Capítulo 10: Tú a lo tuyo y yo a lo mío.

La dificultad para respirar que me agobiaba, propia de los momentos antes de hacer un examen era algo que, debo confesar, me había acompañado durante toda mi vida.

Por supuesto, aquel día, día del examen de física, también me costaba respirar.

Y sudaba, como siempre, y Watson se giraba hacia mí de cuando en cuando.

– ¿No tendrás ganas de vomitar otra vez? – me susurró antes de que el profesor pasara por mi mesa para dejar el examen sobre ella.

Gruñí.

La sola idea de repetir la hazaña del examen de matemáticas despertó mis náuseas.

– Si lo repites otra vez, entonces tendré ganas – espeté en un susurro malhumorado.

Aquel día había amanecido gris y frío. Un otoño muy radical había venido a visitarnos a mediados de octubre.  Todos llevábamos el jersey amarillo de Ignature puesto y las medias rojas las habíamos cambiado por leotardos (las chicas, por supuesto).

– Suerte – escuché a Watson.

– Suerte – susurré yo también.

No miré hacia Devil, quien me había estado preguntado la nota del examen de matemáticas hasta la saciedad durante toda la semana, y a quien esquivé haciéndome la sueca, o la sorda, o la idiota. Según se viera.

Tenía la sensación de que si lo miraba para desearle suerte, él me respondería con un: “¡Pero dime qué sacaste en matemáticas!”

De repente las dos hojas del examen fueron estampadas sobre mi mesa. Estaban boca abajo, de manera que no podía ver los ejercicios.

Intenté adivinar el enunciado de la última pregunta, siguiendo el negro de las letras que el grosor del papel me dejaba ver.

El profesor carraspeó obligándonos a todos a prestarle atención.

– Tenéis que poner el nombre, los apellidos, el curso y la clase. Fácil, ¿no?

Se escucharon unas risas de fondo, coreando el silencio.

– Ya podéis darle la vuelta a la hoja – sentenció entonces.

Inspiré profundamente. Me convencí a mí misma de que aquella vez estaba más preparada. De hecho, Paul se había asegurado de que así fuera. Intenté tranquilizarme pensando que no tenía nada que temer, que controlaba la materia y que solamente tenía que demostrarlo, tal como se lo había demostrado a él la semana pasada, en el salón, con la chimenea encendida y su olor a colonia.

Visualizar aquella imagen me relajó, quitándome el estúpido miedo de voltear el examen.

Después, leí uno por uno cada ejercicio. El alivio fue notable cuando caí en la cuenta de que sabía hacerlos todos, de mejor o peor manera, pero sabía cómo empezar y, en teoría, cómo tendrían que terminar.

Así que comencé.

Tardé en terminarlo la hora entera. En algunos me bloqueé, en otros me hice un lío con los cálculos y en otros, conseguí el resultado a la primera.

Fue un examen complicado. No obstante, me felicité a mí misma por no haberme desmayado ni haber salido corriendo a vomitar al baño.

¡Bien Becca! ¡Lo conseguiste! ¡Hiciste un examen sin dar el cante! , pensé orgullosa.

Ya era todo un avance…

Cuando dejé los folios de respuestas encima de la mesa del profesor, pensé en Paul.

Tuve incluso ganas de saltarme las siguientes clases para ir al hospital rápidamente y contarle que el examen me había salido razonablemente bien.

También quería explicarle los ejercicios para que los resolviera y así comprobar que al menos, tenía posibilidades de aprobar. Estaba segura de que se pondría bastante contento cuando le dijera que gracias a él había logrado salir viva.

Pero, se siente, había que quedarse a la clase de francés y a la de literatura. Se me cerraban los ojos sólo con pensarlo.

Afortunadamente, biología era a última hora, por lo que no me dormiría del todo.

Cuando Estela entró en clase, después de las dos horas de asignaturas más que soporíferas, abrí los ojos de par en par.

Estábamos dando un tema muy entretenido que iba sobre la malaria. De hecho, aquel era el año de la malaria, así que era obligatorio dedicarle algo de tiempo en clase a la enfermedad.

Mientras la atendía sin perder ojo ni oído a todo lo que decía, mencionó mi nombre.

– Becca: dime, si tu te marcharas al África subsahariana, con alguna organización de médicos solidarios, ¿qué harías antes de comprar el billete de avión?

Como siempre que me preguntaban, mis compañeros se giraron hacia mí con curiosidad.

Recordé que mi madre me había hablado algunas veces de lo importante que era vacunarse de según qué cosas antes de viajar a determinados países.

La malaria, además, era un tema que me fascinaba. Siendo yo quién era, una friki que acostumbraba a pasar el tiempo libre leyendo sobre temas médicos que poco tenían que ver con el Bachillerato, ya me había informado acerca del paludismo y las fiebres tercianas y cuartanas.

– Pues iría al médico para que me dijera de qué me tengo que vacunar.

Estela sonrió.

– Venga Becca, seguro que sabes más. Se te nota. ¿De qué te vacunarías?

Me sorprendió su respuesta. Claramente Estela sabía que aunque las matemáticas no fueran santo de mi devoción, la biología era algo en lo que me solía encontrar bastante avanzada.

– Pues de fiebre amarilla, hepatitis A, meningitis… Y… No sé si algo más.

– ¿Y la malaria? – me preguntó ella.

Sus ojos oscuros me dieron a entender, por aquel brillo pícaro particular, que se trataba de una pregunta trampa.

– No existe vacuna contra la malaria. Sólo hay unos medicamentos que te protegen… ¿Cloroquina puede ser? No me acuerdo… Se llama… Profilaxis..

Cómo no era capaz de terminar la frase, Estela me ayudó.

– Profilaxis antipalúdica. Veo que estás informada Becca. Muy bien – ella asentía mirándome con aprobación.

Mi ego creció mientras me llenaba de orgullo. Después me acordé del 4,83 de matemáticas y me desinflé como un globito agujereado.

Después nos explicó que los mosquitos Anopheles, en concreto, la hembra de los mosquitos, transmitían el parásito de humanos a humanos.

También nos dijo que el parásito, llamado Plasmodium, destruía los glóbulos rojos y producía fiebre y anemia.

Y al final, para prevenir nos dijo que si alguna vez íbamos a un país en el que hubiese malaria, nos pusiéramos ropa ancha y de colores claros; que usáramos mosquiteras para dormir y que nos echáramos repelente de mosquitos.

Y, con todo y con eso, salí de aquella clase sintiéndome más doctora que nunca.

Caminé al lado de Watson hasta llegar a las escaleras. Nos apartamos del centro del pasillo para colocarnos al lado de una pared. En concreto, al lado de una foto gigante de Bill Gates. ¿Qué narices pintaba allí Bill Gates?

Misterios.

– ¿Qué vas a hacer hoy? – me preguntó ella mientras se ajustaba los tirantes de su mochila.

Su cabello rubio parecía más largo, ahora le llegaba por debajo del pecho. No supe si era porque se había puesto extensiones o porque, como siempre lo llevaba recogido, no me había fijado antes.

– Pues iré al hospital con mi madre. Es el último día de esta semana.

– ¿Has hablado con Paul últimamente? – curioseó ella.

Entrecerré los ojos malhumorada.

– Sí. He ido al hospital. Le he visto, hemos hecho ejercicios de física, hemos entrado en algún quirófano juntos y nos hemos cruzado en algún pasillo – se lo expliqué con todo detalle, para meterla en la cabeza que no había nada entre Paul y yo.

– ¿Eso es todo?

– ¿Y de qué más quieres que hable con él? ¿De sus exámenes? ¿De sus amigos? ¿De esa vida que tiene que no me concierne? – exclamé.

– Por ejemplo – rió ella –. O del beso que te dio, ése que te dejó tan trastocada.

– No me dejó trastocada.  Sólo fue inesperado. Pero fue un beso amistoso. De cariño, nada más. ¡Ay Watson qué pesada te pones a veces! ¡Hasta mañana!

Ella sonrió de nuevo y me dijo adiós.

Caminé hacia la salida, mientras un par de columnas de humo salían por mis orejas y mis mejillas se ponían como boniatos irritados.

Estaba muy irritada. ¿Qué le pasaba a Mary con Paul?

¡Paul era un sex symbol! Era imposible no fijarse en él. En el sentido físico, por supuesto.

Pero más allá de eso para mí era alguien entrañable, con quien podía hablar con confianza, sin importar si metía la pata o no.

Además el muy puerco era incluso más inteligente que yo y era capaz de hacerme entender las matemáticas. ¡No se le podía pedir más!

Además era muy mayor. Muy maduro también. O al menos, más que yo. ¿Qué iba a esperar encontrar en una niña de quince años?

Nada, más allá de unas clases de mates, una sesión de quirófano y una conversación de besugos.

Sin darme cuenta había llegado a la puerta principal metida en mis tugurios mentales. Me sorprendí al ver a Bryan apoyado en el umbral, zarandeando con sus dedos las llaves de su descapotable.

Me temí lo que iba a ocurrir.

Entonces intenté pasar lo más rápido que pude, fingiendo estar distraída, para evitar esa pregunta que tanto me asustaba: “¿Qué has sacado en matemáticas?”

Pero tarde, él ya me había visto.

Yo diría que llevaba viéndome un buen rato antes de que yo me percatara de su presencia.

– ¡Becca! – exclamó sonriente.

Le miré intentando hacerme la sorprendida.

Y entonces, y sin yo quererlo, me pareció guapo.

Sí, guapo.

No supe si eran sus ojos verdosos que me miraban de una forma extraña que me hacía sentir extraña. O fue su gesto caballeroso o medio agresivo. Ése que me escandalizaba tanto.

Porque guapo, lo que se dice guapo, tampoco era. Se trataba de un chico con una personalidad aplastante y con una determinación especial para conseguir todo aquello que se proponía.

– Hola – saludé con una media sonrisa de: “me has pillado, capullo”.

– He traído el coche, ¿quieres que te lleve a casa?

Agradecí al cielo que no fuese mi casa al lugar al que me disponía a ir.

– Lo siento, Bryan. Es que voy al hospital y te pilla bastante lejos. Gracias de todas maneras.

Le di la espalda y empecé a caminar rápido para desanimarle a seguirme. Pero dio exactamente igual.

En menos de un minuto le tuve a mi lado de nuevo.

– Pues te acerco al hospital.

Resoplé como un león cabreado al que se le acaba de escapar la cebra.

– ¿No tienes nada que hacer Bryan? – reconozco que me pasé de borde.

Pero él empezó a reírse, con ese masoquismo que caracteriza a los hombres cuando están decididos a conquistar a una chica que no piensa hacerles ni puñetero caso.

– No, no tengo nada que hacer. A no ser que me des algo de trabajo.

– Eso ha sonado fatal – le miré de reojo y sonreí.

La verdad es que el chico tenía sentido del humor.

– Venga, además podemos pasar por una cafetería para saludar un momento a algunos de clase que han quedado para tomar algo y luego te llevo. ¡Por favor Becca! Juro que te lo pasarás bien.

Miré hacia el suelo y medité. Luego tuve la siguiente reflexión: un chico popular, inteligente y amistoso te está invitando a tomar algo en una cafetería donde hay gente del colegio, por tanto no es una cita como tal, y luego te llevará al hospital, por tanto no llegarás tarde, Becca. Si no vas eres idiota.

Y fin de la reflexión.

– Está bien. Pero que no sea mucho tiempo o llegaré tarde.

Bryan esbozó una gran sonrisa triunfal y después nos dirigimos hacia el aparcamiento.

Tardamos diez minutos en llegar a la cafetería de la que me había hablado antes.

Por el cristal vi que allí estaban Kasie, Blazer, Kevin y otros dos chicos que no recordaba, tal vez fueran de otro curso.

Al entrar vi a Jackson sentado detrás de Kasie tomándose una Cocacola.

Me sorprendió bastante. Casi tanto como él se sorprendió al verme a mí.

La expresión de la cara de Kasie se transformó por completo. De sentirse como la reina de la fiesta, a convertirse en la mala del cuento. Más o menos.

Poco le faltó para lanzarme una manzana envenenada y dejarme un ojo morado con ella.

Blazer sin embargo, sí parecía contenta. Supuse que sería por tener a Jackson más o menos cerca.

– ¡Wow, qué sorpresa, pero si es Breaker! – Kevin fue el primero en saludarme.

Le dediqué una amable sonrisa y después proferí un “hola” general.

No habían pasado ni cinco segundos cuando ya la situación comenzaba a parecerme incómoda.

Por suerte, Blazer empezó a hablar de los campamentos de verano y de las convivencias de fin de semana que organizaba el colegio en vacaciones y la conversación volvió de nuevo a su cauce.

Miré el reloj con nerviosismo.

Ya llegaba tarde, quisiera o no.

Entonces Bryan se acercó y me susurró al oído:

– Si quieres nos vamos ya, te veo algo nerviosa.

Asentí y le miré. Me había estremecido notarle tan cerca. Tan… Devil.

Cuando nos montamos en el coche, las sorpresas fueron en aumento.

– Tengo algo para ti – me dijo antes de arrancar.

Recé porque no se tratara de alguna memez cursi que suelen inventarse algunos para que piques el anzuelo.

Le vi rebuscar en la guantera hasta sacar una carpeta.

– Son unos artículos que publicó mi padre sobre la epidemiología de la cirugía plástica. Sobre las causas que llevan a los pacientes a operarse y eso… Tal vez te resulte interesante.

Abrí mucho los ojos. Extendí la mano y agarré aquellos documentos como si me fuera la vida en ellos.

Los leí detenidamente.

– Vaya… Qué interesante – dije mientras pasaba las páginas echándole un vistazo general.

Bryan parecía exultante.

Arrancó y nos fuimos al hospital.

Al llegar me dejó en la puerta de atrás, por la que suele acceder el personal sanitario.

Me bajé del coche y me despedí con un “adiós” tal vez demasiado amable. Más de lo que me hubiera gustado.

De camino al despacho de mi madre, leí algunos párrafos de los textos que Bryan me había prestado.

Entonces me choqué con Paul. Al parecer él iba tan absorto en su libro como yo en la epidemiología de las rinoplastias.

– ¡Becca! – me saludó él –. ¿Qué tal el examen? ¿Estás bien? Dime, ¿cómo te ha ido?

Parecía ansioso.

– Muy bien – respondí con una sonrisa de oreja a oreja –. Ha ido estupendamente. La verdad es que no sé cómo agradecértelo. Me han preguntado ese ejercicio tan difícil, el que tardaste tantas horas en explicarme el domingo. Lo he pasado mal, pero creo que lo he conseguido.

Le vi sonreír con orgullo. Sus dientes blancos me solían dejar pasmada. Entonces me atrajo hacia sí y me dio un abrazo amistoso. Algo más largo de lo amistosamente normal.

Pero amistoso a fin de cuentas, ¿no?

Después nos separamos.

– Luego tengo algo muy interesante. Voy a ir a psiquiatría – lo dijo como si se tratara de una peli terror.

– Uf, es espeluznante – musité con una risita.

– Tal vez te apetezca venirte conmigo – me propuso en voz baja.

Parecíamos dos cómplices cometiendo el peor de los delitos.

– ¡Genial! – dije con énfasis.

– Vale. Pues te veo aquí mismo en una hora.

Asentí.

Cuando creía que ya nos íbamos me arrebató los papeles de las manos.

– ¡Eh, Paul! ¿Qué haces? ¡Es mío!

Me puse de puntillas para intentar alcanzarlo pero él me lo impidió.

– Sólo quiero ver qué es eso que te tiene tan distraída – dijo él riéndose al verme en esa postura tan imposible.

Al final desistí y me resigné a esperar que lo leyera.

– Es curioso – dijo al levantar la vista –. Estos artículos son de revistas de pago, ¿te los ha dado tu madre? Están muy bien.

– No, no… Ha sido un chico de clase. Su padre es máxilofacial.

– ¿El chico del descapotable azul con el que has venido? – preguntó él directamente.

Me miraba a los ojos. No sabía si con reproche o con ánimo de cotillear.

– Sí – dije secamente –. ¿Dónde estabas tú?

– Tranquila…No te enfades. Sólo era una pregunta. Además éstos informes te puedo conseguir los que quieras. Tengo muchos que utilizo para hacer trabajos e investigar.

– Ah.

No sabía a cuento de qué venía todo aquello. Decidí decirle que sí y ya está.

– Bueno Becca, aquí en una hora. No te olvides de la bata.

Me devolvió los artículos con un gesto algo más brusco de lo habitual y lo vi marcharse a paso ligero por el corredor de paredes rosas.

Fruncí el ceño algo confundida. ¿Qué había ocurrido?

Estaba segura de que aquella forma de actuar no era del todo suya. Normalmente era un chico calmado y paciente… Supuse que se trataría del estrés propio de un estudiante de medicina cuando se acercan los primeros exámenes.

Fui a buscar a mi madre. La encontré hablando por teléfono sentada frente a su mesa.

Por primera vez la vi calzando unos zuecos de plástico. Había dejado sus tacones apartados en un rincón. Claramente, aquel era un día de cosas raras. Al final, lo menos extraño y sorprendente de ese viernes fue el examen de física.

Me vio y me señaló el armario para que me pusiera la bata.

Cuando colgó se quitó los zuecos y se puso de nuevo sus botas elevadas.

– ¿Qué tal te ha ido el examen? – me preguntó mientras subía las cremalleras laterales.

– Mejor de lo que esperaba – respondí mientras me abrochaba la bata.

– Has llegado tarde. Paul te ha estado esperando aquí un rato porque quería llevarte a obstetricia a ver partos.

– ¡Oh! – exclamé con rabia –. Si lo hubiese sabido… – farfullé.

– Bueno, luego va a ir a psiquiatría. Puedes venir a consulta conmigo o acompañarle. Lo que tú prefieras –me dijo ella.

– Creo que me quedo con psiquiatría. Es que me parece muy interesante – afirmé.

Sin embargo, mi cabeza aún seguía en la frase: “Paul te ha estado esperando para ir a ver Partos”. ¿Pero cómo…?

¡Partos! Y me los había perdido… Me encantaban los recién nacidos, el parto me parecía el milagro más bonito que había en el mundo – hasta que me tocase a mí parir, entonces la cosa cambiaría –.

A otros les parecía asqueroso, doloroso o antinatural, pero a mí me fascinaban. Paul era uno de los que no soportaba ver mujeres parir, siempre que le tocaba ginecología ponía cara de circunstancias.

Entonces, ¿qué pintaba Paul esperándome para ver partos?

¿Más cosas raras?

¿Y cómo me había visto venir en el coche de Bryan?

Pero a aquellas alturas del día ya estaba cansada de pensar. Un examen, un regalo de Bryan y los partos de Paul me habían agotado mentalmente.

Decidí centrarme en pensar qué era lo que podría encontrar en psiquiatría. Sería muy interesante ver algún paciente esquizofrénico o maníaco. El tema de las alucinaciones me despertaba curiosidad.

Calculé que sólo me quedaba media hora para encontrarme con Paul así que bajé a la biblioteca para curioserar un poco sobre enfermedades infecciosas.

Podría aprovechar para leer algo de la malaria, así podría sorprender a Estela en el examen.

Me moví sigilosamente entre las estanterías para no molestar a aquellos que estaban estudiando.

Pasó un cuarto de hora hasta que encontré los dichosos manuales de microbiología. Pero entonces fueron esos manuales los que menos captaron mi atención. No tenían nada que hacer al lado de Paul charlando con una “amiga”.

Me recordó a la escena del parking que vi desde el autobús.

No me gustó un pelo la cara de tonta que tenía ella. Tan rubia y tan alta. Se la veía tan… Mayor y adulta.

Hablaban sobre cosas de las que yo no entendía nada. Parecía que estaban haciendo un trabajo.

Había también otras dos chicas y otro chico.

Pero esa chica rubia, le miraba mucho, incluso cuando Paul no la prestaba atención.

“¡LA VIDA DE PAUL WYNE ME IMPORTA UNA MIERDA!”, me repetí a mí misma. “¡No te concierne Becca!”, “Él tiene su vida y tú la tuya”. “Es un buen chico que te da clases particulares y te lleva de tour por el hospital y punto.”

Ésas eran las frases que me repetía una y otra vez.

Pero cuando salí de la biblioteca sólo tenía ganas de asesinar a mujeres rubias de bote empollonas y resabidas.

– ¡Becca! – escuché a Paul detrás de mí.

– Qué tal… – susurré.

Ambos acabábamos de salir de la biblioteca.

– ¿Estabas dentro? ¡No te he visto!

– Oh, yo a ti tampoco. Es que soy muy despistada… – mentí.

Apenas me atrevía a mirarle. ¿Se me pondría también la misma cara de idiota que a la rubia ésa?

– Vamos a psiquiatría.

Sentí una de sus manos en mi cintura empujándome hacia delante.

– No me has dicho que hubiese partos hoy – le dije, intentando solucionar mis dudas mentales.

– Ah, es que cuando has llegado se habían terminado. Una pena, sé que te gustan mucho.

– Sí…

Le observé. ¿Iba a entrar a ver partos sólo para darme el gusto?

No, supuse que se trataba de prácticas que tenía que hacer obligatoriamente, y simplemente me había avisado porque sabía que me gustaban.

Era lo que tenía más sentido, desde luego.

Por el camino me preguntó por Bryan.

– ¿Y el chico del deportivo azul es amigo tuyo desde hace mucho?

Arrugué mis cejas pensativa, hasta que caí en que era Bryan de quien me hablaba.

– No, qué va. Le he conocido este año.

– ¿Y qué tal es? ¿Te gusta?

– Mmm, no sé. No le conozco lo suficiente. Es majo. Me cae bien. Tiene sus rarezas…

Miré a Paul de reojo. Estaba pensativo y miraba al suelo.

– Entiendo – musitó él –. Mira, hemos llegado.

La zona de psiquiatría se encontraba apartada del resto de consultas. Estaba cerrada por unas puertas grises blindadas que impedían el paso de todo aquel que no fuese personal autorizado.

Era una sección que estaba muy controlada.

Tuvimos que enseñar las acreditaciones.

Mi madre me había conseguido una de estudiante, para que pudiera moverme por el hospital sin problemas.

Al entrar, un doctor nos hizo esperar en una sala de reuniones.

– Tenemos que hablar Becca – me dijo Paul cuando se sentó en uno de los asientos.

Lo miré alarmada. ¿Hablar de qué? Se me ocurrían muchas cosas.

– Dime – musité con voz queda.

– He pensado que tendríamos que poner unos horarios respecto a las clases. ¿Te parece bien que usemos los miércoles, viernes y sábados para matemáticas y los domingos y los martes para física?

Suspiré de alivio. Se habían acabado las rarezas por aquel día.

He de decir que me pareció una idea genial la de tener horarios. Así podría saber a qué atenerme con mi tiempo y él con el suyo.

– Sí, genial.

– Sin embargo, los días lectivos, de lunes a viernes, las clases te las daría aquí en el hospital, porque no puedo faltar. Tengo las horas libres contadas.

– Oye Paul – se me ocurrió de repente –. Tal vez podríamos solo dar las clases el fin de semana. Tú estás muy ocupado y no puedes distraerte con tonterías de éstas. Lo primero son tus estudios.

Él me miró con cierta intensidad. No se esperaba aquella respuesta.

– ¿Y no será poco tiempo dedicarle sólo el fin de semana?

– Bueno si tengo dudas, vengo a buscarte y te pregunto. Pero no quiero quitarte tiempo de estudiar.

– Rebecca tú no me estorbas – dijo muy serio –. Eso que te quede claro.

Entonces entró el doctor y se acabó la conversación.

Aquel día vi muchas personas dementes y esquizofrénicas. Vi a señoras relativamente jóvenes con un Alzheimer galopante y a adolescentes que se habían quedado trastocados para toda su vida por abusar de las drogas.

El panorama me desanimó bastante, sin embargo, aún tenía a Paul en la cabeza con su frase: “Rebecca, tú no me estorbas”.

Que, si bien me hacía soñar a ratos, a ratos me recordaba que su vida era suya y que no debía meterme en ella.

Y ahí era el momento en el que aparecía la imagen de Bryan para rescatarme de esas fantasías tan peligrosas.

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El siguiente tardará un pelín más porque está sin escribir. Este sólo he tenido que retocarle un poquillo.

El siguiente de Lyre lo estoy editando un poquillo porque no estoyd el todo contenta

un beso! y

votad si os ha gustado plissssssss

¡¡¡ Voy a responder a todos los comentarios ok??!!! Pero que sepáis que los leo y que bueno, queridas fans de Paul, os anuncio que es mío, y lo alquilo sólo los domingos cuando quiero descansar de él.

Y, en fin, espero que os esté gustando como discurre la historia, ji ji ji ji ji ji

ji ji ji ji

alguna partidaria de Bryan? joooooooo pobrecitoooooo

besines!

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