1. FELIZ NAVIDAD, AMELIA
Dos años atrás...
✨ AMELIA ✨
La luz suave del crepúsculo atraviesa los vitrales del Museo Metropolitano de Arte, envolviendo todo en un resplandor multicolor. Precioso, sí. Festivo incluso, con esas tonalidades que bien podrían pertenecer a una postal de Navidad, pero no me dejo engañar. La belleza no distrae, no cuando estoy trabajando en Nochebuena, porque, claro, ¿qué mejor plan que pasar el 24 de diciembre restaurando un jodido cuadro que tiene más de cien años, en lugar de estar en casa con tu familia?
¡Feliz Navidad, Amelia!, me felicito con sarcasmo.
Me aparto un mechón mientras recorro con la vista la tercera planta de la galería con mi libreta en una mano, sin dejar de mirar a los guardias de seguridad de reojo. Sabía que aquella pintura era especial, pero no pensaba que tanto, como para que esos tipos me vigilen tan de cerca.
—Señorita... —susurra una voz molesta—. Créame, ya no hay nada que hacer aquí, solo debería irse.
—Aún no ha respondido a mi pregunta.
—No hay nada que responder. ¡Es Navidad, váyase con su familia!
Mi familia. Ya es tarde, y son las primeras Navidades que paso fuera de la casa, lejos de mi familia, que vive a miles de kilómetros de distancia, ni más ni menos que en Canadá. Mi madre seguramente estará preparando su famoso pastel de manzana, y mi hermana, Megan, organizando un maratón de películas navideñas con sus amigos. ¿Y yo? Aquí estoy, en busca de respuestas sobre una jodida inscripción que acabo de descubrir, mientras estaba restaurando la pintura que el Met me encargó. La vida de una restauradora de arte es glamorosa, ¿verdad?
—¿A qué espera para irse, ehhh? —Miro al auténtico Grinch que tengo delante, y el cual está evitando responderme. Tan solo me mira con cara agría.
—No me iré, creo que tengo derecho a saber de qué se trata.
—No es su asunto, señorita White —añade con rudeza.
Aprieto los labios y doy una paso hacia él. No, no me voy a dar por vencida. Si algo huele mal, es mi deber seguir el rastro, incluso si eso significa sacrificar mis vacaciones. Menuda mierda.
—Señor Doyle, he sido yo la que ha avisado de todo, no me puede decir que me vaya, ¡no he terminado aquí! —insisto—. Aún falta la mitad del cuadro y...
—Sí, ha terminado. —Me levanta un dedo, furioso—. Le acabo de decir que ya no necesitamos su ayuda.
Lo miro embobada.
—¿Es su forma sutil de decirme que quedo despedida?
La puerta del despacho del director se cierra de golpe en mis narices, el eco resonando en el pasillo vacío. Respiro profundamente, pero no sirve de nada. La ira sigue quemándome el pecho.
No podemos seguir contando contigo, Amelia. Es un asunto delicado, me ha dicho minutos atrás, con esa condescendencia que me revuelve el estómago. Vamos, como si estuviera hablándole a una niña pequeña que no sabe lo que hace. ¿Delicado? ¡A la mierda! He estado trabajando en ese cuadro con la precisión de un cirujano y, sin embargo, aquí estoy, despedida. Todo porque, según ellos, he hecho demasiadas preguntas. Qué patético.
Pongo una mueca mientras oigo los tacones de mis botas altas resonar contra el suelo brillante, pensando aún si seré capaz de llegar a tiempo para tomarme esa cerveza con Mat. Inicialmente, iba a ser un trabajo de unas cuatro horas, pero llevo ya unas seis malditas horas ahí dentro. Habría venido en zapatos bajos si hubiese sabido que el día se alargaría tanto, pero como no tengo poderes de clarividencia, aquí estoy, intentando caminar con dignidad. Encima para que me larguen así.
Las calles de Nueva York están deslumbrantes, con luces navideñas por doquier, villancicos resonando en las esquinas, y familias abrazadas como en un comercial de bombones de chocolate supreme, con el árbol de navidad de fondo. Pero aquí, dentro de esta galería, el ambiente es completamente diferente. Hay una tensión que no logro identificar, juzgando por la cara del director y los hombres que me miran vigilantes. Algo dentro de mí me indica que tenía que haber rechazado este trabajo, y haberme ido cagando leches a Canadá a pasar la Nochebuena con mi familia.
Apretando los puños, camino hacia el ascensor. Pulso el botón con demasiada fuerza y espero, tamborileando con los dedos en la libreta que todavía sostengo. Cuando las puertas se abren, entro rápidamente, pero justo antes de que las puertas se cierren, alguien más entra. Levanto la cabeza, lista para lanzar una mirada furibunda al intruso.
Se trata de un hombre alto, de hombros anchos y con un traje perfectamente cortado, del tipo que solo alguien con una cuenta bancaria insultantemente gorda podría permitirse. Su cabello de un rubio oscuro, más bien castaño y está peinado hacia atrás con bastante sofisticación. Un rasurado perfecto define su mandíbula angulosa.
Pero lo que realmente me deja sin palabras son sus ojos. Grises. Fríos como una tormenta de invierno, que parecen atravesarte sin esfuerzo. Él no me mira directamente al principio. Solo se coloca con elegancia en la esquina del ascensor, con un teléfono móvil en una mano y algo parecido a un maletín grande debajo de su brazo. Sin embargo, hay algo en su porte me pone tensa.
Entonces, nuestras miradas se cruzan. Es un instante fugaz, pero suficiente para que algo dentro de mí se remueva. No es atracción, sino una extraña sensación de incomodidad, más que nada por los abundantes tatuajes que cubren su cuello al completo. Me pregunto si también cubren su torso.
—¿Planta? —pregunta con voz seria.
—Eh... la de salida —balbuceo, aturdida.
El ascensor comienza a moverse, y el silencio entre nosotros es denso, de modo que me obligo a mirar hacia otro lado, fijando la vista en los números que parpadean mientras las plantas pasan una tras otra. Siento su mirada insistente en mi nuca y, sorprendentemente, veo en el reflejo de las puertas metálicas que el desconocido ingresa una mano en el bolsillo del abrigo largo que lleva y da unos pasos lentos hacia mí.
¿Qué... coño? Aprieto mis manos por delante, pensando en por qué parece querer atacarme. Es uno de esos momentos que te hueles el peligro, pero no eres capaz de reaccionar, ya que soy incapaz de darme la vuelta. Cuando el ascensor se detiene, instintivamente, doy un salto hacia delante, y casi choco contra las puertas, que están a medio abrir. Respiro aliviada, sin embargo, me giro y miro fugazmente hacia atrás.
¡Menudo idiota!, pienso cuando veo sus labios curvándose apenas en lo que podría ser una sonrisa. Una jodida sonrisa embaucadora, pero escalofriante, señal de que se ha dado cuenta de que algo raro me pasa. A continuación, me alejo aprisa del ascensor, pero no me voy del Met, en cambio, me inclino frente a un cuadro renacentista cualquiera, intentando disimular. Tomo un par de notas rápidas, a la vez que lo miro de reojo. Observo que lleva unos guantes de cuero y que enlaza sus manos en su espalda, como si fuese un aristócrata elegante y cultivado que examina cada detalle de las obras de arte. De hecho, las mira como si entendiera del tem, y quizás sea un pintor, o un subastador.
Pose zen, Amelia... , me digo, obligándome a concentrarme en mi cometido.
Respiro hondo. Estoy intentando pensar en cómo hacer para no largarme de este sitio, y tener la sensación de que no he hecho bien mi trabajo me aturde. Pero lo raro es que, mientras pienso todo esto e irgo mi espalda siento como si tuviera una premonición. Algo de lo más extraño está pasando. Hay demasiado silencio; es ese silencio que no es natural en un lugar lleno de personas. ¿Cómo lo sé? Llámalo intuición.
Levanto la vista, estando cada vez más convencida de que mi intuición ha ganado, y el aire se me queda atrapado en los pulmones. Un grupo de hombres vestidos de negro emergen de la nada y cierran las puertas del museo. Puede que sean unos cinco- seis tipos. Todos cubriendo sus rostros. Al instante, uno de ellos saca un arma y dispara al techo. Todo en una fracción de segundo.
—¡Que nadie se mueva!
El caos se desata de momento. Las al menos cuarenta personas empiezan a gritar y a correr, escondiéndose detrás de esculturas y vitrinas.
¿Mi primera reacción? Desaparecer de aquí por una puerta lateral que estoy mirando de reojo. ¿Mi segunda? Pensar en el titular: "Asalto en el Metropolitan en Navidad: restauradora de arte local sobrevive y lo cuenta todo". Pero antes de que pueda moverme, una mano firme me agarra del brazo. Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con el mismo hombre alto, de mandíbula fuerte y unos ojos grises que parecen capaces de atravesar acero.
—¿Quién... qué...? —empiezo, pero él me interrumpe con una voz grave.
—Amelia White, ¿verdad?
No me deja asentir, en cambio me empuja hacia delante con una mano, sin siquiera mirarme.
—Hay que salir de aquí, ¡yaaaaaaaaa!
—¿Cómo sabes mi nombre? —Tiro de mi codo cuando siento su mano presionándome.
—No hay tiempo, debes venir conmigo.
—¿Que has dicho?
Él no responde. Simplemente me arrastra por un pasillo lateral como si yo fuera un paquete, y no una persona.
—¡Espera! —protesto—. ¿Qué está pasando?
El individuo me lanza una mirada fulminante, y apenas me presta atención, ya que vigila lo que ocurre alrededor, a la vez que aprieta más el maletín rectangular en una mano, como si se tratara de un tesoro.
—¿Estás sordo? —Clavo los pies en el suelo, intentando averiguar qué narices está ocurriendo detrás de nosotros.
—No, pero parece que tú sí.
—Pero y...—Carraspeo, enmudeciendo.
Él suspira, como si estuviera lidiando con una niña pequeña que no entiende las reglas del juego.
—¡Y nada! —gruñe, atrapándome el hombro—. ¡Ahora muévete!
—¿Qué cojones te pasa?
Menudo maleducado. ¿Quién se cree para hablarme así?
—Camina, ¡he dicho! —Aprieta los dientes y me empuja hacia delante, obligándome a avanzar.
Sorprendentemente, lo hago. Algo en su voz —o tal vez en sus ojos de ese color grisáceo— me convence de que no tengo una mejor opción. Espero que no me haya ido con él porque esté más bueno que cualquier famoso de Hollywood, aunque también sea más rudo que un vikingo. ¿O sí?
¡Por Dios, tan desesperada estoy?, me pregunto.
Vuelvo a la realidad cuando tropiezo con personas corriendo. Mientras tanto, siento su mano en mi brazo y asisto como si estuviera hipnotizada a cómo ese individuo me lleva a través de un laberinto de pasillos, esquivando a los asaltantes con una precisión que roza lo sobrenatural.
—¡Un momento! —jadeo, intentando recuperar el aliento cuando él me empuja hacia un pasillo a la derecha. —. No sé adónde demonios piensas llevarme, pero ya estamos a salvo.
Miro a nuestro alrededor, sin ver a nadie cerca.
—¿Eso crees, que estamos a salvo? —Me lanza una mirada nerviosa y noto sus dedos apretando mi codo.
—No entiendo. ¿Qué... qué pasando aquí?
—Creo que es obvio, estamos en medio de un robo. —Sonríe crispado, y eso me pone de los nervios porque percibo que algo anda mal, y probablemente él tenga razón. No estamos a salvo.
—¿Eres policía? ¿Detective? —Muevo los brazos, exasperada—. ¿Un superhéroe de Navidad con un fetiche por salvar mujeres?
—Trabajo en seguridad.
—¿Qué... qué seguridad?
—Un tipo especial de seguridad —gruñe enfadado, pero es como si no me prestara atención, tan solo me cubre con su cuerpo cuando una bala casi roza mi oreja.
—¡Ohhh, mierda!
Aprieto los labios y, antes de que pueda responder, escuchamos pasos apresurados detrás de nosotros. Entonces, el hombre saca un pequeño dispositivo de su abrigo largo, y presiona un botón. El sonido de una fuerte explosión retumba a lo lejos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunto atemorizada, a la vez que el desconocido me aplasta literalmente, cayéndonos ambos al suelo, intentando sacarme de la onda de expansión.
—Una distracción —Jadea, encima de mí, y nuestras miradas se vuelven a cruzar.
—Oh, genial. —Lo miro atónita, pero al mismo tiempo lo empujo—. ¿También podías haber lanzado confeti para deslumbrarlos, sabes?
—¡Salgamos de aquí! —Me tiende la mano, la cual agarro y me pongo de pie, aún embriagada por el atentado o lo que narices esté pasando en el Met.
Él me suelta la mano de momento y me indica con la cabeza una puerta completamente destrozada, fruto del detonante que acaba de lanzar. Unos dos cuerpos yacen al lado, en un charco de sangre y me tapo los ojos al pasar por al lado.
—¡Más rápido! —Tira de mí y ni sé en qué instante estamos ya fuera.
Tiemblo y no siento mis extremidades. La nieve cae en copos ligeros, cubriendo las calles de Nueva York como si todo estuviera en paz, como si la vida no acabara de darme un giro de 180 grados. Por más que mi enfado aumente y mueva las manos, completamente enloquecida, él me ignora y sigue adelante. Lo sigo, esquivando algunas personas que caminan por la acera. Sinceramente, ¿qué más puedo hacer?
—¡Más rápido, he dicho! —Se gira y tira de mi brazo, obligándome a avanzar, mientras la sirena estridente del FBI o los bomberos inunda las calles de la capital.
—¡Joder! Y... y... —tartamudeo—, ¿Y ahora? ¿Iremos a la policía, verdad?
—No —me responde serio—. Ahora vamos a entrar en calor.
Entonces, él abre la puerta de una cafetería que hay en la esquina, a tan solo unos metros, y toca algo por encima del abrigo largo, instintivamente, sin dejar de mirar a todos los lados. Sus tensas facciones me indican que el peligro no ha pasado. Me froto las manos, intentando tranquilizarme. Pensándolo muy fríamente, no debe ser alguien quien quiera hacerme daño, de lo contrario, no me llevaría a una jodida cafetería a entrar en calor.
Intento relajarme y de momento quedo abstraída con luces navideñas parpadeantes. El estridente aroma del café me envuelve, y lucho por salir de la conmoción mientras soplo en las palmas de mis manos, sin dejar de mirar a través de la puerta acristalada. Dentro hay unas tres- cuatro personas junto a una camarera.
—¿Es este tu plan maestro? —suelto un bufido cuando vuelvo a alcanzarlo, ya que camina dando zancadas—. ¿Tomar un café mientras esos ladrones destruyen el museo?
—Relájate, White. Ya está todo en mano de la policía. Siéntate.
¿White?
Su tono frío me aturde, así que elijo no responderle y tan solo me siento en una silla de madera, delante de una mesa redonda, que hay al fondo de la pequeña cafetería. A continuación, giro la cabeza, examinando cada uno de sus movimientos, con la guardia alta. No, no puedo fiarme, al igual que tampoco puedo evitar analizar a aquel extraño salido de la nada. Su porte es uno cuestionablemente elegante para ser alguien que pertenece al equipo de seguridad. Vuelvo a mirar ese abrigo oscuro que le llega cerca de las rodillas, y eso que me saca dos cabezas, y los guantes de cuero.
¡Jesús! ¿Qué está pasando? Vuelvo a mirar en dirección a la ventana y casi doy un brinco cuando éste coloca delante de mí una taza humeante de café con una mueca relajada. Demasiado relajada dada la situación.
—¿Pretendes que me tome un café contigo?
—No, conmigo no... —habla serio—. Solo que te lo tomes.
—¿Y por qué lo haría?
—Porque te necesito despierta. —Se inclina sobre mí, instantáneamente—. La noche será larga.
Lo fijo con una mirada tan cruel que hasta yo misma me doy miedo. Aprieto mis manos heladas en la taza e intento ajustar mi respiración.
¿Por qué siento que esta Navidad será... inolvidable?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top