Capítulo 9: una cabaña en el bosque.
Paul y yo nos encontrábamos junto a la cinta de equipajes esperando a que el operario de turno escupiera nuestras maletas cuando decidí que no iba a ser ginecóloga. Es curioso lo interesante que siempre me pareció la biología del aparato reproductor femenino: estrógenos, progesterona, mala leche premenstrual y el estupendísimo dolor de ovarios menstrual. Me resultaba fascinante estudiarme la compleja teoría de los ciclos hormonales femeninos, pero no me atraía tanto el hecho de experimentarla en carnes propias ni tampoco en carnes ajenas. Y es que aquel día descubrí que no hay nada con lo que empatice más que con una mujer sufriendo los dolores pélvicos de las contracciones uterinas.
Horror.
Además, el hecho de que mi madre estuviese en la misma situación que la mujer que rompió aguas justo al lado de Paul mientras esperábamos en la cinta, no me ayudó en absoluto.
Nos giramos al escuchar que la mujer gemía y respiraba enérgicamente, agarrándose su tripa gigantesca como si en cualquier momento fuese a explotar cual globo relleno de agua (o nitroglicerina).
Paul no tardó en reaccionar para acercarse a ella con cautela. Parecía estar sola. Se encontraba inclinada hacia delante y progresivamente fue arrodillándose hasta quedar postrada en el suelo.
Paul se acercó y posó su mano sobre el hombro de ella con suavidad.
–¿Hay alguien que te acompañe? –preguntó él amablemente.
La mujer, con la cara enrojecida y los ojos rellenos de lágrimas de dolor, negó con la cabeza.
–Mi marido está en mi casa, me está esperando, yo iba a coger un taxi– dijo ella con dificultad.
Paul asintió y, sin perder tiempo, se quitó su jersey y lo hizo un bulto en el suelo, sobre las baldosas desgastadas, para que la pobre mujer pudiese tumbarse y apoyar su cabeza lo más cómodamente posible.
–Túmbese –ordenó él con autoridad–. Deberíamos llamar a una ambulancia o, a su marido… ¿Cree que necesita ir al hospital o las contracciones aún no son muy seguidas?
–Voy a parir –afirmó ella absolutamente convencida.
Poco a poco comenzó a formarse un corrillo de personas alrededor de aquella escena y tuve que abrirme paso para poder situarme al lado de Paul, que mantenía la calma de una manera admirable. Lo vi sacar su Smartphone del bolsillo, dispuesto a tomar medidas urgentes.
–¿Cuál es su nombre? –pregunté con suavidad cuando me agaché a la altura de la cabeza de la parturienta.
–Emily –bufó ella al tiempo que se arqueaba de dolor.
Me incliné hacia el oído de Paul para que Emily no pudiera escucharme.
–Esto no mola… ¿Tú crees que está de parto?.
Él esbozó una media sonrisa. Pero se trataba de una sonrisa de preocupación.
–Probablemente… Pero podrían ser más cosas así que es mejor que la trasladen al hospital lo antes posible.
Observé a Emily, respiraba pausadamente y hacía muecas de dolor continuas. Su barriga era lo bastante grande como para pensar que el niño que estaba a punto de dar a luz tenía ya los nueve meses cumplidos.
–Habría que hacerle una ecografía, Emily… ¿Le parece bien que mi novia llame a su marido y yo, mientras tanto, a una ambulancia? –preguntó Paul manteniendo su tono autoritario.
Ella asintió y después nos aseguró que tenía un seguro sanitario que podía cubrir los gastos, lo cual nos tranquilizó bastante. Le pedí que sacara su teléfono del bolso y que me indicara cuál era el número de Jerry –el padre de la criatura que se encontraba en camino–.
–Jerry –dije al escuchar la voz masculina que respondió a la llamada–. Mi nombre es Rebecca, estoy con su esposa aquí, en el aeropuerto y al parecer es posible que se haya puesto de parto.
–¿Pero ella está bien? –preguntó Jerry exaltado–. Voy para allá.
–No, espere. Hemos llamado a una ambulancia, la trasladarán al hospital más cercano, será mejor que vaya allí.
–De acuerdo, gracias. Sólo hay un hospital en esta ciudad así que iré ahora mismo. Por favor, manténgame informado.
–Sí, no se preocupe. ¿Quiere que le pase a Emily? –pregunté.
Al minuto, Emily lloraba en el auricular del teléfono, relatándole a su marido cada uno de sus dolores y contándole lo maravilloso que sería tener por fin a su pequeña (que al parecer era niña) en sus brazos.
Una señora que había por allí cerca ya se había encargado de avisar a los guardias de seguridad del aeropuerto, los cuales se estaban asegurando de facilitarle el trabajo a la ambulancia, a la cual ya había avisado Paul. Tardarían cinco minutos en llegar.
Paul y yo nos habíamos situado uno a cada lado de Emily, quien se retorcía en el suelo con cada contracción. Mi novio empezó a agriar el gesto.
–¿Por qué pones esa cara? –le susurré.
Él se inclinó hacia mí para que ella no pudiera escucharlo.
–Porque me apuesto mil dólares a que la cabeza de ese crío está a punto de chocarse con la tela del pantalón que lleva su madre.
Ambos nos miramos y supimos lo que hacer. Yo saqué mi cazadora de mi mochila y tapé las caderas de Emily con ella.
–Voy a tener que quitarte los pantalones –le dije con cariño–. ¿Te parece bien?
Ella asintió, debía de sospechar que no quedaba más remedio. Entre Paul y yo nos las apañamos lo bastante bien como para bajar aquello vaqueros a la altura de las rodillas. Lo mismo con las braguitas, empapadas –lo cual confirmaba que había roto aguas–.
Me sorprendió comprobar que Emily no estaba rellenita ni había engordado durante el embarazo. Sus piernas eran finas y sus muslos delgados y lo único grueso que había en ella era la barriga de premamá.
Paul se asomó entre sus piernas para ver que todavía no hubiese ningún occipucio sobresaliendo de aquella vagina dilatada mientras Emily comenzaba a subir el volumen de sus gritos. Y fue entonces cuando sentí la inoportuna empatía, esa que te hace ponerte en el lugar de los demás.
El caso es que ponerse en el lugar de una parturienta y tratar de ser consciente de cuánto debe de doler sacar un bebé de tus entrañas no es lo más agradable del mundo.
–Paul… –dije con un hilo de voz.
Él giró su cabeza para prestarme atención a mí y en lugar de a Emily.
–Me estoy mareando –gemí.
–No fastidies, Rebecca –susurró él–. Siéntate y mira hacia otro lado… –Paul se giró nuevamente hacia la entrepierna de Emily–. ¡Becca! Ven a ver esto, merece la pena. Aunque te desmayes después…
Tiró de mi brazo y me vi obligada a reptar hasta quedar también entre las piernas de la pobre parturienta donde traté de no pensar en que me estaba desfalleciendo de la impresión cuando vi aquellos pelos en la parte de arriba de una cabecita que luchaba por salir al mundo.
–Oh, Dios mío –murmuré.
–Seguro que es la primera vez que ves un parto, ¿a qué sí? –susurró él en mi oído–. Yo los he visto antes, pero no sé atenderlos, espero que lleguen pronto los tíos de la ambulancia –comentó con cierta impaciencia–. Por suerte no parece un parto complicado. Un poco más y lo escupe.
Eché a reír.
A los dos minutos, cuatro hombres vestidos con unos llamativos monos fosforitos entraron corriendo en el lugar, cargados con bolsas y material sanitario.
Paul se presentó y les contó la situación. Yo me quedé boquiabierta al ver el ecógrafo portátil que traían –y que al final no tuvieron que utilizar–. La subieron en una camilla y uno de los sanitarios con guantes y ciertas medidas higiénicas se encargó de proceder a sacar al bebé. Otro le desabrochó la blusa a Emily y a los pocos instantes pude contemplar como la madre reposaba en una camilla con una pequeña bebita reposando sobre su pecho.
Se me escapó una lágrima de emoción y Paul agarró mi mano.
–Te dije que era bonito –comentó él con una sonrisa entrañable.
A los veinte minutos, Emily ya se había marchado en la ambulancia y el grupo de personas que se había congregado para ver el acontecimiento se había disuelto. Y, cuando nos quisimos dar cuenta, nuestras maletas llevaban casi una hora dando vueltas en la cinta. Las cogimos al vuelo, con miedo a que nos las retuvieran por no tener dueño que las recogiera.
Paul había dejado el día anterior su coche aparcado en el parking del aeropuerto. Así que nos encaminamos hacia allí mientras discutíamos acerca de lo extraordinarios que eran los partos –para bien, o para mal–.
A él le parecían preciosos. Y a mí… En fin. Era precioso el bebé, la alegría de la madre y el hecho de traer una nueva vida al mundo. Ahora ya… El proceso: nueve meses incómodos, ansiosos, llenos de náuseas y dolor de espalda más la culminación con un parto físicamente intenso y doloroso… En fin.
–No estoy segura de querer pasar por ello –le dejé caer mientras caminábamos hacia su coche.
Entonces él se detuvo en mitad del aparcamiento y me miró fingiendo un puchero.
–¿No vas a querer tener un pequeño Paul? –me preguntó antes de que se le escapara una pequeña sonrisa.
Aquello me pilló desprevenida. Él se acercó a mí y me acarició el cabello. Sonreí.
–¿De qué te ríes? –susurró él muy cerca de mis labios.
–De que la raza humana se hubiese extinguido si los hombres hubierais tenido que parir a los niños.
Él frunció el ceño.
–No me vaciles, Rebecca. Sabes que juegas con fuego.
–Oh, creo que no es el momento para engendrar a un pequeño Paul. Aun me duele el parto de Emily, te juro que casi me muero de la impresión –le dije convencida.
–Me ofrezco voluntario para parirlo en tu lugar –Paul echó a reír.
–Oh, no. Lo que podrías llegar a quejarte durante el parto. Mejor lo tendré yo, no te preocupes.
Me rodeó con sus brazos. Hacía frío allí. Estaba oscuro. Y su coche descansaba a tan solo unos metros de nosotros.
–¿Ves? En el fondo no te da tanto miedo tener hijos. Lo estás deseando –susurró él con voz ronca.
Un extraño calor turbó mi mente durante un momento y después volví en mí misma.
–Deberíamos ir a tu casa. Quiero conocer a tus padres –le dije–. Además, mi madre se ha ofrecido a quedarse embarazada para prevenirme de lo que me puede pasar si hacemos tonterías.
–Becca, tu madre se ha quedado embarazada porque ella y tu padre han hecho tonterías.
–¿Ves? Hay que aprender del ejemplo ajeno… –bromeé yo mientras Paul metía las maletas en el maletero.
Lo vi sonreír de aquella forma tan peculiar que lograba volverme loca.
Llevaba un pequeño Toyota, con la carrocería algo desgastada de un color negro desteñido.
–¿Y este pedazo de Ferrari? ¿Qué ha sido de tu Ford? –pregunté con curiosidad cuando ya estuvimos ambos sentados y a punto de arrancar.
–El Ford me lo había prestado un amigo de la universidad mientras estudiaba allí. Aquí llevo este, que es el coche que utilizaba mi hermana durante el instituto.
La región del estado en el que vivían los padres de Paul era bastante montañosa y repleta de vegetación. Casi no quedaba luz natural ya, pero los escasos rayos anaranjados del sol que se extinguía por momentos alcanzaban para vislumbrar unos cuantos abetos dispersos por colinas verdes salpicadas de nieve por entre las cuales discurría la pequeña carretera que nos llevaba hasta las afueras de Grand Forks, en Dakota del Norte.
–Es precioso –murmuré extasiada, procurando no perderme ni un detalle de aquel asombroso paisaje natural.
Comparé mentalmente aquel panorama con los edificios que se veían desde mi casa del extrarradio de Filadelfia. Si bien yo había asistido a excursiones escolares al campo para pasar el día, jamás me había visto rodeada de tantísima naturaleza como en aquel momento.
Aquellos árboles, con las montañas de fondo, invitaban a recluirse en una cabaña de madera con una buena chimenea y mantas. Y tal vez, con algunos cuantos libros de biología molecular para pasar el rato.
Y, con Paul, por supuesto.
Me sonrojé al instante. Quise retirar determinados pensamientos de mi mente antes de que el chico que conducía a mi lado pudiese darse cuenta de lo descontrolado de mi imaginación.
–Esto es lo que más echaba de menos cuando vivía en Pensilvania –me respondió él con nostalgia–. Un día de estos te llevaré a aquellas montañas que ves allí, en el horizonte. Te va a impresionar.
–¿Más que el parto de hoy? –pregunté, divertida.
Él echó a reír.
–Supongo que de una manera distinta, pero sí.
Lo miré. Recorrí su rostro con mis pupilas, dándome cuenta de que su expresión parecía más cansada y abstraída que el día en que lo conocí. No obstante, se le veía relajado, concentrado en la carretera, como si se dejara llevar por los acontecimientos.
Además me dio la impresión de que, a medida que se sucedían los kilómetros y nos acercábamos a nuestro destino, su gesto se iba tensando sutilmente.
***
Paul aparcó frente a una modesta casita unifamiliar rodeada de un jardín completamente cubierto de nieve blanca virgen, a excepción de las huellas que marcaban el caminito hasta la puerta principal. Una de las dos ventanas que flanqueaban el porche se encontraba iluminada, pero unas cortinas ocultaban lo que había en su interior.
Me desabroché el cinturón y justo antes de abrir la puerta del coche, Paul agarró mi brazo para detenerme.
–Espera.
Su mirada intensa me impactó de tal manera que la adrenalina comenzó a recorrer mi cuerpo hasta volverme taquicárdica, taquipneica* y sudorosa.
Se acercó a mí despacio y me dedicó una pequeña sonrisa acompañada de una leve caricia sobre mi mejilla.
–No te asustes si mi padre no te trata todo lo bien que debiera… Imagínate cómo estaría yo si a ti te ocurriera algo –me advirtió él muy serio–. Te quiero.
Y me besó. Con suavidad, delicadeza y mucho amor. Sus labios eran cálidos y estaban cargados de ternura y cariño. Supe que aquello era todo lo que necesitaba para ser feliz. Y con esa fantástica sensación, me bajé del coche, dispuesta a adentrarme en la familia de Paul y confrontarme con sus problemas para poder ayudarle en todo lo que de mí dependiese.
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Y el siguiente!!! Otra vez perdón por el retraso ayyy pero los exámenes se acercan y mi perrito no me deja dormir por las noches!!! juro que no le voy a dejar beber agua a partir de las ocho de la tarde... jajaja en fin... mis cosas.
Espero que os vaya gustando cómo va la historia. Ahora está un poco lenta, pero poco a poco Becca conocerá bien a la familia de Paul... y otras cosas pasarán =) a ver si para diciembre consigo acabarlo!!! (jajajaja... no sé yo.. pero haré lo que pueda).
Tengo dos exámenes el 15 y 18 de diciembre y otro en enero hacia el final de la primera semana :S, haré lo que esté en mi mano.
Os quiero mucho!! que sepáis que leo todos vuestros comentarios con mucha ilusión y me motivan mucho para continuar escribiendo!!! pobrecita mi becca que la tengo un poco abandonada!!
muchos besos!!!
***Taquipneica: frecuencia respiratoria acelerada (más o menos se considera taquipnea a partir de 30 respiraciones por minuto. je je je
antes había puesto 15-20... mmmmm no, me columpié... gracias a quien me avisó en los comentarios aysss es lo malo de escribir por las noches a última hora :(
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