetivo de mi misión. ¿Y qué es lo peor de todo? Que ella sigue viva.

—¿Rarito? —le pregunto, intentando no sonar demasiado intrigado.

—No es por nada, pero pienso que... —dice—, creo que tienes complejo de jefe pero, al mismo tiempo, estás actuando como si estuvieras viviendo en un mal thriller de espionaje, ¿sabes? Como si fuera necesario mantener todo en secreto.

—Eso es porque lo es —digo, reprimiendo una sonrisa—. No sé si te has dado cuenta, pero esto no es una comedia romántica donde todos se abrazan al final y cantan villancicos. La misión es lo más importante, White. Y sin embargo...

—¿Qué?

La miro. Hay algo en su tono que hace que no pueda mantenerme serio. No es que me guste ser criticado, pero tiene razón en algo. Siempre he actuado con un aire de superioridad. Pero más que superioridad, se trata de calma y seguridad.

—¿Tú no eres así? —le pregunto, sorprendiéndome a mí mismo por la pregunta.

—¿Yo? —Ella me lanza una mirada rápida—. No. Yo no soy del tipo que cuenta las verdades a medias. No tengo ese aire de superioridad tuyo, ¿vale?

—Vaya, un tipo de palabras muy amables para esta época del año, White —le digo, sin poder evitar molestarla.

—Te he dicho que no me vuelvas a llamar así.

—¿Y cómo quieres que te llame?

—De ninguna forma... —su voz es afilada—. Solo quiero que me lleves a casa. Y también espero que sea de una pieza.

Tan mordaz como siempre. Un vistazo rápido, y es imposible ignorarlo. Ahí está, esa chispa. ¿O soy yo el que la está proyectando? ¿Es posible que esté empezando a ver lo que no debería ver en ella?

—¿Me has escuchado?

No le respondo, tan solo carraspeo, sabiendo que llevarla a casa no será posible.

El silencio dentro del vehículo es tan denso que apenas puedo soportarlo. En mi mente, todavía resuena el eco de los disparos en el callejón y las caras de los dos hombres que acabo de eliminar. El nombre de Viktor Ivanov flota en mi cabeza como un presagio. El traficante de arte más peligroso de Estados Unidos. El hombre cuyas redes de corrupción se extienden desde Manhattan hasta Moscú. Sé que esos dos hombres no eran suyos, y lo sé porque no llevaban los tatuajes del clan. Estaba casi seguro que eran sus perros, pero entonces... ¿quién diablos son?

—¿Adónde me llevas? —pregunta Amelia, su voz rompiendo el silencio y arrastrándome de vuelta al presente.

—No seas tan impaciente —respondo, manteniendo los ojos en la carretera.

—¿Por qué sigues comportándote como un capullo?

Su comentario me hace tensar la mandíbula, pero no respondo de inmediato. En lugar de eso, saco la pistola, con un movimiento automático, mientras aprieto la mano en el volante. De reojo, noto cómo su cuerpo se pone rígido. Bien. Un poco de miedo puede ser útil.

—Vuelves a hablar demasiado, White.

Ella me lanza una mirada de reojo e intenta mostrarme calma. Con tan sola una mirada me da a entender que no me tiene miedo.

—Hacer miles de preguntas no solucionará nada —añado, finalmente, con la esperanza de que eso ponga fin a su interrogatorio.

—¿Qué está pasando? —insiste, inclinándose ligeramente hacia mí.

Quiero decirle que se calle, que no tiene idea del peligro en el que está, que si supiera siquiera una fracción de lo que yo sé, no estaría aquí sentada mirándome como si yo tuviera todas las respuestas. Pero no lo hago. En cambio, dejo que el silencio hable por mí mientras el coche gira hacia un distrito industrial.

—Hemos llegado —digo, más para mí que para ella.

La atmósfera cambia de inmediato. Las luces navideñas quedan atrás, reemplazadas por edificios oscuros y calles vacías. Este lugar no tiene nada de acogedor y nadie que yo sepa que haya pisado el punto E ha salido vivo de aquí.

—¿Por qué tengo la impresión de que no te preocupa nada? —pregunta, rompiendo de nuevo el silencio.

—Ahhhm... —Exhalo el aire con fuerza—. ¿Qué te he dicho de las preguntas?

—¿Y yo que te he dicho de que me lleves a mi puta casa?

Freno en seco, y el ruido de las llantas se oyen cómo un trueno en el silencio de la noche.

—Esta no es mi casa. Suponía que tu misión también implicaba saber donde vivo —dice, recorriendo el sitio con la vista.Giro hacia ella, y esta vez, dejo que vea la dureza en mi mirada.

—No tienes casa. Ya no.

Su rostro se desmorona por un instante, pero rápidamente recupera la compostura. Esa resiliencia suya es peligrosa.

—¿Qué significa eso?

—Significa que bajes.

Abro la puerta del coche y salgo, esperando que me siga. No hay tiempo para explicaciones. Cada segundo que pasa es estar un paso más cerca de cumplir mi misión. Ella se baja deprisa del automóvil y oigo sus pasos rápidos detrás. Camino hacia la entrada del edificio, pero su mano atrapa mi brazo, y me vuelvo para mirarla.

—Debo saber qué está pasando.

Por un momento, quiero decírselo todo. Sobre Ivanov, sobre Dominion, sobre el cuadro, sobre el desenlace de esta maldita noche y sobre...

—No servirá de nada.

—¡Seré yo quien decida eso, joder! —exige, su voz ganando fuerza.

Respiro hondo y vuelvo a mirarla. Hay tantas cosas que quiero decirle, pero ninguna de ellas nos llevará a salvo al final de esta noche. Así que opto por la única verdad que importa ahora.

—Ha sido un placer conocerte, White.

Me doy la vuelta antes de que pueda responder, antes de que la duda o el remordimiento puedan detenerme. Mis pasos son firmes, pero mi mente es un caos. La noche aún está lejos de terminar. Y no solo por los tipos que nos siguen, sino por las malditas dudas que siento. Ella no sabe lo mucho que pondré en riesgo por una simple sonrisa suya. No tiene ni puta... idea.

AMELIA

Ha sido un placer conocerte...

Es lo que acaba de decir.

—¡Eh, un momento! —le grito detrás—. Eso ha sonado a despedida. ¿Acaso piensas dejarme aquí?

Agilizo los pasos, dirigiéndome a unas puertas metálicas, cuyo cerrojo escucho de momento. Sé que ese maldito cuadro tiene mucho que ver y el hecho de haber descubierto esa inscripción en una esquina tiene aun más todavía que ver con la persecución. La mala suerte me persigue y siento que esto no tenía que haber pasado. Soy una persona de lo más normal y corriente y toda esta mierda no es algo con lo que podré lidiar. No sé disparar un arma y me dan miedo las cucarachas y las serpientes. Miedo literal.

Veo que él me da la espalda, como si de repente, sus nervios incrementaran. Su afirmación me toma por sorpresa, pero también me provoca. Quiero añadir algo más, pero las palabras no me salen, y tan solo clavo su espalda con una mirada confusa.

—¡Espera! —bramo detrás, a pesar de que mi voz suena más suave de lo que quiero—. ¿A qué jodido sitio me has traído?

—¡No lo hagas más difícil, valeee! —Sacude mi codo y me fulmina con la mirada.

El eco de la nieve bajo nuestros pies se vuelve más pesado a medida que caminamos hacia la entrada del edificio. No hay luces brillantes ni carteles que nos den la bienvenida, solo una fachada gris que parece más una fábrica abandonada, que una construcción. El viento sopla con fuerza, levantando la nieve a nuestro alrededor. El edificio parece vacío, pero el silencio es tan denso que no puedo evitar sentirme nerviosa. No, nerviosa no, joder. Aterrada.

Antes de entrar, él me lanza una mirada fugaz. Es la misma mirada fría, que siempre lleva, como si de repente, se estuviera colocando un escudo y el hombre simpático hubiese desaparecido.

—¿Esta es la agencia para la cual trabajas? —pregunto, cruzándome de brazos.

Pero no me responde, tan solo me vuelve a tomar del brazo.

—Camina.

No hay más palabras entre nosotros mientras avanzamos por un pasillo y después llegamos a una sala. Las luces son tenues, proyectando sombras alargadas que se retuercen en el suelo y las paredes. Hay un extraño olor en el aire, una mezcla de cuero, tabaco y algo metálico que me pone la piel de gallina.

El espacio es amplio pero desolador. Las paredes están pintadas de un gris neutro que parece absorber cualquier rastro de calidez. En el centro, una mesa larga y estrecha de madera oscura domina la estancia, sus bordes gastados como si hubiera sido utilizada para mil propósitos diferentes, ninguno de ellos mundano. Al lado de la mesa, hay dos hombres esperándonos.

Me siento fuera de lugar, como una intrusa. Los hombres me observan por un segundo, sus ojos recorriéndome con frialdad, como si estuvieran evaluándome. No me importan, no ahora. Pero, cuando vuelven su atención a él, es como si yo no estuviera allí. Como si fuera invisible.

—Aquí estáis.

Noto cómo el hombre de los ojos grises deposita la caja rectangular parecido a un maletín enorme, la misma caja misteriosa que ha estado cargando, justo delante de los dos hombres.

—Bien... —dice un tipo alto, rubio y el cual tiene una barba poblada—. Debo felicitarte, al menos has cumplido una parte.

—Solo una.

—¿Es ella?

Lo miro de reojo y observo que él asiente.

El tipo que acompaña al barbudo se acerca a la caja,la abre con movimientos lentos, como si estuviera manejando una pieza preciosa. Algo que no consigo ver desde mi posición.

—Perfecto —le responde éste que, de repente, se enciende un puro—. Ya has finalizado el trabajo, puedes retirarte.

Me mojo los labios cuando la mirada de aquel hombre me analiza atentamente.

—No antes de saber qué pasará —les responde él, sin inmutarse.

¿Qué tipo de transacción es esta?

La tensión aumenta.

—Ella ya no es tu problema, Alfa —dice el tipo con el que estaba negociando.

—Ella... no tiene nada que ver —le responde él.

—Pero está manchada.

Noto su mentón tensado, fijando al hombre con la vista.

—¡Ohhh! —El barbudo de cabellos rubios exhala el humo del puro que se está fumando y suelta una carcajada tenebrosa—. No me digas que te la has follado...

No sé qué pasa. Todo cambia en un instante.

—No sabes lo que dices, Reus. Y tan solo espero que lo retires.

—No sé cómo te atreves en la pésima situación en la que estás —dice con voz ronca, sin quitarme el ojo y dando pequeños golpes en el maletín—. ¿O acaso el ejecutor ha resultado ser una gallina?

El ejecutor... me digo.

Él no le responde y, entonces, el corazón me da un vuelco. Veo cómo se tensa, con la mirada fija en la de esos dos hombres. El pánico comienza a burbujear en mi pecho, y todo lo que quiero es salir de allí. Pero no puedo moverme. El tiempo se ralentiza, y lo único que tengo claro es que algo malo me va a pasar.

Un susurro en el aire. Algo cambia en él. Lo veo. Lo siento.

Ese hombre misterioso que me ha sacado del museo poco más de una hora atrás, se mueve con una rapidez que no esperaba. Su mano busca la pistola en su abrigo largo, y, en un parpadeo, la empuña. La apunta directamente a mí y mis ojos quedan clavados en el arma y el guante reluciente de cuero de su mano.

El mundo se congela. Todo mi cuerpo se paraliza. No puede ser. No puede ser. Él... no. Esto no puede estar pasando. 

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