Capítulo 4: "Primer contacto"

Taehyung


El tiempo se estancaba cada vez que uno entraba a clase y, en los recreos, se escapaba como arena entre los dedos. No podías desperdiciar tus minutos buscando un sitio adecuado donde poder fumar cigarrillos en paz sin que los fisgones del centro de estudiantes estuvieran dándote caza que ya el timbre sonaba. Entonces era hora de regresar de nuevo a la jaula a interpretar el papel de estudiante inquieto que escupe bolitas de papel directo al cabello de las chicas con tal de no prestar atención a lo que el profesor de turno explica.

La proporción de estudio-recompensa no era la más adecuada –de hecho, jamás en la vida académica lo fue–, y eso me sacaba de mis casillas en este nuevo entorno.

Al cabo de la última semana y media que llevaba asistiendo, terminé de acostumbrarme por completo a no hacer nada. No quedaba siquiera un vestigio de empuje que me obligara a apoyar el culo en la silla frente a mi escritorio para repasar los temas dados durante el día.

Saliendo del instituto, lo primero que hacía era tomar la moto y dar vueltas por Seúl hasta encontrar un antro en donde no se requiriera identificación para entrar y consumir. Ansiaba liberar el estrés acumulado con una botella de cerveza tan fría que me congelara el cerebro al bebérmela de una sentada.

El único sitio que encontré hasta el momento, cumplía con los requisitos y se trataba un bar de mala muerte en la parte más baja de la ciudad, ahí donde el lujo de las tiendas de marca, la estridencia de las luces de colores de los carteles y los titánicos edificios de apartamentos no llegaban a demostrar su opulencia. El polvoriento cartel de la entrada titilaba "Kwon's Bar" en letras neón apagadas por tramos, justo encima de la única puerta secundaria que daba ingreso desde el estacionamiento atiborrado de camiones. Ya que estamos, una de las autopistas más cargadas distaba a un kilómetro y constituía el principal motivo por el que sus instalaciones aún sobrevivían.

Al dueño le daba igual que ingresara a beber una parvada de niños de preescolar, pues nadie llegaría hasta los confines de Seúl para hacer una inspección a un bar tan rudimentario y repleto de olor a cebolla (que sospecho no provenía del grasiento menú que ofrecían con la bebida). Así que nadie me juzgó ni me miró de costado por tener el uniforme del colegio todavía puesto.

El lugar era amplio. En cuanto se ingresaba por la puerta principal, se llegaba a un sector de mesas y sillas coronado por una barra al fondo, repleta de bebidas colgadas en la pared. A un costado, al atravesar una gran abertura con forma de arco, se podía ir al sector "recreativo". Allí se escondían los pesos pesados, apostando en mesas de billar iluminadas por lámparas colgantes que le conferían una iluminación tenue al recinto.

El barman secaba un vaso con un trapo deshilachado y mugriento en cuanto me senté en un taburete contra la barra. Se trataba de Tim, un universitario que estaba de intercambio y que se rebuscaba el pago del alquiler de un dormitorio cerca de la Yonsei con ese trabajo.

Conectamos desde la primera vez que me aparecí porque reconoció el logo del instituto de mi camisa por haberlo visto antes en la ropa de algunos chicos que iban a emborracharse a menudo. Me contó que solían armar jaleo pero que preferían no sacarlos porque estaban metidos en una bandita de gente peligrosa, narcotraficantes. Tenía que ponerme al corriente de quienes eran, para evitar cruzármelos en los recreos del instituto.

–Ey, Tae, ¿cómo va todo? –me habló Tim, extendiendo el brazo en mi dirección. Estrecharse las manos era un saludo propio de su cultura que nada tenía que ver con la mía, cosa que no me importó y le correspondí, como se volvió costumbre. Entre nosotros se fue gestando una cierta camaradería tras vernos casi a diario.

–Tan tranquilo que me gustaría darle una buena sacudida –me encogí de hombros.

Tim sonrió mostrando un brillante par de dientes blancos, un tanto encimados. Lucía en extremo tranquilo y destapó una cerveza para mí.

–¿Te traigo algo de pollo frito? –tanteó.

–No hace falta preguntar.

Claro que no eran la mejor combinación alimenticia. Sin embargo, me acostumbré a tragar algo con la bebida para no tomar con el estómago vacío y resultaba que lo frito le sentaba de maravillas a la cerveza. Eran una combinación que se asemejaba a abrir las puertas del cielo para las papilas gustativas. Luego en casa podría volver a la cena baja en calorías que mi madre le encargaba a la cocinera de turno.

Vi a Tim alejarse hasta desaparecer por la puerta lateral de la cocina para transferir mi orden, a lo que aproveché a desquitar frustraciones con la botella helada frente a mí. Le di un sorbo y se deslizó como agua fresca por mi garganta, menguando la sed que no sabía que tenía.

A mi alrededor, las mesas estaban ocupadas por solitarios conductores gordos que aprovechaban las paradas para cenar y descansar de sus ajetreados recorridos. Se mantenían a gusto gracias a la música seleccionada por una rocola antigua, a la que daban vida con monedas. Con toda seguridad, el tema musical más nuevo tendría por lo menos treinta años.

–En unos minutos te traigo el pollo –le oí decir a Tim.

Sus rasgos occidentales me sentaban exóticos. Destacaba en el ambiente por su albinismo. Aun siendo un sujeto bastante bien parecido, no me atraía. Debería haberlo hecho, ya que no tenía escrúpulos a la hora de seleccionar mis parejas de cama y su mirada pesada fisgoneando cada tanto en mi cuerpo me decía que era un candidato potencial.

Pero no me generaba nada. Y eso empezaba a enervarme.

Porque significaba que en mi mente quedaban resabios de la idea de acercarme a Park Jimin, el niñato rubio de falda que se había quedado con mis cigarrillos la otra vez.

Notaba su mirada inquieta buscándome en los recreos, siempre acompañado por el grandote como si fuera su sombra. A Jeon le faltaba tener cola para menearla delante de Jimin y con eso se consagraría su perrito guardián.

No obstante, me mantenía firme en mis principios. El chico no sólo era una delicia visual, sino que también era listo, por supuesto. ¿Cuántas veces uno se encontraba con un pack como ese? Pocas, lo confirmo. Y a pesar de que parecía salido de mis sueños más húmedos, prefería no arriesgarme a contaminar la imagen que tenían los demás de él ni a desafiar a su pareja.

–Estás pensativo hoy –me distrajo la voz del barman, apartando de mi cabeza la imagen de Jimin.

–Tal vez... –lo esquivé. No estaba de ánimos como para ponerme a contarle sobre mi fracasada vida amorosa.

–Dijiste que necesitabas darle una buena sacudida a tu día, ¿no?

–No me vendría mal –dije, tomando mi botella de cerveza para robarle otro trago frío que me distrajera de la incomodidad.

Él se inclinó en mi dirección, mirando a ambos lados por encima de mi hombro, tal vez esperando que nadie más lo viera tan próximo a un cliente. Estiró su mano derecha hasta dar con una de las mías que descansaba sobre la madera de la barra y la giró, dejando mi palma vuelta hacia arriba.

Mi primera reacción hubiese sido protestar por el atrevimiento, apartarme de su contacto. Cambié de opinión al sentir la textura plástica al tacto, seguido de mi mano siendo cerrada en un puño por Tim.

–Puede que eso te ayude –me guiñó un ojo con complicidad y dejó mi plato con pollo frito encima del mostrador. A continuación, desapareció del otro lado de la barra para atender a unos tipos con pinta de moteros.

Me quedé de piedra, conmocionado. Mi mano quedó cerrada con firmeza, aun arriba de la madera, sin saber qué hacer.

Tragué saliva para despabilarme. Decidí que no expondría a Tim devolviéndole lo que sea que me ofreció y me lo guardé en el bolsillo del pantalón. Más tarde comprobaría de qué se trataba, aunque no me costaba mucho imaginarlo.

***

Conduje de regreso a casa, como un demente que no teme presionar su vida al límite.

Tenía un gusto enfermizo por la velocidad. Me movía entre los coches a todo lo que daba mi motocicleta, ajeno al desparramo que hubiera supuesto un choque. Sentir el viento cortándome la respiración, acariciándome con brusquedad el cuerpo como si ofreciera resistencia a mi demencia, me generaba adrenalina.

No tenía idea de cuál podría ser mi último paseo recostado sobre el tanque de gasolina de esa belleza. Tampoco me importaba. Porque si el destino se encaprichaba con tener mi vida, al menos moriría con una sonrisa de oreja a oreja, abrazado al rugido embravecido de mi fiel compañera.

Durante el recorrido, no dejé de darle vueltas a lo que sea que estuviera atrapado en el bolsillo de mis pantalones. Mi corazón latía a un ritmo acelerado y había motivos más que suficientes para que estuviera nervioso si se trataba de una sustancia ilegal. Era un renegado de la sociedad, sí, pero las drogas eran un asunto serio.

Como sea, dejé la moto aparcada en el garaje, donde estaban ausentes los demás vehículos de la familia. Subí directo a mi habitación, sin cruzarme con nadie a excepción del viejo Yie Yeongsang, nuestro frígido mayordomo.

Ya en la tranquilidad de mi espacio, cerré la puerta con llave. Metí la mano en el bolsillo y saqué el misterioso paquetito plástico.

Se trataba de una diminuta bolsita transparente con cierre a presión que en su interior contenía una sustancia pulverulenta blanca. No había mucho, sólo una ínfima cantidad para llenar el envase plástico. La dosis justa que brindaría un buen "viaje". La introducción ideal a un misterioso universo oscuro que no estaba muy seguro de querer conocer.

Chequeando el celular, calculé que quedaban aproximadamente dos horas antes de que tuviera que cruzarme con mi familia. El ritual de cenar todos juntos en silencio en el comedor formal arrancaba puntual a las diez de la noche y debíamos estar ahí sin falta, así estuviéramos lisiados. Era una de las reglas que impuso mi padre.

Tomé asiento en el borde de mi cama y abrí la bolsita. El impulso y la curiosidad primó por sobre el raciocinio. Si hubiera sido la mitad de listo de lo que me creía, podría haber salvado mi integridad del camino de la autodestrucción y la decadencia.

Pero bueno, como la arrogancia tenía el poder, mojé mi dedo meñique con saliva y presioné sobre el polvo. Una película blancuzca quedó adherida a mi piel. Llevé el dedo de vuelta a la boca para que la aspereza de mi lengua limpiara la sustancia.

De inmediato, capté el gusto amargo y una sensación de adormecimiento se extendió sobre el sector de mi lengua que entró en contacto con el polvo. Con eso, recibí la confirmación de mis sospechas: se trataba de cocaína.

¿Qué mierda hacía Tim con esto? ¿Por qué creyó que podría pasarlo bien ingiriéndola?

Lo más atemorizante, era el interés que me atenazó.

En circunstancias normales, me habría parecido una estupidez enorme sucumbir a la tentación de probar. No era un chiquillo influenciable que sigue lo que hacen sus compañeros de grupo, porque ni siquiera tenía un grupo al cual pertenecer. De haber sido el caso, le seguía mi voluntad de no ser como los demás. No me dejaba endulzar por lo que estaba de moda, sino que me mantenía fiel a mi propio camino.

No debería subestimarme a mí mismo.

Pensando en aliviar la sensación de ahogo y malestar que sufría cada vez que entraba a la casa, liberé el contenido de la bolsita sobre mi mesa de luz. Se desparramó en un montoncito nevado al que le di una forma más alargada con los dedos.

Lo poco que sabía acerca de cómo consumirla, era el resultado de películas y series donde los personajes se limitaban a manipular la sustancia con tarjetas de crédito para poder esnifarla luego mediante billetes enrollados. No era mucha ciencia.

Tan pronto como acomodé con los dedos una dispareja raya de cocaína sobre la superficie de mi mesa, incliné el rostro sobre ella. Me tapé una fosa nasal y aspiré con la que me quedaba libre.

Oh... jodida... mierda.

Esto era por lo que la gente solía perder el rumbo. Creo que podría entenderlo.

La quemazón ardió en mi nariz, haciéndome lagrimear. El polvo se transformó en una especie de grumo en el fondo de mi garganta, que me costó hacer pasar. Cuando lo hice, se adueñó de mí una sensación de adormecimiento seguido por un shock de energía que podría haber iluminado la ciudad entera.

Abrí los ojos como platos, intentando dar con la parte razonable de mi cerebro que me permitiera entender la locura que había cometido.

Claramente, no estaba por encontrarla en ninguna parte por lo que quedaba de esa media hora.

Me dejé caer hacia atrás, sintiendo cómo el colchón rebotaba sobre mi espalda. Absorbí las sensaciones que corrían sobre mis venas, llenándome de una euforia y una aceleración tal, que estaba dispuesto a correr una maratón sin siquiera tener un buen estado físico.

Es lo que la droga hacía. Me generaba la percepción de que no había límites para lo que pudiera conseguir en mi vida.

Si decidía sentarme a estudiar los contenidos de la clase de esa mañana, no sólo habría entendido de qué iba el rollo, sino que además filosofaría al respecto. Llegaría a sentirme tan inhibido como para terminar dando una clase sobre la mismísima clase.

Recuerdo ese día como si fuese ayer. Fue el comienzo de mi peor etapa, la que marcaría lo más profundo de mi alma. Firmé mi propia sentencia, tomando un rumbo que creí que me sería fácil controlar y que terminó controlándome a mí, sin que tuviera opción.

A partir de allí, me convertiría en un rehén de las drogas, llegando a un punto donde a mi alrededor sólo encontraría miseria, desesperación y mucho miedo, lastimando en el proceso a la persona que más necesitaría a mi lado. 

Este capítulo marca el inicio de la decadencia para Tae. Desde aquí, las cosas se van en picada, si es que ya no estaban en ese punto 😔

De más está decirles que mi intención no es romantizar el consumo de sustancias, sino que mi interés está en que puedan ser partícipes de cómo afecta a una persona la adicción, cómo va socavando las cosas buenas hasta reducirlas a nada. Y pues el daño psicológico que crea, por supuesto.

Así que espero sea algo para reflexionar. Todas las drogas son malas, sin importar cuánto las quieran embellecer a nuestros ojos. 

-Neremet-


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