Capítulo 7: Paul Wyne y otros terrores nocturnos
- Bisturí – ordené.
Realicé la primera incisión en la comisura derecha de la boca del paciente. Sangraba mucho pero me daba igual.
- Tijeras.
Me tendieron las tijeras mientras yo depositaba el bisturí en un recipiente para material contaminado. Con las tijeras intenté despejar parte de la grasa del tejido subcutáneo.
Más sangre. ¿Era normal tanta sangre? Comenzaba a chorrear. Me estaba manchando la bata verde.
No, no recordaba haber visto a mi madre con tanta sangre en su quirófano.
- Doctora está bajando la presión. ¿Perfundimos más volumen?
- ¿Cuánta sangre ha perdido?
- Casi doce litros – indicó el anestesista.
¿Doce litros? ¡Pero si yo creía que sólo había cuatro o cinco, como mucho seis en el cuerpo humano! ¿Cómo podía ser posible?
- ¡Doctora el paciente está en parada! Procedo a administrar adrenalina – el anestesista me hablaba y me hablaba, me daba órdenes y yo no era capaz de actuar.
Todo se volvió oscuro y de repente, el paciente había muerto.
Y gracias a Dios, me desperté.
Había sudado tanto que no me quedó más remedio que meterme en la ducha, a pesar de que me hubiese bañado a penas unas siete horas antes.
Ya eran las ocho de la mañana y tenía que estar a las diez en el colegio para coger un autocar escolar que nos llevaría a las jornadas para preuniversitarios.
El examen de matemáticas sería al día siguiente, lo cual se estaba haciendo notar en mi estado de nervios y sobre todo en mis pesadillas que cada día se volvían más salvajes.
Cuando no soñaba con que se me moría alguien en las manos (ya fuera en un quirófano, en la calle o en una consulta), soñaba que no sabía cómo responder a ninguna de las preguntas del examen y que, por tanto, era expulsada de Ignature.
De camino al baño, que se encontraba incorporado a mi habitación, separado de ella únicamente por una puerta, me fui deshaciendo del pijama, y al llegar al lado de la bañera, me quité la ropa interior antes de abrir la llave del agua caliente.
Respiré hondo mientras el agua evaporada se esparcía por la atmósfera empañando el espejo y los azulejos.
Me introduje en el plato de ducha y me senté en una especie de esquinera de mármol que había justo bajo la alcachofa. Dejé que el agua ardiendo se llevara todos los malos rollos de los últimos días, que arrasara con el estrés y con mis pacientes ficticios fallecidos, o por lo menos, dejé que la ducha relajante los devolviera a la vida de nuevo para librarme de esa falsa sensación de responsabilidad.
Durante los cinco minutos que tardé en enjabonarme el pelo y en suavizarlo y en utilizar un gel de ducha hidratante, pensé que sería inútil acudir al evento de aquel día porque yo ya sabía en qué universidad quería estudiar y lo que quería estudiar.
¿Para qué iba yo a molestarme en investigar otras carreras universitarias?
Pero la excursión era obligatoria, así que me esforzaría por sacar algo en claro.
Después mi mente se desvió hacia Paul, cosa que venía ocurriendo bastante a menudo desde el fatídico día en el que tuve la genial idea de admitir en voz alta que era guapo, teniéndole a él detrás.
Desde entonces yo no había parado de preguntarme si Paul habría escuchado precisamente esa parte de la conversación. No tuve que mirarme al espejo para darme cuenta de que había enrojecido de manera exagerada.
Le había vuelto a ver en el hospital, pero él apenas se había detenido a hablar conmigo, sí me había saludado con una sonrisa, pero parecía más ocupado de lo habitual y claro, ya no tenía tiempo para hacerle gracias a una niña de casi dieciséis años.
Tampoco había vuelto a ofrecerme ayuda.
Sólo me llamó la atención su comportamiento una tarde del mes anterior.
Fue una tarde particularmente extraña, porque yo había estado tan nerviosa por no entender un tema de matemáticas, que en lugar de ir con mi madre a ver pacientes, me escondí en la biblioteca del hospital con mis apuntes y unos ejercicios para practicar.
Lo que sucedió fue que sin darme cuenta Paul se había quedado parado en pie justo detrás de mí, de forma que pudo ver cómo intentaba solucionar un ejercicio muy complicado de trigonometría.
Al percatarme de su presencia, yo me había girado y le había visto serio, negando con la cabeza, lo cual me puso en estado de alerta roja.
¿Qué había hecho mal?
Repasé el procedimiento que había seguido una y mil veces, pero no logré encontrar el fallo.
Entonces, él me señaló una de las ecuaciones, que efectivamente estaba mal despejada.
Conseguí el resultado correcto gracias él.
Finalmente, Paul se había marchado de la biblioteca dejándome sola con los senos, los cosenos, las tangentes y las arcotangentes.
Lo más extraño de todo aquello fue que ni siquiera habíamos intercambiado una sola palabra.
Resoplé, confundida, y cerré la llave del agua. Después me envolví en una toalla y me sequé el pelo.
Me vestí rápidamente y bajé a desayunar.
Me comí un bizcocho de limón que mi padre había preparado la noche anterior acompañado por un té rojo mezclado con leche y azúcar.
En la cocina pude ver a mi madre que observaba la televisión con cara de concentración. Miré yo también hacia la pantalla, y gemí de desesperación al encontrarme con uno de esos programas en los que además de contarte la vida del paciente en cuestión (o de la paciente), salía en vivo y en directo la operación de aumento de mamas.
Sí, yo me estaba comiendo un bizcocho y a la tía de la tele la estaban poniendo tetas de silicona.
Decidí dejar de mirar, no quise volver a tener más pesadillas.
- Mamá, ¿puedes poner otra cosa?
Ella estaba sentada en el otro extremo de la mesa, mirando con atención la minitelevisión que teníamos en la encimera.
- Vamos Becca, ¿tú no querías ser médico?
- Hoy no – gruñí mientras atacaba las migas que quedaban rondando por mi plato.
- Estás enferma – bromeó mi madre.
- No, estoy de muy mala leche – respondí hundiendo mi cara en el té con leche.
- Está bien – accedió ella. Entonces cambió de canal y unos simpáticos Phineas y Pherb aparecieron en el monitor.
- Tampoco te pases – farfullé.
- Pero si te tienes que ir ya, no te da tiempo a ver los teletubbies como cuando eras una enana – rió ella.
Me bebí del tirón lo que quedaba en la taza y subí a cepillarme los dientes y a coger la mochila, que aquel día sólo llevaba un bocadillo para comer, un monedero con treinta dólares y la BlackBerry que tanto odiaba desde el día en el que se habían caído los servidores.
Mi madre me había prometido un Iphone para el día de Navidad.
Pero hasta entonces…
***
Desde el autobús verde que me llevaba al colegio cada mañana, volví a ver a Bryan Devil al volante de su descapotable azul.
Pero ya no me importaba el carnet de conducir. Nada importaba más allá del examen de matemáticas del día siguiente.
Algo así como el nacimiento de Cristo en la historia de la humanidad: antes de Cristo y después de Cristo.
Antes del examen de matemáticas y después del examen de matemáticas.
Así era la sensación que tenía en aquellos momentos.
Bajé del bus y caminé hacia la fachada principal de Ignature, donde todos los alumnos de bachillerato estaban esperando a que llegase el autocar.
Encontré a Mary apoyada sobre uno de los muros de hormigón, leía un libro en braille.
Jackson se encontraba misteriosamente cerca, pero no decía ni una palabra.
No vi ni a Blazer ni a Kasie. Tampoco a Devil. No fue difícil deducir que tal vez se hubiesen ido por su cuenta, en el coche del demoníaco heredero del doctor Devil.
- ¿Qué lees? – le pregunté a mi amiga cuando estuve lo suficientemente cerca.
- Se titula: cómo convencer a Becca de que no me hable cuando estoy leyendo – profirió ella.
Resoplé malhumorada.
Cinco minutos más tarde llegaron los autocares. Eran dos, de dos pisos cada uno. De color amarillo pálido con el escudo de Ignature tatuado en cada uno de sus lados.
Por dentro, nuestro autocar olía a tapicería aterciopelada nueva y a ambientador de pino, como los que compraba mi madre en la gasolinera.
Me senté al lado de la ventana y Watson se puso en el otro asiento, leyendo su libro de cómo hacer callar a sus amigas.
Jackson se sentó detrás de nosotras. Tampoco dijo ni una palabra.
Empezaba a exasperarme el no tener nadie con quién hablar.
- Mary… Me aburro – le dije.
- Pues orina caballo.
- ¿Perdona cómo has dicho? – pregunté indignada.
Escuché la risita nerviosa de Jackson. Watson también esbozó una sonrisa, que de no ser por mi estado de nervios, habría advertido que tenía algo de complicidad con el plasta autista que había detrás de nosotras.
¡Vale Jackson no me caí mal! Me resultaba un tío curioso, pero no por ello dejaba de ser un poco… ¿Cómo decirlo? ¿Callado? ¿Abstraído? ¿Con síndrome de Asperger*?
Desde la ventana, advertí que nuestro autocar iba a tomar un camino que pasaba justo al lado del hospital.
Lo miré embelesada. De un momento a otro me había recuperado de mi bajón emocional mañanero para pasar a otro de euforia.
Me imaginé a mí misma con unos tacones como los de mi madre, con un fonendoscopio y con muchos libros a mi alrededor. Me sentí feliz.
Me sentí feliz hasta que vi a Paul hablando animadamente con una chica, en el aparcamiento que había justo en frente de la entrada principal de la clínica.
Nunca jamás me lo había planteado pero, ¿tendría Paul novia? ¿Sería esa chica? ¿Y cuántos años tenía Paul? ¿Su familia era de aquí?
¡De repente empezaron a surgir multitud de preguntas sobre Paul en mi cabeza!
Por motivos que desconocía, traté de borrar aquella imagen de mis retinas, intentando recuperar el buen humor que me había invadido a penas diez segundos antes.
- ¿Qué te pasa Breaker?
Mary Watson por fin había abierto la boca.
- ¡Nada! ¡Estoy perfectamente! – espeté con fastidio -. Es más, estoy leyendo un libro sobre cómo hacer que mi amiga Mary Watson se abstenga de interrumpir mis reflexiones.
- Ah, es muy interesante. ¿Y has llegado a alguna conclusión? – bromeó ella, quien ya había cerrado su libro.
Respondí con un gemido gutural.
- Siempre que estás callada ocurre algo malo – me dijo mi amiga -. ¿Qué ha pasado ahora?
- He visto a Paul con una chica – musité.
- ¡Ajá! ¡Te gusta Paul! – exclamó ella triunfante.
Lo dijo tan alto que una chica que estaba sentada delante me preguntó a voz en cuello:
- ¿Quién te gusta Becca? ¿Es del colegio?
Todas las miradas se dirigieron hacia mí, y yo me hundí más en mi asiento de terciopelo granate.
- No, no me gusta nadie. Me gusta la medicina, y que yo sepa, no puede copular conmigo – me defendí como buenamente pude.
Me sentí como si estuviera en uno de los banquillos de acusados del tribunal superior de justicia. Como en las películas de abogados y jueces. Sólo faltaba un fiscal que viniese a derrumbar mis argumentos con pruebas irrefutables.
Cuando la gente dejó de prestarme atención – a regañadientes, porque a nadie le había convencido mi respuesta en absoluto -, Watson me hizo de nuevo otra pregunta, pero con la voz más baja:
- ¿Acaso la estaba besando o abrazando?
Reflexioné.
- No, sólo hablaban.
- Entonces no te preocupes. Aunque es raro que no salga con nadie. Tal vez salga con alguien…
- Mary no me importa su vida. Y por favor, haz tus razonamientos en silencio – le rogué.
No quise volver a sacar el tema de Paul en todo el día.
***
Las jornadas se desarrollaron en un pabellón enorme, preparado para toda clase de eventos.
A la entrada, unas azafatas nos dieron un plano y unos auriculares para guiarnos entre los stands de las distintas universidades.
En primer lugar, acompañé a Watson hasta la zona en la que la universidad de Kings exponía las distintas carreras universitarias que ofertaba. Allí le leí a Mary en voz alta los distintos programas educativos y los recursos con los que contaban para las prácticas. No tenían ningún folleto en Braille que ella pudiera leer.
Después me dediqué a pajarear de acá para allá, sin rumbo. Tampoco quería acercarme al stand de Lleolds para comprobar que efectivamente, iba a ser tan difícil conseguir plaza como mi madre me había contado.
No quería más presión antes del examen de matemáticas.
Pero la ley de Murphy está siempre ahí, para ponerte delante tus problemas, obligándote a enfrentarte a ellos.
Entonces, durante mi paseo sin rumbo, Lleolds apareció ante mis narices y la carrera de Medicina se encontraba justo en el centro de los Stands, como si fuera la joya de la corona.
Mucha gente hacía cola para informarse y para escuchar al representante, que hablaba enfurecido de gloria y de orgullo acerca de sus hospitales y profesores. De sus laboratorios y de sus bibliotecas.
Y sobre todo, de las ofertas laborales que se le presentaban a todos los recién licenciados allí.
Nadie mencionaba el duro proceso de selección de alumnos para ocupar sus valiosísimas plazas.
Desde luego, para mí una de sus plazas tenía un valor mucho más elevado que el de un puñado de diamantes y zafiros.
Una hora más tarde, me reuní de nuevo con Mary en la cafetería del pabellón para tomar el almuerzo.
Después estuvimos juntas paseando hasta que dí con un stand que misteriosamente logró llamar mi atención, cosa que en realidad, no creía que fuese a suceder.
La universidad en cuestión se llamaba Hoodwest. Y su particular joya de la corona era la licenciatura en historia.
A mí personalmente me fascinaba la historia, me había leído todos los libros de Isaac Asimov (todos aquellos que no trataban de ciencia ficción, sólo aquellos que hacían referencia a Egipto, Mesopotamia, el origen de Norteamérica, el Imperio romano… Y unas cuantas cosas más, todas ellas muy interesantes).
Es por esto, que no me desagradaba curiosear sobre esa carrera universitaria y sobre sus salidas profesionales.
Lo que más me sorprendió fueron sus originales prácticas de último año de carrera, en el cuál seleccionaban a los mejores alumnos para llevárselos a las excavaciones arqueológicas de oriente medio para que investigaran y sacaran sus conclusiones por su cuenta.
Me sentí muy intrigada por saber cómo sería la experiencia de viajar hacia alguna de las regiones de alrededor del Nilo o de explorar en las inmediaciones de los ríos Tigris y Éufrates, que si bien en su día Mesopotamia había sido una de las civilizaciones más avanzadas de la humanidad, ahora no era si no una de las más atrasadas. Quién diría que allí se había inventado la escritura varios miles de años antes del nacimiento de Cristo. (Varios miles de años antes del examen de matemáticas del día siguiente).
Pensé que tal vez, si lo de la medicina salía mal (lo cual en el fondo no creía posible, siempre confié en que mis sueños podrían llevarse a cabo), podría dedicarme a la historia y a la arqueología, y tal vez a pasar el rato descifrando complicados jeroglíficos.
No obstante, la bata blanca ejercía un efecto magnético sobre mí.
- Mary, ¿tú estudiarías historia? – quise saber la opinión de mi amiga, una vez que ya nos habíamos vuelto a subir en el autocar.
- A no ser que seas la historiadora más reconocida de tu universidad, que escribas libros sobre tus opiniones o sobre acontecimientos históricos y de que los sepas vender, o a no ser que te conviertas en el próximo Indiana Jones, o como mínimo en su padre, y que reveles grandes misterios, pocos ingresos vas a obtener de esa carrera universitaria…
- Gracias por tu opinión Mary – gracias por nada fue lo que quise decirle.
Me di cuenta de que no me había cruzado con Devil ni con las rubias en ningún momento.
Al parecer, habían decidido no ir a las jornadas, aunque me resultó raro puesto que era obligatoria la asistencia.
Aquella tarde la pasé deambulando por mi habitación, de un extremo a otro, leyendo y releyendo teoremas, resolviendo – o no – ecuaciones complejas de tercer y cuarto grado, derivando e integrando funciones… Cuando llegó un momento en el cual comencé a vomitar, mi padre entró en mi habitación y me ordenó que me marchara al hospital con mi madre.
- Como mínimo te distraerás. Hoy no vas a conseguir aprender nada nuevo más allá de la composición de tus jugos gástricos – dijo él, tan jocoso como de costumbre.
Aquella tarde no entraba dentro de la semana obligatoria al mes de hospital, pero aún así me vi forzada a obedecer.
Lo que mi padre no sabía era que yo podía escabullirme hacia la biblioteca y estudiar allí. Y con un poco de suerte, hacer que Paul obrase su magia de experto matemático y, sin decirme nada, lograse resolver los ejercicios que yo tenía mal hechos.
Era una forma de ser ayudada que no hería mi orgullo más que nada, porque yo no tenía que rebajarme a suplicarle.
***
Cuando mi padre me llevó en coche, me fui hacia el despacho de mi madre a coger mi bata.
Como yo tenía una llave para abrir pude entrar sin ser vista para luego irme corriendo con mis apuntes a estudiar.
Tras quince minutos, por fin estuve sentada en una de las mesas alargadas que había detrás de las estanterías del fondo de la biblioteca.
Comprobé con alivio que no había nadie estudiando aquel día, así que tendría intimidad para pelearme con los cosenos y las tangentes.
Paul tardó más rato del normal en aparecer. Le vi buscando algún libro con cierta impaciencia. Su pelo se encontraba muy alborotado y algo graso, y sus ojeras deslucían su habitual rostro risueño. Su bata tenía el cuello un poco negruzco.
En general, su aspecto era el de una persona que está llegando a su límite.
De repente se giró y me pilló observándole fijamente.
Entonces sus dientes blancos asomaron en una gran sonrisa que por un instante logró borrar el morado de las bolsas de sus ojos.
Sonreí como una estúpida.
Se acercó, bajo su bata llevaba un pijama verde también un poco sucio.
- Pareces cansado – le dije.
- Tengo un examen mañana – respondió él con resignación.
- ¿Y qué tal lo llevas? – pregunté.
Yo estaba entusiasmada, era la primera conversación más o menos normal que lograba mantener con él. Sin dobles sentidos, sin pullas…
- Sobreviviré. La semana que viene no pienso salir de la cama – bromeó él.
Reí.
- Yo también tengo un examen mañana – le dije -. Pero no creo que sea tan difícil como el tuyo.
- ¿Es de esas cosas que haces tan rematadamente mal? – preguntó él.
A la mierda la conversación sin dobles sentidos.
- Gracias por tus ánimos semi-doctor Wyne.
- Gracias por recordarme que aún no soy médico – sonrió él. No parecía molesto, sólo se divertía.
Le enseñé uno de los ejercicios que había hecho en casa.
Paul agarró el folio y lo examinó detenidamente. Sus cejas oscuras se curvaban en su gesto de concentración. Se había sentado en su particular postura en una de la sillas de al lado. Su rodilla derecha estaba flexionada, con el pie justo encima de la silla, de manera que podía apoyar su mentón en ella. Su otra pierna estaba espatarrada por encima de uno de los reposabrazos.
Parecía un contorsionista.
- Está mal Becca, para variar – me dijo él.
- Ya lo sé. La respuesta no me coincide con el libro. Pero ¿y si es el libro el que falla? – pregunté con cierta prepotencia.
- No, tú fallas.
Entonces el agarró una hoja en blanco de mi carpeta y cogió uno de mis lápices.
En cinco minutos me dijo:
- En el libro pone quinientos setenta y tres con noventa y tres. ¿Me equivoco?
Yo, escandalizada, fui a la página de soluciones y lo confirmé.
- ¡Déjamelo ver!
Fui a abalanzarme sobre el papel cuando Paul lo retiró rápidamente de mi alcance y se levantó de la silla.
Él negó con la cabeza y me dijo con sorna:
- Cuando asumas que necesitas mi ayuda, te enseñaré a estudiar matemáticas.
- Venga, hombre, Paul… - supliqué -. No la necesito y además tú estás siempre muy ocupado.
- ¿Te cuento un secreto Breaker?
- ¿Cuál? – bramé cual leona cabreada. Mis ojos ambarinos me hacían parecer una felina enfurecida.
- Que además de que ahora tienes una taquicardia bestial, yo estudié un año de ingeniería de telecomunicaciones antes de empezar medicina. Así que sé mucho más que tú de matemáticas, por muy superdotada que seas y por difícil que te pongan las cosas en Ignature Flies siempre sabré más que tú.
Mis labios quedaron sellados.
- ¡Bravo por tu humildad! – aplaudí con sarcasmo.
- ¡Bravo por la tuya Rebecca! Veo que nos parecemos en algo – rió él.
- ¿Entonces no me vas a dejar verlo? ¡Paul tengo el examen mañana!
- ¿Acaso me has pedido ayuda?
- No.
- No hay más que hablar. Suerte mañana – me dijo finalmente.
Después cogió el folio en el que había resuelto el ejercicio y lo dobló para meterlo dentro de uno de los bolsillos de su bata.
Se dio media vuelta y se fue.
- Vaya pedazo de idiota – musité.
- ¡Te he oído! – le escuché gritar desde la entrada.
Después el bibliotecario le chistó y de nuevo reinó el silencio entre las estanterías, pero no en mi cabeza.
Mis pensamientos se apabullaban entre sí por hacerse hueco en mi corteza cerebral: “¿Y cómo sabe que estudio en Ignature? ¿Qué es eso de la ingeniería? ¿Por qué narices es tan idiota? ¿Suspenderé mañana? ¡Quiero morir! No Becca, suicidarse es de cobardes. ¡Mierda mañana voy a suspender! Si solo pudiera robarle la hoja… ¡Mierda mi madre está delante de mí!”
- Hola mamá – susurré con voz queda.
- Me tomas el pelo. ¿Has venido a estudiar? – me regañó ella.
- Es que estoy muy nerviosa.
Ella enarcó una ceja y por un momento sus ojos esmeralda parecieron los de un Pokemon a punto de lanzar un ataque rayo al estilo Pikachu. O un teletubbie al cual se le han podrido las tubbitostadas.
- Nos vamos a casa. Y te prohíbo que leas absolutamente nada más de matemáticas hoy.
Al salir de la biblioteca, el bibliotecario me hizo un gesto para que fuese a su mesa. Me aterré al pensar que iba a regañarme por haber estado hablando delante de mi madre.
- Te han dejado esto – me dijo.
Dejó un folio doblado por la mitad encima de la mesa.
Al desdoblarlo comprobé con alegría que era el ejercicio que Paul había resuelto. Pero cuando mi madre lo vio me dijo:
- He dicho: NADA de matemáticas por hoy Rebecca, guarda eso.
Lo metí en mi carpeta, dispuesta a leerlo con una linterna bajo la almohada aquella noche.
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En Word ya me llega a las 100 páginas, es increíble cómo crecen las ideas cuando las conviertes en historias!!!
un beso a tod@s! Recordad votad si os está gustando :) gracias de antemano!
* Síndrome de Aperger: es un transtorno que se caracteriza por tener poca capacidad para socializar pero también por una inteligencia muy llamativa en cuanto números y música. Es un síndrome curioso, también hay variantes individuales.
Una cosita, si hay algo que no se entienda porque use vocabulario demasiado técnico no dudéis en preguntarme, estaré encantada de responder.
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