Capítulo 11: la evolución humana.
–Preciosa…Despierta…Eh…
Abrí los ojos despacio, intenté girar el cuello para rozar la punta de mi nariz con los labios de Paul, esos que no paraban de susurrarme lindezas en el oído.
–Grrr… –ronroneé con una pereza infinita–. Cinco minutos más…
Escuché una risa floja y noté unas manos bajar por mi cintura. El sueño se desvaneció de golpe y mis cinco sentidos entraron en estado de alerta máxima. Sin embargo, con gran alivio comprobé que Paul se estaba limitando a acariciar mi cadera con uno de sus dedos.
–Eres una dormilona… Venga, hay que levantarse –me dijo en un tono de voz más alto.
Me acurruqué más contra él, dispuesta a alargar aquel amanecer tan estupendo por lo menos media hora más. Sentí su calor corporal y su corazón latiendo cada vez más rápido.
–No juegues con fuego, Rebecca… Te lo he dicho ya unas cuantas veces –susurró él.
Ignoré aquel último comentario y cerré de nuevo los ojos, disfrutando del contacto con su piel y de su respiración agitada. Y, sobre todo, de sus brazos a mi alrededor, protegiéndome del mundo.
–Rebecca… –dijo entonces Paul con voz queda–. Hay algo que quiero que sepas…
Fruncí el entrecejo y asentí levemente con la cabeza, en señal de que lo estaba escuchando.
–Bien… Allá voy –susurró–. Creo que me he tirado un pedo –desembuchó mi estimado novio.
Apenas tardé una milésima de segundo en saltar de la cama y correr hasta el otro extremo de la habitación.
–¡Pero serás guarro!¡Cochino!¡Qué asco…! –le grité yo mientras tapaba mi nariz y mi boca con ambas manos.
Después corrí hacia el ventanal, retiré las cortinas y abrí de par en par una de las ventanas. Un frío gélido inundó el cuarto, pero ni eso fue capaz de hacer que Paul dejara de reírse a carcajada limpia.
–Cierra, nos vamos a helar doctora –atinó él a decir mientras contenía la risa.
–No quiero que me apestes. No estoy preparada. Nuestra relación no está preparada para soportar tus pedos mañaneros, Paul Wyne. ¡Ni lo sueñes! –le grité antes de saltar encima de él para taparlo con las mantas antes de que el pestilente aroma escapara de ellas.
Mi novio se retorcía de la risa debajo de mí. Traté de sujetarle los brazos, pero él insistió en agarrarme para tumbarme de nuevo a su lado.
–Era una broma. ¿Tú crees que si me hubiese tirado un pedo te lo habría dicho? Te lo hubieses comido con patatas –susurró intentando parecer romántico.
Mi mueca de asco infinito debió de parecerle muy graciosa por la enorme sonrisa de loco psicótico que se le escapó.
Sin embargo, en vez de enfadarme, empecé a tiritar. Había dejado la ventana abierta y los muchos grados bajo cero empezaban a hacer de las suyas en la temperatura de la habitación.
Paul salió de la cama y cerró la ventana. Paul no llevaba camiseta. Y yo tenía ojos. Y los tenía bien abiertos.
“Ay, madre”, pensé antes de retirar la mirada de su espalda.
Me introduje bajo las mantas, muerta de la vergüenza por todos los pensamientos que se habían agolpado en mi cabeza al ver sus brazos.
–Eres una perezosa –gruñó él antes de salir del cuarto–. Voy a ir a por toallas para ti y para mí. Nos tenemos que duchar.
Paul salió del cuarto y yo estiré mi brazo hasta la mesilla para coger mi móvil y ver que el reloj no llegaba a marcar las ocho de la mañana. Fruncí los labios. ¿Qué horas de levantarse eran aquellas? Y más en vacaciones.
Después bajé la vista del reloj del teléfono a las mil notificaciones que había agolpadas en la pantalla. Mi madre. Mi padre. Mi madre. Otra vez mi madre. Mi padre. Mi madre.
“¿Estás bien?”, “Sé que una madre no debería decir esto, pero recuerda lo que pasa cuando no se usa protección”, “Soy papá, tu madre está histérica, llámala”. Y así sucesivamente.
Y eso que les había llamado antes de recoger el equipaje en la cinta el día anterior. Me encogí de hombros y decidí enviar un mensaje para calmar los ánimos.
“Estoy bien. Me acabo de levantar. Paul madruga mucho. Odio madrugar. Besos”.
–Tendrán que conformarse con eso –susurré mientras lograba arrastrame hasta el suelo enmoquetado.
Gateé hacia mi maleta, que misteriosamente había ido a parar debajo de la cama y extraje de ella unas braguitas, sujetador, pantalones y jersey. Y mi champú, que durante todo el viaje lo había llevado envuelto en dos bolsas de plástico por si se derramaba encima de mi ropa.
–Becca, ¿aún estás así? Anda, ve a ducharte. Luego me ducharé yo –dijo Paul que había vuelto a aparecer allí. Y seguía sin camiseta.
¿Es que toda la vida iba a pasearse desnudo por su casa? Peor aún, por nuestra casa. Porque algún día tendríamos una casa que sería de los dos, ¿no? Pero al darme cuenta de la cantidad de años que nos quedaban para lograr tener un trabajo y dinero con el que pagar una hipoteca o alquiler, se me cayó el alma a los pies. Y no se me ocurrió nada mejor que hacer que pensar en la de desgracias que podrían sucederle a nuestra relación en tantísimo tiempo.
–Becca… Despierta. Ve a ducharte. Necesitas despejarte –dijo Paul.
De nuevo eché un vistazo a sus brazos, y a todo lo demás. Me puse roja como un tomate y bajé la cara para evitar que descubriera la vergüenza que sentía. Cogí mis cosas y me levanté del suelo para marcharme corriendo al baño.
–Podrías ponerte algo por encima… Ehm… Te vas a resfriar –sugerí antes de cerrar la puerta.
–No eches el pestillo, está fallando y podrías quedarte encerrada –me avisó él con un grito.
Abrí el grifo y esperé unos instantes a que el agua saliera bien caliente. Después me quité la ropa y entré en el plato de ducha. Cerré la mampara y dejé que el agua resbalara por mi cuerpo. Aún me encontraba algo adormilada debido al hecho de haber madrugado, así que mientras el calor de la ducha me reconfortaba entré en una especie de trance y perdí la noción del tiempo.
–¿Becca, estás bien? –escuché de pronto.
Me sobresalté y di un grito al ver a Paul observándome desde el otro lado de la mampara transparente. Sólo el vapor de agua y algunas gotas le impedían ver por completo mi cuerpo.
–Sí… –musité mientras me recuperaba del susto –.Es solo que se me ha ido el santo al cielo.
Él no dijo nada durante unos segundos. Pude percibir su mirada cercana, estudiándome. Hasta que entonces abrió la mampara y se metió conmigo en la ducha. Le importó muy poco que sus pantalones de pijama se empapasen cuando me agarró en brazos y me apoyó en la pared para besar mi cuello con una ansiedad desbocada. Emití un pequeño aullido por la impresión y él me calló con un beso. Sentí que me descontrolaba. Mis piernas abrazaban su cintura y sólo nos separaba un trozo de tela mojada. Era demasiado.
Sentí que me acariciaba. Mi cuerpo reaccionaba a sus dedos de una manera extrañamente intensa que ni yo misma reconocía.
Le miré a los ojos. Su cabello estaba completamente empapado, lo acaricié, dejando resbalar sus mechones negros entre mis dedos.
Paul me depositó levemente en el suelo, hasta que pude sujetarme con un solo pie sobre el plato de la ducha mientras la otra pierna aún se sostenía sobre su cadera masculina.
–Nunca te había visto completamente desnuda… –susurró en mi oído–. Ha sido insoportable aguantar tantos minutos ahí fuera mirándote sin poder hacer nada.
Me sacudí en un dulce espasmo cuando sus manos empezaron a explorar las zonas más delicadas de mi anatomía. Él lo notó y esbozó una media sonrisa que logró perturbarme por completo.
Pero de pronto se detuvo. Desvió su mirada hacia la puerta.
–He oído a mi madre… Está bajando a desayunar –susurró.
Mágicamente, al escuchar la palabra “madre”, recordé el presente embarazo de la doctora Breaker, lo cual me hizo tomar conciencia de la situación. Entonces me encogí sobre mí misma.
–Es mejor que salgas… –dije a trompicones.
Me faltaba el aliento, estaba demasiado nerviosa y no me encontraba capaz de resistirme a lo que estaba a punto de ocurrir entre nosotros. Así que recé porque mi novio también hubiese caído en la cuenta de que no teníamos un preservativo a mano.
–Tranquila…–susurró en mi oído–. Te esperaré en la cocina y después de desayunar te llevaré a dar una vuelta por el pueblo.
Me dio un suave beso y salió del baño envuelto en una toalla.
***
Elizabeth nos había preparado pan tostado. Paul había hecho café y yo ayudé a poner la mesa. Mientras tanto, él y yo nos mirábamos de reojo, con la misma complicidad de dos criminales que acaban de asesinar a alguien.
Comimos en silencio. Y Eli, su madre, nos observaba con cierto recelo.
–¿Has dormido bien Becca? –me preguntó con una sonrisa–. A mí me costó cerrar los ojos, últimamente hace mucho frío por las noches.
Asentí con la cabeza.
–Estaba muy cansada del viaje así que no he tenido problemas para dormir –respondí también con amabilidad.
Paul me miró de reojo de nuevo y tuve que hacer acopio de fuerzas para no ponerme roja como un boniato y delatarnos allí mismo.
–Paul, hijo… Si vais a salir, podrías traer pan de hoy.
–Sí, mamá. Aunque no sé cuánto tardaré en volver. Voy a enseñarle a Becca el instituto y el campo de fútbol.
Elizabeth sonrió y luego frunció el entrecejo y me miró sorprendida.
–¿Quién es Beccal? –le preguntó entonces a su hijo.
Fui a responder, pero Paul posó su mano encima de mi pierna bajo el mantel y supe que debía guardar silencio.
–Es mi novia, mamá. Mírala, vino ayer.
De pronto la mirada de Elizabeth cobró vida de nuevo y asintió con suaves movimientos de cabeza.
–¡Claro! Qué tonta soy, perdóname hija, ando un poco mal de la memoria… ¿Qué tal has dormido? –me preguntó otra vez–. Yo ayer tenía mucho frío y tardé en cerrar los ojos. Vamos a tener que subir la calefacción, Paul –añadió entonces, mirando a su retoño.
–Sí, creo que tienes razón, esta noche subiré el termostato un par de grados –respondió él, siguiendo la conversación de su madre con una naturalidad pasmosa.
–Oye, ¿dónde está tu hermana? Al final ayer no vino a cenar.
–Está en su casa, mamá. Con Tom y con papá. Supongo que vendrán todos a comer.
Elizabeth mantuvo su mirada fija en los ojos de Paul, parecía estar reflexionando acerca de la información que su hijo acababa de darle.
–Ayer estuvo en el hospital, pero el bebé está bien. Aún no va a nacer.
Y de nuevo la mirada oscura de ella se iluminó, al igual que su memoria. Dio la impresión de haber comprendido todo de golpe.
–Es cierto, ya recuerdo. Ayer… Sí. Vale. Haré algo de comer. Algo de pasta. ¿Te gusta la pasta Becca? –me preguntó–.
–Sí, me encanta –respondí sonriente.
***
Me gustaba pisar la nieve recién caída. El campo de fútbol americano estaba completamente blanco, así que podía sentir cómo crujía bajo mis pies.
–Seguro que eras el capitán del equipo que estaba liado con la jefa de las animadoras y te creías guay porque llevabas una cazadora de esas que salen en las pelis –le dije mientras caminábamos cogidos de la mano hacia el centro del campo.
Él sonrió.
–Yo era otro friki, como tú.
–¿Cómo yo? Yo no soy friki. Soy inteligente –bromeé.
–Eres una pedorra.
Le di una colleja cariñosa y él me agarró de la cintura.
–Yo era el típico niño gafotas que vivía recluido en su habitación resolviendo ecuaciones. Bueno, también tenía alguna revista… Ya sabes…
Me guiñó un ojo y yo grité escandalizada.
– ¿Pero cómo tienes la poca vergüenza de reconocerlo en mi presencia? ¡Puarg!
Al ver su cara de cachondeo absoluto me indigné aún más.
–Becca, revistas científicas… Ya sabes… Del tipo Muy Interesante. Malpensada –se hizo el interesante.
–Es que no puedo pensar bien después de lo de esta mañana –le recordé.
–Eso es porque no hemos terminado lo que empezamos… –susurró en mi oído.
Sonreí con timidez y eché a andar, dejando a Paul a mis espaldas.
–Así que no venías a jugar aquí –le dije mientras observaba el bosque que había tras el estadio.
Me maravillaba como una pequeña localidad podía estar tan bien escondida entre tanta naturaleza salvaje.
Sentí sus brazos rodeándome desde atrás, después apoyó su barbilla sobre mi hombro y me dio un dulce beso en la mejilla. Disfruté el momento. Allí, solos, en un campo de fútbol nevado y desierto.
En el lado opuesto del bosque había un edificio de ladrillo rojo, que contaba con tres o cuatro pisos. Se trataba del instituto en el que Paul había pasado la adolescencia, siendo el empollón de la clase. Por un momento lo visualicé mientras algún matón le estiraba los calzoncillos hasta hacerlo llorar.
“Tengo demasiada imaginación”.
–Deberíamos ir a comprar el pan –me dijo–. Dentro de un rato estará la comida.
***
En el centro del pueblo había una pastelería muy coqueta, adornada con espumillones y luces navideñas y con los escaparates llenos de galletas de jengibre, dulces de chocolate y demás pecados.
El caso es que también vendían pan, que era lo menos atractivo del lugar.
–Podríamos comprar unos bombones para después de comer… –le sugerí a Paul. Se me había hecho la boca agua.
Sólo había dos personas en la cola. Una señora mayor que llevaba un gorro de lana rojo intenso. Parecía un semáforo la mujer. Y otra chica, más joven, con el pelo rubio muy claro recogido en una coleta alta.
No le vi la cara, pero la escuché pedir pan de leña y entonces mi estómago rugió.
–¿Vas a comprar pan de leña, Paul? Está muy bueno…
Agarré la manga de su abrigo plumas negro y tiré de ella, después le sonreí con picardía y él me revolvió el pelo con su mano.
–Deja de pedir, doctora –dijo en mi oído.
De pronto la chica de la coleta rubia se giró.
–¿Paul? ¿Paul Wyne? ¡Sí, eres tú! –gritó ella con euforia.
Nunca me gustaron las euforias femeninas hacia mi novio. Excepto la de su madre y su hermana. Y en aquella ocasión no iba a ser diferente.
–Sí… Tú eres… Espera… Es que ahora mismo no me acuerdo –balbuceó él visiblemente avergonzado.
Doña “Paul Wyne, qué guay que te he encontrado para saltar a tu yugular y vampirizarte”esbozó una sonrisa aún más amplia –y más falsa–. Porque, ¿a qué mujer le gusta que no se acuerden de su nombre?
–Soy Daisy McCaguen, fuimos juntos los tres últimos años de instituto a clase. ¡Siempre me dejabas copiar tus deberes de matemáticas! Qué habría hecho yo sin ti…
Pensé que yo sabía claramente lo que Paul iba a hacer sin ella, después de que yo la estrangulara con mi fonendoscopio y la enterrara en un cementerio de perros –o de perras–. Pero me abstuve de hablar en voz alta.
–Ah, es verdad. Me alegro de verte Daisy. Te presento a mi novia, Becca.
Aquello me pilló desprevenida y de un momento a otro doña McCaguen me estaba estrechando su gélida mano, la cual intentaba partirme los huesos con su desmedida efusividad.
–Encantada –respondí. “De no volverte a ver”, pensé después.
–Podría pasarme por tu casa un día de estos y nos tomamos un té, los tres –añadió mirándome e intentando incluirme en la conversación.
–Yo, eh… –empezó Paul a divagar de nuevo–. Está bien…
Entonces dudé profundamente acerca del verdadero poder de la testosterona a lo largo de la evolución humana. Si cada vez que un lobo se hubiese intentado colar en la cueva de un Homo Sapiens peludo y éste hubiese respondido igual que Paul, la raza humana se hubiera extinguido. Lo que había que hacer era lanzarle un mazazo al lobo y partirle el cráneo, claramente.
***
–¿Estás bien, Becca? –me preguntó cuando aparcó el coche frente a su casa –. Tienes cara de psicópata. Sin ofender.
Giré mi cara y lo miré frunciendo los labios.
–No me pasa nada –bramé–. Vamos a comer.
Y me bajé del coche.
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Que levante la mano quién tiembla cuando una mujer dice que no le pasa nada ja ja ja
Perdonadme el retraso chicos. Me voy a disculpar. Sabéis siempre que para mi el invierno es bastante malo con los libros por los exámenes, las clases y las prácticas. Creed que hago lo que puedo y no quiero forzarme a escribir cansada y de mal humor porque lo que saldría de mí no merecería la pena ser leído (al menos merecería la pena menos que ahora jajaja)
Os quiero mucho lo sabéis, espero que os haya gustado el capítulo!!
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