Capítulo 7: tengo miedo
Últimamente Mary lucía un extraño buen humor. Es más, a medida que mi estrés y angustia por los exámenes aumentaban, mi amiga parecía alcanzar nuevas cotas de paz interior que jamás creí posibles en una persona como ella.
Entonces, durante la clase de síntesis proteica, entre ribosoma y ribosoma, comprendí a qué se debía tal acontecimiento. Aparentemente, el silencio tranquilo y la explicación animada de Marcus no sugerían que nada extraño se estuviese cociendo entre las cuatro paredes del aula. Cualquiera hubiese comprendido que nuestro tutor estuviese más pendiente de Mary Watson que del resto de alumnos, por el patente problema de visión que tenía. Pero yo no era una alumna cualquiera, era su mejor amiga y también lo bastante avispada como para apreciar la mirada de pocos amigos que Jackson dirigió hacia nuestro nuevo tutor mientras aquel observaba con los párpados entornados y algo embobado a Mary, justo cuando ella se encontraba aireando su melena rubia para después recogerla de nuevo en un moño medio deshecho.
Algo se chasqueó dentro de mi cerebro. Mi materia gris se recalentó y unas cuantas neuronas se cortocircuitaron. Claramente, había cosas que Mary no me había contado. Le dediqué una mirada de desconfianza que ella, a pesar de no poder verla, olió. Me irritó mucho cuando sonrió con suficiencia. Traduje su gesto en una sencilla frase dirigida hacia mí: “Hay algo que no sabes y te mueres de curiosidad…”.
Después de la última clase, no me esperé a subir las escaleras del pabellón de la residencia para comenzar mi interrogatorio.
–A ver si te crees que eres la única que suspira por su profesor –dijo ella nada más cerrar la puerta de su habitación.
Aquella frase era una trampa. Sólo pretendía confundirme más. No había puesto una especial emoción al pronunciar el verbo “suspirar”. Enarqué una ceja con escepticismo.
–Tú no suspiras por nadie, Mary –comenté.
Una verdad como un templo. Antes de que Mary Watson llegase a adorar a un hombre como para pasar las horas enteras pensando en él, el sistema solar ya se habría desintegrado y viviríamos dentro de un agujero negro. Sólo es cuestión de unos pocos millones de años.
Ella echó a reír. No pasé por alto el tono agudo de su risa.
–Está bien… –reconoció–. Simplemente me gusta… Pero, no sé… Hay algo que no me termina de convencer.
Mi mandíbula se descolgaba por momentos. Mary se había sentado sobre su cama y retorcía uno de sus mechones con sus dedos –un gesto muy poco común en ella, más bien insólito–. Por Dios, se trataba de Mary, no de Britney Spears en “Give me baby one more time”.
–Me he perdido –dije–. No sé en qué momento de este curso Marcus, nues-tro pro-fe-sor –hice énfasis en esas palabras–, ha empezado a mirarte así, ni en qué otro momento, tu amigo, el señor de las cintas de la grabadora, se ha dado cuenta como para fulminarle mentalmente cada vez que lo mira. Explícamelo, porque tengo la sensación de haberme levantado para ir al baño en mitad de una película y de haber tenido la mala suerte de perderme la parte más importante.
Y entonces Mary cambió el gesto. Su sonrisa se tensó y sus ojos se fijaron en línea recta –siempre mantenía la mirada quieta cuando pensaba–.
–¿Hablas de Jackson? Explícate Rebecca –pidió ella con un hilo de voz.
–¿Qué más te da Jackson? Yo estoy hablando de Marcus. Del nuevo tutor, que tanto te gusta. Que sí, que es un chico muy agradable. Pero ¡tú! Que eres la mujer de hielo… Cuéntame qué ha hecho para que te fijes en él –supliqué.
–Si me explicas primero que has querido decir con eso de que Jackson le fulmina o nosequé rollos que acabas de inventarte –dijo mi amiga con el tono de voz ya más seguro –.Recuerda que estoy ciega, Becca, no veo más que lo que la gente quiere enseñarme.
Entonces yo eché a reír.
–¡Ja! Si pareces un galgo. No tendrás ojos pero tu cerebro es un radar neuronal.
–No te lo repito, Becca. Esto es tráfico de información. O sueltas prenda o me callo.
Gruñí.
–Jackson está celoso de tu nuevo amigo. Y le mira mal, muy mal, fatal. Estoy segura de que lo estrangularía en cuanto tuviese oportunidad.
A Mary se le iluminó el rostro fugazmente y yo respiré aliviada al darme cuenta de que mi amiga seguía colgada del misterioso empollón de la clase –colgada a su manera, sin suspiros ni ñoñerías, como las mías con Paul–. A pesar de que Marcus no le disgustara, jamás podría igualar a aquel que había robado un beso a la temible y extasiante Mary Watson.
–El otro día, la semana pasada exactamente, tuvimos una tutoría… Bueno, mi hermano quiso hablar con él para asegurarse de que todo iba bien… Y comentar el tema de la selectividad… Y luego Peter se fue y Marcus y yo estuvimos hablando un… Buen rato.
Después Mary guardó silencio y se tumbó encima de su edredón, boca arriba. Vi cómo cerraba los ojos y respiraba profundamente.
–¿Y ya está? ¿No me vas a decir de qué hablasteis? –pregunté irritada ante el presentimiento de que mi amiga había dado por terminada la conversación.
–De las flores y del campo, Becca. Y de su pierna. Y de mil cosas más. No se me insinuó, si es lo que te preocupa… Simplemente me sentí cómoda con él. Me relaja poder hablar con alguien sin la sensación de que me estén constantemente juzgando o pensando que soy una pobre desgraciada.
–Pero eres consciente de que Marcus te come con los ojos en clase, ¿no?
Ella negó con la cabeza.
–Creo que exageras, sólo me vigila para comprobar que me estoy enterando de lo que explica. Aunque si piensas que puede ser que le guste… Tampoco me extrañaría. Pero supongo que sólo se trata de una leve atracción.
–¿Se lo has contado a Peter? –pregunté con cautela.
Y de pronto, Mary se incorporó sobre la cama y gritó.
–¡No! ¡Y tú no se lo vas a decir! Son solo tonterías y si llegara a enterarse… Es demasiado protector conmigo a veces.
–Está bien –respondí–. Pero no hagas nada que pueda perjudicarte, Mary… Ten cuidado.
Ella bufó.
–Mira quién fue a hablar –respondió.
Y eché a reír.
Veinte minutos más tarde, salí de su habitación, bajé las escaleras del pabellón y me encaminé hacia la parada del autobús, que se encontraba a unos diez minutos a paso ligero. Y, durante la media hora que tardé en llegar a mi casa, empecé a acariciar la idea de que Mary no me hubiese contado todo lo que había pasado en realidad.
Caminé por el empedrado del jardín y me quité la mochila antes de entrar en casa. La dejé apoyada en el suelo, junto al perchero de los abrigos y subí a mi cuarto a cambiarme de ropa. Aquella tarde de viernes me tocaba de nuevo ir al hospital con la doctora Raj. Mi madre había intentado persuadirme para que cambiase de especialidad, pero la neurología me había gustado tanto que estaba decidida a aprender todo lo que pudiese de ella durante aquel curso.
Charles había progresado lentamente, pero con constancia. Su recuperación le había preocupado bastante a Indra hasta que un día él se había despertado recordando súbitamente algunos episodios de su luna de miel en Hawaii. Y, a partir de aquel día, la doctora Raj respiró con más tranquilidad. Le enviaron a un centro de rehabilitación de memoria y al fin le dieron el alta un mes atrás. Ahora, durante las últimas semanas, acudía a consulta periódicamente para controlar su evolución.
Y, desde entonces, yo había visto varios ICTUS, un par de infartos de médula espinal, algún tumor cerebral y un hombre muy mayor al cual por desgracia se le diagnosticó de una esclerosis lateral amiotrófica, en la cual lo raro es permanecer como Stephen Hawking de por vida.
–La muerte de esta enfermedad es horrorosa –me explicó Indra–. Te asfixias porque tus músculos ya no funcionan para respirar… Es como una distrofia muscular de Duchenne… Creo que te la expliqué el otro día.
Merendé una manzana y fui a lavarme los dientes. Después me peiné y me puse un cinturón. Había adelgazado unos tres kilos en el último mes a causa de la ansiedad de los exámenes parciales y se me empezaban a caer los pantalones.
Cinco minutos después, ya estaba en mi pequeño Nissan conduciendo camino del hospital.
Justo antes de hacer la última maniobra para aparcar mi móvil vibró. Al fin mis padres habían decidido regalarme un Smartphone –la semana anterior–, así que pude instalar el Whatsapp para hablar con Paul y desde entonces, no hacíamos más que mandarnos tonterías a todas horas.
“Tonta”, leí.
Sonreí, efectivamente, como si fuera tonta. Contesté: “idiota”. Y él me dijo: “fea”. “Tú más”, escribí. Entonces en mi pantalla apareció un “Te quiero” seguido de un “esta noche hablamos”. Sonreí y me adentré en la clínica.
Seguí a Indra corriendo hacia las urgencias. Habían llamado a su busca porque había aparecido una mujer que tenía un dolor de cabeza muy intenso que no cedía con nada y se acompañaba de vómitos.
Pensé en un tumor. Pero mi razonamiento quedó desmontado rápidamente.
–Lee esto y dime cómo está su tensión y por qué crees que está así.
Me tendió los datos que ella había tomado del ordenador y reflexioné.
–Está en treinta, sesenta. Hipotensa.
Indra asintió, invitándome a continuar. Pero no supe qué más decir. La persona que había atendido a aquella mujer nada más llegar había escrito en el historial que se encontraba muy pálida, que impresionaba de gravedad y que estaba muy taquicárdica.
–No te preocupes, Becca, ahora te lo explico.
Me llevó hasta una de las salitas de trabajo y encendió un ordenador. Vi que iniciaba su sesión en la base de datos del hospital y buscaba a la paciente por su número de historia. Al momento apareció la imagen de un TAC en la pantalla que mostraba su cerebro en un corte transversal y se veían varias estructuras algo borrosas alrededor de lo que parecía una mancha muy blanca –el contraste–.
–Eso es un aneurisma que ha reventado –dijo Indra con intención didáctica–. Lo que ha ocurrido es muy sencillo: esta señora ya tenía un aneurisma pero ella no debía de saberlo. Nos ha contado que comenzó a dolerle la cabeza tras una relación sexual, que se tomó un nolotil y trató de dormitar un rato pero no cedió el dolor. ¿Me sigues?
Asentí, alucinada.
–Le hicieron un fondo de ojo y tenía las papilas muy difuminadas, es decir, algo que nos debe hacer siempre sospechar la presencia de hipertensión intracraneal. Y además venía chocada porque estaba perdiendo mucha sangre… Te lo estoy explicando muy grosso modo para que lo entiendas, más o menos –puntualizó ella.
–¿Y ella no sabía lo del aneurisma? ¿Por qué le ha salido? –pregunté con agobio.
Indra se encogió de hombros y yo me sentí muy desasosegada.
–Hay personas que tienen aneurismas durante toda la vida y no se enteran. Por otro lado, también hay gente que a lo largo de los años tiene más riesgo de que su aneurisma se rompa. A veces va asociado a enfermedades congénitas, pero otras no se sabe por qué ocurre.
–¡¿Entonces todos podríamos tener un aneurisma?! –exclamé confusa.
–Como a todos nos podría atropellar un camión o como todos podríamos tener un accidente de tráfico o ser víctimas de un atentado terrorista –aquella fue su respuesta.
Estuve las dos horas siguientes meditando sobre ello. Y de pronto, la vida me pareció un absoluto milagro. Tan sagrada que no pude hacer otra cosa que indignarme cuando Bryan Devil entró convulsionando por la puerta de urgencias y mi intuición femenina me decía que ya sabía por qué.
Acompañé a Indra a ver a mi compañero de clase. La neuróloga se había recogido su largo cabello negro con una goma de un color rojo muy vivo. Sus ojeras comenzaban a hacerse más nítidas a medida que se acercaba la noche. Me leyó el historial en voz alta:
–Varón, diecisiete años, sin alergias conocidas, no fuma ni bebe y le ha traído a urgencias alguien que dice ser amigo suyo y que cuenta que empezó a tener convulsiones tónico clónicas sin cambio de coloración en mucosas hace aproximadamente una hora y que al ver que no cedían decidió traerle al hospital. No tiene antecedentes de epilepsia ni de ningún otro tipo de enfermedad neurológica. No fiebre, ni cortejo vegetativo. ¿Qué piensas Becca? –me preguntó ella con una sonrisa–. Porque creo que sé por dónde pueden ir los tiros.
Yo también lo sabía. Así que respondí sin demostrar una especial emoción con mis palabras.
–Una intoxicación.
–Ajá, puede ser. ¿Con qué? ¿Alguna droga en concreto?
Me encogí de hombros. Sólo sabía que las pastillas que le había quitado a Bryan un mes atrás sí podían producirlas, pero no tenía idea de qué más drogas o sustancias también eran capaces de hacerlo.
–La coca, el polvo de ángel, anfetas… –dijo ella.
Me debatí conmigo misma. No sabía si callar y dejar que la doctora descubriese por su cuenta el origen del problema de Bryan. Y cuando lo vi lívido, tendido en la camilla y sin apenas fuerzas para levantar sus propios párpados, sentí que cualquier ayuda era poca, y que si no podía disuadirle yo de que dejara de meterse el metilfenidato, Indra Raj se las ingeniaría mucho mejor para convencerle. Pero claro, tal vez me estaría inmiscuyendo demasiado en su intimidad al confesarle al médico un problema que tal vez él no querría que se supiera. Me exasperé.
Eran las nueve menos veinte de la noche cuando al fin Bryan estuvo en disposición de articular palabra. Yo aún no le había dicho nada a la doctora Raj acerca de las pastillas, había decidido esperar para ver si Devil sufría lo más parecido a un ataque de sinceridad.
–Es compañero de clase –le susurré a Indra antes de entrar en el box.
–Eres consciente de que no puedes contarle nada a nadie, ¿no? Ni de él ni de ningún paciente –me dijo muy seria.
–Claro que sí. Mi madre me hizo firmar un acuerdo.
De hecho, lo primero que hice nada más llegar al hospital fue grabarme a fuego la regla de oro: lo que ocurre en el hospital se queda en el hospital y la vida de cada paciente es suya y no tengo derecho a hablar de ella con nadie que no sea el médico que me está explicando su caso –por supuesto en lo referente al anonimato–. A Paul le contaba los casos más interesantes, pero jamás mencionaba el nombre ni a los familiares. Simplemente le comentaba la enfermedad, los síntomas y la evolución (era como leer un libro de casos clínicos).
–Tranquila –me dijo Indra ya a los pies de la camilla de Devil–. Te noto nerviosa, ¿prefieres esperar fuera?
Sus enormes ojos oscuros emitían pulsos de afecto y comprensión. Debió de verme algo afectada. Y, efectivamente, no me di cuenta de lo que me apenaba la situación hasta que Bryan pronunció mi nombre como si estuviera a punto de morirse.
–Becca… No te marches.
–Ya le has oído. Auscúltale –me ordenó ella.
Con el fonendoscopio granate que Paul me había regalado el año anterior, me encargué de comprobar que el corazón de Devil, aunque lento y arrastrado, funcionaba sin mayor alteración que su penosa velocidad. Procuré evitar mirarle a los ojos mientras lo hacía. Me sobresalté al notar sus dedos tirando de la manga de mi bata. Afortunadamente ya había terminado y pude retirarme de su alcance a tiempo.
Después, Indra se inclinó sobre él y comprobó que sus pupilas se contraían. Más o menos. Me hizo gracia ver que al haberse gastado las pilas de su linternita, utilizó la luz del flash de su Iphone para alumbrarle los ojos.
–Bueno, Bryan, dime que te has tomado para estar así –dijo Indra con un tono de voz tranquilo y apacible.
En un principio el negó moviendo la cabeza de un lado a otro. Pero la neuróloga no iba a rendirse. Tuve que contener la risa al ver cómo ella elevaba una ceja y miraba fijamente a Bryan, hasta que lo obligó a desviar su mirada de ella.
–Sólo algo para concentrarme mejor para estudiar –murmuró él con la voz ronca.
–¿Cómo se llama ese algo? –preguntó Indra después.
Sorprendentemente, Bryan se giró hacia mí.
–Becca lo sabe… –y me sonrió de una manera extraña que me conmovió más de lo que hubiera deseado.
Indra me miró, expectante.
–Metilfenidato.
La doctora asintió y me sonrió. Salimos de allí y regresamos a la salita de ordenadores. Nada más sentarnos, sentí que ella me miraba fijamente.
–¿Tú no te tomarás de eso, no? Es para críos con déficit de atención, y esas cosas… Es algo peligroso en sobredosis, ya lo has visto.
Me estaba regañando de una forma muy maternal. Para tranquilizarla, le conté la historia de cómo había encontrado a Bryan pálido tendido en el suelo del baño de la biblioteca y le había confiscado después la caja de pastillas.
–Lo que yo no sé, es cómo ha conseguido que se las vendan en la farmacia… ¿No se dispensa bajo prescripción médica? –pregunté.
–Seguramente conozca a alguien que se las esté facilitando –teorizó la doctora de pelo negro –.Tal vez podrías ir a preguntárselo.
–¿Yo?
No me gustaba la idea.
–Sí, porque de abrir la boca, lo hará contigo.
Resoplé y me encaminé de nuevo hacia el box 04.
–Lo siento… –murmuró él nada más verme entrar–. Sé que no debía… Sé que me dijiste que…
–Shh… –susurré acercándome a su brazo.
Apoyé mi mano sobre su hombro tratando de ser amable.
–Me cuesta creer que necesites esas pastillas para estudiar –fue lo primero que dije–. Eres una persona con mucha capacidad, aún no entiendo qué se te ha pasado por la cabeza para pensar que necesitas doparte. ¿Quién te está presionando así? –pregunté al tiempo que él agarraba mi mano con la suya.
Me miraba a los ojos y pude ver en ellos una infinita tristeza. Tal vez fuera esa tristeza la que ocultaba a todo el mundo bajo su coraza de líder impasible.
–Me las da mi padre. Dice que él también las tomaba y que me vienen bien porque me ve descentrado.
– ¿Y por qué no las dejas? Podrías intentar engañarle –al instante me arrepentí de haberlo dicho –. Te está haciendo daño.
Él sonrió con un deje de tristeza sobrecogedor.
–No puedo. Es imposible. Son adictivas.
Cuando me iba a marchar, Bryan agarró mi brazo de nuevo.
–No se lo cuentes a nadie, por favor. Ni a los médicos. Mi padre no me lo perdonaría.
Salí de allí con unas ganas terribles de llorar. Había visto otros pacientes antes. Bryan se había portado mal conmigo anteriormente y aún así le tenía un aprecio extraño. Y el hecho de que un padre –para más inri, cirujano maxilofacial– obligara a su hijo a meterse aquello para que “cumpliera sus expectativas” me parecía una verdadera atrocidad.
Me despedí de Indra sin especial entusiasmo. Supongo que ella vio parte de mi mal estado de ánimo y por eso no me mandó nada para leer en casa. Simplemente me deseó suerte para mis exámenes parciales de la semana siguiente.
Hacía tiempo que el sol había desaparecido y por eso yo tenía que fijarme bien en el oscuro suelo del parking para no tropezar. Avancé a través de la semipenumbra y la luz anaranjada de las farolas que alumbraban los coches desde los extremos del aparcamiento.
Escondido entre dos monovolúmenes, mi pequeño huevo coche apenas podía distinguirse del oscuro alquitrán del suelo. Me acerqué y rebusqué la llave en mi bolso. Me sobresalté al escuchar unos pasos, entonces miré hacia atrás y vi la silueta de un hombre que parecía seguir su camino. No le presté mayor atención.
Al fin saqué mi llavero, que no era otra cosa que un perro de plástico cabezón y desgastado e introduje la llave en la cerradura de la puerta del conductor. Y de pronto escuché mi nombre:
–Becca.
Aquella voz hubiese hecho estallar mi corazón de alegría de no ser por el silencio y la oscuridad que reinaba en aquel momento. Entonces, en lugar de alegrarme, me sobresalté y al girarme le di una patada en la entrepierna al susodicho.
Paul se tiró al suelo maldiciendo.
–¡Joder! –gritó él.
Y de pronto reaccioné.
–¡Oh, Dios mío! ¡Paul!
Me arrodillé a su lado y le di un beso en la mejilla. Él se mordía el labio de dolor, pero a los pocos segundos consiguió enderezarse y entonces me besó en la boca con tanta fuerza que me tiró contra el capó del coche.
–Ahora te vas a enterar –me dijo en un divertido susurro –. No puedes pegarme en los huevos y luego quedarte tan a gusto, señorita.
Reí y dejé que mordiera con suavidad el lóbulo de mi oreja.
–Eres muy malo, ¿por qué no me has dicho que venías? Ahora mi madre se va a llevar una sorpresa.
Entre beso y beso me respondió:
–¿Y quién te dice que tu madre no lo sabe?
Le golpeé el pecho con suavidad y el agarró mis muñecas para besarlas. El tacto de sus labios contra ellas me estremeció mucho más de lo normal. Sentí que enrojecía y retiré mis brazos de su alcance, asustada.
–Lo siento, estoy… Nerviosa –susurré.
Paul apoyó su frente sobre la mía y yo empecé a tiritar. Me cobijó entre sus brazos.
–¿Te ha gustado la sorpresa? –dijo a apenas unos centímetros de mí.
Le miré, aún extasiada. Le di un corto beso en la boca y después apoyé mi cabeza justo bajo su cuello. Sentí los latidos de su corazón y entonces se me escapó una pequeña lágrima de felicidad.
–Creí que ya no te vería hasta dentro de un mes –susurré.
Él me apretó aún más contra su cuerpo y yo respiré su olor corporal. Era tan… Suyo. Me tranquilizaba tanto.
–No podía permitir estar tanto tiempo sin vernos… Yo también te necesito –me dijo al oído. Después lo besó y me estremecí de nuevo de aquella forma tan sobrecogedora.
Sin embargo, quería volver a sentirlo sobre mi piel.
–Deberíamos ir a casa. Es tarde –le dije, todavía sujeta a su cuerpo.
Además, hacía frío. Ya era noviembre y a aquellas horas empezábamos a rozar los cinco grados centígrados.
Entramos en el coche, él se sentó en el asiento del copiloto y de pronto una oleada de recuerdos me asaltó. Había pasado un año desde que Paul había acariciado mi cabello uno de aquellos días que en los que me dejaba practicar con su Ford antiguo y descascarillado. Para mí aquella caricia había significado mucho, muchísimo.
–¿Quieres conducir tú? –le pregunté antes de arrancar.
Él negó con la cabeza. Sus ojos negros brillaban aún en la penumbra y me vi tentada de tocar su pelo oscuro.
–Echo de menos verte conducir –me dijo.
Arranqué con una sonrisa en los labios. Cuando llegamos a casa, mi madre ya había preparado el cuarto de invitados y tenía la cena hecha.
Sentí que habían conspirado contra mí toda aquella semana.
Mis padres sabían que Paul vendría a recogerme al hospital, sabían a qué hora llegaba su vuelo e incluso ya le habían preguntado que qué le apetecía cenar.
–Esto es una estafa, ya no me puedo fiar ni de mis propios padres –bromeé mientras engullía la lasaña.
Por fin, Paul les contó la gran noticia del embarazo de su hermana y mis padres se alegraron mucho por él. Sobre todo, porque un bebé nuevo en la familia, ayudaría a paliar levemente el dolor de la enfermedad de su madre.
No le hablé a nadie aquella noche del episodio de Bryan ni tampoco le conté a Paul que Mary estaba tonteando con nuestro profesor.
En cierto modo, sentía que debía contarle a mi novio que Bryan y yo compartíamos un secreto, el de las pastillas… Me sentía culpable por no contarle que me había dado mucha pena la situación en la que se encontraba Devil. Pero al mismo tiempo, era consciente de que desde el momento en que Bryan había pasado a formar parte de la lista de pacientes del hospital, yo ya no podía hablar con nadie de aquello. O, al menos, no debía.
Por lo pronto, decidí no darle mayor importancia. Pensé en Bryan como un paciente más y lo archivé en mi mente como un asunto más.
Como siempre, mi madre amenazó con vigilar la puerta de nuestras habitaciones durante toda la noche.
Y, como de costumbre, Paul apareció en mi cuarto a las tres y media de la madrugada. Se metió en mi cama y me abrazó.
Mi corazón se aceleró al sentir su calor en mi espalda.
–Te he echado tanto de menos… –me susurró.
Ronroneé al tiempo que agarraba sus antebrazos con mis manos para sujetarle contra mí más fuerte. Me sorprendí a mí misma dándome la vuelta para abrazarlo de frente. Él respondió a mi gesto con un beso dulce y suave en los labios al cual no me fue difícil abandonarme. Suspiré al sentir sus manos recorriendo mi espalda y de pronto tomé conciencia de lo abrupto de la situación.
Debía decidir.
Porque no podía hacerle aquello a Paul. Le tentaba, me entregaba a él y luego se tenía que marchar para no hacer aquello que ambos sabíamos que no era del todo correcto.
–Te quiero –me dijo al oído mientras besaba mi cuello.
Entonces ambos nos miramos a los ojos.
–Tengo miedo –confesé temblorosa–. Pero también… Lo necesito.
Sentí que enrojecía de pies a cabeza y ni siquiera me atreví a mantenerle la mirada.
Él sujetó mi barbilla con sus dedos y me clavó sus ojos en los míos otra vez.
–No haré nada que tú no quieras que yo haga… Llegaré siempre hasta donde tú me dejes. Nunca jamás te haré daño y en el momento en el que te duela, pararé. Eres mi vida, Becca… Jamás podría hacerte sentir mal.
Sus palabras me reconfortaron y me dejé llevar por sus besos otra vez. Su barba de tres días me raspaba y me enloquecía hasta tal punto que debía controlar mis impulsos.
Dejé que él me quitara la ropa. Y no me dio vergüenza ninguna el sentirme desnuda entre sus brazos. Me acariciaba con tal suavidad que toda la piel se me erizaba con un solo contacto.
–Sólo haremos una cosa hoy… Sólo una… Quiero que vayamos poco a poco… –me susurró al oído.
Él sólo se había quitado la camiseta, pero a pesar de todo, podía sentir su erección en mi cadera y aquello hacía que realmente me pusiera taquicárdica.
Entonces un choque de sensaciones inesperadas me hizo retorcerme. Pero Paul supo frenar mi convulsión con uno de sus besos, a medida que sus dedos se deslizaban en mi interior con esmero y cuidado.
Me llevó al cielo despacio y con mucha ternura. Sus caricias eran detallistas y Paul parecía conocer con profundidad cada trozo de piel que debía trabajar. Me hizo dejar de respirar durante unos segundos al tiempo que mi espalda se curvaba al ritmo de sus labios sobre los míos y de su mano entre mis piernas, jugando con mi cordura. Cuando acabé, me abandoné a sus besos de nuevo y él me acarició el cabello hasta que me dormí en sus brazos.
A la mañana siguiente, me desperté con el pijama puesto y sola. Me levanté de la cama y corrí las cortinas hasta que entró la suficiente luz como para poder ubicarme. Había una nota en mi mesilla y a su lado, un sobre con la letra de Paul.
“He bajado a desayunar, te espero en la cocina”, decía el post-it.
Abrí el sobre en el que ponía mi nombre. Y encontré dos tarjetas de embarque. Una para coger un avión el primer día de las vacaciones de navidad y otra para el vuelo de regreso el último día de éstas.
Abrí mucho los ojos. Mi madre me había dejado ir a pasar las vacaciones con él, a su casa. Quince días.
Rememoré lo que Paul había hecho con mi cuerpo hacía apenas unas horas. ¿Cómo sería, entonces, pasar quince días tan cerca de él? Sentí miedo, asombro, curiosidad y excitación al mismo tiempo.
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Y el siguiente!!! os ha gustado?? espero que sí!!!! que sepáis que voy leyendo todos vuestros comentarios y estoy alucinando de las subidas que ha tenido becca estas últimas semanas, tanto en el primer libro como en el segundo! sólo me queda daros las gracias!!
Siento la espera por el capítulo, pero creo que ha sido lo bastante largo como para compensaros :D :D
un beso a todos!!!! y todasssss!!!
PD: me han comprado un perrito y no hago más que limpiar el pis por toda la casa jajaja ... cada vez que escribo estoy pendiente de a ver donde se pone el pobre cachorro a hacer sus necesidades!!! alguien conoce algún truquillo??
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