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Elizabeth Thompson. 23 de agosto del 2008, Orlando.

—Señorita Elizabeth, ¿está lista? —una mujer de uniforme negro con blanco cruzó la puerta de la habitación de la pequeña niña.

Era su primer día de clases en una escuela decente, e incluso más que eso, era una escuela privada. Si decía que no estaba nerviosa estaría mintiendo, de hecho, las manos le sudaban, sus mejillas se mantenían infladas y no paraba de jugar con sus dedos.

Ya tenía puesto su uniforme, una pequeña falda azul oscuro, una blusa polo blanca con el logo de la escuela bordado con un hilo del mismo color de la falda, una chaqueta de, igualmente, color azul oscuro, sus calcetas blancas hasta las rodillas y, finalmente, unos lustrosos zapatos negros.

Su largo cabello blanco estaba atado en una coleta alta, dejando que su cabello le rozara la cintura, y, aparte de todo aquello, una mochila negra colgaba de sus hombros, con sus libretas y lapiceros.

No se sentía cómoda con esa ropa cara, se sentía sofocada y con mucha presión sobre los hombros, aquella ropa era como un peso muerto. Molesto, así se podría describir.

Asintió con su cabeza frunciendo los labios y separando sus manos para dejar de hacer ese continuo ruido con sus uñas. Se volteó para observar a la mujer que la esperaba desde la puerta, dándole así la espalda al espejo en el que antes se miraba.

—Mamá... ¿mamá me va a llevar? —cuestionó apenada, no había visto a su madre desde el día anterior.

—No señorita, su chófer lo hará, también la acompañará el señor Choi —explicó la mayor.

El señor Choi era un hombre de mayor edad, asiático, desde el día anterior el hombre se había encargado de la albina, ordenando su habitación, acomodando su uniforme y mochila, e incluso acompañándola durante la cena.

Había llegado unos minutos después de que la niña empezara a cenar, pero en poco tiempo habían conectado, como un padre con su hija, y alegremente Elizabeth no se había sentido tan solitaria como los últimos meses.

—Ok —asintió de nuevo.

La pequeña empezó a caminar, saliendo de la habitación, bajando las escaleras, y llegando al salón principal de la enorme mansión donde el señor Choi la esperaba.

—Buenos días, señorita Elizabeth, ¿cómo durmió? —la recibió con una sonrisa cálida.

El hombre era alto, quizás un metro con setenta y nueve centímetros, probablemente más, su cabello tenía varios mechones blancos por la edad, unos lentes rectangulares reposaban sobre el puente de su nariz y estaba vestido con un elegante traje negro y guantes blancos.

Aparte de todo aquello, un brazo estaba detrás de su espalda, mientras que el contrario, se encontraba frente a él, doblado con un espacio de noventa grados, y sobre el mismo se encontraba un pequeño suéter color negro.

—Bien, ¿y usted, señor Choi? —correspondió la sonrisa.

—Igual, gracias por preguntar señorita. El día está un poco nublado, le preparé un pequeño suéter por si siente frío, y en su mochila hay un paraguas por si llueve —explicó—, también le puse un sándwich y una manzana, junto con un jugo de naranja, para el almuerzo.

—Oh, muchas gracias.

—Vaya al comedor, el desayuno ya está servido.

Hizo lo mencionado, comiendo tostadas con mermelada de fresa y un vaso de leche con chocolate. Cuando finalmente terminó se lavó los dientes y siguió al señor Choi hasta el auto.

El hombre abrió la puerta dejando que la niña entrara a los asientos traseros de la pequeña limosina negra con vidrios polarizados.

El auto se puso en movimiento, y con él los dedos de la albina también empezaron a jugar entre ellos, mostrando su nerviosismo innegable. De hecho, también sus labios temblaban levemente.

En su anterior escuela, una muy pobre, le solían hacer burla por su apariencia, si bien la mayoría decía que era hermosa, también decían que su cabello parecía teñido, el de una abuela, e incluso que era la reina de las nieves, no de una buena forma cabe resaltar.

No tenía amigos, era la chica solitaria de todo el lugar. Para ser pobres esos niños eran demasiado groseros, y no, no era un comentario o pensamiento despectivo u ofensivo, pero estaban en las mismas condiciones, simplemente no encontraba el por qué de esos comentarios tan fuera de lugar.

Si esos niños eran tan crueles con ella, no quería ni imaginarse lo que le harían los estudiantes de un lugar para ricos, todos con dinero desde el nacimiento, elegancia, pertenencias de reyes. No creía poder encajar ahí.

Por la calidad de la educación que había tenido, más el año que había faltado, tendría que tomar clases después de las clases con tutores especialmente contratados para ella. Todas las clases sobre diferentes materias, e incluso actividades extracurriculares como piano o pintura, por lo que su llegada a casa sería alrededor de las tres de la tarde.

De siete a tres, lo veía como una tortura sin fin, ¿y quién no lo haría si eran ocho horas de clase? Claro, si a su madre no se le ocurría inscribirla en más clases aparte de todas esas.

Pero, pese a sus insistencias por aprender sobre baile, Rosalía se había negado rotundamente a que la pequeña asistiera a cualquier tipo de clases deportivas.

Necesitaría hacer ejercicio para mantener una buena salud física.

Soltó un suspiro tembloroso, notando como unas pequeñas gotas de agua empezaban a pasar por las ventanas del auto, haciendo que su dedo índice de la mano derecha siguiera el recorrido que la gota hacía hasta llegar al límite del cristal.

El camino se le hacía eterno, y con eso sus nervios iban en aumento, era una muy mala idea pensar en eso justo en esos instantes.

Apresó su labio inferior entre sus dientes aperlados, sintiendo la suave textura de la carne ligeramente rosa. Bajó su mirada a sus manos que jugaban nerviosas entre ellas, notando las leves marcas rojizas en su piel por la fricción que ella misma provocaba.

Separó sus manos, poniéndolas a cada lado de su cuerpo, parpadeó rápidamente unas cuantas veces y volvió a levantar la vista, notando así, que el auto empezaba a adentrarse a un arco de ladrillo blanco, con una gran reja negra que se mantenía abierta, y que daba paso a una imponente construcción de cuatro pisos muy amplia.

Llegaron al centro del lugar teniendo que bajarse finalmente, el señor Choi bajó antes, abriéndole la puerta a la albina y esperando pacientemente a que bajara para luego cerrar la puerta nuevamente.

Un paraguas era mantenido sobre sus cabezas, gracias a la mano enguantada del mayor.

—¿Está lista, señorita? —preguntó sonriente.

—Mm... creo que sí.

[ EDITADO ☑️ ]

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