Capítulo 20: una solución.
Ocurrió lo inevitable.
Al día siguiente, Paul vino y estudiamos los primeros temas de matemáticas del segundo cuatrimestre.
Me noté más ágil con la materia y más desenvuelta. Pero todas aquellas mejoras quedaron absolutamente empañadas por mi tensión y mis nervios constantes. Cada pocos minutos me percataba de que había perdido casi por completo la concentración.
A pesar de que Paul y yo no hablábamos de nada que no fuese exclusivamente académico, un ambiente mágico fluía entre nosotros. Ambos nos mirábamos de manera fugaz. Los roces eran constantes.
Las respiraciones agitadas.
Las ecuaciones acabaron siendo lo de menos. Y, cuando solté el bolígrafo, aturdida y cansada, incapaz de terminar aquella maldita derivada infernal que se extendía y se extendía, Paul sostuvo entre sus dedos mi barbilla durante un instante y me besó.
Después dijo:
– Tú puedes.
Y continué resolviendo el ejercicio. Lo terminé. Todo correcto. Paul me sonrió y pasamos al siguiente ejercicio.
Cuando acabó la tarde y ya había anochecido, Paul y yo dimos por concluída la tarea del día.
– Has mejorado mucho – dijo él con una voz suave y profunda.
Sonreí.
Pero no le miré directamente. No me atreví. En su lugar, Paul me abrazó y me apretó contra él.
Sentí sus brazos rodear mi cintura y darme calor. Cerré los ojos.
– Hasta mañana – susurró.
Se fue, pero no sin antes darme un último beso.
Aquella noche me pregunté por qué no me decía nada de lo que estaba ocurriendo entre ambos. Tal vez no se atreviera. Tal vez yo tampoco.
Además, habíamos hecho un trato: que nada de lo que había ocurrido esta misma tarde, iba a pasar jamás.
Un acuerdo que ya habíamos incumplido demasiadas ocasiones como para que aún tuviese validez.
Pero me gustaba besarle. Y sentir el calor reconfortante de sus brazos. Me dormí pensando en su sonrisa y en sus caricias.
Quizá todo aquello no llegase a nada. Quizá fuese sólo un sueño.
“Ojalá nunca acabe”, pensé antes de cerrar los ojos.
***
Y de nuevo el día siguiente. Estudiamos física. Los ejercicios se sucedieron uno tras otro.
Hasta que me besó de nuevo. Yo le correspondí y acaricié su cabello mientras él me poseía con ternura.
Después continuamos estudiando.
Cuando acabamos la materia del día, se marchó y de nuevo despidiéndose con otro beso.
Pero continuaba sin hablar de nosotros. Y de pronto pensé que si lo hiciera, si llegásemos a hablar de ello, tal vez, ese acuerdo ya casi inexistente, se extinguiría del todo.
En el fondo, nos besábamos y acariciábamos y después, hacíamos como si nada hubiera ocurrido.
Seguíamos estudiando, con nuestras vidas, sin más.
Como siempre, me fui a dormir, sintiendo los brazos de Paul a mi alrededor.
***
Los días se sucedieron uno tras otro.
Yo iba a clase, charlaba con Watson, pero no le contaba todo lo que ocurría entre Paul y yo. Bryan ya no se acercaba a mí. Y, cuando lo intentaba, lo alejaba con la más desagradable de mis miradas.
No necesitaba que nadie me humillase. Ni él ni sus amigas idiotas, con las que tampoco tuve ningún contacto a partir del segundo cuatrimestre.
En realidad, salvo Watson, no me relacionaba con el resto de mis compañeros. Sí podía conversar con ellos y en ocasiones reírme un poco. Pero eran compañeros y tampoco yo tuve la intención de ir más allá, ni de hacer más amigos. Paul ocupaba mi mente la mayor parte del tiempo y, en cierto modo, comenzaba a afectarme.
Sin embargo, Estela sí que comenzó a hablar conmigo, a pesar de ser una profesora, el hecho de que Paul y yo nos llevásemos bien (y más que bien) nos acercaba a ambas. A veces le contaba mis dudas acerca de la medicina, de las especialidades que había y ella me contaba cómo Paul había llegado a decidir que quería dedicarse a ello.
Eran conversaciones de diez minutos, agradables y que me hicieron conocer algunos detalles de él. Al contrario que mi madre, Paul decidió ser médico porque le apasionaba el cuerpo humano. Por amor a la ciencia, de alguna manera.
Él, según su hermana, siempre fue muy intelectual y curioso. La medicina cubría todas sus demandas mentales, además de poder ayudar a la gente.
– Pero a él lo que realmente le apasiona es la investigación – dijo Stela.
Tres días a la semana él venía a darme clase. Siempre terminábamos en pleno arrebato pasional, besándonos con intensidad. Pero nunca comentábamos nada.
Las semanas que yo iba al hospital, él siempre me acompañaba a todos los sitios. Me continuaba explicando cosas y nos reíamos de algunas bromas.
En ocasiones esperaba que no viniese nadie y me besaba en algún pasillo alejado o en algún ascensor solitario. Me abrazaba o me acariciaba la mano.
Tampoco comentamos nada de aquello.
Sólo lo hacíamos, como si fuese lo más natural del mundo. No hubo más declaraciones de amor, ni más mensajes de texto. Pero sí miradas tiernas y cargadas de intenciones.
Tuve miedo. Mis sentimientos hacia él crecían demasiado y demasiado deprisa. Me sentía completamente dependiente. Le necesitaba para respirar. Y aquella sensación me asustaba.
Y así pasaron dos meses. Entonces llegaron los primeros exámenes.
Para entonces, los besos se habían vuelto demasiado intensos y las caricias alcanzaban territorios vedados. Mi madre estaba de guardia y mi padre había logrado encontrar un trabajo a tiempo parcial como corrector editorial, por lo que tampoco se encontraba en casa el día antes del examen de matemáticas.
– Deberías repasar – dijo él entre beso y beso.
– No – susurré yo antes de besarle de nuevo.
Me cogió en brazos y me sentó sobre él, en el sofá. Su barba rozaba mi mejilla y mis labios. Me detuve ante la posibilidad de perder el control.
Recosté mi cabeza en su hombro y él acarició mi nuca con delicadeza.
Se me escapó una lágrima al darme cuenta de hacia dónde había derivado todo. Empecé a llorar.
– No puedo vivir sin ti – susurré con dificultad –. No te marches nunca, me matarías – casi supliqué.
Él me estrechó con más fuerza.
– Siempre estaré contigo – respondió Paul en mi oído –. Aunque no me veas. Aunque me eches de menos, siempre pensaré en ti.
Traté de calmar mi llanto, pero no pude.
– ¿Por qué no iba a verte? – me eché hacia atrás para mirarle a los ojos.
– Yo espero no tener que separarme de ti… Pero esto es peligroso Becca. No podemos seguir así.
– ¿Qué quieres decir? – pregunté asustada.
– Que no quiero perjudicarte. Eres joven, tienes sueños que cumplir. Yo acabo la carrera dentro de un año. Me marcharé porque seguramente, aquí no habrá trabajo para mí.
– Me iré contigo – susurré.
– No, te estoy limitando. ¿No te das cuenta? Tú te mereces mucho más. Te lo mereces todo. Yo no sé qué va a ser de mí. Por el momento no tengo nada que ofrecerte, además eres menor de edad. Esto es básicamente delito.
Me volví a recostar sobre él. Me mantuve en silencio. No quise pensar.
Pero supe que ignorar la realidad no era la solución.
– Te amo, Becca. Soy tuyo. Lo sabes – dijo él después.
Una lágrima también se resbaló de su mejilla y yo le abracé más fuerte.
***
Suspendí.
Suspendí matemáticas y mi nota de física rozó el siete.
Cuando vi aquellas notas no podía comprenderlo. ¿Qué había hecho mal? ¡Había estudiado! ¡Paul sabía que era capaz de hacer las cosas bien!
¿Qué demonios me había ocurrido en aquellos exámenes?
Lloré largo y tendido durante aquella tarde. Mi madre se llegó a preocupar seriamente.
– Cielo, ha sido un mal día… Verás que si hablas con los profesores puedes recuperar y subir nota. A todos nos ha pasado alguna vez – me dijo ella mientras yo sollozaba tumbada en mi cama.
– Si se lo cuento a Paul se enfadará… No quiero que se entere – susurré.
Y de pronto fui consciente de que lo que en realidad me preocupaba. No era alcanzar la nota más alta. No era la medicina como tal.
Lo único que realmente me causaba ansiedad era la posibilidad de que Paul confirmase su estúpida teoría de que me estaba perjudicando y decidiera distanciarse de mí definitivamente.
Porque yo sabía que, estando él junto a mí, el resto de la felicidad vendría sola. Tal vez en forma de bata blanca o de fonendoscopio o quizás en forma de bebé y pañales. O a lo mejor en forma de cualquier otra cosa, siempre y cuando él estuviese junto a mí.
No me reconocía en aquellos pensamientos. Sin embargo, sentía que ya había encontrado aquello que buscaba y no quería perderlo.
– Paul lo entenderá. No te preocupes cariño – dijo mi madre –. Ahora intenta dormir.
Apagó la luz y yo cerré los ojos. Pero de mis párpados continuaron saliendo lágrimas durante el resto de la noche.
***
Cuando le conté a Watson que había suspendido, ambas estábamos sentadas en su habitación, sobre su cama.
Ella no me regañó. Ni se enfadó. Sólo dijo:
– Algo ha pasado con Paul. Tu eres inteligente Becca, idiota, pero inteligente – dijo Mary.
Su mirada helada se clavó sobre mí, a pesar de no verme, parecía intuirme.
Le conté todo. Con pelos y señales.
Y sucedió lo peor que podía suceder: Mary Watson, quien siempre tenía respuesta para todo, se quedó muda.
***
Paul vino a casa para traerme unos apuntes que habían sido suyos y que quería que yo fuese leyendo durante el verano.
Ya estábamos a mediados de junio y yo aún no le había contado la catástrofe de mis notas. Me limitaba a estudiar a escondidas de él.
Pero las mentiras no duran mucho en el tiempo.
– ¿Y bien? – preguntó él con una gran sonrisa –. Tendremos que celebrar esos dieces que seguro que tienes ya en el bolsillo.
Él se esperaba un salto de alegría, un gran abrazo. Una sonrisa. Pero se encontró conmigo. Con una Becca con la boca medio abierta, sin saber qué ni cómo decir lo que había ocurrido.
No quería ocultárselo más. Así que hice de tripas corazón.
– Suspendí matemáticas. Un siete en física… Lo siento – musité con un nudo en la garganta.
Creí que iba a gritarme o a echarme en cara mi falta de previsión. Creí que saldría de mi cuarto y se marcharía abruptamente.
Pero me abrazó.
– Perdóname – dijo entonces –. Ha sido por mi culpa, no debí dejar que todo esto pasara.
– No… No es culpa de nadie… Esto tenía que pasar – respondí con voz ahogada.
Sentí su aliento sobre mi cabello.
– Paul… Yo sólo quiero estar contigo. Me da igual todo lo demás. Me da igual ser médico, me da igual sacar dieces. Quiero ser feliz contigo – susurré en un impulso –.
Él se separó de mí rápidamente.
– Sí quieres ser médico. Estás confundida, Becca. Tal vez pienses que yo soy importante e indispensable, pero no es así. Simplemente estás confundida. Escúchame, por favor… Escúchame.
– Te escucho – respondí con desasosiego.
Paul agarró mi mano y la besó.
– Siempre estaré para lo que necesites, pero no puede ser Becca. No podemos ir más allá. Está mal. Te afecta y te estoy haciendo daño. Estás tirando todo el trabajo que has hecho a la basura por mi culpa. No está bien. Debes seguir adelante.
– ¿Qué quieres decir, Paul? – pregunté temblorosa.
Supe lo que se avecinaba.
– La semana que viene me voy a casa de mis padres a pasar el verano. No volveré hasta septiembre. Y, cuando regrese, podré ayudarte. Pero no ocurrirá nada más entre nosotros – dijo él con gravedad.
Pude advertir que sus ojos se empañaban. Pero supo mantener la compostura. Sin embargo, a mí me partía el corazón. Tanto que incluso me doblé del dolor.
– Cálmate, Becca. Eres buena, eres inteligente, brillante. Sé que vas a salvar el curso, pero no lo lograrás si interfiero en ello. Tengo que alejarme, lo hago por ti. Aunque ahora no me creas, con el tiempo te darás cuenta de que es lo mejor – susurró él en mi oído –. Te quiero.
Me besó con dulzura en la mejilla y se marchó.
No fui a la puerta a despedirle. Me escurrí hasta llegar al suelo y rozar la alfombra con mis dedos.
Jamás, nunca, había llorado tanto en mi vida.
***
Tenía tres semanas para preparar la recuperación de matemáticas y presentarme al examen de subir nota de física.
De las tres semanas, una estuve completamente abatida, haciendo vida ameboide en mi habitación. Miraba el teléfono cada dos por tres, por si Paul me había enviado algún mensaje. Nunca llegó ninguno.
Me obligué a mí misma a coger los libros. Y, sorprendentemente, fui descubriendo poco a poco que estudiar me servía para evadirme.
Mantenía mi cerebro ocupado.
Tanto fue así que las dos semanas siguientes las pasé embebida en los apuntes, apenas descansando para comer y dormir. Leyendo y haciendo ejercicios casi compulsivamente.
Eran problemas para resolver. Y eso era lo que mi cabeza necesitaba, problemas. Números, matrices… Cosas que me abstraían de la realidad y me arrastraban a un mundo de exactitudes, de blancos y negros, sin grises.
Saqué un nueve y medio en matemáticas y un diez en física.
Por desgracia, el suspenso y el siete me bajaron algo de nota mi media total del curso se quedó en un ocho con noventa.
Aún así, una buena media.
Aunque tendría que remontarla durante el segundo curso de bachillerato.
Cuando oficialmente estuve de vacaciones de verano, me encerré en mi habitación para leer los apuntes de Paul. Y, aunque a ratos me sorprendía llorando, las matemáticas y los libros de las distintas especialidades médicas que me traía mi madre, lograban distraerme lo suficiente como para no pasar el día entero metida en la cama sollozando.
Paul no vino a verme más.
Durante el verano no recibí noticias suyas: ni mensajes ni ningún correo electrónico.
Mi pena comenzó a transformarse en enfado. En rabia. En frustración. ¿Por qué tenía que hacerme tanto daño?
El recuerdo de sus ojos oscuros era como una puñalada en mi estómago. Echaba muchísimo de menos sus abrazos, su risa, su sentido del humor, sus besos… Y sobre todo aquel instinto protector que siempre había mostrado hacia mí.
Sabía que él no quería herirme más, pero parecía no entender que alejarse era contraproducente. No se hacía una idea de lo que me hacía sufrir.
Y le culpaba por ello.
Por ignorante. Porque jamás dudé de sus sentimientos. No tenía sentido que quisiera aprovecharse de mí. No se había llevado nada.
Y así se sucedió el verano.
Entre libros y más libros. No quise ir al hospital, me superaba, me recordaba demasiado a él.
Afortunadamente, mi madre lo entendió.
Tampoco supe mucho de Watson durante aquel verano. Sólo me llamó un par de veces para contarme que había estado de viaje con una beca de verano que había conseguido de la universidad de Kings.
Estaba contenta.
A principios de septiembre yo ya deseaba verla. Y también, estaba muy tensa por la inminente llegada de Paul.
En el fondo tenía la esperanza de que, a pesar de su promesa de alejarse de mí, volviese a mi lado y me besara de nuevo.
***
El día antes de comenzar el curso yo me encontraba, como de costumbre, sentada frente a mi escritorio, inmersa en uno de los libros más desquiciantes de Isaac Asimov, tratando de sobrevivir a mi estado de nervios.
Entonces sonó el timbre. Yo lo ignoré mientras mi madre, quien se encontraba en el piso de abajo, fue a abrir la puerta. Escuché risas y saludos efusivos. También los ignoré.
Empezaba a llegar a tal punto que todo mi entorno me resultaba indiferente, porque, de prestarle demasiada atención, cualquier objeto podría acabar en un bombarbeo incesante de recuerdos de Paul.
Luego, era mejor ignorar.
No quería terminar llorando, como muchos de los días calurosos del verano, en los que me era imposible ser fría y me dejaba llevar hasta aquellos momentos en los que aquel chico de pelo oscuro me regañaba y se peleaba conmigo para que resolviese las ecuaciones a su puñetera manera. Echaba de menos sus broncas, sus chistes y sus sonrisas.
Sus besos, también. Y mucho.
Continué leyendo.
Pero entonces la puerta de mi cuarto se abrió y aquel chico de pelo oscuro apareció ante mí.
Se terminó ignorar.
– Hola Becca – dijo él.
El sonido de su voz chasqueó mi mente, mis neuronas se frieron y un temblor siniestro se apoderó de mí. Hacía tanto tiempo que no le escuchaba hablar.
Pero de pronto, mi orgullo y mi dignidad se unieron en una Becca desamparada y herida, haciéndome desviar la mirada y fingir que regresaba a mi lectura, a pesar de que no fuese ni la décima parte de interesante de lo que estaba a punto de suceder en mi habitación.
Escuché sus pasos. Noté la vibración del suelo en cada una de sus pisadas. Se acercaba.
Su mano se posó sobre mi hombro y yo cerré los ojos ante las sensaciones tan extremas que me produjo aquel contacto.
– Hola Becca – repitió él.
Su voz sonó suave, tierna y hasta suplicante. Noté su instinto protector en ella y sentí un súbito impulso de levantarme de la silla para abrazarme a él.
No obstante, me controlé.
Se había marchado. No le habían importado mis sentimientos.
Me había herido en lo más profundo de mi ser. Estaba completamente devastada, por su culpa.
Y no iba a recompensarle por ello. Así que mantuve mi silencio.
– Vamos a dar un paseo, por favor – dijo él de pronto.
Suspiré al sentir sus manos acariciando mi pelo. Era electrizante. Lo añoraba tanto…
Jugaba sucio.
Me incorporé y sin mirarle avancé hacia la puerta.
– Vamos – susurré.
Él me siguió. Bajamos las escaleras en absoluto silencio. Creí que encontraríamos a mi madre esperando con una sonrisa de medio lado, pero estábamos solos.
Salimos por la puerta principal, atravesamos el jardín y caminamos por la urbanización, bordeando la carretera y a ratos, por ella – casi nunca pasaban coches por allí, salvo el de Paul, el cual estaba aparcado frente a mi casa –.
El silencio comenzaba a pesar entre nosotros. Pero no estaba dispuesta a ser yo la primera en cortar el cable de alta tensión que nos conectaba.
– Lo siento, Becca – dijo él.
Me detuve y le miré a los ojos por primera vez.
No pude evitar que una lágrima escapara de mis dominios para deslizarse por mi mejilla.
Él la recogió con su dedo. Yo incliné mi cara hacia su mano. Él la acarició. Después me aparté y negué con un ademán de desesperación.
Continué caminando y Paul me imitó.
– ¿Cuándo empiezas el curso? – pregunté en voz baja y tratando de fingir indiferencia.
– No empiezo – respondió él gravemente.
Entonces me detuve de nuevo.
– ¿Qué quieres decir? – inquirí con agobio.
– No voy a terminar la carrera, al menos no este año – continuó él.
Clavó sus ojos en los míos. Y pude ver su expresión de absoluta tristeza. Me asusté ante la idea de que no podía soportar verle pasarlo mal.
Le cogí la mano.
– Dime qué ha ocurrido.
Él apretó la mía.
– Mi madre tiene alzheimer… Y evoluciona muy rápido… – musitó él.
Sus hombros caídos y el tono apagado de su voz me sirvieron como excusa para abrazarle. Sentí el frío de su cazadora de cuero en mis brazos. Él me rodeó y me apretó contra sí.
– Dios, Paul… Entonces te irás… Te marcharás hasta… – no quise terminar la frase.
– Sí… Ya no debe de quedar mucho – respondió él casi en un sollozo.
– Sabes que te quiero – dije de pronto, olvidando todos mis rencores.
De repente mi rabia había desaparecido. Los terribles meses que había pasado aislada del mundo jamás habían existido.
Sólo estábamos él y yo. Y él sufría. Y yo quería apoyarle y darle amor. Todo el amor que había intentado matar a lo largo del verano, sin éxito alguno.
– Yo también te quiero, Becca… Me moriría si te sucediera algo malo – dijo él en mi oído.
Su respiración hacía que su tórax se moviese entre mis brazos y que su aliento cayese sobre mi clavícula.
– ¿Y ahora qué hacemos? – pregunté con cierta desesperación –. Está claro que necesitamos una solución.
Paul no dijo nada durante algunos minutos.
– Yo tampoco quiero alejarme de ti… He necesitado tres meses para darme cuenta de que lo hice muy mal… Fue un grave error – respondió tras aquel silencio.
– Pero te vas a marchar… Tus padres te necesitan… Los dos – susurré con un nudo en la garganta.
El nudo de mi garganta no era un nudo como tal. Aquella sensación se correspondía más bien con una opresión angustiante, como si varias personas estuviesen apretándome el cuello con la intención de estrangularme.
– Sí… Stela y yo nos marchamos – dijo él.
Pensé en su hermana. Claro, ella también tenía responsabilidades para con sus padres. Me entristeció pensar que ya no la vería este curso. Era la profesora que mejor me comprendía. Casi una amiga, alguien en quien podía confiar.
Sin darme cuenta, llevábamos casi veinte minutos abrazados en medio de la calle. Me separé de él y le cogí la mano. Le guié hasta un pequeño parque que había a unos trescientos metros del lugar.
Una pequeña pradera de hierba verde se extendía alrededor de unos columpios y bajo unos bancos de madera sobre los cuales solían sentarse las mamás de los críos que iban a jugar allí por las tardes.
Pero ya era tarde y dichos columpios estaban vacíos, y también los bancos de madera.
Así que nos sentamos en uno de ellos, donde yo recosté mi cabeza sobre su regazo mientras él me acariciaba con cariño.
– Tal vez, cuando todo pase y pueda volver… Terminaré la carrera y procuraré buscar un trabajo aquí. Convenceré a mi padre para vender la casa y venir aquí a vivir. Así podré estar cerca de ti – dijo él –. Pero vamos a pasar mucho tiempo separados, Becca… Y tal vez eso sea contraproducente para ti.
Negué con la cabeza. Entonces afirmé, segura de mí misma:
– Te esperaré.
Me besó.
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FIN PRIMERA TEMPORADA!! ahora sí que sí!!!!
Bueno, voy a colgar un apartado de información en breves donde os iré contando cositas :)
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