Capítulo 12: El koala y su tronco alfa.

Las clases de Paul eran divertidas. También difíciles, pero yo me lo pasaba genial.

Él sabía como picarme para que estrujara mi cabeza en busca de resultados. Las matemáticas se me resistían mucho más que la física y eso se notaba.

A veces me echaba a llorar porque me veía incapaz de resolver determinados problemas. Aunque lo que más odiaba eran los asquerosos límites.

Yo era perfectamente capaz de solucionar ejercicios de nivel moderado – alto, pero aquello que nos pedían era exagerado. ¿Por qué se supone que teníamos que saber hacer esas cosas?

Eso era lo que yo le decía a Paul.

– Me parece una estupidez que nos obliguen a aprender esto – bufaba yo previamente a la llantina (después solía echar un par de lagrimillas, él me decía que todo iría bien, me calmaba y seguía estudiando).

Él se solía limitarse a escucharme cuando me quejaba, aunque a veces me regañaba y me decía algo así como:

– No solucionas nada compadeciéndote de ti misma. Dedícale más tiempo e insiste. Estoy seguro de que dentro de dos años te veré en primero de medicina.

Y entonces con oír esas palabras me subía el ánimo para volver a la acción.

Así, poco a poco, fui aprendiendome el temario de matemáticas, hasta llegar a tal nivel que casi íbamos por delante del profesor.

Sin darme cuenta, llegó el mes de diciembre con los exámenes parciales.

Las clases con Paul para entonces se me hacían más que necesarias. Y , cuando él no estaba, yo me encerraba en mi habitación a estudiar.

Podía pasarme hasta seis o siete horas allí metida, comiendo patatas fritas y bebiendo café o Cocacola. Cualquier cosa servía para mantenerme despierta.

Por las noches, el flexo que iluminaba mi mesa se apagaba sólo durante tres o cuatro horas, el único tiempo que yo conseguía dormir.

Los nervios me consumían y tenía pesadillas sobre los exámenes constantemente.

Se lo comenté a Paul la tarde antes del examen de matemáticas.

Estábamos frente a la chimenea, merendando, después de haber pasado una hora y media frente a los libros.

Él estaba sentado en un extremo del sofá y yo en el otro, sólo que había puesto mis pies sobre su regazo y él los acariciaba sutilmente.

Había mucha confianza entre nosotros.

– Una vez suspendí una de las asignaturas que más me había preparado – confesó él riéndose.

– ¿Me estás tomando el pelo? – dije asombrada.

Las palabras “Paul” y “suspenso” me parecían enemigas declaradas imposibles de coexistir en una misma frase.

– Qué va… Algo me pasó en el examen, estaba distraído, o simplemente me confié, no había dormido, no sé qué ocurrió… El caso es que cuando fui a la recuperación, aprobé… Pero un mes después seguía soñando que suspendía ese examen… Era tremendo… Nunca me había agobiado tanto… Así que… Te entiendo..

Me reí.

– ¿Qué es tan gracioso Rebecca? – preguntó él con una ceja arqueada.

Cuando se indignaba, se indignaba falsamente, nunca se enfadaba conmigo, me llamaba por mi nombre completo.

Me gustaba oír mi nombre con ese tono de reproche.

– Pues que el gran Paul Wyne suspendió una vez en su vida. Sí, es divertido, ahora podré restregártelo cuando me regañes.

– Qué tonta, siempre puedo contraatacar.

– Bueno, al menos no me quites la esperanza…

Él me sonrió dulcemente. Después nos terminamos de comer el bizcocho que había preparado mi padre.

– Estoy nerviosa… No quiero hacer el examen de matemáticas, ¿y si vuelvo a vomitar? – exclamé a punto de echarme a llorar por enésima vez aquel día.

Con tanto estrés mi humor cambiaba cada pocos minutos. Reconozco que no era capaz de aguantarme ni a mí misma.

Él puso los ojos en blanco, estaba harto de repetirme que me iba a salir bien, que iba preparada, que había estudiado y que lo habíamos practicado todo.

Pero no me resultaba suficiente.

– ¿Sabes? Hoy no vamos a estudiar más – dijo entonces.

Me puse pálida.

– Pero aún hay cosas que no controlo.

– No, Rebecca. Lo dominas absolutamente todo. Así que relájate.

– ¿Pero no te vas a marchar ahora, no? – reconozco que sonó desesperado.

Entonces me extendí hacia él hasta quedarme sentada sobre su regazo. Después me enganché en su cuello.

– No te vayas por favor… – supliqué –. Estoy atacada de los nervios…

Él se echó a reír y me agarró por la cintura para abrazarme.

– Nos vamos los dos – dijo –. A jugar a los bolos.

Me separé de él y lo miré con desconfianza.

– ¿Así repasas tú antes de hacer un examen? ¿Jugando a los bolos?

– No, en realidad repaso leyéndome el temario, pero lo hago porque normalmente suelo estar bastante tranquilo y no desquiciado, como lo estás tú ahora. Estudias demasiado, duermes poco, no sales, no vives Becca. Necesitas ver el mundo y darte cuenta de que la vida no es sólo estar encerrada en casa.

Estallé en carcajadas.

– Mira quién fue a hablar. El que no estudia. ¡Pero si tú estás igual que yo!

– Chsss… No es verdad. Yo vengo a darte clase, así me relajo.

Entonces lo abracé más fuerte. Se portaba tan bien conmigo, incluso cuando yo insistía en meterme con él y hacerle rabiar.

Al final era yo la que acababa rabiando porque siempre me las devolvía.

Paul se levantó del sofá conmigo a cuestas.

– Vaya, me ha salido un grano – me dijo -. Quítate grano.

Yo seguía engarzada a él como un mono. Paul avanzaba hacia la puerta llevandome a cuestas. Agradecí que mi madre estuviera encerrada en su cuarto leyendo.

– Soy un koala – le rectifiqué -. Y tú eres mi tronco.

– Rebecca, no soy un tronco. Soy un hombre con una mujer encima, y no soy de piedra. Me estás poniendo nervioso, bájate ya.

Reí.

– No quiero – susurré en su oído.

Sabía que jugaba con fuego, pero no me importaba quemarme.

Sin embargo, no me quemé. Él me agarró con fuerza y me bajó al suelo.

– Los exámenes no te sientan bien. Haces cosas raras – me dijo.

Después me agarró de la mano y salimos por la puerta. En la entrada del jardín estaba aparcado su Ford descascarillado.

                                                ***

La bolera estaba desierta. En plena época de exámenes, un lunes y casi en Navidad, la gente tenía cosas mejores que hacer que jugar a los bolos, salvo algún friki que otro que estaba allí entrenando, no había nadie más.

Pedimos los zapatos y nos dieron una pista.

– ¡Te voy a machacar Wyne! ¡Oh ya lo verás! ¡Serás muy listo con las matemáticas! ¡Pero nadie me gana a esto! – grité triunfal cuando terminé de abrocharme las zapatillas.

Después me levanté a por una bola, con toda la dignidad del mundo.

Me incliné y la lancé hacia los bolos.

Se me vino el mundo a los pies cuando el tiro se desvió directamente al canalón.

– Me estás machacando. Sí… Sí… – se burló él desde los asientos –. Esto está interesante.

– ¡Cállate! – le grité.

Él esbozó una gran sonrisa de ganador. El blanco de sus dientes parecía azul cuando le iluminaban las luces de neón.

Estaba muy guapo. Sus vaqueros rotos y su sudadera blanca le favorecían mucho.

Dejé de mirarle, corría el riesgo de poner cara de idiota corderita degollada.

Me decidí a lanzar la segunda bola con la intención de derribar todos los bolos.

El tiro iba bien, recto, en su sitio, con fuerza. Pero en el último momento se desvió y conseguí derribar un único bolo.

Una carcajada me llegó desde atrás. Wyne se lo estaba pasando en grande a mi costa.

Se levantó y caminó hacia mí.

– Fíjate lo bueno y sacrificado que soy, Re – becca, que voy a gastar mi turno para enseñarte a tirar.

Sin darme cuenta ya había puesto una bola en mis manos y me tenía agarrada desde atrás.

– Oh, de eso ni hablar. Yo sé tirar, he tenido mala suerte y además estoy cansada. No estoy en plena forma.

Así que le devolví la bola y me zafé de él.

– Conmigo no funcionan esos trucos tan sucios de “te voy a enseñar a tirar…” – espeté entre risas desde los asientos.

Vi que él fruncía el entrecejo después me sonrió y me dijo:

– Contigo no funciona nada Re – Becca. O sí, contigo lo único que funciona es ser más listo e inteligente que tú.

– ¡Tira ya idiota! – le grité.

Me  hizo un gesto de “te vas a enterar”.

Y entonces tiró, y entonces hizo un strike, pleno o X. Cómo queráis llamarlo.

Le fulminé con mis ojos ámbar.

– ¿Seguro que no quieres que te enseñe? – me dijo cuando se sentó a mi lado.

– Prefiero aprender a conducir, así que reserva tus energías.

Él sonrió y yo me levanté a lanzar otra bola.

Tiré tres bolos.

Humillación máxima.

Paul seguía riéndose.

Después lanzó él y marcó otro strike.

Me miró inquisitivamente. Y yo respondí:

– No quiero que me enseñes. Sé hacerlo yo solita.

Y así fue como una hora después, Paul había tirado 250 bolos y yo 30.

Cuando nos subimos en el coche, él me acusó de cabezota. Y, reconozco, que con toda la razón. Aunque no lo admití delante de él. Faltaría más.

 Al llegar a casa, él entró a despedirse de mi madre, quien insistió en pagarle la hora y media de clase, a pesar de que Paul intentara disuadirla.

Pero como siempre, la doctora Breaker muestra su autoridad aplastante y se sale con la suya.

Antes de salir por la puerta Paul me aseguró que todo iría bien. Y, que como ya era el último examen, ya no tenía excusa para ir al día siguiente por la tarde al hospital.

Además mi madre tenía una operación muy larga e interesante. Iban a ponerle unas barras de titanio en la columna a una chica que tenía una escoliosis galopante, con una curvatura vertebral de más de setenta grados.

Me moría de ganas por entrar en el quirófano y ver aquello. Pero antes, tendría que superar mi miedo a hacer el examen de matemáticas…

Terror.

                                                            ***

Apenas logré dormir unas cuatro horas aquella noche.

Y cuando me levanté estaba tan histérica que no fui capaz de desayunar. Además, así me aseguraba de que no hubiese nada que vomitar durante el examen.

Cuando llegué a clase me encontré a Watson leyendo una novela en Braille y a Jackson mirándola fijamente.

Se me derritió el corazón. Tenía una cara de abstracción… Cualquiera diría que Mary le había calado hondo. Cuando Jackson vio que lo estaba observando con diversión se giró de repente y se centró en su libro.

Devil también estaba en clase con Kevin.

Kasie y Blazer cuchicheaban en un rincón del aula. Parecían periquitos en celo.

Vi de reojo que Bryan me seguía con la mirada. Me sentía vigilada y eso aumentaba mis niveles de estrés.

Me senté en mi sitio.

Diez minutos después, la clase ya estaba llena. Entonces entró Estela y nos mandó callar a todos.

– Antes de hacer el examen os voy a repartir un informativo sobre una actividad que ha organizado el colegio.

Cuando Estela depositó el folio sobre mi mesa, lo leí con detenimiento.

Se trataba de unas convivencias de cinco días que organizaba la universidad de Kings para futuros estudiantes.

La actividad consistía en que, durante las vacaciones de Navidad, nos ofrecerían unas cuantas habitaciones vacías para dormir y durante el día nos harían un recorrido “turístico” por sus instalaciones, nos darían charlas sobre sus distintos planes de estudio y nos demostrarían como era la vida universitaria.

Además harían una especie de concurso de ciencias y literatura. Como ellos eran especialistas en física, organizarían un torneo para que compitiéramos con alumnos de otros colegios de nivel similar.

Me pareció muy emocionante la idea.

Le hubiera prestado más atención de no ser porque el profesor de matemáticas, el adorable calvito Mr. Coffee, ya estaba carraspeando para que le prestásemos atención.

Repartió las fotocopias del examen entre nosotros y nos dijo:

– Tenéis una hora y diez minutos para completar el ejercicio.

Su tono de voz me puso los pelos como escarpias. Respiré profundamente tres veces antes de darle la vuelta a la hoja y leer los enunciados.

Una vez que reuní el valor necesario, fui comprobando que era capaz de hacerlo entero y que sabía como solucionar los problemas del final.

Al igual que en el examen de física, mis nervios se fueron aflojando a medida que terminaba cada uno de los ejercicios.

Cuando acabé me sentí felizmente liberada. Me levanté  y entregué los cinco folios que me había costado solucionar el examen completo.

Fui de las últimas en terminar.

Pero me había salido bien.

Muy bien.

Paul tenía razón, había ido preparada para hacer un buen examen y de paso, recuperar mi dignidad perdida en el anterior.

Más tarde, en el recreo, Mary me dijo que le interesaba ir a las convivencias de Kings.

– Podrías venir Becca. Así desconectarás un poco de todo esto – me intentó persuadir.

– ¿Y quién más irá además de tú y yo? – pregunté.

– Pues seguramente todo el mundo. La verdad es que suena divertido. ¡Venga apúntate!

En realidad Mary no tuvo que esforzarse mucho para convencerme porque las convivencias me interesaban bastante.

Además de divertidas, me ofrecían descubrir y experimentar en carnes propias cómo era la vida en la universidad, al menos por cinco días.

Pensé que así podría comprender mejor a Paul.

Y bueno, de paso, podría intentar participar en ese concurso de física, con todo lo que había estudiado me sentía más segura que nunca.

Se lo comentaría a mi madre al llegar a casa.

                                                ***

Pero mi madre ya estaba en el hospital cuando llegué a comer.

Encontré a mi padre  sentado en la cocina mirando fijamente el plato de guisantes. Lo removía sin ganas.

Intenté hablar con él, pero estaba taciturno.

No había manera. Me respondía con monosílabos y gruñidos guturales. Me preocupaba.

Le di un beso en la mejilla antes de marcharme al hospital en el autobús.

Cuando llegué, subí a la zona de quirófanos directamente y me puse el pijama naranja fosforito en los vestuarios.

Después me fui asomando por las ventanitas de las puertas de cada quirófano hasta distinguir a mi madre en uno de ellos para entrar.

Me puse el gorro y la mascarilla, además de unas calzas para mis zapatillas.

Cuando abrí la puerta vi a Paul apoyado en una pared al lado de otras dos chicas.

Una de ellas no paraba de pellizcarle el brazo.

Respiré algo aliviada cuando él se apartó y le dirigió una mirada de advertencia a su pegajosa compañera.

Después me saludó con la mano y me indicó que me pusiera a su lado.

Mi madre no me saludó porque se encontraba extremadamente concentrada. Ella y otros tres cirujanos estaban trabajando juntos.

Estuve observando atentamente durante dos horas y media. Aguanté incluso más que Paul y sus compañeras.

Cuando se fueron, la chica volvió a pellizcarle el brazo de manera juguetona. Y, desgraciadamente, no vi que a él le molestase.

Tal vez sería mejor distanciarme, al menos por un tiempo. O convencerme de que él tenía que ser algo así como un hermano mayor e intentar fijarme en otro chico.

Decidí centrarme en la operación y en observar a mi madre. La cirugía me resultaba relajante, me hacía abstraerme de todo y olvidar mis problemas.

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Y hasta aquí!!!!!!!

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