Capítulo 4: confianzas impotentes.
Estaba sentada en una de las esquinas de la cafetería de la clínica, esperando a que mi madre bajara a recogerme y me indicara a dónde tenía que ir.
Ya nos encontrábamos a viernes y podía decir, orgullosa, que había sobrevivido a mis primeros cuatro días en Ignature.
Mientras la cirujana Breaker aparecía, me dediqué a repasar mentalmente cada acontecimiento que me había parecido importante.
Pensé en Watson y en su peculiar manera de atender en clase, con la grabadora y con su sexto sentido – casi como el sentido arácnido de Spiderman – que se disparaba cada vez que alguien hablaba de ella.
Al parecer Watson, por lo que me enteré, era una chica muy callada y de carácter difícil, aunque no imposible. Ella me contó que había llegado a Ignature hacía unos cuatro años (cuando tenía trece), y que había sido bien acogida por un grupo de chicas, que tan pronto la adoptaron como amiga como la desecharon.
Entonces, Watson, por voluntad propia decidió continuar el instituto en solitario, sin amigos, sin amigas y sin nadie en quien confiar.
Me pregunté, entonces, qué pintaba yo en aquel pastel y por qué me había contado todo aquello, precisamente a mí.
Supuse que ya se habría hartado de tanta soledad y querría tener a alguien con quien humanamente poder compartir sus problemas.
Aún así, el asunto me continuaba pareciendo un misterio.
De hecho, aquella misma mañana de viernes, le había preguntado que qué fue exactamente lo que ocurrió para que aquel grupo de chicas pasara de ella y la hicieran el vacío. No quiso responder. Dijo que ahora aquello ya no tenía ningún arreglo y que no pensaba volver a hablar con ellas nunca más.
¿Y quiénes eran las chicas que habían atacado así a Watson?
Pues, dos de aquellas pequeñas arpías se encontraban en mi propia clase, sentadas en la segunda fila, y al parecer eran las mismas que me habían estado observando con todo detalle mientras Bryan Devil se había acercado a mi pupitre para inmiscuirse en mis asuntos amorosos, o para reírse de ellos.
Las otras dos chicas se encontraban en el aula de al lado y cursaban un bachillerato diferente. No las conocía de vista.
Decidí que me andaría con cuidado con todas ellas, por si las moscas.
El otro descubrimiento interesante de aquella semana fue un chico muy curioso, en el cuál no había reparado el primer día porque era extremadamente callado e introvertido.
Tenía el cabello castaño oscuro y lo llevaba con un largo que cubría a medias sus orejas, con un flequillo que recordaba al de Chace Crawford. Solo que sus ojos eran de un tono marrón oscuro muy poco frecuente. Me pareció un chico extraño porque parecía que nada de lo que hubiese alrededor pudiera inmutarle en absoluto, a excepción de la clase y de los libros. Algunas chicas se acercaban a él para intentar sacarle algo de conversación pero el muchacho en cuestión las rechazaba amablemente y volvía a meter su cabeza en el libro, cuaderno o en sus auriculares.
Le pregunté a Watson que si siempre había sido así.
Ella me dijo que aunque rara vez había oído su voz, le parecía la persona más decente de aquella clase, el que mejores notas sacaba. Se rumoreaba que su coeficiente intelectual sobrepasaba los doscientos. Entonces me sorprendí aún más con aquel personaje tan misterioso.
Pero lo mejor llegó cuando el jueves, es decir, ayer mismo, cuando nos íbamos a marchar a casa y Watson había salido corriendo hacia el pasillo con su bastón y cargada de libros, él salió detrás de ella y les vi juntos, justo al pie de las escaleras, al final del corredor. A ella se le habían caído todas sus cosas (lo cual era lo más probable que ocurriera porque había acarreado demasiado peso) y él, el chico silencioso, las recogía, se las guardaba en la mochila y después le ayudaba a ella a ponerse la mochila.
Lo mejor fue que no intercambiaron ni una sola palabra. Él se marchó por la puerta y ella subió escaleras arriba.
Y yo me quedé perpleja durante el resto del día.
Vi que mi madre atravesaba la puerta de la cafetería y me buscaba con la mirada. Llevaba su bata blanca, bordada con su nombre en su esquina superior izquierda. También llevaba unos tacones demasiado altos como para ser cirujana y encontrarse en un hospital, pero nunca se lo cuestioné. Al ser tan bajita, ella tenía tendencia a subirse a aquellos andamios llamados Manolo.
El chico misterioso, Jackson se llamaba, desapareció de mi cabeza en cuanto los ojos verdes de la doctora Breaker me ordenaron que la siguiera.
Me levanté y corrí hasta la puerta, justo donde ella se encontraba.
- Buenas tardes doctora – dije con una sonrisa pícara.
Mi madre pasó su mano por mi cabeza y me revolvió el pelo.
- Hola – dijo ella con su natural y exasperante tono autoritario -. Acompáñame.
Nunca, nunca, nunca trabajéis con vuestra madre.
Y menos si vuestra madre es como la mía. Puede llegar a ser la peor de las jefas, porque además de no pagarte ninguna clase de sueldo (excepto con su amor de madre), te pone espinacas para cenar si te portas mal.
Me pegué a ella como su rémora y la perseguí por los interminables corredores de aquel edificio. Recuerdo que pasamos por el departamento de radiología y por el de anatomía patológica, giramos y nos encontramos con el sector de los sindicatos – mi madre hizo un particular gesto de asco que no comprendí bien en aquel momento – y bajamos por unas escaleras hasta llegar al departamento de hospitalización, donde estaban los pacientes ingresados. Reconocí el color azul de las paredes de la primera planta y logré ubicarme durante un momento.
Finalmente mi madre se detuvo frente a una puerta, sacó una llave del bolsillo superior de su bata y abrió.
- Éste es mi despacho – proclamó con orgullo.
Le faltó poco para sacar un banderín rojo y clavarlo en el suelo, para marcar su territorio.
Me pregunté si la competitividad de mi madre le venía por naturaleza propia o se la habrían inculcado durante la carrera universitaria.
Entramos dentro y cerré la puerta tras de mí. Ella abrió un pequeño armario que había justo detrás de su mesa y extrajo una bata, la que me llevaba prestando toda la semana.
Me quité el jersey rojo de cuello alto que llevaba y me quedé sólo con una camiseta de manga corta negra bajo la bata.
Después observé mis zapatillas deportivas y las comparé con los tacones de mi madre. Fruncí el entrecejo.
Iba a tener que vestirme como si fuera el día de Acción de Gracias para acompañarla al hospital sin desentonar a su lado.
Mientras ella organizaba algunos papeles que había amontonados sobre su escritorio, yo me recogí el pelo en una larga trenza que caía por mi lado izquierdo.
Dejó entonces caer un grueso bulto sobre la mesa haciendo mucho ruido.
Me sobresalté y me giré hacia ella.
- Ya está. Vámonos. Hoy te voy a dejar en una consulta de urología con uno de mis compañeros.
Enarqué ambas cejas y fruncí los labios.
- ¿Voy a pasarme la tarde viendo penes? – vocalicé la última palabra con bastante ahínco.
Ella echó a reír.
- Es el único que puede hacerse cargo de ti, yo tengo una reunión y no puedes venir conmigo. Te prometo que el mes que viene intentaré que vayas a cardiología.
Entonces dictaminé:
- No quiero ver penes.
Y la doctora Breaker me dijo:
- No mires entonces. Ahora ven.
Emití un graznido y la seguí por otro laberinto de escaleras y pasillos. Se detuvo nuevamente frente a otra puerta y llamó antes de entrar.
- Pase – dijo el médico que se hallaba en su interior.
Mi madre se adelantó y saludó.
- ¡Buenas tardes! Te traigo aquí a mi hija…Y te dejo que la obligues a hacer un tacto rectal si se porta mal.
- Hola doctora Breaker, yo también me alegro de verla – era un doctor bastante mayor, rozaría sus cincuenta años. Pero su rostro era agradable y comprensivo.
Mi madre se fue y él me observó con diversión.
- Te prometo que no te obligaré a hacer ningún tacto – dijo él que ya me veía demasiado compungida.
- Gracias – exhalé yo junto con un suspiro de alivio.
- Ven, siéntate aquí a mi lado – señaló con su mano una banqueta que había a su derecha.
La consulta era cuadrangular y pequeña. Cabían a duras penas el escritorio, el ordenador, su silla, la banqueta y una camilla en la que se tumbaban los pacientes para ser explorados.
- Mira Becca, lee esto – giró la pantalla del ordenador hacia mí -. Es el paciente que va a entrar ahora. No sé qué cara pondrá cuando te vea.
Le miré de reojo y después me concentré en leer lo que ponía en la pantalla.
- ¿Impotencia? ¿Con veintitrés años? ¿Cómo…?¿Se droga? – empecé a preguntar compulsivamente -. Mi madre me odia. No sé por qué me ha hecho venir aquí.
El doctor me sonrió con simpatía.
- Si te sientes incómoda cuando entre, puedes salir. Y tu madre es un poco sádica, pero no te preocupes, lo es con todo el mundo, no eres una excepción.
Entonces nos reímos los dos.
- ¿De qué la conoce? – pregunté curiosa.
- Oh, fui su profesor en la carrera. De urología. Y creo que suspendió.
- ¡Suspendió! – exclamé horrorizada. Nunca jamás me habría imaginado a mi madre suspendiendo.
- Pero chssss… Yo no te he dicho nada o vendrá a rebanarme el pescuezo – susurró él.
Alguien abrió la puerta. Me traumaticé momentáneamente.
- ¡Paul! – grité anonadada - ¡Eres tú!
¡Paul era el paciente impotente! ¿Paul? ¿¡¡Paul?!!?
- Hola Becca, sí soy yo. ¿Tenías ganas de verme? – sonreía con una sonrisa forzada. Claramente no se esperaba tal recibimiento -. Doctor vengo a preguntarle si dentro de un rato tendrá hueco para que le haga un par de preguntas sobre el último tema que trató en las clases.
Él, con su habitual sonrisa de cincuentón agradable respondió:
- Claro señor Wyne. Dentro de una hora me viene estupendamente.
- Gracias doctor. Hasta luego, Becca… Buen provecho – puntualizó al final con cierta mala leche.
Entonces otro chico, también bastante joven, se adentró en la consulta y me sentí completamente idiota.
¿Cómo iba a ser Paul el impotente? ¡Y a mí qué me importaba si Paul era impotente! Lo que ocurría era que no quería que Paul se desnudara otra vez delante de mí y mucho menos de cintura para abajo.
Detuve mis pensamientos en aquel instante y me centré en mi alrededor (que no era mucho mejor, todo fuese dicho).
- Hola – nos saludó el paciente.
Su aspecto físico se ajustaba a su edad, unos veintitrés o veinticuatro años. No era guapo en absoluto, aunque tenía una media sonrisa que le aportaba algo de atractividad (ciertamente escasa en su persona). Tampoco era muy alto, pero vestía bien. Y tenía unos modales bastante correctos.
Además, me miraba de reojo cada pocos segundos, dando a entender que se sentía particularmente incómodo hablando de sus problemas sexuales con una chica tan joven delante.
- Dígame – el doctor le observó inquisitivamente.
Él tragó saliva y comenzó a temblar. No con un temblor llamativo, pero sí sutil y delatador.
- Pues… Pues… - balbuceó él -. Es que… Pues eso… Que cuando eso… Pues eso no eso…
Acompañó sus palabras gesticulando con sus dedos. Hizo una gran representación con su dedo índice, incapaz de levantarse cuando la ocasión lo requería.
Quise morir.
- ¿Qué tal con su novia? ¿Le pasa habitualmente? – el médico trató de ayudarle para guiar sus respuestas.
- Sí. Mucho… Ella dice que no es normal.
- Y, ahora entre usted y yo… ¿Qué tal las masturbaciones?
Me escandalicé ante aquella pregunta y miré al suelo, como si desviar mi mirada de aquel pastel fuese lo mismo que que me tragase la tierra.
- Bien… Eso bien…
- ¿Y tiene múltiples parejas sexuales? Además de su novia…
De reojo observé que el chico me miraba con recelo.
Me hice la sueca.
Entonces respondió.
- Sí… Varias.
- ¿Y cuánto tiempo lleva usted con su novia?
- Un mes.
¡Un mes!, lo pensé tan alto que casi tuve miedo de que mis pensamientos se hubiesen escuchado más allá de mi cabeza.
- Vaya a la camilla y bájese los pantalones y los calzoncillos, voy a explorarle – ordenó el doctor.
El muchacho nos miró alternativamente y exclamó con desesperación.
- ¿Aquí?!¿¡Ahora?!
El doctor se encogió de hombros y dijo:
- Pues claro buen hombre. ¿Para qué estoy yo si no, que para analizar sus problemas?
Mi estómago comenzó a revolverse. Entonces la puerta se abrió.
Vi a Paul de nuevo, y esta vez no le confundí con un paciente impotente.
- Breaker acompáñame – después se dirigió al médico -. La llama su madre.
El urólogo arrugó su poblado y cano entrecejo pero después asintió y me indicó que me marchara con Paul Wyne.
Cuando estuvimos fuera me apoyé de espaldas a la pared del pasillo e inspiré profundamente.
- Estás pálida Becca y sudas mucho. Deberías comer algo – me dijo Paul con cierta preocupación médica.
- Casi… Casi… Casi… - tartamudeé.
- ¿Casi?
- Casi se baja los pantalones.
Entonces Paul estalló en carcajadas y me miró con cierta ternura, expresión que nunca antes había advertido en sus ojos oscuros.
- Esto es urología, ¿qué esperabas? Ah, recordé que nunca has tenido relaciones sexuales y que por tanto, nunca has visto un pene. ¿No?
Le dirigí una mirada asesina y él hizo un gesto con la mano a modo de disculpa.
- Pero era joven y era impotente y antes… Antes cuando entraste, creí que eras tú y claro, por eso grité, no… - me tapé la boca -. Perdona. Hablo demasiado.
- ¿Creías que era yo? – él cada vez se reía con más fuerza -. Ay Rebecca, te puedo asegurar que yo no soy impotente. Pero eso no viene al caso.
Me pasé el dorso de la mano por la frente, la cual estaba empapada de sudor. Tardé cinco minutos en recomponerme.
- No te llamaba tu madre – me dijo él entonces -. Es que he visto una cosa muy curiosa y creo que deberías verla. Te gustará, ven.
Un hormigueo de súbito interés recorrió mi espalda y seguí a Paul a lo largo de aquel pasillo hasta desembocar en una sala de espera.
- Esto es neumología – susurró en mi oído -. Ahora quiero que observes, en la tercera fila de asientos, el hombre que está sentado en el extremo que da a la ventana.
Hice lo que me pedía e identifiqué a un señor que contaría con unos sesenta y muchos años.
- Ahora fíjate en su garganta – me dijo Paul.
Caminé, disimuladamente hacia la tercera fila de asientos, haciendo como que miraba la pantalla de mi Blackberry. Cuando estuve lo suficientemente cerca, tuve que respirar agitadamente para calmarme.
Justo debajo de su mentón, y por encima de su esternón, tenía una perforación, justo en su tráquea, y a través de ella salía un pequeño tubo de plástico que se encontraba pegado a la piel mediante esparadrapos.
Noté su pecho moverse arriba y abajo para coger y expulsar el aire por aquel orificio. Su nariz y su boca no parecían pintar nada en aquel asunto de la respiración.
Regresé junto a Paul, asombrada por aquella visión.
- Vamos a la cafetería y te lo explico mientras te comes un cruasán – me dijo él.
- Espera, no llevo dinero – respondí.
Él sonrió.
- ¿Y?
- Pues que no puedo comprar nada.
- ¿Y? Yo sí llevo. Ven. Acompáñame.
Aquel “acompáñame” me recordaba tanto al de mi madre… Tal vez se lo hubiera copiado a ella.
Como una lapa, perseguí a Paul escaleras abajo, pasillo a la izquierda y pasillo a la derecha hasta llegar a la cafetería.
Allí me indicó que me sentara en una de las mesas más apartadas. Le esperé hasta que vino con dos cruasanes y dos chocolates calientes.
Se me hizo la boca agua con el olor.
- Tengo media hora para explicarte lo que acabas de ver – me dijo con una sonrisa.
Parecía que le divertía hacer de mentor. Dudé de si su vocación era realmente la de ser médico o la de hacer de docente.
- Pues cuanto antes empieces, mejor – respondí también sonriendo.
Ya había puesto una mano en el cruasán cuando el me dijo:
- No hasta que lo hayas entendido.
- ¿Qué? – pregunté con cierta indignación.
- Si no, te vas a distraer.
- Oh, Paul. Soy lo suficientemente lista como para saber que a ese paciente lo que le han hecho es una traqueotomía.
- Oh, vaya la doctora Breaker en miniatura es casi tan petulante como su madre.
- ¿Qué pasa con mi madre?
- Es una gran doctora pero peca de déspota y mandona…Y, como se suele decir, de tal palo tal astilla…
- Apenas me conoces. No tienes vergüenza – le recriminé.
Él sonrió y me dirigió una mirada de cordero.
- ¿Entonces me escuchas? Encima que te lo he enseñado, no vas a darme el gusto de que te lo explique…
Volteé los ojos hacia arriba, y asentí a regañadientes.
Paul, entonces, comenzó a explayarse con las presiones negativas de la caja torácica, con los músculos respiratorios, con las obstrucciones bronquiales y con no sé cuantas cosas más…
Le atendí con los ojos bien abiertos y luego le recité exactamente lo que él me había contado.
Y al fin pude lanzarme a por el cruasán que tan amablemente Paul había pagado.
- ¿Cuánto dinero te debo? – le pregunté mientras terminaba la segunda patita del bollo.
Él pareció sorprenderse.
- No me debes nada. Ya me invitarás otro día a caviar – broméo entonces.
- Vamos, Paul… No hay confianza. No puedo dejar que me invites.
- ¿No hay confianza? Me decepcionas Becca – rió él. Después se bebió de un sorbo su chocolate.
Sentí que me salía humo por las orejas.
Me levanté y le tendí la mano.
- Un gusto doctor Wyne.
Él me la estrechó con el ceño fruncido.
Sin previo aviso me di media vuelta y salí de la cafetería, dejando a Paul con la palabra en la boca.
¡Este chico!, pensé. Después me reprendí a mí misma por no haber guardado más las distancias con una persona que apenas conocía y que apenas me conocía.
Sin embargo, no podía negar que era muy divertido e interesante escuchar sus explicaciones acerca de temas médicos y de temas no tan médicos… ¿Por qué habría dicho que mi madre era una mandona?
Después me acordé de las espinacas frías y le di mentalmente la razón. La doctora Breaker se trataba de una auténtica dictadora.
***
Aquella noche llegué a mi casa rendida, como siempre que regresaba del hospital, me metí en la cama casi directamente y dormí hasta bien entrado el sábado. Mi padre tuvo que despertarme para comer.
El resto del fin de semana lo pasé estudiando por adelantado el temario de matemáticas de Ignature y leyendo a ratos a Sherlock Holmes que, gracias a sus intrincados misterios, lograba vaciar mi cabeza de inquietudes, aunque fuese de manera temporal.
El domingo a última hora, una de las amigas que había dejado en el colegio anterior vino a verme.
Se llamaba Dora. Sus ojos pequeños y vivos me saludaron con alegría. Era tan alta como yo, pero su pelo era pelirrojo y tenía unos rizos muy característicos.
Era de las pocas chicas de mi anterior instituto que mantuve contacto durante mis dos años de bachillerato en Ignature.
Dora y yo nos sentamos frente a la chimenea y la estuve contando que las clases de matemáticas y de física habían sido agotadoras e incomprensibles y que me había asustado bastante. Pero que la biología, por el contrario, me había fascinado aún más de lo que ya lo hacía.
Y luego le hablé de Watson, de Jackson, de Devil y de Paul.
- Yo conozco a Devil – dijo ella entonces.
Jamás me lo hubiera imaginado. Siempre se sorprende una, cuando una amiga íntima que se supone que ya te lo ha contado todo, aparece con una nueva anécdota de origen recóndito.
- ¿De qué lo conoces exactamente? – pregunté ávida de cotilleos acerca del líder del cotarro.
- Salí con él – dejó caer aquellas palabras como si fuera uno de esos pesados obeliscos que Obelix llevaba siempre a sus espaldas.
- Pues no pareces muy contenta.
- Es un completo idiota – terció ella.
Más tarde, y después de despotricar un poco de todos los hombres, chicos e individuos masculinos en general, de nuestros corazones rotos y de nuestros planes para el futuro, Dora se marchó a su casa y yo me fui a dormir.
El lunes comenzaría una nueva semana en Ignature.
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Ahí va el siguiente!!!!! =D espero que os esté gustando!!!
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