Capítulo 18: Nat y Emmie

Sentí que vibraba mi bolsillo. Supuse que sería mi abuela, esa pariente a la que yo consideraba lejana por haberla visto sólo una vez en la vida. Cuando nací, claro. Y, como ahora iba a tener dos nuevos nietos (o nietas) que conocer, se arremangaría a abandonar su cómoda casa frente al mar de Los Ángeles para visitarnos. Para mí sería como conocerla de nuevo, otra vez.

Fui a responder y con los nervios del momento, ni siquiera me paré a mirar el número de teléfono que daba brincos en la pantalla. Simplemente pulsé la tecla verde y respondí con voz temblorosa.           

         —Diga.

         —Becca, ¿dónde estás? Llevo en la puerta de tu casa casi una hora y nadie responde.

Al escuchar a Paul al otro lado me quedé muda de la impresión.

         —¿Becca? —insistió él—. Sé que estás ahí, te oigo respirar.

Al fin reaccioné, sobre todo al notar cierto tono de reproche por su parte. Entonces recordé las veces que él había dicho que no podía hablar, que estaba ocupado o cansado y la indignación creció dentro de mí. Así que dejé de pensar... Para vengarme. Bueno, tampoco es que fuera a clavar su cabeza en una estaca, sólo le haría sufrir un poco. "No te pases de lista", susurró una vocecilla concienciuda en mi cabeza. No le hice caso a ese resquicio de cordura que aún quedaba vagando por mi cerebro en mitad de todo aquel resentimiento que estaba sintiendo de repente.

         —Ahora no puedo hablar Paul, te llamo en diez minutos —dije de un modo cortante antes de colgar.

                                              ***

Apretó el teléfono entre sus dedos. Ella le había colgado sin dar ningún tipo de explicación. Estaba enfadado. Con Becca, con Bryan, con su padre, con Daisy, con su madre y sobre todo, consigo mismo. Empezaba a sentir que se agotaban sus fuerzas, que su optimismo menguaba día a día para dar paso a una amargura que le estaba ennegreciendo por dentro.

Hace un par de días había visto a su madre lavando los platos con el champú que él usaba para el exceso de caspa. En cualquier otra circunstancia, hasta le hubiese resultado una escena cómica. Ahora no. Ahora odiaba con todas sus fuerzas ese maldito champú y la enfermedad, que había convertido a una mujer lúcida, dulce y amorosa en una persona casi irreconocible: impaciente, frustrante e incluso agresiva a ratos. Además, Paul sospechaba que su madre tenía brotes de claridad en los cuales se hacía consciente de que algo le ocurría y entonces, se deprimía mucho y lloraba.

Lo peor era verla llorar.

Se le escapó una lágrima y volvió a mirar el teléfono, suplicando para sus adentros que Becca llamara pronto. Asustado, se dio cuenta de que se había resentido también con su novia. De alguna manera, se sentía culpable por no poder estar más cerca de ella y eso le hacía sentirse inseguro y a la vez la culpaba a ella por hacerlo sentir así.

         —No tiene ningún sentido, estoy mal de los nervios —se dijo a sí mismo en voz alta.

Empezó a sonar el teléfono y Paul respiró de alivio.

         —¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien? —casi gritó él al auricular de su smartphone.

         —Mi madre está dando a luz... Estoy fuera del paritorio, esperando... Si quieres ven al hospital, y luego volveremos a casa tú y yo. Te quiero —añadió Becca antes de colgar.

El alivio le inundó y sus músculos se relajaron paulatinamente. Sacó la llave del coche de su bolsillo y repasó mentalmente el desvío de la autopista que tenía que coger para ir al hospital.

                                               ***

Una de las ginecólogas me ofreció pasar a ver el parto de mi madre, que pese a ser gemelos, el primero venía de cabeza (en cefálica) y el segundo probablemente se diese la vuelta al nacer el primero, por lo que se aurguraba un parto estupendo. Hubiese sido una gran oportunidad el ver nacer dos niños a la vez, sobre todo de cara a estudiar medicina, que era mi pasión.

No obstante, decidí no entrar.

Porque yo sabía que si sucedía algún contratiempo y yo veía sufrir a mi madre o a algún bebé, mis nervios se convertirían rápidamente en un estorbo para los allí presentes y causaría más problemas en lugar de solucionarlos.

         —Prefiero esperar fuera —le dije a la ginecóloga de pelo rubio cortísimo.

Ella lo entendió y me dedicó una cálida sonrisa antes de entrar a supervisar el parto que, de momento, estaba siendo atendido por las matronas.

De cuando en cuando, escuchaba a mi madre resoplar y gritar algún insulto que otro, que las matronas coreaban con risas y ánimos. Me pareció todo de lo más sarcástico.

Sobre todo cuando volví a llamar a Paul y pareció encontrarse extremadamente preocupado por mí, aunque a penas me hubiese llamado dos veces en todo el mes y tuviésemos el Skype abandonado. ¿A cuento de qué venía tanta urgencia ahora?

Supuse que ahora estaría conduciendo de camino al hospital. En el fondo tenía ganas de verle, abrazarle y darle una colleja por estar tanto tiempo desaparecido.

Recordé con una nostalgia profunda aquellos momentos en la cabaña, abrazados, de noche... Me sentía como una anciana rememorando su juventud, sólo que a los diecisiete años.

Otro grito de mi madre acompañado de un llanto de bebé me devolvió al momento presente. Había nacido el primero (o primera).

Después escuché otro grito de mujer, y no era mi madre.

         —¡Preparad el quirófano para césarea!

Venían aproximadamente con un mes de antelación, con treinta y cinco más cuatro semanas. Creo que al ser gemelos, la prematuridad entraba dentro de lo probable.

La cesárea al parecer, también entraba dentro de las posibilidades a considerar ante un parto gemelar.

Desde la sala de dilatación, pude ver a un celador acarreando con prisa la camilla en la que iba mi madre casi sollozando, con un horrible rictus de dolor. Entonces pensé, ¿y la epidural? ¡No la han puesto anestesia!

Justo después, salió mi padre del paritorio con cara de circunstancias y un bebé en brazos.

Me acerqué corriendo a conocer aquella carita recién nacida.

         —¿Es niño? —le pregunté a mi padre, que reaccionó de pronto al verme.

         —Es niña... Como tú —contestó con una media sonrisa—. A ver si el otro u otra viene bien. Esperemos que la cesárea sea corta.

         —¿Le han puesto anestesia, papá?

         —Sí, pero no ha dado tiempo a que haga efecto aún, esperan a que para la cesárea ya esté anestesiada en condiciones.

 Me estremecí con la sola idea de imaginar el dolor. Recé en silencio para que la anestesia entumeciera los nervios de mi madre rápido y no notase la incisiones de la cesárea.

Un sonido gutural me hizo desviar la vista del suelo. El bebé había emitido un gorgorito y tenía una expresión relajada. Acaricié la mano de mi hermanita, tan frágil y suave. De reojo, vi que a mi padre se le escapaba una lagrimilla de emoción. Yo tuve que contener otra, no me gustaba llorar acompañada, aunque fuese de la emoción.

Una de las matronas vino a avisarnos para que esperásemos al otro bebé en la habitación contigua al quirófano. Tuvimos que dejar a mi primera hermana, a quien mis padres llamaron Emmelie, en una cunita reservada para ella a cargo de las enfermeras del servicio de neonatología. Después, mi padre y yo corrimos hacia la zona de quirófanos, donde nos cubrimos con una bata verde de gasa y unas calzas. Allí, en una especie de antesala adyacente al quirófano de obstetricia, nos esperaban dos pediatras neonatólogas con una cunita especial para reanimación neonatal y un par de matronas. Mi corazón se aceleró. Ver tantos tubos, jerinquillas y frascos llenos de adrenalina me puso de los nervios. ¿Cuántas cosas podrían hacer falta para sacar a un bebé adelante?

Contuve el aliento. Juraría que no fui capaz de respirar hasta que escuché la voz inconfundible de mi madre al otro lado de la gigantesca puerta metálica que separaba el quirófano del resto del mundo. El gigante metálico entonces se deslizó hacia un lado y una matrona con pijama naranja entró rápidamente en la antesala y depositó al bebé en la cunita.

La cara de serenidad de las pediatras me devolvió a la vida. Vi cómo secaban a mi otra hermana, la pusieron calor con la lamparita y con una sonda fina aspiraron las secreciones que pudiesen quedar obstruyendo su minúscula tráquea. Entonces lloró. Y mi padre, con sus hormonas a flor de piel, también lloró. Le pusieron Natalie.

Salí de aquella sala, con la certeza de que todo estaba bien y le envié un mensaje a Paul para encontrarnos en la cafetería del hospital –como en los viejos tiempos–.

                                               ***

Se sabía el camino de memoria. Paul recordaba con cierta amargura la época en la que se deslizaba por los pasillos hospitalarios con su bata y una sonrisa despreocupada. Aún mantenía contacto con los que habían sido sus compañeros (que ahora iban un curso por delante de él) y hasta con algún profesor con el que había hecho algo de amistad. Entró en la cafetería de mesas blancas y sillas oscuras y echó un vistazo general para localizar a Becca. No había llegado aún.

Decidió sentarse junto a un gran ventanal que daba a un patio lleno de plantas y arbustos bien aseados. Echaba mucho de menos aquel sitio. Los libros, las clases densas e incluso aburridas, las consultas interminables y los pases de planta de las once de la mañana. Ahora ya no sabía si le quedarían ganas de acabar la carrera cuando su madre se acabase definitivamente.

Entonces sintió una delicada mano sobre su hombro y toda su angustia se desfalleció con aquel contacto. Se giró y vio unos ojos ambarinos que lo miraban con una ternura infinita.

         —Becca... —murmuró él con voz queda. También la había echado de menos a ella, mucho.

De pronto se preguntó por qué estaba tan enfadado con ella. Buscó aquella indignación y los celos... Pero no los encontró. Aquella mirada le dijo que ella jamás sería capaz de traicionar lo más preciado que ambos tenían: su relación. Entonces se regañó a sí mismo por haberse puesto tan furioso apenas media hora antes.

Inclinó su cuello y depositó un beso sobre el dorso de esa mano que lo había saludado con tanta suavidad.

                                              ***

Peter Watson acarreaba una cesta de plástico del supermercado mientras observaba con atención los distintos tipos de arroz: integral, negro, basmati, clásico... Que se agolpaban en la estantería.

Tenía pensado aprender a cocinar durante aquel mes algo que no fuesen pizzas de microondas ni ensaladas precocinadas. Se dio media vuelta y estiró el brazo bruscamente al encontrar el paquete que buscaba: arroz bomba. Pero tuvo la mala suerte de estampar su codo contra la cabeza de una señorita que había estirado su brazo para alcanzar el arroz integral.

         —¡Ah! —gritó ella llevándose las manos al lado izquierdo de su cráneo.

Cuando Peter se giró para pedir perdón, los ojos oscuros que le devolvieron la mirada le hicieron tragar saliva de terror.

         —Doctora Raj... —susurró él mientras maldecía la mala suerte que tenía—. Lo siento muchísimo... Ha sido un accidente.

Ella esbozó una leve sonrisa descolorida y agitó una de sus manos con la intención de restarle importancia al asunto.

         —No se preocupe, supongo que su intención no ha sido la de provocarme un hematoma subdural.

Peter entornó los párpados. "Pedante", pensó. Pero ella seguía mirándolo fijamente. Con esos ojos. Daba la sensación que de podía perforarle el alma.

         —Dios me libre —respondió el hermano de Mary—. Sólo quería comprar algo para hacer la cena. ¿Y usted? —preguntó Peter con curiosidad.

Indra le examinó sutilmente. Los pantalones grises llenos de bolsillos no pegaban en absoluto con la camiseta roja descolorida y ancha que llevaba debajo de un jersey azul. La barba decía que llevaba ya al menos una semana sin afeitarse y su pelo rubio era lo único que parecía salvarse de todo aquel berenjenal.

         —Estoy abasteciendo mi despensa, la semana que viene tengo tres guardias y no voy a poder comprar nada —comentó al tiempo que leía la etiqueta de un paquete de pasta sin gluten.

Peter no pasó por alto ese detalle.

         —¿Es celíaca? —aún la seguía tratando de usted. De alguna manera aquella minúscula mujer le imponía demasiado como para tutearla.

         —Me temo que sí —respondió la doctora Raj—. ¿Qué tal está su hermana, señor Watson?

Cuando alguien lo llamaba por su apellido, tenía la sensación de estar actuando en alguna película de Sherlock Holmes, destripando algún cadáver para realizarle la autopsia o algo por el estilo. Recordó, con su cabeza despistada, que Indra le acababa de preguntar por su hermana.

         —Está mejor, no ha vuelto a tener ninguna crisis este mes... A veces tiene algo de dolor de cabeza, pero nada comparable. ¿Usted sabe si la carne que venden aquí es buena? —preguntó él de pronto.

Indra arrugó el gesto. Peter se le antojó un hombre algo inquieto. Parecía estar pendiente de todo a la vez (como si se tratara de una mujer). Aquel pensamiento la hizo sonreír.

Después recordó que Peter le estaba preguntando por la carne.

         —Ah, ni idea. Soy vegetariana —respondió ella con una sonrisa.

Peter torció el morro.

         —¿Jamás ha probado un entrecot? —preguntó él, atónito.

         —En mi país, las vacas son sagradas, señor Watson. Además, la carne roja no es buena para el organismo. Espero que no abuse de ella —comentó Indra mientras echaba dos paquetes de arroz integral a su cesta repleta de paquetes de legumbres.

Peter la observó. Llevaba el pelo recogido en una trenza, sin embargo el color negro intenso no dejaba de brillar con fuerza bajo los focos del techo del supermercado. Sus vaqueros oscuros contrastaban con una gabardina beige. La mirada se desvió hacia su pecho y después sacudió la cabeza, pensando en lo que podría pensar la doctora si lo pillaba observando ciertas zonas de su anatomía.

         —Eh... No. ¿Disculpe, qué decía? —preguntó de nuevo desorientado.

Indra frunció el ceño y puso los ojos en blanco. Decidió que era hora de finalizar aquella conversación de besugos.

         —Nada, que pase una buena noche, señor Watson.

La misteriosa doctora se dio media vuelta y empezó a caminar.

         —Igualmente —le respondió Peter antes de que ella se introdujese en otro pasillo y desapareciera de su vista.

                                               ***

Se cerraron las puertas del ascensor. Entonces Paul agarró mi cintura y se las apañó para acorralarme entre la pared y sus brazos. Me dedicó una sonrisa irresistible y me besó con ferocidad. También como en los viejos tiempos, en el ascensor del hospital.

Entre beso y beso me preguntó:

         —¿Cómo se llaman tus hermanas?

Después se hundió en mi cuello y me sentí incapaz de contestar a aquello. Sus manos recorrieron mis espalda por debajo de mi jersey y todo mi cuerpo se sacudió en un calambre.

El ascensor hacía un rato que se había detenido en la tercera planta, pero era tan tarde que nadie lo había reclamado aún y nos estaba dando una prórroga para que recuperásemos un pedacito de nuestro tiempo perdido.

         —Te quiero... —dijo en mi oído—. No quiero volver a dejarte sola... Es demasiado para mí. Te necesito, Becca...

Me besó de nuevo y yo me dejé llevar por aquellos labios tan seguros y dirigentes. Todavía circulaban en mi mente ideas sobre Daisy y el tiempo que Paul había estado sin llamarme... Pero decidí no hacerles caso, al menos no esa noche. No era el momento de reprochar nada. Aún no.

El ascensor hizo un amago de cerrar las puertas y ambos nos dimos cuenta de que nos estábamos retrasando. Nos escapamos antes de ser arrastrados de nuevo a la planta baja y consulté el móvil. Mi padre me había envíado en un mensaje el número de habitación que le habían asignado a Sandra Breaker y a sus gemelas recién nacidas. Emmelie y Natalie. Emmy y Nat, para mí.

         —Están en la ciento nueve —informé a Paul.

Entonces me cogió la mano y caminamos juntos hacia allí.

                                                          ***

Las gemelas eran preciosas. Cada una reposaba en un brazo de mi madre, que no permitía que nadie le sostuviese a las bebés, que estaban ávidas de leche materna. La cesárea había ido muy bien y la doctora Breaker tenía una cara de felicidad radiante.

Mis padres se pusieron muy contentos al ver allí a Paul. También se sorprendieron.

         —Cualquiera diría que sabías exactamente cuándo iban a nacer —bromeó mi padre, que ya había asumido que Paul era parte de la familia.

Ambos se saludaron cálidamente. Mi madre le dedicó también una gran sonrisa a mi novio, pero no tardó en desviar de nuevo su atención a las recién nacidas.

Me acerqué tímidamente. Las dos estaban succionando ambos pezones como locas.

         —Si sigo así, la leche no tardará en subir —me susurró ella, embobada con sus preciosas gemelas idénticas.

Me pregunté cómo se las apañaría para distinguir a Emmelie de Natalie. Las dos tenían mechoncillos rubios y los ojos abiertos como platos, enmarcados por unas cejas muy parecidas a las de nuestro padre.

         —Cariño —me dijo mi madre en un susurro tranquilo—. Iros a casa. Tú estás cansada de estudiar y Paul vendrá agotado del viaje en avión. Las sábanas del cuarto de invitados están limpias y tenéis fruta y un táper de macarrones en la nevera.

Me fascinó la capacidad organizativa de mi madre, incluso en aquella situación. Paul y yo nos despedimos, con la promesa de volver al día siguiente y salimos del cuarto.

                                   ***

Paul aparcó su coche detrás de mi huevo Nissan en la rampa del garaje de casa. Nada más abrir la puerta principal, me encaminé rápidamente a la terraza para comprobar que Bono estaba bien. El cachorro de cinco meses me saludó dando saltos y moviendo el rabo. Al poco tiempo, Paul se reunió con nosotros en la terraza, también lo saludó a él.

         —Cómo has crecido, enano —le dijo él mientras pasaba su mano por el suave lomo de mi pequeño y adorable perro.

La lámpara que colgaba de la pared exterior de la casa, que daba al jardín, estaba encendida, así que me permití el lujo de sentarme en la hierba y respirar el aire fresco de última hora de la noche.

Paul se sentó a mi lado y yo me apoyé en su pecho. Bono daba saltos de alegría a nuestro alrededor.

         —¿Sabes? Estaba enfadada contigo —le confesé en voz baja.

Él acarició mi pelo y enrolló sus dedos en mis mechones encrespados.

         —¿Por qué? —susurró en mi oído.

Al sentir su aliento tan cerca, casi olvidé que alguna vez hubiese estado molesta con él. Cerré los ojos y lo sentí más cerca.

         —Porque no me llamabas... Y te echaba de menos —respondí con un hilo de voz.

Noté que sonreía.

         —Perdóname —pidió él, también demasiado cerca de mi cuello—. Lo estoy pasando mal, Becca... Y cuando no tienes nada mejor de que hablar que de desgracias... Se te quitan las ganas de hablar...

Me incliné hacia atrás para poder mirarle a los ojos. Se había puesto serio. Le acaricié la cara despacio, rozando su barba de tres o cuatro días con mis dedos.

         —¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

         —Más de lo mismo... Mi madre ha cambiado mucho desde que viniste a casa, Becca... Ahora tiene despistes muy preocupantes que incluso pueden ser peligrosos para ella... Sale de casa en pijama, lava los platos con champú y se le olvida pagar en las tiendas... Y sufre. De alguna manera sabe que no está bien... Y sufre mucho... —su voz se apagó de repente.

Me giré y vi que se estaba retirando las lágrimas con los ojos. Mis ojos también se empañaron... Me resultaba tan triste. Se sentía desgarrado. No quise imaginarme como sería ver un padre, o una madre, quienes han sido un icono, una guía, algo seguro en lo que apoyarse desde que uno nace, verles perder la razón hasta que ni ellos mismos se orientan en su propia vida.

Lo abracé. Aunque poco podía ayudarle, quería transmitirle algo de mí, mi apoyo, mi moral...

         —Lo siento... —susurré con mi cabeza enterrada en su pecho—. Al menos, Daisy os será de ayuda... Supongo.

No sabía cómo preguntarle por ella, me moría de ganas por saber qué ocurría con su excompañera. Quería saber... Quería saber si significaba algo para él.

Paul resopló con cierto fastidio. Egoístamente, me alegré al ver aquella expresión en sus ojos.

         —Sí, nos ayuda... Pero a veces me carga. No me gusta tener gente en casa, que no es de casa... Y más en momentos difíciles en los que todos perdemos los papeles con más facilidad de lo habitual.

Entonces me miró fijamente.

         —No tienes que estar celosa. Daisy es una magnífica cuidadora para mi madre, pero yo te quiero a ti, Becca. Si no quisiera estar contigo, te lo diría claramente.

Se me escapó una media sonrisa. Él me conocía como nadie y, por tanto, solía adivinar con facilidad lo que escondían mis palabras.

         —Perdóname por ser tan desconfiada... A veces... Me da por pensar y... Lo paso mal —susurré.

Él pasó su brazo alrededor de mi cintura. Bono se había tumbado a mi lado y respiraba profundamente. Ya era su hora de dormir.

         —Sin embargo... Celosona... Tú no me has hablado de Bryan y del trabajo que estás haciendo con él —dejó caer Paul.

No me lo esperaba. ¿Se lo habría contado Mary? Bueno, su tono de voz tranquilo y hasta sonriente, me hizo pensar que no estaba especialmente enfadado.

Como tardé en responder –mi cabeza estaba funcionando tan rápido que no salían las palabras de mi boca–, Paul se adelantó a darme una respuesta.

         —Bryan Devil ha venido esta tarde a verte para devolverte un libro... Justo ha coincidido que yo estaba esperando fuera y vosotros estabais en el hospital... Así que me ha contado lo del trabajo y me ha dado el libro para que te lo devuelva. Te lo he dejado en la mesa de la cocina —añadió él—. ¿Has elegido hacer el trabajo con él? No, de verdad no me importa... No soy quien para decirte lo que tienes que hacer...

         —¿Te importaría si hubiese elegido hacer el trabajo con él, Paul? —pregunté muy seria, mirándole a los ojos—. No me mientas, o me tendré que empezar a preocupar.

Él me sonrió.

         —Sí, si me importaría. Me importaría mucho y tendría que contenerme para no ir y pegarle el escroto con cinta americana a la pared.

Aquella salida me arrancó una carcajada y una expresión de asco al mismo tiempo.

         —Nos organizó nuestro tutor por orden de lista, así que era lo que había —respondí.

Sin embargo, y dado lo que estaba sufriendo mi novio ya de por sí, decidí no contarle lo que Bryan me había confesado aquella tarde: que me quería. Porque, quien sabe, lo mismo se le había calentado la boca o estaba confundido. Y yo no quería nada con él.

Sí, estaba dispuesta a ayudarle y a ser amable con él, e incluso a charlar si le apetecía... Pero no me atraía en absoluto. Me despertaba compasión, competición para estudiar más si acaso...

No merecía la pena preocupar más a Paul.

Le di un suave beso en la mejilla.

         —Estamos en paz —me dijo con una sonrisa.

Se había hecho tarde. Entramos en casa y dejamos a Bono en la cocina, que rápidamente se fue a su camita y se hizo un ovillo, dispuesto a pasar la noche durmiendo como un lirón.

Ya en mi cama, Paul me abrazó hasta el amanecer. Antes de dormir le susurré:

         —¿Me prometes que intentarás animarte y hablar conmigo más a menudo? No quiero estar tantos días sin saber nada de ti, me pone muy nerviosa.

         —Te lo prometo —dijo él.


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Y el siguiente!!


A ver, estoy pensando alargarlo y hacer un capítulo 21. Pero aún no es seguro.


Intentaré que mañana tengáis el siguiente capítulo (el 19).


Sí, tengo pensado hacer un tercer libro de Becca Breaker, aunque con más calma porque ahora se me presenta el último año de medicina y luego el Mir. Por tanto el final del segundo libro quedará un poco más cerradito para que no haya demasiada urgencia en leer el tercero, aunque espero poder escribir algún par de capítulos este verano para irlo introduciendo.


Rrrrrecordaddddd que ya podéis reservar Becca Breaker 2 en Amazon!!! he visto que muchos ya lo habéis hecho. (Y para los que leísteis Querido Word, también lo podéis reservar en Amazon, pulsando sobre mi nombre de autora, lo veréis, aunque ya lo promocionaré en condiciones, lo ha publicado Suma de letras dentro de la colección Betacoqueta y está bien editado y he reescrito parte del final :D).


Un beso enorme a todos!!!

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