Capítulo 19: adopta una mascota
Al día siguiente y después de visitar a las gemelas de nuevo en el hospital, acompañé a Paul al aeropuerto.
-No quiero que te marches otra vez... Has estado muy poco tiempo -le dije mientras esperábamos en la cola de entrada a la aduana.
Yo no podía acompañarle más allá.
Me miró. A su espalda llevaba su único equipaje: una mochila negra con espacio suficiente para un pijama, algo de ropa limpia y un cepillo de dientes.
-Tengo que volver, mi hermana está a punto de dar a luz... Si no, ya sabes que me quedaría contigo todo el tiempo que pudiera.
Desvié la mirada hacia el suelo y él me obligó a levantar la cabeza poniendo sus dedos bajo mi barbilla.
-No me hagas esto, Becca... Sabes que no soporto verte sufrir -susurró-. Te prometo que vendré a verte cuando tengas la selectividad, para ayudarte y darte ánimos.
Entonces volvió a chispear una pizca de ilusión dentro de mí. Me tiré a sus brazos y dejé que me abrazara.
-¿De verdad? -pregunté entusiasmada.
-De verdad... Pero sólo si me prometes que tendrás mil ojos con Bryan -dijo de pronto.
Se separó unos centímetro de mí y me miró muy serio.
-Confío en ti, pero no en él. Y no me gusta ese trabajo que tenéis que hacer juntos.
Pero para mí, ese trabajo era importante, era mi carta de presentación, algo que ayudaría, aunque fuese un poco, a conseguir mi plaza en la facultad de medicina de la universidad que fuera.
-Es un trabajo que me abrirá puertas si lo hago bien -le dije-. Yo espero que Bryan sea consciente de eso, porque a él también le va a beneficiar esforzarse de cara a estudiar en una buena universidad.
-Ya, escucha... Cuando hay una chica que nos gusta por en medio, nuestras prioridades se difuminan... Recuerda eso -me dijo con una sonrisa antes de darme un pequeño toque en la punta de la nariz con su dedo índice.
Sonreí.
-¿Me llamarás esta noche? -pregunté esperanzada-. Tendré el Skype encendido.
Paul desvió la mirada hacia el guardia de seguridad. Ya sólo le quedaba un turno para tener que pasar por el arco de detección de metales y dejar su mochila a merced de una cuidadosa inspección.
-Haré lo que pueda... Y si no consigo llamarte hoy, mañana seguro que lo hago. Daisy se marcha a las ocho de la tarde y entonces nos quedamos mi padre y yo solos con mi madre, por eso por las noches estoy más ocupado de lo normal -me explicó.
Me agarró ambas manos y las besó.
-Te quiero -susurró en mi oído-. Estudia mucho, ya estás a punto de conseguirlo... Mi pequeña.
Y entonces atravesó el arco y me aparté a un lado para dejar pasar a los pasajeros que venían detrás. Me dijo adiós con la mano desde el otro lado de la aduana y después le perdí la pista.
Me di media vuelta y deshice el camino hasta la salida del aeropuerto. Atravesé varios grupos de turistas y espacios llenos de filas de asientos metálicos al lado de las puertas de llegada. Me retiré una lagrimilla traicionera de la mejilla derecha al ver una pareja que se despedía y continué caminando.
Recordé aquella señora que se puso de parto cuando fui a pasar las vacaciones de Navidad a casa de Paul... Sonreí.
***
Resoplé, nerviosa. Tuve que reconocer que mi cabeza no daba más de sí. Mi inteligencia se había ido a dormir hacía un buen rato y mis ojos no lograban enfocarse más de dos segundos seguidos en las líneas de los apuntes.
Bebí otro poco de agua helada. Me las había apañado para llenar el congelador de botellas de agua e irlas sacando a medida que mis ojos cerraban.
El agua fría me despejaba más que cualquier café.
Crucé mis piernas como los indios sobre mi silla y dejé caer mi frente sobre el cuaderno. Aquella era una de mis posiciones imposibles más frecuentes en mis horas de estudio. Quizá tuviese algo que ver con ese dolor de lumbares que luego me atacaba al irme a dormir.
Miré el reloj. Daban las cuatro de la madrugada y ya había hecho dos intentos de cerrar los ojos y relajarme en la cama. ¿Cómo iba a dormir si cada vez que mi mente bajaba la guardia se colaban en ella recuerdos de Paul mezclados con matrices, trigonometría, fermentaciones bacterianas y versos de Shakespeare? Estampé un puño contra la mesa, mientras mi cabeza seguía apoyada en el cuaderno.
-Sólo tres días más... -farfullé con voz de aborigen extenuado y hambriento.
Escuché un par de llantos sincronizados. ¡La toma de las cuatro y media!
Cabe decir que tener dos hermanas gemelas de un mes pidiendo pecho un par de veces a lo largo de la noche, todas las santísimas noches, no favorecía el descanso de ningún habitante de la casa. Aunque yo no me podía quejar, porque mi madre, a sus cuarenta y nueve años había pasado de tener una casa tranquila con una hija a punto de abandonar la adolescencia sin haber cometido ninguna locura extraña, a vivir en una jaula de grillos formada por un cachorro que se hacía caca en sus alfombras, dos bebés absolutamente idénticas, lloronas y hambrientas y al novio de su hija adolescente durmiendo ocasionalmente bajo su techo.
"¡A mi edad la gente ya está pensando lo que va a hacer cuando se jubile!" gruñía ella mientras cambiaba pañales, pero después sonreía y se comía a besos a sus dos gemelas -vaivenes emocionales de las madres, supongo-. Mi padre había visto multiplicado su tiempo en la cocina y disminuido casi a cero el que dedicaba a escribir sus novelas negras. La responsabilidad de los paseos de Bono, su comida y las visitas al veterinario para vacunarle había caído sobre mis hombros, tanto que ahora el cachorro dormía en mi habitación, donde yo había puesto su camita junto a un empapador para que hiciera pis, si es que no aguantaba hasta su paseo matutino.
Incorporé mi pobre cráneo y me incliné hacia atrás, para ver al perrito, que dormía plácidamente panza arriba ajeno a cualquier turbulencia mental de su dueña.
Y entonces sonó el despertador. Me desperecé y descubrí que eran las ocho de la mañana. Así, de golpe.
¿Qué había pasado desde la última vez que había mirado el reloj? Escuché un crujir de huesos atronador procedente de mi espalda.
Descubrí que no sentía la pierna derecha y mis tobillos estaban entumecidos. Me había dormido en la postura imposible del indio, con la cabeza sobre los apuntes.
-Mis músculos... -gemí.
Bono ya estaba bien despierto. Se había sentado a mi lado y me miraba. Su rabito (más bien rabazo, pues había crecido bastante en el último mes y su tamaño ya iba asemejándose al de un labrador adulto) se movía a una velocidad increíble.
Me dedicó un ladrido cariñoso. Supuse que en su idioma canino significaba algo así como: "me hago pis y otras cosas". Me di prisa en chasquear todas mis vértebras. Después me froté la pierna derecha con fuerza para desentumecer los nervios anestesiados por la mala postura. Y al fin me pude enderezar sin partirme ningún hueso en el intento. Con las zapatillas aterciopeladas en los pies, bajé las escaleras seguida muy de cerca por el cachorro que iba conteniendo sus necesidades más básicas hasta que llegué a la puerta del jardín y le dejé vía libre hacia el césped.
Regresó tan contento y se puso panza arriba sobre la alfombra. Le acaricié.
-Tienes mucha suerte de ser un perro y no tener que hacer la selectividad -le dije mientras me lamía los dedos.
Me ladró de nuevo. Quería pasear fuera de casa, el señorito era muy limpio y el tema de dejar desechos mayores en su entorno doméstico (incluido el jardín) no podía soportarlo.
-Tendrás que esperarte a que desayune, querido -dije camino de la cocina.
Allí me encontré una cunita, donde reposaba Nat (lo supe por su pulserita rosa) y a mi madre con sus profundas ojeras, dando el pecho a Emmelie, quien se había llevado la pulsera morada. Aunque mi madre juraba y perjuraba que las distinguía perfectamente sin la necesidad de esos pedazos de tela coloreada alrededor de sus minimuñecas.
-Buenos días cariño -me dijo.
Últimamente las palabras "cariño" y "cielo" no abandonaban sus labios. Iban dirigidas o bien al perro, o a las bebés o a mi padre o a mí.
-Hola, central lechera -dije con una sonrisa.
Pero a ella no le hizo mucha gracia.
-No vuelvas a llamarme así, señorita. La selectividad no justifica eso. Que lo sepas -cortó mi madre-. Tienes cara de haberte dormido otra vez doblada por la mitad.
Sonreí a medio gas y me puse un vaso de agua con una bolsita de té.
-He hecho tostadas integrales para todos hace un cuarto de hora -me dijo.
La miré, anonadada. Aún se las apañaba para poner desayunos con dos máquinas tragaleches succionándole las entrañas cada tres horas.
-Gracias, mami -dije inclinándome para darle un beso en la mejilla.
Emmelie se despegó del pezón y me dedicó una mirada de advertencia: "aléjate de mi teta". O eso, yo empezaba a tener alucinaciones por la dichosa selectividad.
-Deberías descansar, Becca... ¿Por qué no haces algo diferente de estudiar? Date unas horas de respiro. Ocupa tu cabeza con algo nuevo, lee alguna novela, relájate un rato.
Bufé, me exasperaba que la gente me dijera que tenía que descansar, vivir, hacer cosas, salir de fiesta... ¡Yo no quería eso! Quería ser médico y si para ello tenía que pasarme las horas enclaustrada en mi habitación, leyendo y leyendo, estudiando y estudiando, lo haría. Porque era mi sueño. ¿Y a quién le importaba la cantidad de botellones a los que hubiese ido, o la de veces que me hubiese saltado una clase? ¿Qué demonios estaba mal en pasar demasiadas horas estudiando? Mi mal humor me estaba pasando factura. En realidad, mi madre sólo me había propuesto que despejara mi mente un par de horas, no que me fuese de fiesta hasta bien entrada la madrugada. Entonces me di un coscorrón con uno de los armarios de la cocina. "Neeesito dormir" sentencié mientras frotaba la zona de mi cabeza que había sido golpeada por el malvado armario de los platos.
- Ay...-murmuré-. Pero tengo que repasar mamá, se me olvidan las cosas... Estoy tan cansada ya... -me quejé.
Ella sonreía dulcemente.
-Recuerda que sé de lo que hablo... Yo también estudié medicina en su momento y llevo muchas horas de libros a mis espaldas.
Asentí, pensativa. Después, me senté a la mesa con una tostada y vaso con té. Bono había llegado a la cocina y me miraba con devoción, sentadito sobre sus cuartos traseros. Estiró su patita y me dio un toque en la pierna.
-Podrías ir a pasear con Bono por el campo. Así se cansa, luego duerme y tú respiras aire fresco y después el perro te deja estudiar-me propuso mi madre.
De pronto vino a mi mente el lago. Nuestro sitio. Pero Paul no estaba y no podía ir con él a ese remanso de paz natural que había a unos pocos kilómetros de mi casa. Un ladrido me trajo al presente otra vez. Algo había que hacer con el labrador incontinente. Me agaché y le di un beso en el hocico. En el fondo, me tenía ganada.
-Sí, es buena idea. Aunque solo me quedan tres días para estudiar... Así que no tardaré en volver.
Engullí la tostada rápidamente y me bebí el té en un par de sorbos. La idea de que la selectividad llegase en tres días me alegraba y aterraba a partes iguales. Necesitaba que todo aquel estrés terminase pronto, pero también me resultaba vital tener más tiempo para aunque fuese un último repaso rápido de cada asignatura.
***
Respiré el aire puro y procuré llenar hasta el último centímetro cúbico de mis alveolos con él. Bono tiraba de la correa, había visto un par de urracas bebiendo en el lago y quería ir a cazarlas -o al menos, a darles un buen susto-.
-Quieto... -le ordené al cachorro-. Aún tengo que cerrar el coche.
Mi huevo Nissan no estaba dotado con la altísima tecnología que permite cerrar vehículos con mando a distancia. No. Así que tuve que rodear el coche e introducir la llave en la cerradura de la puerta del conductor para asegurarme de que se quedaba bien cerrado.
Mi teléfono pitó. Vi un mensaje de texto de Paul y sonreí. Se estaba esforzando en llamarme más a menudo, además de enviarme pequeños mensajes. Sin embargo, yo era consciente de que, en algunas de las ocasiones en las que hablábamos de noche frente a la web cam, su cabeza estaba en su madre, en su futuro, en el mal humor de su padre y en la posibilidad de terminar por fin la carrera el próximo septiembre. Aún así se las apañaba para darme ánimos, charlar sobre algún tema intrascendente y contarme, sólo cuando se encontraba preparado, lo mal que lo estaba pasando.
Caminé hacia el lago, que estaba tan sólo a medio kilómetro de donde había dejado el coche. Comprobé que no hubiese nadie cerca, ni otros perros, ni coches, y entonces solté la correa de Bono, que se dirigió hacia el agua, con la intención de darse un refrescante baño propio de los primeros días del mes de junio. Me senté en una de las piedras de la orilla y observé complacida como el animal chapoteaba con las patas delanteras en un intento por decidirse de una vez a sumergir su suave lomo al completo.
Leí de nuevo el mensaje que Paul me había enviado hacía tan solo unos minutos: "deberías descansar, te quiero". Sonreí, mi madre me había dicho lo mismo. Me conocían muy bien. Y es que, para mí, descansar a solo tres días de la selectividad aunque sólo fuera un par de horas, me parecía como si Cristóbal Colón hubiese decidido detener sus barcos en mitad del océano Atlántico durante un par de días para tomarse un respiro antes de llegar a descubrir el nuevo continente. O como si Juana de Arco se hubiese sentado a dormitar sobre un tronco durante el curso de una batalla. "Es que estoy estresada. Hacemos una pausa de quince minutos y continuamos", le hubiese dicho a los ingleses.
Tiré una piedra al agua y rápidamente las ondas dibujaron perfectos círculos concéntricos en la tranquila superficie del lago.
***
Se sobresaltó al escuchar un ruido cerca. Miró su reloj y vio que tan sólo eran las nueve y media de la mañana. ¿Quién podría estar paseando por el bosque a aquellas horas?
Se encogió de hombros. Seguramente alguien como él, necesitado de unos minutos de silencio... Sobre todo de silencio mental. Bryan giró la cabeza, de nuevo ese ruido. Como si alguien hubiese pisado un charco. Recordó que había un lago cerca de allí, sin embargo él prefería perderse por el extremo opuesto del bosque, un rincón que poca gente conocía más allá del aparcamiento y los merenderos propios de los excursionistas que había al otro lado del lago.
Sin embargo, le picó la curiosidad por saber quién rondaba por aquella zona un martes por la mañana, en horario laboral.
Caminó con cuidado, procurando no hacer mucho ruido. Sorteó algunos de los altísimos árboles que había por la zona y tuvo la precaución de ir mirando el suelo para no tropezarse con una de las múltiples raíces que sobresalían bajo sus pies.
Entonces vio a un perro de tamaño mediano y pelo fino entrando y saliendo del agua dando brincos de alegría y moviendo el rabo.
-¡Muy bien! ¡Lo has conseguido! ¡Buen perro! -gritaba la dueña, entusiasmada.
Aquella voz... Se acercó un poco más y vio a una chica de cuerpo menudo, piel blanca con algunas pecas en la cara y una larguísima melena castaña algo despeinada que caía por su espalda, con los mechones recogidos detrás de las orejas.
La reconoció al instante. Bryan sonrió al ver que Becca le aplaudía al cachorro (alguna vez ella le había mencionado que debía volver a casa para pasear a su perro, de tan sólo unos pocos meses de edad). Aunque jamás se la había imaginado jugando con un perro tan entusiasmada y feliz. Aquella visión le enterneció más de lo que hubiese deseado y agradeció para sus adentros que nadie estuviese allí para ver lo mucho que disfrutaba mirándola sin que ella lo supiera. Decidió no acercarse más, no quería ser descubierto, de lo contrario estaba seguro de que Becca se marcharía de allí después de saludarlo con sequedad, dejándolo plantado. Sobre todo, sabiendo lo que él sentía por ella.
Se apoyó en uno de los troncos y se dejó resbalar hasta el suelo. Desde allí podía contemplar a su compañera perfectamente, y de paso, reflexionar un poco.
Obviamente, no tenía nada que hacer. Becca adoraba a su novio y en el fondo, Bryan se hubiese sentido decepcionado si ella hubiese hecho algún amago de serle infiel. Pues nadie querría tener una relación con una persona sin valores y sin el carácter suficiente para saber qué es lo que quiere en su vida. Al menos, él no quería una chica así. Bryan tenía a Becca en alta estima y la respetaba. Siempre le había dicho lo que pensaba y le había dejado las cosas claras.
Suspiró largamente. Al verla tan contenta con el animal, pensó que si no podía tener novia, o no podía tenerla a ella, quizá si pudiera comprarse un perro del cual ocuparse. Siempre le habían gustado los animales... Y tener uno en casa que le esperase todos los días y le jurase lealtad eterna (al menos mientras él le suministrara pienso) no le parecía una mala idea. Bryan contuvo una sonrisa sarcástica. Se estaba recordando a sí mismo a la soltera mitológica rodeada de mil gatos que matan su soledad.
De pronto, vio que su compañera ataba al cachorro y caminaba en sentido opuesto. Se marcharía a estudiar, seguramente. Quedaban tres días nada más. Bueno, dos días y medio, si se descontaba la parte de la mañana que ya había transcurrido aquel día.
Bryan se incorporó del suelo y empezó a caminar hacia su todoterreno, que lo había aparcado en la dirección opuesta al camino que había tomado Becca.
***
-¡Quieto! -le grité al cachorro.
Era increíblemente listo y sabía que nos dirigíamos al coche, por eso se había empeñado en frenarme y en caminar en dirección al lago (claramente, no quería ponerle fin al paseo por el campo) y tiraba de la correa con tanta fuerza que me arrastraba tras de sí. Me pregunté cómo sería de grande dos meses más tarde y cómo haría yo para poder sacarlo a pasear sin tener que usar las dos manos para retenerle.
-¡Bono! ¡Deja de correr! -le ordené, sin éxito.
Entonces una raíz más gruesa de lo normal se interpuso entre el cachorro y mis pies y caí al suelo retorciéndome el tobillo. Por instinto, solté la correa para poder frenar el golpe con ambas manos y Bono salió corriendo hacia el lago. Supliqué para mis adentros que no hubiese ido muy lejos y se hubiese entretenido chapoteando en el agua.
Fui a levantarme y escuché que algo crujía. De pronto un latigazo de dolor que se inició en el tobillo derecho sacudió toda mi pierna paralizándome.
Grité. Dolía. Mucho. Demasiado. Me tenía que haber roto algo.
-¡Bono! -grité al ver que no iba a poder ir a buscarle-. ¡Bono!
Se me escaparon las lágrimas, cada intento por ponerme en pie me suponía un nuevo latigazo. Afortunadamente llevaba el móvil en la mochila. Lo saqué y se me heló el alma al ver que no había sobrevivido al golpe. La pantalla estaba resquebrajada y no respondía cuando pulsaba la tecla de encendido.
***
Bryan estaba ya cerca de su todoterreno cuando llegó a sus oídos un grito que rompió el silencio del bosque. Frunció el ceño y se detuvo para escuchar con más atención.
-No creo... No será... -susurró pensando en ella.
Pero no oyó nada más. Quizá se lo habría imaginado. Probablemente. Echó a andar de nuevo, no quería entretenerse más tiempo, había que estudiar. Y entonces le pareció escuchar de nuevo otro grito.
Se dio media vuelta y escudriñó la espesura con la mirada. Sacudió la cabeza. Aquel sonido procedía de bastante más lejos de lo que podía alcanzarle la vista. Desde más allá del lago, seguramente.
Se debatió consigo mismo entre ignorar lo que había escuchado y volver a casa o, por el contrario, seguir su intuición y echar a andar de vuelta por donde había venido e investigar qué había podido suceder.
Y de nuevo otro grito. Y ya no dudó más.
Corrió de vuelta y aquellos sonidos empezaron a definirse según acortaba la distancia.
Era una voz femenina.
-¡Bono...! -se escuchaba cada vez más cerca.
Cuando Bryan vio un perro suelto, con la correa arrastrándose entre los árboles, se dio cuenta de lo que había pasado.
-Ha debido de escaparse -supuso él en voz alta.
Igual su compañera necesitaba un poco de ayuda. Se agachó para ponerse a la altura del animal y emitió un silbido suave.
-Ven, guapo... -le dijo al cachorro-. Mira, tengo algo que puede gustarte...
Le engañó metiéndose la mano en el bolsillo y haciendo como sacaba un puñado de comida. Le silbó de nuevo y el perro se acercó a él con curiosidad. Debía de estar a unos cinco metros de distancia. Demasiado lejos como para agarrarle de la correa e ir a buscar a la dueña.
-Vamos... Acércate un poquito más... Tengo algo muy rico -continuó Bryan intentando persuadirle.
Bono le observó, tenía la lengua fuera y movía el rabo con entusiasmo. Sí, ya le estaba convenciendo. Cuando estuvo a tan solo medio metro de él, Bryan alcanzó la correa de cuerda rápidamente y acarició el lomo del labrador para premiarle por su confianza.
-Buen chico -le dijo.
Bono le dio un lametón a su mano y continuó moviendo el rabo. Se escuchó otro grito. A Bryan le extrañó no ver aparecer a Becca de entre la maleza. Sólo le gritaba al perro. Pero no se la veía por ninguna parte.
Entonces el perro comenzó a tirar de su brazo en la dirección en la que se escuchaba la voz de su dueña. Bryan decidió dejarse guiar por el animal, aunque tuvo que dar zancadas bastante grandes para poder igual su ritmo.
Los gritos cada vez sonaban más cerca. Pero seguía sin verla.
-¡Bono! ¡Cariño! ¡Estás ahí, puedo oírte! Ven con mami... -dijo Becca.
Sin embargo, su voz sonaba opaca, extraña, distorsionada. Y entonces la vio. Estaba en el suelo, con la espalda medio apoyada sobre el tronco de un árbol y una pierna flexionada. La otra estaba estirada y extrañamente descolocada.
-Bryan -dijo Becca con voz queda.
Y cuando creyó que su compañera lo echaría de allí a patadas, ella dijo:
-Gracias a Dios.
***
A pesar de ser las nueve de la mañana aún dormían todos en casa, excepto Daisy que había llegado a las nueve, como siempre. Paul había pasado una mala noche. Su madre se había despertado tres veces y al fin había logrado conciliar el sueño casi a las siete de la mañana, por eso aún no se había despertado.
Se sentía extraño. Estaba estirado boca arriba, en su cama, mirando el techo con la poca luz del alba que se filtraba entre las cortinas, pese a que ya debía de ser completamente de día. Pensó en Becca. Tenía un mal presentimiento. No sabía explicarlo, ni de dónde procedía esa corazonada.
Decidió enviarle un mensaje. "Descansa", le dijo a su novia. La imaginaba todas las madrugadas inmersa en sus apuntes. Sería así hasta que terminase los exámenes de selectividad. La conocía. Era intensa, en todo. Una vez que tomaba una decisión la llevaba hasta su última consecuencia. Como estudiar, por ejemplo. No le hubiese extrañado saber que llevaba varios días sin dormir en la cama. Seguramente, los libros se hubiesen convertido en su nueva almohada.
Suspiró. Cómo le gustaría volver a hacer la selectividad. Tener diecisiete años. Su madre entonces estaba bien, le hacía el desayuno por las mañanas, le sonreía y le llamaba por su nombre. Su padre era un hombre feliz, con sus cosas, como todo el mundo, pero feliz. Su hermana estaba empezando a salir con su actual marido y de vez en cuando se había llevado una regañina por llegar a casa más tarde de lo previsto.
No sabía lo que tenía. Ahora su hermana no estaba en casa. Su padre había perdido la poca paciencia y ánimo que le quedaban y su madre perdía facultades a una velocidad vertiginosa.
Daisy hacía lo que podía, pero al ser ajena a la familia, no alcanzaba a entender del todo lo doloroso que era para ellos ver a aquella que había sido un pilar básico en sus vidas lavar los platos con champú.
Alguien llamó a la puerta de la habitación.
-Pasa -dijo él en un tono inexpresivo.
Una chica rubia se asomó por una rendija.
-¿Te pillo en muy mal momento? -preguntó ella en un susurro.
Paul se incorporó para sentarse sobre la cama. Negó con la cabeza.
-No, tranquila. No estaba haciendo nada. Pasa -contestó con su habitual seriedad.
La miró. Daisy era buena persona, le caía bien. De todos modos tenía que tener mucho cuidado y no ser demasiado cariñoso con ella, ni cercano. Pero ella lo miraba de esa manera y Paul era muy consciente.
Se sentó en la cama también, a su lado. Puso su mano femenina sobre el hombro de Paul y lo miró largamente.
-¿Cómo estás? -preguntó ella.
Pero él cogio aquella mano y la retiró de su espalda, se la "devolvió" con toda la amabilidad y educación que fue capaz de reunir.
-Supongo que he tenido momentos mejores -respondió él-. Hemos pasado una mala noche... Si quieres, Daisy, ve a casa y tómate el día libre -propuso él.
Si su madre no estaba despierta, Daisy no tenía mucho que hacer más que arrimarse a Paul e intentar darle conversación y quizá, intentar intimar con él más de la cuenta. Así que lo mejor era mandarla a casa.
-Si quieres... Podemos hacer algo juntos. ¿Quieres ir a dar un paseo? A lo mejor eso te ayuda a desconectar -propuso Daisy con su mejor intención.
Paul la miró. Parecía ilusionada y a él no le gustaba derribar las esperanzas de las personas así por las buenas.
-No, Daisy... Lo siento. Tengo cosas que hacer.
Y era cierto, estaba planeando finalizar la carrera de medicina a partir del próximo septiembre y estaba buscando alguna universidad que estuviese algo más cerca de su pueblo en la que echar la solicitud para terminar el último año de sus estudios. Aunque a quién quería engañar... Lo que no le apetecía en absoluto era estar lidiando con la insistencia de Daisy más tiempo del que su paciencia pudiese soportar. Quería ahorrarse una mala contestación y un momento desagradable. Ella no lo merecía y tarde o temprano se daría cuenta de que Paul estaba completamente enamorado de su novia y no quería nada con ninguna mujer que se exceciera de una bonita amistad.
Ella se levantó de la cama.
-No me ves -dijo entonces Daisy.
Paul la miró, perplejo.
-¿Qué quieres decir?
-Que estoy aquí y no me ves. Delante de ti. ¿Por qué no me ves? -preguntó ella elevando el tono de su voz-. Hago lo que puedo para que estés bien, quiero lo mejor para ti. No entiendo por qué no me ves.
De un momento a otro los ojos claros de Daisy se empañaron.
Paul se levantó de la cama y se acercó a ella. Estiró sus brazos y le dijo:
-Ven...
La abrazó. Daisy dejó caer sus lágrimas y se separó de él lo justo para mirarle.
-Eres una buena chica... Te mereces estar con alguien que sepa valorarte. Yo no sé. Yo tengo novia y la quiero. ¿Entiendes? No puede ser, Daisy.
-Si solo pudiera demostrarte lo que siento por ti... Si me dieras la oportunidad.
Paul negó con la cabeza. Y ella contuvo un sollozo fuerte.
-No soy el único hombre sobre la Tierra, Daisy. Hay muchos y mucho mejores. Entiende que no quiero hacerte daño.
Daisy lo miró, compungida. Le temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas.
-No hay nadie como tú.
Paul esbozó una sonrisa tierna.
-No, los hay mucho mejores. Mejores para ti. ¿Crees que sería justo para Becca engañarla? ¿Sería justo para ti que yo saliera contigo sólo por pena?
-No -reconoció ella-. Aunque si así fuera posible...
-No, no digas eso. No está bien conformarse con los desechos de alguien. Te prometo que algún día recordarás esto como una anécdota, estarás con alguien a quien quieras con locura y agradecerás que yo haya sido sincero contigo.
Dicho aquello, Paul le dio una palmadita suave en la espalda a esa chica desconsolada que lloraba en sus brazos y se separó de ella.
-Anda, ve a casa y descansa. Mañana será otro día -susurró él.
Daisy se dio media vuelta y salió rápidamente de la habitación. Paul volvió a tumbarse en la cama y dejó que su mirada se perdiera en la pintura descascarillada del techo.
No le contaría aquello a Becca. No merecía la pena. Sólo la preocuparía y quizá podría hasta estropear la relación.
Pensó en Daisy. La compadeció. Paul contaba con algo de sí mismo que tenía la forma de un arma de doble filo: la empatía.
***
-No puedo moverme -le dije a Bryan-. Me he caído, me duele mucho la pierna derecha... Yo creía que era el tobillo sólo lo que estaba mal, pero ahora me duele todo... Ay...
Lloré. De nuevo aquel latigazo me sacudía.
-¡Becca! Tienes que ir al hospital... Te tienen que hacer una radiografía... -apuntó mi compañero de clase-. Haremos lo siguiente: me llevaré a Bono a mi coche y lo dejaré en el maletero... Es un todoterreno, así que aguantará bien. Después vendré y te llevaré en brazos. ¿Podrás aguantar?
Después de todo, era lo único que podíamos hacer. Asentí con la cabeza. Antes de que echara andar le dije:
-Bryan...
Se giró hacia mí.
-...Gracias -susurré.
Me miró serio y se marchó tirando de la correa de Bono que se resistía a separarse de mí.
Quince minutos más tarde, vi a Bryan aparecer corriendo entre los árboles.
-Me ha costado convencer a tu perro para que subiera el coche, si no hubiese tardado menos -se disculpó él.
Se arrodilló a mi lado y observó atentamente mi pierna derecha que estaba cubierta por un pantalón de chándal y sin depilar.
-Voy a ver qué te has hecho.
-¡No! -grité avergonzada-. No es necesario... Ya en el hospital se encargará el traumatólogo...
Bryan no me hizo caso y levantó el pantalón.
-Madre mía... Esto está fatal.
Hice un puchero.
-Lo siento, no he tenido tiempo para depilarme... La selectividad no perdona.
Devil levantó la cabeza y me miró.
-¿Pero qué demonios estás diciendo? Lo que ocurre es que tienes el tobillo hinchado, enorme, y está yendo a más. No me gusta el aspecto que tiene -dictaminó severamente.
¿Y los pelos? ¿Por qué no me decía nada de los pelos? Se supone que una persona como Bryan Devil debería de estar riéndose de mis pelos y criticando mis malos hábitos de belleza.
-Me duele -me quejé-. Haz el favor de bajar el pantalón hasta el tobillo, me está engrando frío.
Me hizo caso. Y entonces me pareció ver una tenue sonrisa en sus labios, pero fue tan fugaz que dudé de si lo había imaginado.
Se puso en pie y estiró sus brazos hacia mi cintura. De repente me vi en el aire, sujeta únicamente por sus brazos. Me agarré con fuerza a su cuello mientras contenía las lágrimas que me producían aquellos latigazos. Me pregunté, aterrada, si Bryan tendría la fuerza suficiente como para cargar conmigo hasta su coche. Porque yo estaba muerta del dolor y me sentía incapaz de regresar al suelo sin poner el grito en el cielo.
-Tranquila, ya llegamos -me decía él.
Avanzaba rápido y esquivaba con una agilidad asombrosa cada irregularidad del terreno: raíces, piedras e inoportunos matorrales.
Al fin pude distinguir la silueta de un armatoste negro de ruedas enormes.
-¿Ese es el coche que usas? -le pregunté-. ¿Cómo se supone que voy a poder subir ahí sin que se me descuajeringue la pierna?
-Becca, eres un poco paranoica... ¿Nadie te lo ha dicho antes?
Sonreí a pesar de lo rocambolesco de la situación.
-Sí, todo el mundo -admití.
Cuando llegamos a la altura del todoterreno, Bryan me depositó con mucha suavidad al lado de la carrocería.
-Apoya sólo la pierna buena y agárrate a mi brazo. Voy a sacar la llave del coche.
Obedecí. Depués, me las vi y me las deseé para subirme a los asientos traseros, mientras Bono intentaba saltar desde el maletero y me ladraba entre lametón y lametón. Tuve que viajar hasta el hospital extendida, sin cinturón y agarrándome a la puerta para evitar vascular demasiado en cada curva, a pesar de que Bryan se estaba esforzando por conducir con suavidad.
Al fin llegamos a urgencias, donde, después de esperar el triaje, me enviaron, a bordo de una silla de ruedas, a una sala de espera abarrotada de gente. Bryan no quiso dejarme sola hasta que la situación estuvo encarrilada.
Se sentó a mi lado, en la sala de espera y dijo:
-¿Puedes llamar a tu madre y decirle que estás aquí?
-Al caerme se me rompió el móvil, debió de chocar con el árbol... O yo que sé... El caso es que está completamente destruido, le ha estallado la pantalla... Aunque podemos hacer una cosa: llamamos con el tuyo... Te llevas a Bono a mi casa y luego ya vendrá alguno de mis padres a recogerme -propuse.
Bryan me miró de reojo de una manera muy expresiva. Entonces recordé de pronto sus sentimientos hacia mí, de los que no había vuelto a saber nada desde aquella tarde que me confesó lo que le pasaba conmigo. Pues Bryan se había esmerado mucho en no dejarlos entrever, tanto que yo hasta me había llegado a creer lo que él me había dicho al día siguiente: que estaba confundido, que lo sentía mucho y que no volvería a molestarme, que no se lo tuviera en cuenta.
Y durante las semanas siguientes, además de decidirnos por investigar los nuevos fármacos sobre la esclerosis múltiple, nos dedicamos a leer artículos, resumirlos y seleccionar la información más importante y nada más. Se había comportado de un modo tan profesional y tan frío que en lugar de sospechar que sentía algo fuerte hacia mí, me dio por pensar todo lo contrario -lo cual, en cierto modo, me hacía sentir más cómoda y menos culpable por trabajar con él durante tantas horas-.
Pero no, me había equivocado. Mucho. Me había dejado engañar por la comodidad, esa que te dice que creerse una mentira conveniente y oportuna es mucho más fácil que afrontar una situación en la que alguien que está sufriendo te dice lo contrario.
Y ahora estaba allí conmigo, con mi perro en su coche y en su teléfono estaba marcando el número de mi casa. Y se resistía a dejarme sola. Pensé que darle las gracias sería lo que se suele decir en estos casos: darle pan a un muerto de sed.
Me pasó su Iphone y al tercer timbrazo se puso mi padre al teléfono. Le conté lo ocurrido y el plan a seguir. Estuvo de acuerdo. Le devolví el teléfono a Bryan y éste, antes de marcharse, me dio un beso en la mejilla para confirmarme, si es que no lo había sospechado antes, que sus sentimientos seguían ahí esperando a que alguien les diera una explicación del porqué de su penosa existencia.
***
Y así fue como acabé ingresada en la planta de traumatología, con una cirugía programada para esa misma tarde en la cual me pondrían una placa y unos tornillitos en mi peroné fracturado. En concreto el maleolo lateral. O lo que es lo mismo: esa bolita de hueso que sobresale de la cara externa del tobillo. Mi madre y sus dos pequeñas se habían pasado por el hospital a hacerme una visita una hora antes. Pero la hora de la teta llegaba, la del baño las apremiaba y la de la siesta nos agobiaba a todos, así que tuvo que regresar a casa en seguida. Mi padre se había marchado a una tienda de telefonía para reemplazar mi Blackberry fallecida por otro smartphone (con suerte, le regalarían uno sólo con los puntos acumulados en su tarjeta). No tardaría mucho en llegar.
Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. Recordé las súbitas apariciones que Paul solía hacer en momentos importanes y mi corazón se llenó de expectativas. Entonces apareció Bryan y no supe, exactamente, cómo debía sentirme.
-Hola -saludé con una sonrisa de agradecimiento.
Él se acercó.
-Tu madre me ha dado tus apuntes para que puedas repasar algo antes de que te operen. Me ha dicho que los médicos esperan darte de alta mañana si todo va bien... Así que podrás hacer los exámenes de selectividad.
La mención de aquello me hizo sentir como si Obelix hubiese dejado caer su menhir sobre mi estado de ánimo, dejándolo pegado al suelo y suplicando por su vida.
-Oh... La selectividad... Dios mío. En qué maldito momento se me ocurrió ir a pasear al bosque sola -susurré-. Muchas gracias, Bryan. Siento estar tan desagradable, es solo que esto... Me supera a ratos.
Había procurado no pensar en ello durante toda la mañana. Me había convencido a mí misma de que ya me lo sabía todo, de que no merecía la pena agobiarme, de que podría repasar algo después de que me operasen. De que el dolor en la pierna no me influiría y podría pensar igual que siempre. Y ahora todos los autoengaños me golpeaban en la cara al mirar esos endemoniados apuntes que Bryan traía en la mano.
Pero debía agredecérselo. Se había esforzado en traérmelos sin estar obligado a hacerlo. Me dedicó una sonrisa comprensiva y me pareció que sus ojos verdes eran un poco más bonitos.
-¿Quieres que me quede contigo hasta que venga alguien? -me preguntó él-. Podrías llamar a tu amiga Watson... Seguramente esté encantada de hacerte compañía -bromeó él.
Escuchar su sarcasmo habitual me relajó un poco.
-No... No quiero preocuparla, ahora debe de estar estudiando y la selectividad es muy importante para ella, también. Tú deberías irte a estudiar, ya bastante me has ayudado... No quiero perjudicarte más -añadí despacio.
Él se sentó en el butacón de invitados y me miró a los ojos de esa forma. Otra vez.
-No puedes perjudicarme. ¿Sabes? He conseguido deshacerme de las pastillas. Prefiero asumir mis limitaciones y esforzarme sin sacrificar mi salud. Y eso, te lo debo a ti -me confesó-. He tenido peleas con mi padre, pero al final se ha hecho a la idea de que su hijo no es tan ambicioso como él.
No me esperaba aquello. Aún así, recibí aquella noticia con alegría.
-Eso es fantástico, Bryan -dije realmente entusiasmada-. ¿Sigues queriendo ser médico?
Él se encogió de hombros.
-La medicina me gusta... Pero no tanto como a ti. Creo que podría ser feliz dedicándome a la ciencia de mil maneras distintas, creo que mi vocación aún está por descubrir. Aunque supongo que nunca es tarde -dijo.
Tuve la sensación de que aquel chico prepotente que conocí hace dos años se había evaporado definitivamente. Y entonces me pregunté ¿la gente puede cambiar? ¿Y qué es lo que hace que la gente cambie? Una posible respuesta apareció al instante en mi mente: el sufrimiento.
¿Qué era lo que tanto había hecho sufrir a Bryan? Me di cuenta de que no conocía su historia personal, no sabía nada de él, más allá de que tenía un padre que era un cirujano exitoso y una persona demasiado exigente con su familia.
-¿En qué piensas? -me preguntó de pronto.
-En lo mucho que la gente cambia cuando le suceden cosas malas -dejé caer-. ¿Qué te ocurrió a ti?
Él captó al vuelo el razonamiento y en su rostro se dibujó una mueca de amargura.
-Que mi madre se marchó y jamás volví a verla, que mi padre se volvió a casar varias veces y yo me convertí en un accesorio de su vida... Y que me enamoré de una chica maravillosa que decidió ignorarme y me obligó a preguntarme qué era lo que tanto le disgustaba de mí. Supongo que tengo mucho que agradecerte. Me has abierto los ojos.
De nuevo dejó caer sobre mí el peso de sus emociones. No debió de gustarle la cara que puse.
-No... No me malinterpretes. Que estés enamorada de tu novio es lo que yo espero de ti. Eres una persona coherente, Becca. Y te admiro. Y sé que algún día superaré esto que siento, pero eso no quita que te agradezca que te hayas preocupado por mí, ¿entiendes?
-Sí -musité.
Descubrí escandalizada que me gustaban sus ojos, ese verde estaba empezando a brillar con más fuerza. Me tenía hipnotizada. Respiré hondo y él se dio cuenta de que me estaba alterando mucho aquella conversación.
-No quiero molestarte más. Espero que te mejores, si necesitas algo, llámame -me dijo una vez se hubo puesto en pie.
Asentí con la cabeza.
-Espera... ¿Por qué estabas en el bosque tú también? -pregunté curiosa.
Él esbozó una amplia sonrisa.
-Necesitaba pensar. Me gusta ese sitio.
Y se fue.
Y me di cuenta de que necesitaba ver a Paul inmediatamente para asegurarme de que mis sentimientos hacia él seguían siendo los mismos. "Tengo miedo de poder sentirme atraída por otra persona que no sea él", pensé. Y, mágicamente, aquel pensamiento me hizo caer en la cuenta de que yo quería tanto a mi novio que tenía miedo de dejar de quererle, por lo que, aunque Bryan me hubiese enternecido momentáneamente, yo supe que no volvería a dudar jamás.
***
Cuando Bryan se subió al coche, decidió que adoptaría un perro en algún momento de su vida. Porque, obviamente, Rebecca no era una opción sensata para él.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top