Prólogo

Desde que cumplí los cinco años hasta que llegué a los doce me sentí verdaderamente atraída por el espacio y los astronautas – en concreto, desde que mi madre cometió el terrible error de llevarme al cine a ver Toy Story -.

Inevitablemente, quedé fascinada por Buzz Lightyear.

Woody  me pareció entrañable, pero el tema de los vaqueros del Oeste, no sé, como que no iba conmigo.

Prefería las naves espaciales.

Recuerdo que cuando se lo comenté a mi madre, ella, entusiasmada, se aseguró de poner a mi alcance multitud de documentales sobre el espacio, las galaxias y los agujeros negros. Así fue como supe de la existencia de Stephen Hawking, quien me hizo preguntarme si no sería mejor dedicarme a la investigación en lugar de subirme a un transbordador espacial.

Con siete años realicé el maratón completo de Star Wars – una saga repleta de naves espaciales, lo cual era un punto a su favor - .

La respiración de Darth Vader me recordaba a la de mi abuelo, quien estaba diagnosticado de enfermedad pulmonar obstructiva crónica – de hecho, tuve una época en la que pensé que él era realmente Darth Vader, hasta que mi padre decidió que yo era demasiado pequeña para ver esas pelis -. Se me cayó el mito al descubrir que mi abuelo respiraba así porque estaba enfermo y nada más .

De todas maneras, lamenté que las espadas láser no existieran porque me hubiese gustado haber sido admitida en la orden Jedi.

Hoy en día aún me considero una fan incondicional – sin llegar al extremo de disfrazarme de princesa Amidala  cada vez que hay un estreno -.

Cuando cumplí los doce años tuve la pésima idea de ir a casa de una amiga para ver la película de “Una rubia muy legal”. Me fascinaron Harvard, sus alumnos, y sobre todo, Reese Witherspoon en su papel de Elle Woods.

Entonces quise ser rubia, llevar tacones y estudiar derecho.

Con catorce años me encerré en mi cuarto, encendí la tele y conecté el reproductor de DVD para ver a Nicole Kidman y a Ewan McGregor actuando en Moulin Rouge.

El romance y la música me conmovieron, pero el asunto de ser prostituta no me convencía del todo. Entonces, quedándome con la parte romántica del largometraje, decidí que quería tener novio – sin cobrarle por ello, desde luego -.

Otra cosa es que lo consiguiera sin que me tuviesen que cobrar a mí… Pero aquello ya es otro cantar.

Un día, al poco de cumplir los quince, salí con mis amigas por el centro de la ciudad y nos tomamos unos pinchos de tortilla (para el que no lo sepa: la tortilla está hecha de huevos).

¿Qué ocurrió?

No, no quedé fascinada por el mundo de la gastronomía. Tampoco quise dedicarme a la cata de vinos. Lo de estudiar enología aburría hasta a las ovejas.

Lo que sucedió fue que aquella noche la viví intensamente a pie de retrete – de rodillas vomitando, y sentada con diarrea -. ¡Oh sagrado váter!

Todo apuntaba a una intoxicación alimentaria – visto lo visto, el huevo de la tortilla, al parecer, no atravesaba uno de los mejores momentos de su vida -.

Así que, mi querida, estimada y directa madre – de profesión, cirujana general – llamó a uno de sus compañeros de guardia y me atendieron en las urgencias de su clínica.

Allí me indicaron que me tumbara en una camilla que se encontraba dentro de un pequeño cubículo con cuatro claustrofóbicas paredes y una cortina que hacía de puerta.

Al instante, una enfermera muy amable vestida con un pijama azul – y con un leve destello de sadismo en su mirada – me hincó una aguja para conectarme una vía.

Recuerdo que grité, a lo que ella se disculpó con un: “Uy, creo que te he pinchado un tendón, lo siento”.

Ya, ya… Yo sí que lo sentí, en lo más profundo.

Después me asistió uno de los compañeros de mi madre. Aún le recuerdo. Recuerdo su bata roñosa (que pretendía ser blanca) y los vaqueros gastados que vestía bajo ella. Su pelo era muy corto, como un marine  y tenía unos rasgos endurecidos, tal vez debido al interminable número de horas que llevaba allí trabajando – y al interminable número de horas que aún le quedaban por delante -.

Le eché unos cuarenta y pocos años.

Se acercó y me saludó amistosamente.

-        Buenas noches, Becca.

Respondí con un: “Buenas noches” de moribunda.

Me preguntó que qué había comido, cuándo, dónde y por qué. Me preguntó que si me drogaba, que si bebía y que si había mantenido relaciones sexuales.

Creo que en aquel momento me desmayé. 

Nunca me había imaginado que con quince años la gente ya hiciera todas esas cosas. Luego se me ocurrió que tal vez fuera yo el problema, que aún me encontraba en el mundo de Yupi jugando con las Bratz,Barbies y si me apuras, hasta el Action Man.

Cuando desperté, me percaté de que me habían trasladado a una habitación individual, tal vez a alguna de las de la tercera planta. Lo adiviné por el color rosado de las paredes. La primera planta era azul oscura y la segunda tenía una tonalidad anaranjada muy poco favorecedora. Sin duda, aquel rosa dulzón de las paredes pertenecía a la tercera planta.

Al enderezar mi espalda sobre la almohada, pude observar a mi madre, sentada en un butacón situado a mi derecha, que se entretenía pasando las páginas de una revista de decoración, y a mi padre que se comía el tarro delante de su portátil, tendido en el sofá que se encontraba a la izquierda de mi cama, junto a la pared.

Mi padre era escritor. Bueno, al menos lo intentaba.

Trabajaba como administrativo por las mañanas, por las tardes me ayudaba a hacer los deberes y por las noches se encerraba en su despacho a escribir.

Me constaba que había enviado solicitudes a editoriales, formularios a agencias literarias y manuscritos a editores independientes. Sin éxito.

Posé mis ojos sobre él y lo analicé con detenimiento. Tecleaba unas líneas cada pocos minutos. Después suprimía y tecleaba de nuevo. Entonces suspiraba con resignación. Decidí interrumpir su valioso –y poco fructífero – silencio:

-        Buenos días papá. Veo que hoy no estás inspirado – sonreí.

Él elevó una de sus cejas y, sin apartar la vista de la pantalla, respondió con una sonrisa:

-        Veo que ya te encuentras mejor.

Entonces mi madre – al percatarse de que su hija había regresado del mundo de Yupi - se levantó, caminó hacia mí y posó una de sus delicadas manos sobre mi frente. Sus ojos esmeraldas me inspeccionaron cuidadosamente.

-        Aún tienes un poco de temperatura, llamaré a la enfermera para que mire cuánto te ha bajado la fiebre – dijo ella.

Mi madre era una mujer muy menuda. Su rostro era demasiado pequeño como para enmarcar sus grandes ojos verdosos, se asemejaba al de una delicada muñeca de porcelana china. Su nariz era chata y sus labios finos y rosados.

Siempre la admiré.

Porque, a pesar de su escasa presencia física, con su actitud seria y decidida parecía capaz de derribar murallas.

En cierto modo, yo era similar a ella, sólo que más alta, con los ojos más oscuros y ambarinos y el cabello más claro – no mucho más -.

Mi madre, la doctora Breaker, salió de la habitación galopando sobre sus elevados tacones.

A los cinco minutos regresó con una enfermera que hinchó un manguito alrededor de mi brazo derecho para tomarme la tensión. Después situó el extremo de un termómetro dentro de mi oído derecho hasta que pitó.

-        Tienes treinta y siete con ocho, Becca – me dijo la enfermera -. Lo bueno es que estás mejor que ayer por la noche.

-        Genial – sonreí con optimismo -. Mamá, tengo hambre…

Supongo que lo dije por decir, porque me tenían a dieta rigurosa. No podía probar nada que no fuera un asqueroso suero isotónico que pretendía saber a naranja.

Y, justo cuando mi madre ya se disponía a librar una batalla verbal con su hija – es decir, conmigo -, alguien llamó a la puerta.

Todos giramos nuestras respectivas cabezas hacia la entrada.

Un chico alto, joven y un poco desgarbado me miraba con curiosidad. Llevaba una bata blanca – blanca de verdad - y un fonendoscopio alrededor del cuello. Me llamaron la atención sus deportivas Nike impolutas – parecían recién estrenadas -.

-        ¿Eres Rebecca Breaker? – preguntó él con un tono cauto y distante.

-        Sí – susurré.

No era un hombre de revista. Quiero decir, no parecía un modelo de Ralph Lauren, y seguramente, tampoco le hubiesen contratado para hacer de doble de Taylor Lautner. No obstante, tenía una mirada muy expresiva, oscura y de alguna manera, sugerente. Era indudablemente atractivo.

Curvó sus labios en una sonrisa, dejando entrever unos dientes tan blancos como sus zapatillas Nike.

-         Me han pedido que te haga la historia clínica, ¿te pillo en buen momento?

-        Eh… - balbuceé.

Me mostré reticente a mantener una conversación con aquel chico en las siguientes circunstancias:

1. Pelo sucio.

2. Dientes amarillentos, gracias a la vomitona.

3. Ojeras grandes y profundas.

4. Mi madre y mi padre delante.

5. Únicamente cubierta con un camisón.

Cuando al fin abrí la boca para pedirle educadamente que se marchara, alegando que no me encontraba bien, mi madre se me adelantó:

-        Sí, por supuesto – terció ella con amabilidad -. Todos hemos sido estudiantes alguna vez. Mira, te dejamos solo con ella para que te cuente todo lo que te tenga que contar. Cielo – se dirigió a mi padre que ya estaba apagando su portátil a regañadientes – vamos a tomar un café.

En aquel momento no comprendí cuáles fueron los motivos que llevaron a mi madre y a mi padre a abandonarme en aquella tesitura. Después me enteré de que es conveniente que el paciente se encuentre a solas con el médico a la hora de realizar la historia clínica, para que así no se sienta cohibido cuando tenga que responder a preguntas de una índole íntima y personal.

Observé con impotencia a mis padres, que ya desaparecían tras el umbral de la puerta.

Después inspiré profundamente.

El estudiante agarró un taburete que había bajo la mesa de la entrada y lo situó junto a la cama. Justo a mi lado. Después se sentó sobre él abriendo las piernas. Una postura muy varonil, todo fuese dicho.

Y entonces, comenzó el interrogatorio.

-        Dime Rebecca, ¿cuántos años tienes?

-        Quince – musité. Apenas me atrevía a mirarlo a los ojos. Me ponía muy nerviosa.

-        Vaya, pareces mayor.

Me dio un vuelco el corazón. No obstante, procuré que no se me notara.

¡Me había dicho que parecía mayor! Bien, calma Becca, tranquilidad, pensé.

Luego me fijé en él. Si yo parecía mayor… Él parecía muy niño como para llevar una bata y llamarse “doctor”.

-        Y tú pareces muy joven para ser médico – tercié yo.

Enarcó una ceja y sonrió. Pero no me dio ninguna respuesta. Por el contrario, me atacó con otra pregunta.

-        ¿Por qué viniste a urgencias?

¿En serio iba a tener que contarle que había estado cagando y vomitando durante toda la noche? ¿A él?

¿A ese chico tan guapo y adorable que tenía sentado a mi derecha? Me percaté de que me observaba con impaciencia. Traté de que sonara lo mejor posible:

-        Por gastroenteritis – bien, era lo que me habían dicho que tenía, ¿no? Tendría que servirle eso.

-        No, Becca, eso es un diagnóstico. Tú me tienes que decir qué era lo que te ocurría. ¿Dolor de tripa? ¿Vomitabas?¿Diarrea?

Dirigí mi mirada hacia las baldosas anaranjadas del suelo y admití en alta voz:

-        Las tres cosas a la vez.

-        Bueno, valdrá como respuesta – el estudiante apuntó algo en su carpetita negra -. Y dime, Becca, ¿eres alérgica a algo?

-        No – respondí. Él lo apuntó también.

-        De acuerdo. ¿Fumas?¿Bebes?¿Alguna droga? – preguntó, como si tal cosa.

Negué moviendo la cabeza de un lado a otro. Lo hice con tanto énfasis que me dio un tirón en el cuello y me quedé agarrotada.

-        ¡Ay! – gemí.

-        ¿Estás bien? – preguntó él, que ya se había levantado dispuesto a poner sus manos en mi cuello.

-        No, tranquilo. Ya me arreglo yo sola. Me pasa a menudo… - le disuadí de tocarme.

Ya me estresaba tenerlo frente a mí, encima no iba a permitirle que me pusiera las manos encima.

Me reprendí a mí misma. No podía ponerme como un flan cada vez que un chico guapo me hablara – lo cual, por desgracia, no ocurría casi nunca -.

-        No bebo – respondí al fin -. Tampoco me drogo, ni fumo. Ah, y como sé que me lo vas a preguntar, no tengo ni he tenido y creo que en muchos años no tendré, relaciones sexuales.

El estudiante de medicina, visiblemente escandalizado por mi comentario tan fuera de contexto, abrió mucho los ojos. Y entonces me respondió de la manera en la que menos me esperé que lo fuese a hacer:

-        Pues eres muy guapa. No veo por qué no podrías tener relaciones sexuales en unos años.

Me atraganté con mi propia saliva. Y de paso, le agradecí al cielo que mi padre no se encontrara presente para escuchar aquellas palabras.

-        Becca, ¿me dejas que te ausculte? – se incorporó del taburete y cogió su fonendoscopio.

-        Qué remedio – respondí. Al momento rectifiqué apurada -. Perdón, no quería decir eso…

Él rió. No parecía haberle molestado en absoluto.

Temblé al notar sus manos sobre mis clavículas apartándome el camisón.

-        ¿Tienes frío Becca? – me preguntó poniendo una mano sobre mi frente, al igual que acababa de hacer mi madre unos momentos antes.

“No, tengo calor”, pensé. Pero obviamente, no se lo dije.

Me limité a mantener mi respiración estable y a frenar mis paranoias mentales, que en aquellos instantes crecían como setas.

-        Aún tienes algo de fiebre – sentenció él.

-        Sí. Me lo acaba de decir la enfermera. Si compruebas mis constantes en el ordenador verás que tengo treinta y siete con ocho. Y mi presión arterial sistólica creo que está en cientodiecisiete y la diastólica en… Sesenta y cinco.

-        Vaya, una chica lista. ¿Sacas buenas notas en el colegio? – esto último me lo preguntó con un tono repelente que no me gustó ni un pelo. Pareció querer recordarme que yo aún me encontraba  en el colegio y que no debería pretender saber más que él.

Fruncí los labios dispuesta a guardar un incómodo silencio. ¡Claro que sacaba buenas notas! ¡Llevaba sacando matrículas de honor desde el parvulario! Para mí siempre fue lo habitual ser la número uno – sin duda, aquello cambiaría más adelante -.

Él prosiguió deslizando su fonendoscopio por mi pecho para escuchar los latidos de mi corazón.

-        Estás un poco taquicárdica – susurró cerca de mi oído.

-        Mi frecuencia cardíaca es completamente fisiológica – me defendí. ¡Claro que estaba acelerada! ¡Estaba semidesnuda, enferma y deshidratada! ¡Y últimamente no hacían más que preguntarme que si fumaba, bebía y tenía relaciones sexuales!

Él comenzó a reírse a carcajadas. En realidad, tenía una sonrisa muy bonita. Sus dientes se encontraban completamente alineados y lucían un blanco impoluto.

-        Eres una chica muy graciosa. Además estoy seguro de que tienes toda la razón.

Sí, me daba la razón como a los tontos. El chico en cuestión comenzaba a caerme un poco gordo.

Algo inesperado sucedió justo en aquel instante.

Escuchamos un estrépito causado por una multitud de personas que corrían por el pasillo.

Ambos nos giramos hacia la puerta.

-        ¡Código azul! – se escuchó un grito, también procedente del pasillo.

Entonces el estudiante detuvo su auscultación y se dirigió corriendo hacia la puerta.

La curiosidad me pudo, así que salté de la cama y lo seguí.

Salí al pasillo, tras él. Todos se dirigían hacia una habitación que quedaba unos cinco metros a la izquierda de la mía. Casi al final del corredor.

Caminé hacia allí. El pasillo tenía las paredes también de ese tono rosáceo tan resultón. Las baldosas en lugar de anaranjadas, eran de mármol blanco. Me sorprendió ver, que cada pocos metros, había sujetos en las paredes unos cuantos frasquitos de higienizante de manos. Una enfermera pasó corriendo por mi lado. Casi nos chocamos, pero aún así no se detuvo a mirarme.

En otra ocasión ya me hubiese regañado alguna enfermera por salir de la cama y pasearme a placer por los pasillos del hospital, pero en aquel instante todo el mundo parecía estar a otras cosas. Demasiado ocupados como para prestarle atención a una adolescente curiosa.

Aún así, caminé despacio, procurando pasar desapercibida. Al llegar a la entrada de aquel cuarto, asomé la cabeza con disimulo. Lo justo como para poder observar con un solo ojo lo que ocurría en su interior. En un principio me costó distinguir al paciente entre todo aquel tumulto.

Pude contar al menos unas quince personas, de las cuales tres o cuatro eran doctores, cinco o seis, enfermeras y el resto auxiliares. También se encontraba el chico que acababa de interrogarme – el de las zapatillas Nike y los dientes blancos -.

Pude escuchar la respiración ronca e irregular, del anciano que se encontraba en la cama, al igual que el sonido que produce el viento al atravesar una ventana mal cerrada. Parecía que iba a apagarse con cada bocanada de aire que inhalaba. Con tanto barullo a su alrededor solo pude distinguir sus pies.

Después me pregunté si aquellos serían sus últimos minutos y entonces, se me encogieron las tripas.

-        Su pulso es débil – afirmó uno de los doctores mientras sujetaba la muñeca de aquel hombre -. Está bajando. Nial, ¿ya has terminado con los electrodos?

-        Sí, señor.

-        Bien, enciende el desfibrilador. ¿Tienes la saturación de oxígeno?

-        Su respiración cada vez se hace más imperceptible – señaló otra doctora – voy a prepararme para intubarlo. Está al cincuenta por ciento.

-        Está bien. Primero a desfibrilar – ordenó el que parecía el jefe -. Cargad… ¡Ahora!

Los pies del paciente se sacudieron, indicando que así había sucedido con todo su cuerpo anteriormente.

-        Bien, ya hay pulso – avisó una de las enfermeras.

Uno de los enfermeros se apartó y me dejó ver la cara del paciente. Entonces, tuve el placer de contemplar con mis propios ojos cómo la doctora que había hablado de la respiración introducía un largo tubo por la boca de aquel anciano. Me invadió un inesperado torrente de excitación.

Adrenalina.

-        Respiración estable – dijo ella pasados dos minutos.

-        De acuerdo. Buen trabajo. Nial revisa la medicación del paciente y las constantes. Quiero saber qué es lo que está fallando, aunque ya me lo imagino.

-        De acuerdo, señor.

-        Vamos a trasladarle a la UVI. No me atrevo a dejarle en planta, al menos no hasta que lo hayamos estabilizado – ordenó el jefe justo antes de salir por la puerta, pasando justo a mi lado.

Me detuve para observarlo caminar a lo largo del pasillo. Con su bata blanca, y con su porte autoritario. Llevaba unos pantalones de pinzas grisáceos bajo ella y calzaba unos mocasines oscuros atados con cordones beige.

Entonces ocurrió: la camilla del paciente se deslizó frente a mí, empujada por dos hombres fornidos.

Lo vi. Era mayor, delgado – seguramente desnutrido - y lucía una palidez cérea.

Pero vivía.

Su corazón funcionaba y sus pulmones eran capaces de proporcionarle oxígeno a su cuerpo

Y pensar que podría haber fallecido apenas unos segundos antes…

Algo se sacudió dentro de mí. Ciertamente, había encontrado lo que buscaba.

No comprendí hasta dicho instante por qué nunca antes me había planteado la posibilidad de dedicarme a la medicina, al igual que mi madre.

Tampoco comprendí por qué mi madre nunca me había animado a ello.

Pero a aquellas alturas todo me resultaba indiferente, no me fue necesario comprender nada en absoluto. Había visto a un hombre a punto de expirar ser revivido por un desfibrilador y unos cuantos expertos.

Entonces me di cuenta de que había nacido para ser médico.

Miré a mi alrededor y, por primera vez, me fijé en el hospital en sí. En sus pacientes, en el personal, en la medicación.

Y descubrí que todo aquello me fascinaba.

El chico de las Nike, que me había interrogado unos minutos antes pasó por mi lado en aquel momento. Había advertido mi semblante de estupefacción.

-        ¿Te ha gustado? – me preguntó él mirándome fijamente con aquellos ojos tan interesantes -. Lo que acabas de ver es una reanimación cardiopulmonar. Pero como veo que eres una chica muy lista seguro que ya lo sabes. ¿Me equivoco?

Le sonreí con más dulzura de la que había planeado.

-        No te equivocas.

Entonces me tendió su mano y me la estrechó.

-        Me llamo Paul Wyne. Encantado, futura doctora Breaker.

-        ¿De verdad eres médico?

Él rió de nuevo. Yo también lo hice.

-        No, aún me queda un año para terminar la carrera, pero no se lo digas a nadie más o si no, no me tomarán en serio.

-        De acuerdo. Te guardaré el secreto entonces – respondí con cierto tono de complicidad.

Después él se marchó y yo regresé a mi habitación.

Todo había cambiado.

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He aquí el prólogo de la nueva historia!

Es más adolescente, diferente a fuera de juego y a Lyre, pero con personalidad propia ;)

   Espero que os guste :D y me comentéis qué os parece!

Seguramente colgaré la siguiente parte hacia finales de la semana que viene :D

un saludín!

Pd: votad si os ha gustado :D    

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