Capítulo 17: Los hombres enamorados son unos pedorros.
En Kings nos dieron a elegir entre varias clases a las cuales podríamos asistir de oyentes.
Mary Watson no dudó ni un instante en apuntarse el horario de las clases de física avanzada y astronomía.
Como en King’s no ofertaban la carrera de medicina, pero sí la de arqueología, me decidí por asistir a algunas charlas sobre civilizaciones antiguas (c0mo Mesopotamia), sobre los métodos en los que intervenía el periodo de semidesintegración del carbono catorce y sobre historia egipcia.
Aquellas horas de teoría me fascinaron tanto que pensé, que si algún día tenía tiempo para estudiar una segunda carrera universitaria, me apuntaría a arqueología.
<< Tal vez cuando tenga sesenta años y me retire de la medicina>>, pensé.
Bryan no había vuelto a molestarme más.
Todos los días, cuando volvía de las clases, me sentaba en la cama y acariciaba con cuidado el fonendoscopio granate que milagrosamente Paul había logrado colar en mi equipaje.
Pensaba mucho en él. En que se iba a marchar en el plazo de un año, en que yo cada vez estaba más enamorada, y en que me sería muy difícil ocultarlo la próxima vez que lo viera.
El último día antes de volver a casa, mientras Watson escuchaba en la tele un documental sobre crímenes “imperfectos” y yo leía un artículo sobre elucubraciones acerca de la tumba perdida de Cleopatra (si es que existiese tal tumba, lo cual yo no creo), llamaron a la puerta de la habitación.
– Becca, abre – ordenó mi amiga.
La miré con cierto recelo, pero no tuve el valor suficiente como para llevarle la contraria.
Salté de la cama y me dirigí a la puerta.
Por si las moscas, pregunté en voz alta:
– ¿Quién es?
Nadie contestó.
En su lugar, un sobre se deslizó por debajo de la puerta.
Intrigada, decidí abrirlo.
En seguida imaginé que se trataría de alguna idea loca de Bryan para salirse con la suya.
Sin embargo continué adelante.
En su interior, había un pequeño mensaje escrito a mano por una caligrafía que me resultaba extrañamente familiar.
Muy familiar.
Decía así:
<< Estoy auscultando momias en el museo de la universidad. Podrías traerte tu fonendo nuevo para estrenarlo.
P. >>
Rápidamente abrí la puerta.
– ¡Paul!? ¿Paul? – grité en el pasillo.
Mi corazón latía con tanta fuerza que me parecía sentirlo en la garganta.
No hubo respuesta.
Fuese quien fuese el que hubiese dejado la carta, ya se había marchado.
– Mary – dije al entrar en la habitación de nuevo –. Alguien ha dejado una nota. Firmada con una P, y hablando de un fonendo nuevo. ¿Será posible que Paul haya venido hasta aquí para verme?
Vi que Mary sonreía.
– Tal vez. A lo mejor él también siente lo mismo por ti… Qué interesante… – decía ella.
Mary y sus razonamientos exasperantes.
Grité emocionada:
– ¿¡¡ Tú crees??!!! ¿!Y por qué crees eso?! ¿¡ Has hablado con él?! ¿Y si voy al museo!?
Estaba frenética y mi amiga lo sabía:
– Rebecca Breaker, bébete un vaso de agua y respira despacio. Estás histérica, por el amor de Dios. Ve al museo, está lleno de gente, no creo que ningún psicópata pueda raptarte allí.
– ¿De qué psicópatas y demonios hablas Watson? ¡Es una nota de Paul! ¡Estoy segura!
– ¡Pues ponte las zapatillas y vete a comprobarlo!
– ¡Ahora mismo!
Corrí hacia el armario de zapatos que había en el baño, donde Mary y yo compartíamos los dos estantes que había. Yo ocupaba uno y medio y Mary, el otro medio. Sé que siempre me lo reprochará, pero es que yo tengo más zapatos que ella.
Escogí unas Converse azules y me las planté con unos vaqueros grises. Agarré mi pequeño bolso y salí de la habitación.
Para llegar al museo sólo tuve que recorrer una calle de apenas unos cien metros.
Entré en la primera sala, llena de restos de fósiles y de restos de los restos de los restos de algunos dinosaurios.
Vi un fémur gigante.
Ah y me quedé embobada con una córnea de rinoceronte.
Puarg.
Recordé entonces que Paul podría estar por allí y puse todos mis sentidos alerta.
Decidí ir a la sala de tesoros egipcios y “momias”.
No puedo mentir. Me llevé una gran decepción cuando vi a Bryan sentado en uno de los bancos.
No podía creerlo.
¿Y la P de la carta? ¿Y el fonendoscopio nuevo? ¿Cómo podía haber sabido eso?
Observé a Bryan con desconcierto.
De repente se giró hacia mí y me sonrió.
Se aproximó y yo fui incapaz de moverme.
– Qué sorpresa, Becca… Creía que no iba a volver a verte esta semana… Déjame que te pida perdón por lo brusco que fui en la biblioteca. Sé que a veces presiono demasiado a la gente… Lo siento.
Su disculpa me sorprendió. Pero me sorprendió más que él se sorprendiera de verme allí.
Entonces recorrí el resto de la estancia con la mirada, pasando de Bryan y de sus falsos pesares.
– ¿Rebecca, me estás escuchando? – dijo él.
– Eh… Sí… – respondí automáticamente mientras escaneaba toda la sala en busca de un chico alto y moreno que pudiese encajar con el aspecto de Paul.
Al ver que nadie coincidía con lo que yo buscaba, creció un nudo en mi estómago que fue subiendo a la garganta.
Había sido una ilusa por pensar que Paul había escrito esa nota.
Me invadieron unas intensas ganas de echarme a llorar.
– Becca – dijo Bryan –. Tienes… Una lágrima.
Noté que con un dedo me la retiraba de la mejilla.
Le odié por no ser Paul.
Y entonces, me besó.
Sentí sus labios rozar los míos, me abrazó y sentí también su calor corporal.
Al principio yo no tuve tiempo de reaccionar y no fui capaz de retirarme de aquello. Me sentía extraña.
Pasados diez segundos tuve la sangre fría de apartarlo de mí de un empujón.
– ¿Quién te crees que eres maldito Devil? – dije.
Empecé a sentir una rabia muy poco propia en mí. Quise pegarle.
– Becca – escuché entonces detrás de mí.
Al girarme y ver a Paul detrás de mí sentí que se me caía el mundo encima. No podría haber escogido un momento peor para aparecer allí.
Su mirada no mentía.
Su expresión de dolor y de ira decía que lo había visto todo.
Me miraba con una tristeza infinita.
– Hola – musité.
– Veo que interrumpo – dijo él.
No me costó comprobar que sus ojos estaban empañados. Sus manos temblaban. Quise abrazarle, quise gritarle que aquello no había significado nada. Que entre Bryan y yo sólo había rivalidad.
¡Mierda!
– No, Paul… Ven, vámonos de aquí…
Le agarré la mano y traté de sacarlo de allí.
No puedo describir el miedo que sentí cuando él se deshizo de mi agarre y se marchó caminando hacia la salida.
– No me sigas, Becca. Ya nos veremos – dijo con una seriedad casi extrema.
Lo vi alejarse.
Andaba deprisa y con la cabeza baja. No me atreví a correr detrás de él. Pero tal vez debí haberlo hecho.
Entonces, cuando ya no pude reprimir las lágrimas, el enfado y la rabia, me giré hacia Bryan, quien lo había contemplado todo y había comprendido muchas cosas.
Le grité:
– ¡Tú tienes la culpa! ¡Te odio!
Me acerqué a él y le pegué un puñetazo en la nariz.
Me hice polvo los nudillos y él comenzó a sangrar escandalosamente.
Salí de allí corriendo para ir a llorar a un lugar más discreto.
Como mi habitación, o el cuarto de baño de mi habitación – para que así Mary no pudiese interrumpirme –.
Cuando llegué, Mary se incorporó de la cama rápidamente y me preguntó:
– ¿Qué ha pasado? Becca, estás llorando.
Yo sollozaba como jamás lo había hecho en toda mi vida.
Apenas podía respirar de una manera regular. Lloraba casi a gritos.
Sentí que mi amiga me abrazaba.
No logré dormir aquella noche.
A la mañana siguiente, mis ojos estaban hinchados y mi cara completamente deformada.
Tuve que mentirle a Estela cuando me preguntó que qué me había ocurrido. Le dije que estaba muy resfriada.
Cuando cogimos el avión, no pude reprimir algunas lágrimas. Procuré ser discreta para que nadie lo notara.
Bryan tenía la nariz vendada y toda la región de los pómulos había adquirido un color morado algo sospechoso.
Me sorprendí cuando me enteré de que la historia oficial que él había elegido difundir consistía que habían intentado atracarle la noche anterior y le habían apaleado.
Afortunadamente, ninguna de las personas de mi clase me habían visto pegarle.
En el fondo me sentí agradecida, pero la gratitud duró poco. Duró hasta que me di cuenta de que su orgullo masculino no podía asumir delante de todos que le había partido la nariz una chica.
Me pasé el vuelo sin decir una palabra. Ni siquiera hablé con Mary, a pesar de que ella estuviera conmigo todo el tiempo.
Lo único en lo que pude pensar fue en que Paul me diera la oportunidad de explicarme cuando terminaran las vacaciones.
A veces me sorprendía a mí misma enfadándome con él. ¡No éramos novios! ¡No tenía que enfadarse así!
¡Un chico me había besado!
Además Bryan lo había hecho a traición, pillándome por sorpresa.
¡Paul no tenía derecho a enfadarse!
¡No tenía derecho a tratarme así!
Después pensé que tal vez Mary tuviese razón y que Paul también estuviera enamorado de mí.
Pero de ser así, significaba que ver cómo Bryan me había besado era algo que le había hecho mucho daño y que tal vez, jamás quisiera volver a hablar conmigo.
Entonces volvía a ponerme triste y a llorar.
Mis pensamientos recorrían aquel razonamiento circular una y otra vez.
Terminé agotada de tanto pensar en ello y acabé por dormirme durante la última hora del viaje.
Al aterrizar, Watson me despertó con suavidad.
– Ahora en casa intenta descansar – me dijo –. Sea lo que sea que te haya pasado, se arreglará, ya verás. Estoy segura de que Paul no te va a dejar escapar.
Una vez más, me sorprendí de la increíble intuición de Mary Watson. Claramente la ceguera no era un inconveniente para ella a la hora de adivinar pensamientos ajenos.
Esperamos en la cinta de equipajes.
Allí Estela me estuvo observando con preocupación.
Yo comenzaba a sentirme incómoda.
Agradecí que llegara el autobús. Mary, yo y otras dos chicas de clase nos subimos.
Cuando finalmente el vehículo se detuvo en mi parada, me despedí de todas ellas y me encaminé hacia mi casa.
Cuando entré me di cuenta de que allí aún no había nadie y aproveché para subir a mi cuarto a llorar.
Miré el móvil varias veces, para ver si Paul me había enviado algún mensaje.
Pero nada.
Hacia las cinco de la tarde, mi madre entró en casa.
Subió a verme y me encontró acurrucada abrazando a mi conejito de peluche.
– ¡Becca! – gritó ella.
Vino hacia a mí y se sentó a mi lado.
– ¿Qué ha pasado?
Yo no quería hablar del tema, pero sabía que no podía escaparme de mi madre y además, se me ocurrió que a lo mejor ella podría ayudarme.
Así que le conté todo lo que había ocurrido con pelos y señales.
Ella empezó a reírse cuando le conté que le había partido la nariz a Bryan Devil. Pensé que me iba a regañar, pero nada más lejos.
Al final de todo me dijo:
– ¿Quieres que hable con Paul?
Alarmada negué con la cabeza.
– No mamá… Eso empeoraría las cosas.
– Pero Becca, si ha ido a verte allí es que está loco por ti… Lo cual quiere decir que tendré que vigilarlo aún más cuando venga a darte clase.
– Si es que vuelve – sollocé.
Mi madre sonrió. Sus ojos verdes siempre lograban tranquilizarme.
– Oh, volverá. Los hombres a veces se comportan de una manera estúpida… Ya lo descubrirás.
– ¡Son estúpidos! ¡Todos! El que te tiene que besar no lo hace, y el que no lo tiene que hacer, lo hace. ¡Panda de idiotas! ¡Estúpidos! ¡Subnormales! ¡Pedorros! ¡Retrasados! ¡Todos! – dije mientras intentaba contener las lágrimas.
Mi madre empezó a reírse otra vez.
– No, Becca. No todos. Sólo los que están enamorados y no saben cómo decirlo.
– Qué bien. Ojalá y toda la testosterona que tienen en su cerebro se vuelva a los testículos, que es donde tiene que estar.
– Uy, no. Ahí ya hay demasiada – bromeó mi madre –. Voy a hacerte algo de merendar.
Entonces se marchó y yo, algo más tranquila, decidí leer una de las novelas de misterio que tenía cogiendo polvo en la estantería.
No quería leer nada de historia egipcia porque recordaría la escena del museo y tampoco quería leer nada de física o matemáticas porque me acordaría de las clases de Paul.
Y, obviamente, deseaba con todas mis fuerzas tirar a la basura todas las novelas románticas. Todas.
Así que el misterio y la novela negra eran lo único que podía distraerme un poco.
Una hora después, en la cual apenas fui capaz de leer dos páginas, subió mi madre con un trozo de tarta de queso y un batido de vainilla.
Un instante de alegría fugaz consiguió hacerme olvidar tanta tristeza.
– Se te ha iluminado la cara – dijo mi madre –. Te lo dejo aquí en el escritorio. Me tengo que ir a una reunión. Tu padre llegará sobre las diez, han tenido problemas en el trabajo.
– Vale – dije mientras me dirigía hacia la tarta.
Me dio un beso en la mejilla y se fue.
Y me volví a quedar sola en casa.
Después del primer trozo de tarta, sentí que el hambre se escapaba de mi estómago y me encontré aborreciendo aquella merienda.
No fui capaz ni de beber un sorbo del batido.
Después de una media hora en la que creí haber perdido la alegría de vivir… Sí, sin exagerar.
Después de ésa media hora infernal de depresión profunda, sonó el timbre.
Decidí no abrir.
Y entonces volvió a sonar.
Me resistí a abandonar mi habitación. Y sonó de nuevo. Y de repente empezó a sonar de manera compulsiva.
Un timbrazo tras otro.
Entonces grité, irritada:
– ¡Está bien! ¡Está bien! ¡Ya voy!
Al ver el teléfono de mi madre sobre la repisa, entendí lo que había ocurrido.
– Qué cabeza tiene esta mujer – farfullé mientras buscaba las llaves de casa.
(Mi madre siempre cierra la puerta con dos vueltas de llave porque tiene miedo de que alguien entre y nos atraque mientras cenamos. Creo que cuando era pequeña le ocurrió algo parecido).
Encontré el manojo de llaves en la cocina, al lado del microondas (un lugar curioso en el que dejarlas, todo sea dicho).
Caminé hacia la puerta y abrí.
Sentí unas terribles ganas de vomitar cuando vi a Paul, con su cazadora de cuero y su barba de tres días, mirándome con una expresión extraña. Sus grandes ojos oscuros me parecían magnéticos.
Tuve el impulso de lanzarme a su cuello para abrazarlo, pero en su lugar empecé a regañarle:
– ¡Eres un capullo! – grité con furia –. ¡Tú y todos los hombres lo sois! ¡No tenías motivos para tratarme así! ¿Sabes acaso lo mal que lo he pasado por tu culpa? ¡Te odio!
Y entonces cerré la puerta en sus narices.
Y sonó el timbre de nuevo.
Me di cuenta de que no le había dado la oportunidad de explicarse. Abrí de nuevo, pero no le miré.
– ¿A qué has venido?
Él se encogió de hombros y después me apartó a un lado y se metió en mi casa.
Intenté impedirle que cerrara la puerta, pero él siempre fue mucho más fuerte que yo, así que la cerró y se las apañó para dar una vuelta de llave.
– He venido a darte clase – respondió él secamente.
Aún me miraba de aquella manera tan sobrecogedora.
No pude evitar quedar atrapada en su mirada. ¡Mierda Paul! ¿Por qué me haces esto? Pensé.
– ¿A dar clase de cómo hundir a la gente en la miseria? – pregunté yo.
Entonces Paul gritó:
– ¡Ya basta Rebecca! ¿Es que no te das cuenta? ¡Mierda! ¡Siempre has sido despistada! ¡Pero esto ya es lo último!
Indignada, respondí:
– ¿Yo, despistada? ¿Y tú qué? ¡Más que pánfilo! Dejándote masajear por tu amiga la rubia. ¡Pánfilo! Y yo no te mandé a freír espárragos como tú a mí.
– ¡Y tú llevas tonteando con Devil casi desde que te conozco! “No, no me gusta, es un idiota.” – dijo imitándome –. ¡Pero vas y le besas! ¡Si ni siquiera sabes besar! – gritaba él con ira.
– ¡Y a ti qué te importa! ¡Eso no es algo que se evalúe y tú sólo eres profe de física! – me defendí yo.
Entonces él se acercó y me miró. Yo retrocedí, sintiéndome en cierto modo amenazada.
Llegó un momento en el que la puerta quedó a mis espaldas y no pude escapar. Paul apoyó sus manos en ella y me dejó encajonada entre él y la puerta.
– Yo sí que te puedo evaluar. Y créeme, no te dejaré hasta que lo hagas perfectamente.
Fue un instante de duda.
No sabía lo que estaba ocurriendo entre él y yo hasta que sentí sus labios sobre los míos.
Me sentí feliz.
Aquella sensación era muy distinta de la que había experimentado con Bryan.
Con Paul yo quería continuar, mi cuerpo vibraba en sus brazos.
Suspiré cuando noté su mano recorrer mi espalda para apretarme contra él.
Emití un pequeño gemido al notar su lengua buscando la mía.
Yo también le abracé.
Acaricié esa espalda que tanto había observado durante los meses anteriores. Después le acaricié el pelo y lo estrujé entre mis manos.
Sentía que su barba raspaba mis labios y eso despertó una sensación muy excitante y desconocida para mí.
Nuestras respiraciones entrecortadas comenzaron a acelerarse. Sentí su mano descender hacia mi muslo para cogerlo y elevarlo, de manera que él quedase entre mis piernas.
Tampoco le detuve cuando advertí que su otra mano ascendía hacia mi pecho.
Yo aún le mantenía sujeto por los hombros.
Suspiré cuando comenzó a besarme el cuello.
Y entonces, llamaron al timbre.
Paul y yo nos miramos intensamente. Sobraban las palabras.
– ¡Becca! ¡Me he dejado el teléfono en casa, abre! – gritó mi madre.
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Fin primera parte muajajaja
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