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Arsen Makri. 11 de noviembre del 2006, el Olimpo.
Un niño de cabellos negros corría apresuradamente por los pasillos del imponente Olimpo, se había dormido y llegaba tarde a su entrenamiento con Ares, el dios de la guerra.
Cada cierto tiempo el dios Ares hacía un entrenamiento con algunos de los semidioses, aparte de sus lecciones diarias con los guerreros del Olimpo, para evaluar su condición y nivel.
De seguro el entrenamiento ya había empezado, y seguramente también Astrid y Astra estaban preocupadas por él.
Astrid y Astra eran dos gemelas, las hijas de Atenea, diosa de la sabiduría. Tenían un cabello oscuro y ojos de un tono azul oscuro, eran un año menores que Arsen y eran los mejores amigos de todo el lugar. Eran un buen trío, tanto para los ejercicios que imponían sus maestros como para unas cuantas travesuras que hacían regularmente.
Hacía poco que había cumplido sus once años, alrededor de dos meses, claro que por los entrenamientos, las clases y demás, los únicos que lo habían felicitado habían sido su padre, Apolo, y las gemelas. Aún así lo agradecía.
Según lo que había escuchado años atrás, solo le quedaban cuatro años en el Olimpo antes de que lo enviaran a tierra mundana para empezar la búsqueda.
No le sorprendía, de hecho, ahora que tenía más edad que en esos momentos que lo había descubierto, entendía que esa persona podría ser muy importante para el futuro del mundo, pese a no saber el por qué, él sentía que debía encontrarla como le ordenaban.
Aunque claro, eso no cambiaba el hecho de que la odiara. No tenía unos motivos muy claros, pero en cierta forma detestaba que ese o esa desconocida acaparara toda la atención sin siquiera estar presente o al menos tener un rostro hasta el momento.
No había segundo en el que los dioses e incluso que las musas y guardias no pensaran o hablaran de como sería el "gran héroe" del mundo, pero sí habían unos que afirmaban que sería un hombre guapo y fuerte con su gran espada.
Y también otros, principalmente mujeres, decían que sería una hermosa chica con habilidades extraordinarias. En cambio, Arsen no tenía ni idea de nada más que de su odio hacia aquel ser. De todas formas, era más probable que fuera un chico como la mayoría lo creía, eran muy pocas las mujeres con sangre de dioses en las venas.
Llegó al campo de Ares con el rostro sudado y la respiración agitada, bajar dos tramos de escaleras, cruzar todo el Olimpo y correr un kilómetro de puro pasto cansaba, sin dudas había hecho todo el entrenamiento en solo diez minutos.
—¡Estoy aquí! —avisó en un grito cuando alcanzó a sus amigas y al dios.
Apoyó sus palmas en sus rodillas levemente flexionadas mientras intentaba recuperar el aire perdido con grandes bocanadas de oxígeno.
—Siete minutos con treinta y seis segundos tarde, Arsen, en una batalla todos ya estarían muertos si la mayoría de los soldados se retrasan. Tenlo en cuenta —regañó.
—Sí señor, lo lamento —comentó con firmeza cuando se enderezó.
La noche anterior había habido una fuerte tormenta llena de truenos y rayos, mostrando así que Zeus no había tenido los mejores ánimos. Y siendo sinceros, ¿quién los tendría? Llevaba ya más de dos mil años sabiendo que una peligrosa guerra se aproximaba, y solo esperar sin hacer nada debía ser en verdad exasperante.
La gran parte de las veces que alguien se topaba con Zeus, lo encontraban sentado en su gran asiento en la sala de los tronos, con los codos apoyados en las rodillas, la espalda jorobada y los cabellos despeinados por estar tanto tiempo alborotándolos.
Y todos lo comprendían, era el rey de dioses, el ser supremo en un mundo lleno de criaturas inferiores a él, y su deber era protegerlo, protegerlos a todos y a todo aunque eso significara perder la vida. Todo el peso recaía en sus hombros y no poder hacer mucho por el momento realmente parecía ser estresante.
Todo eso, provocaba que el dios del trueno no estuviera con el mejor carácter que tiempo atrás había tenido, y también hacía que las tormentas aumentaran mientras más tiempo pasara.
Que molestia.
—Así que se te pegaron las sábanas —dijo una Astra sonriente cuando empezaron a caminar.
—De seguro estaba pensando en dejarnos solas aquí —Astrid, por su parte, rodó los ojos en broma.
—¡Claro que no! Solo... tuve una pesadilla anoche —comentó—. No pude dormir mucho y eso.
—Oh, ¿qué clase de pesadilla? —la menor de las gemelas, Astra, quería saber los detalles como siempre, pero cuando Arsen estaba por responderle, Ares volteó para hablarles.
—Hemos llegado —hizo notar con seriedad.
Vieron hacia las espaldas del dios de la guerra notando el gran bosque que se extendía en muchos kilómetros de terreno.
Era el Bosque Oscuro, los árboles tenían un tono grisáceo y opaco, las casi nulas hojas se batían levemente por la poca brisa y de vez en cuando se caían lentamente hasta llegar al suelo repleto de sequedad y muerte.
No habían animales en ese bosque, en pocas palabras, los únicos sonidos que se escuchaban eran los cuervos y las hojas y ramas secas al ser aplastadas por las criaturas que ahí habitaban.
Lo único que había ahí era muerte y monstruos, criaturas hambrientas de carne y sangre cálida. Los minotauros abundaban en ese lugar, entre otros, claro.
Eran muy peligrosos y no muchos lograban salir con vida, sólo entraban ahí los que buscaban probar su fuerza y valentía, o los que eran mandados por quienes confiaban en sus habilidades.
¿Qué demonios hacían ahí?
—El... ¿Bosque Oscuro? —preguntó Arsen con los ojos como platos y la voz temblorosa.
—Exacto, van a entrar ahí y me deben traer la cabeza de un minotauro —ordenó—. No se encuentran fácilmente por lo que no cambiaremos de tarea hasta que lo logren, aunque les tome un año entero.
—Astra y Astrid no van a entrar ahí. Nunca —reprochó Arsen—. ¡Es muy peligroso!
—¡Baja la voz, chico! No puedes ir andando por ahí y gritándole a cualquiera, mucho menos si es mejor y mayor que tú en muchos aspectos, así que será mejor que empieces a cuidar tu boca —avisó amenazante—. Una vez dicho eso, prepárense, entran en cinco. Agarren sus armas —dicho eso se alejó un poco con el ceño fruncido.
El pequeño bufó enojado y se acercó a la mesa de armería con sus amigas siguiéndolo de cerca. Empezaron a ver las armas hasta que Astrid rompió el silencio.
—Somos lo suficientemente grandes y fuertes para salir de ese bosque con vida, Arsen, no necesitamos que nos cuides y nos digas que podemos y no podemos hacer —mencionó mientras estudiaba una flecha larga y elegante con punta de plata y madera de roble oscuro tallada delicadamente.
No le sorprendía que dijera eso, a fin de cuentas, Astrid era una persona independiente, amaba hacer las cosas por su cuenta y odiaba que alguien dijera que no podía hacer algo, incluso que la cuidaran como Arsen había hecho minutos atrás. Eso no cambiaba que fueran grandes amigos.
—Solo intenta... —su hermana la interrumpió.
—¿Qué, cuidarnos? Lo sé, pero no lo necesitamos.
Astrid tomó una aljaba de madera repleta de flechas como la que había estado estudiando, junto con su típico arco con su nombre elegantemente tallado en griego “Άστριντ”. También tomó una cuchilla de acero que guardó en su cinturón y se retiró de la mesa.
—Lo siento —Astra abultó los labios, apenada por la actitud de su hermana. Aunque no era nada nuevo.
—Descuida, esperaba que hiciera eso —dijo despreocupado.
Astra tomó dos cuchillas, ambas eran largas y parecían ser de un acero muy refinado, tenían unos espirales grabados en el filo junto con unos cuantos rubíes incrustados, cada uno del tamaño de una astilla, el mango era de piel. Esas armas eran la especialidad de la chica. Sonrió y fue con su hermana para esperar a Arsen.
El chico, con los labios fruncidos, observó cómo se retiraba. Tomó su espada de siempre, de metal y simple, junto con una pequeña daga en caso de que algo pasara y volvió con sus amigas.
Era hora de entrar a ese oscuro y tenebroso lugar.
Aunque en su corazón y en lo más profundo de sus mentes, los tres niños sabían que era muy pronto para que les dieran esa arriesgada misión.
[ EDITADO ☑️ ]
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