Capítulo 4: esta noche no.

Sobre los hombros de Indra Raj, una larga y espesa melena negra contrastaba con el blanco polar de su bata. La neuróloga entró en el cuarto del señor Bradford, el joven que había sido atacado por la encefalitis autoinmune, y yo la seguí.

            –Buenas tardes, Charles –saludó ella con una gran sonrisa.

Después le pidió amablemente a los familiares que abandonaran la habitación para poder explorar a su paciente con intimidad.

            –¿Has dormido después de comer? ¡Tienes una cara estupenda! –exclamó la doctora con un optimismo sincero.

            –Sí, una hora… Creo –respondió él con la voz apagada.

El señor Bradford esbozó una sonrisa ante el comentario de su amable doctora. En cierto modo, me conmovió. Estaba hundido en el butacón gris que tienen todos los cuartos del hospital al lado de la cama. En su muñeca había una especie de vendaje que sostenía las vías para pasarle la medicación.

Le observé, intentando captar todos los detalles. Charles Bradford se trataba de un hombre menudo y muy delgado, aunque supuse que aquella anorexia se debía sobre todo a los meses que había pasado en la unidad de cuidados intensivos alimentándose con una sonda. Sus músculos estaban atrofiados en su mayor parte, lo cual le daba una apariencia consumida… Si bien, según me había contado Indra, estaba muchísimo peor hace tan solo dos semanas, así que evolucionaba bien. Recordé la frase de Mary: “te sorprenderías al comprobar hasta qué punto las personas somos capaces de adaptarnos a nuestras circunstancias”. Continué observando los pequeños detalles que construían el conjunto de nuestro paciente.

El azul grisáceo de sus ojos parecía haber perdido gran parte de su vida, y su cabello, al igual que su barba, estaban muy largos y descuidados. Pero, a pesar de todo, su persona emitía un destello de positividad y era capaz de levantarse de la cama y caminar varios metros por el pasillo. Se recuperaba rápido.

                     –Ahora vamos a explorar los pares craneales –me explicó ella, sobresaltándome.

Yo tenía una vaga idea acerca de ellos, no eran otra cosa que los nervios que salían del tronco cerebral para darle vida a los músculos de la cara, pupilas, lengua, glándulas salivales y parte de los hombros. Sin embargo, no me sabía, en concreto, el nombre de cada uno de los pares craneales –pares porque hay dos de cada– ni tampoco su recorrido preciso a través del cráneo.

Atendí, tratando de aprender lo máximo posible.

Lo primero que hizo Indra fue sacar una pequeña linternita con forma de bolígrafo de su bolsillo y acercarse a los ojos de Charles. Primero tapó el ojo izquierdo y apuntó con la luz de manera indirecta hacia el derecho. Repitió la maniobra a la inversa. Comprobé, con gusto, como ambas pupilas se contrajeron, volviéndose diminutas –o mióticas, como suele decirse técnicamente–.

                     –Ahora sigue mi dedo con los ojos –la neuróloga movió su mano de un lado a otro y el señor Bradford obedeció sin dificultad–. De esto se encargan el tercer, cuarto y sexto pares craneales Rebecca, son los nervios oculomotor, troclear y motor ocular externo… Ya lo aprenderás algún día y te acordarás de mí.

Indra continuó y el paciente siguió sus órdenes al pie de la letra.

                     –Cierra los ojos con fuerza… Bien, ahora sonríe… Estupendo, saca la lengua… Ahora muévela a la derecha, a la izquierda… Fantástico Charles, sigue así… Levanta las cejas… Frunce los labios… Ahora encógete de hombros… Muy bien. Es todo, lo has hecho genial –sonrió ella.

Entonces, Indra sacó un pequeño martillo de otro de sus bolsillos –todos repletos de bártulos y papeles–, y golpeó con suavidad el tendón de los dos cuádriceps, un dedo debajo de las rótulas, en las rodillas.

                     –Cuando tú golpeas un tendón, Becca… Sea del músculo que sea, se desata un reflejo osteotendinoso… Lo que en cristiano quiere decir que el músculo en cuestión se va a contraer y tú vas a ver movimiento…

                     –¿Y si no se contrae? –pregunté con curiosidad.

                     –Es por una parálisis a nivel de la médula espinal o una degeneración a nivel central, un fallo en el cerebro, por así decirlo… –comentó ella tranquilamente.

Advertí que el rostro del señor Bradford se tornaba lívido al escuchar aquello, a lo que Indra se apresuró a tranquilizarle:

                     –Pero tus músculos están a las mil maravillas Charles, tú no te preocupes, no es en absoluto tu caso.

Entonces él esbozó una sonrisa de alivio. Pero Indra se puso seria y se dispuso a explorar la madre del cordero: la memoria.

                     –¿Puedes decirme qué día es hoy y en qué año estamos, Charles? –preguntó.

                     –El año es dos mil… Trece –dijo pensativo–.O doce.

                     –Muy bien, dos mil trece… Estupendo… ¿Y atreves a decirme el mes y el día de la semana en el que estamos? –dijo ella con una voz suave y melodiosa, que invitaba a la calma absoluta.

                     –Jueves… Noviembre –respondió él.

Indra asintió con la cabeza. Casi había acertado, estábamos a viernes y a mediados del mes de noviembre –era mi tercer día con la doctora Raj y además, aquella noche por fin vería a Paul–. Sonreí, orgullosa de Charles. Él me dirigió una mirada esperanzada y respondí sonriéndole aún más.

                     –¿Y cuántos años tienes? –adiviné que aquella ya sería la última pregunta, por la entonación que la doctora utilizó.

                     –Veintiocho –afirmó él.

Indra negó.

                     –¡Qué morro tienes, quitándote años! Tienes treinta, machote –ella rió tratando de restarle importancia, pero lo cierto era que los dos últimos años no existían casi para el señor Bradford.

Bueno, señor… Lo que se dice señor, no era. Era más bien joven, pero la enfermedad lo había dejado exhausto y aquello lo hacía parecer mucho más mayor.

Charles rió con Indra.

                     –Bueno doctora, hago lo que puedo… Poco a poco –gruñó él.

                     –Lo sé, Charles, y estás yendo muy bien. Ahora intenta descansar un rato, te lo mereces.

Ambas nos despedimos y salimos de allí. Cruzamos el pasillo y nos introdujimos en una sala exclusiva para el personal sanitario donde había varios ordenadores en los cuales los médicos se sentaban a escribir sus historias clínicas e informes. Para mí ir allí era toda una novedad, ya que con la doctora Raj significaba la primera vez que había ido a ver pacientes ingresados para comprobar sus avances o retrocesos diarios.

Me lo estaba pasando en grande y tenía muchas ganas de contarle a Paul todo lo que estaba aprendiendo.

                     –Becca –dijo Indra interrumpiendo mis pensamientos–. Hoy vas a hacer algo especial, vas a escribir tú tu propia historia clínica con los datos que tenemos de Charles… Cuando la tengas, me la vas a enseñar y la corregiremos juntas. ¿Te acuerdas de lo que te expliqué ayer de lo que tienes que poner al principio del historial? –me preguntó haciendo alarde de una gran capacidad para la docencia. Asentí.

                     –Alergias, sobre todo a medicamentos, factores de riesgo cardiovascular como colesterol, obesidad, hipertensión… Si es diabético o no, si fuma o no fuma y si bebe o no bebe –repetí cual papagayo.

Indra me sonrió, confirmando que estaba en lo cierto.

                     –Pues ya estás tardando –ordenó como si me estuviera dando un latigazo.

Sin embargo, ella sabía que yo lo vivía al máximo y que cualquier trabajo que me mandara era poco. Y así transcurrió la tarde. Sin embargo, yo cada vez le prestaba menos atención al ordenador y más a mis ansias de encontrarme con Paul aquella noche.

Por eso, cuando Indra me corrigió el texto, la mayoría de fallos los encontró al final.

                     –Debes de estar ya cansada… Pero en general lo has hecho muy bien, vas a llegar muy preparada a la universidad si sigues así –comentó ella con alegría.

Cogí mi pequeño Nissan para volver a casa. Estaba encantada de poder contar ya con mi propio coche para ir al hospital, el cual se encontraba bastante cerca de mi casa. Mientras conducía, pensé en Indra. La doctora Raj con sus ojos enormes y muy negros, a juego con su piel dorada oscura, sugería abiertamente su origen hindú. Bajo la bata, vestía con ropa de colores vivos como pantalones vaqueros amarillentos y camisas de un fucsia muy vivo. Era una mujer encantadora y en los tres días que llevaba con ella sentía que había aprendido cosas muy importantes. Además, me trataba con mucha humanidad y siempre me tenía en cuenta, explicándome en todo momento cada decisión que tomaba y el por qué de ésta.

Giré a la izquierda en el siguiente cruce y al llegar a la altura de mi casa, mi corazón dio un vuelco cuando descubrí el Ford desgastado de Paul aparcado frente al jardín. Dejé mi coche tirado al lado de la acera y casi me olvido de cerrarlo cuando lo vi a él sentado en el césped, con la espalda apoyada sobre la pared que había junto a la puerta. Como ya había oscurecido, apenas pude entrever su rostro.

Eché a correr hacia la entrada y él se incorporó. No tardamos en fundirnos en un beso íntimo y exigente al tiempo que nos buscábamos el uno al otro con nuestras manos. No dijimos nada, sobraban las palabras. Yo sólo quería sentir sus labios sobre los míos y él parecía reclamar lo mismo de mí. Contuve la respiración al sentir su boca en mi cuello.

                     –Detente, Paul… Podría salir mi madre en cualquier momento –susurré.

Él empezó a reírse.

                     –Cuanto te he echado de menos –dijo mientras apoyaba su frente sobre la mía.

Pude oler su aroma, una mezcla entre aftershave, champú y su propio olor corporal. Me estremecí. Sus expresivos ojos castaños me miraban casi con delirio y yo deduje que mi manera de mirarle debía de ser muy parecida.

                     –Te quiero –le dije yo–. Es genial que estés aquí.

Entonces Paul depositó un pequeño y fugaz beso en mi boca.

                     –Vamos dentro, huele a lasaña… –dijo entonces–. Tu madre debe de estar cocinando.

Estaba tan emocionada con tenerle cerca que ni siquiera había reparado en el pequeño detalle de que no había cenado. Y ya eran las diez de la noche. Mi estómago rugió, devolviéndome de nuevo a la Tierra.

Nada más entrar mi madre nos recibió con una cálida bienvenida.

                     –Os quiero separados por una distancia mínima de tres metros. Paul, siéntate ahí –señaló una silla–. Y tú, señorita, vete allí atrás.

                     –Yo también me alegro de verla, doctora Breaker –saludó Paul tentando a la bestia.

                     –Yo me he alegrado mucho al veros por la ventana, también –dijo mi madre mientras abría el horno para comprobar la evolución de su lasaña de verduras–. Y no me llames de usted, Paul… Me pone muy nerviosa. Todavía no soy una venerable anciana.

Sentí que me ponía roja como un boniato con solo pensar que mi madre hubiese podido presenciar nuestro reencuentro no apto para progenitores de hijos mayores de quince años. Paul, sin embargo, continuó sonriendo, impasible ante el carácter autoritario de la doctora Arma Letal.

Mi padre bajó a cenar. Estaba contento porque acababa de autopublicar su primera novela en internet y gracias a ella había alcanzado los primeros puestos en el ranking de ventas. Incluso saludó a Paul con abrazo masculino amistoso. Ambos se dieron palmaditas en sus respectivas espaldas y yo me quedé mirando la escena con incredulidad.

Claramente, mi padre no había presenciado el reencuentro y yo le agradecí al cielo por ello.

Alan Breaker, el valiente marido de la doctora Sandra Breaker, véase, mi padre, era un hombre de elevada estatura y cara de bueno. Sus ojos eran muy oscuros y expresivos. Recordaban a los de Paul, pese a que ambos hombres eran físicamente muy distintos.

Mi padre siempre me había tratado con mucho cariño y amor, me consentía más de la cuenta porque según me había confesado él, pensaba que mi madre era un poco nazi conmigo. Reí cuando me contó aquello.

La cena fue tranquila. Eso sí, en ningún momento me acerqué a Paul más de la cuenta, siempre tuvimos que respetar los tres metros de distancia que había establecido mi madre.

                     –Tengo guardia esta noche, Alan –dijo ella–. Mantén vigilados a estos dos.

Pero mi padre estaba en su nube de éxito y asintió sin darle mucha importancia. Tres horas más tarde, cuando Alana Breaker ya roncaba estruendosamente y mi madre se había marchado al hospital, yo daba vueltas en la cama sin conseguir pegar ojo. Entonces escuché un clic y unos pasos en la oscuridad. Segundos más tarde, sentí el roce de unos dedos sobre mi mejilla que instantes después se enredaron en mi cabello.

                     –¿Puedo abrazarte? –me preguntó Paul con la voz algo ronca.

No esperó a que yo respondiese, por eso me sobresalté al sentirle dentro de mi cama, rodeándome con sus brazos y depositando pequeños besos sobre mi frente. Me giré, quedando de lado frente a él y pasé una pierna por encima de las suyas, aferrándome a su cuerpo con fuerza.

                     –Podría haberte pillado mi padre –lo regañé divertida en un susurro.

                     –Mi necesidad de estar contigo es más fuerte –susurró él en mi oído, haciéndome estremecer.

Podía oler su colonia y me recreé pasando mis dedos por su cabello corto y suave de aquel color negro que tanto brillaba. Dejé que besara mis labios, al principio despacio y con ternura. Disfruté del calor de su boca y del roce de su barba contra mi piel, raspándome. Pasados unos instantes, abrí la boca y dejé que él la explorase con todo detalle. Sentí un calor torrencial subiendo por mi espalda e introduje una de mis manos por debajo de su camiseta. Paul emitió lo más parecido a un gemido cuando notó mi piel fría acariciando su torso y entonces él decidió imitarme.

De pronto nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo, cuando me percaté de que yo ya no llevaba el pijama puesto y que sólo me separaba del cuerpo de Paul mi ropa interior, detuve mis caricias en seco y lo miré, alarmada.

                     –Creo que se nos está yendo de las manos –susurró él–. Perdóname, me he dejado llevar.

Aún sentía sus brazos rodeándome. Sus músculos estaban tensos, yo estaba bajo él y me tenía aprisionada contra el colchón.

Entonces Paul se levantó de la cama y volvió a ponerse su camiseta. Después, me dio un pequeño beso en los labios con la intención de despedirse.

                     –Puedes quedarte a dormir, si quieres… – le dije procurando taparme con el edredón.

Él dejó escapar una pícara sonrisa. Vi la lujuria asomando por su rostro y me asaltaron sensaciones contradictorias. 

                     –No puedo Becca, no puedo dormir a tu lado… Al menos, no esta noche.

Y se marchó.

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Y aquí tenemos el siguiente!!! He procurado tardar menos esta vez :) espero que os haya gustado!! muchos besos!

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