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Diana Thompson. 21 de agosto del 2008, Portugal.
Una pequeña pelirroja se encontraba en su cuarto, una hermosa habitación de paredes rosadas y blancas, muñecas de porcelana en las estanterías de las paredes y un montón de diplomas escolares colgados en las mismas.
Sus ojos verdes observaban a sus alrededores, el lugar estaba a oscuras por la noche y las luces apagadas, pero hiciera lo que hiciera, no podía dormir, estaba emocionada ya que faltaban pocas horas para que, finalmente, sus diez años fueran cumplidos.
Frustrada se levantó de su cama, abrazó a su gran unicornio de peluche y caminó silenciosamente por las escaleras.
Aminoró la velocidad de sus pisadas hasta detenerse, oculta detrás de una pared cuando escuchó como su madre hablaba por el teléfono.
Estaba por dar media vuelta ya que le habían enseñado a no hurgar en las conversaciones ajenas, pero una frase proveniente de la otra línea telefónica la detuvo.
—¿Cuándo le dirás a Diana? —era su abuela.
—No sé de qué hablas —la castaña evadió la pregunta de forma torpe.
—¿Cuándo le dirás a esa niña que tú no eres su madre? —notaba como ambas mujeres empezaban a enojarse.
Su madre, Sabrina Ferreira, era una hermosa mujer castaña de ojos miel, era muy amable y siempre cuidaba de ella. Le contaba cuentos antes de dormir y disfrutaba comprándole helados cada que salían. Pero al parecer ella ni era en realidad a quién debería decirle “mamá”.
Elizabeth Thompson. 22 de agosto del 2008, Portugal.
Elizabeth caminaba animadamente, ya habían pasado los cinco meses desde la muerte de su abuela y otros cinco más desde que habían heredado toda la fortuna.
Su madre, Rosalía, había pasado los últimos meses pagando deudas, vendiendo propiedades, buscando escuelas e incluso clases para la tarde. Planeaba mantenerla ocupada al parecer.
Ya era su cumpleaños, cumplía diez años al fin y ahora podría ir a clases, por su cumpleaños, la castaña le había dicho que viajarían a otro lugar para vivir ahí, que ya había comprado una hermosa casa y pagado la inscripción de la albina en la escuela, clases de danza y canto.
Se encontraba feliz, claro que sí, después de diez años podría tener lo que más había anhelado; amigos.
—¿Ya estás lista? —el rostro serio de Rosalía apareció por la puerta de su habitación—. Ya llegaron los nuevos dueños y en dos horas sale nuestro vuelo, baja en cinco minutos.
La pequeña aún no se acostumbraba a la falta de cariño repentino de su madre.
La castaña se retiró sin añadir nada más, Elizabeth, aunque estaba feliz, también se encontraba un poco nerviosa. Desde aquel día en el que había firmado el testamento su actitud se había vuelto más... fría en comparación a como solía tratarla.
Agarró su pequeño peluche, era el único juguete que tenía, un lindo conejo, pero el pelaje que antes era blanco estaba manchado con un poco de tierra que, pese a las lavadas, no se quitaba. También tenía un ojo de botón ya que el original se le había caído, y un pequeño parche rosado cubría la abertura en el lomo que se le había hecho años atrás.
Era algo viejo y no estaba en sus mejores condiciones, pero era lo primero que su madre le había dado, se lo había comprado aunque no tuvieran mucho dinero y lo apreciaba mucho.
Abrazó al Señor Dormilón antes de agarrar su maleta, salir de la habitación y llegar a la puerta principal.
—Pero que niña más... bonita. ¿Es suya? —la mujer de mayor edad que estaba en la puerta de entrada la miró de arriba a abajo con una sonrisa forzada.
Seguramente era la nueva dueña.
—Ah, eso. Sí, Elizabeth, saluda —Rosalía mantenía su vista al frente.
—Hola —su voz pudo haber pasado por un susurro.
La castaña y la señora de cabellos canosos hablaron durante unos minutos, firmando los papeles de propiedad, entregando el dinero y unas cuantas especificaciones más. Luego de eso, ya se encontraban en camino hacia el aeropuerto para ir a su próximo destino; Orlando.
Elizabeth Thompson. 22 de agosto del 2008, Orlando.
Después de unas horas en el avión finalmente habían llegado a su nuevo hogar, salieron del aeropuerto con sus maletas y pronto ya estaban bajando de un taxi justo frente a una gran casa de tres pisos y hermosos patios delanteros y, al parecer, traseros también.
Era gigante, demasiado para sólo dos personas.
Rosalía empezó a caminar haciendo que la albina siguiera sus pasos, entraron a la casa y una mujer de uniforme negro con blanco apareció.
—Llévate mis maletas a la habitación principal —ordenó y dejó a la pequeña sola.
Era muy espacioso, la sala era del doble del tamaño de lo que era el departamento en el que vivían, las paredes eran blancas con negro y los muebles parecían estar unidos al piso, extendiendo el mármol blanco por todo el objeto y con cuero en los sillones.
Había una hermosa chimenea frente a los sillones, a los lados de la puerta principal habían ventanas gigantescas cubiertas con pesadas cortinas de seda y el suelo estaba decorado con una alfombra que parecía peluche.
Tímidamente empezó a caminar, dirigiéndose al piso superior y llevando consigo su pequeña maleta.
Abrió varias puertas hasta encontrarse con una habitación bonita y elegante. Sus paredes eran blancas y grises, la cama era matrimonial con unas sábanas peludas color azul pastel y los almohadones eran blancos y grises.
Había un gran ventanal que daba paso a un balcón, y al lado de él, había un escritorio con un computador. Cerca de la puerta, un elegante librero se elevaba, lleno de libros de historia, romance, geografía, para niños y demás.
Una puerta daba al baño, y en él estaba el armario.
Era muy grande, no estaba muy cómoda ya que no estaba acostumbrada. Dejó su maleta y cuando caminó hasta el centro de la habitación su madre entró.
—¿Escogiste esta habitación? Es pequeña, te queda bien. Baja a cenar pronto y luego subes a dormir, mañana empiezan tus clases.
Se retiró como siempre, en silencio y sin despedirse, la pequeña asintió a la nada y bajó hacia el comedor como la castaña le había dicho.
Se topó con un gran bufet, habían carnes, ensaladas, pasteles, bebidas y demás. Notó que la mayor no estaba y se acercó a la chica que las había recibido minutos atrás.
—Disculpe... ¿Y mi mamá?
La chica la miró y se agachó frente a ella con una sonrisa apenada.
—No va a cenar aquí, pequeña. Pidió que le lleváramos la comida a su habitación.
Elizabeth asintió y agradeció, para luego sentarse frente a la mesa y empezar a comer de forma decaída.
¿Había hecho algo mal?
[ EDITADO ☑️ ]
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