#3: Abandonados
Los cielos grises por las nubes amenazaban con soltar su llanto, y no era para menos. Bajo aquellos crueles y deprimentes cielos, cadáveres vivientes caminaban con una mirada muerta. Sus huesos resaltaban bajo su piel, los cabellos habían abandonado sus cabezas y la esperanza había escapado de sus corazones. Sus prendas consistían en rayas blancas y negras, pero el color de la suciedad también se hacía notar. Si esto fuera una película de terror, ellos serían considerados zombis. Pero esto no era una película de terror; era una vida de horror.
Hombres y mujeres, cuyo sufrimiento les hacía desear estar muertos, caminaban a las rastras por aquellos campos de muerte. Soldados de la Alemania Nazi custodiaban a los prisioneros, atacando como buitres a cualquiera que se atreviera a caerse por el cansancio. Un poco más alejado, cerca de una de las cercas que limitaban los terrenos del campo, una mujer se aferraba con desesperación al alambrado que la separaba de un hombre alto con uniforme de las SS.
—Por favor —rogaba la mujer, con lágrimas saliendo de sus adoloridos ojos—. Padre, ayúdame. Te lo ruego.
—No puedo —dijo el hombre, quien realmente era Ra’s Al Ghul—. Por más que me repugna muchos de los métodos e ideales de Hitler, su asesinato sistemático de personas puede serme útil para mis planes.
—Padre —rogaba la mujer—. Ellos nos están torturando. Mataron a mis hijos, violaron a mis hijas. Ellos me--
—Lo sé —le interrumpió Ra’s—. Pero es un sacrificio que estoy dispuesto a aceptar, Nyssa.
—¡Son tus nietos! —gritó con una furia desgarradora, llamando la atención de algunos soldados a la distancia—. Déjame morir, ¡pero sálvalos!
La mujer cayó de rodillas, totalmente rendida y quebrantada. Pero, principalmente, abandonada.
—No —sentenció Ra’s—. Aunque sean mis nietos, la forma en que los criaste impidió que puedan volverse dignos herederos míos.
—¿Solo en eso piensas?
—Solo eso me interesa. Adiós, Nyssa. Es una lastima que tan valiente guerrera termine sus días así, pero eso te pasa por apartarte de mi lado.
Con las pocas fuerzas que le quedaban en su frágil cuerpo, Nyssa intento arrojarse contra su padre pero fue tomada por las fuertes manos de los guardias.
Nyssa caminaba con curiosidad por la cueva, observando los diferentes trajes del murciélago. En su caminar, se aproximó a una enorme nave de apariencia carguera.
—¿Es otro de tus juguetes? —preguntó Nyssa, observando la colosal maquinaría.
—La construí con la ayuda de un amigo —dijo Batman, sin la máscara—. Esta pensada para transportar a la Justice League en misiones especiales. Nos será útil en esta ocasión.
—¿Seria un “Justiciavión”? —preguntó Nyssa.
—Tony le puso Flying Fox —dijo Bruce—. Se negó a ponerle cualquier nombre con “Justicia “.
—¿Y por qué Justice League?
—A Superman se le ocurrió.
—Señor Wayne —habló Alfred, aproximándose a los dos adultos—. Me tome la libertad de cargar su aeronave con comida para un mes.
—Alfred, no voy a estar ausente por un mes —dijo Bruce.
—Mejor prevenir que curar —aseguró el mayordomo—. También le empaque cinco uniforme y dos mudas de ropa normal para usted y la dama.
—Muchas gracias, caballero —dijo Nyssa—. Y no se preocupe por Bruce, yo voy a cuidarlo.
—Es todo lo que le pido.
—Consejo es lo que te pido —hablaba Constantino XI, frente al busto de Constantino El Grande.
—La ciudad va a caer en manos de los otomanos. Tu ciudad. Un Constantino la fundo, y un Constantino la perderá. Lo mismo con los Rómulos y Roma. Yo, soy incapaz de proteger esta ciudad. No quiero. ¡No quiero ser el Constantino que perderá Constantinopla!
Aquel que fue maldito con la carga de ser el último Emperador Romano se tomó del puente de la nariz mientras apretaba los dientes con furia.
—Si el destino realmente esta escrito, y si realmente la caída de Constantinopla es inevitable, entonces lucharé contra el destino hasta mi último aliento. Si la caída de mi ciudad amada es inevitable, entonces voy a dar mi vida para salvar a cuantas personas pueda. Soy el Emperador Romano, y eso es más que lujos y títulos. Esto es una obligación con y para mi pueblo, y si debo dar mi vida por este lo haré con gusto.
Una gran procesión se llevaba a cabo por las calles de Constantinopla, en un intento de levantar la moral de los desesperados romanos. El propio Emperador se encontraba entre ellos, como si fuera uno más de la multitud. Haciendo la señal de la cruz en su pecho, observaba de forma solemne un ídolo de la Santísima Virgen María. Pero la poca moral renovada que se comenzaba a vislumbrar se derrumbó por completo cuando aquella imagen tan sagrada cayó al suelo y se rompió en cientos de pedazos.
Todos parecieron quedarse congelados ante aquella desastrosa escena. Constantino se aproximó con temor a los fragmentos de la imagen. Una pequeña sección que rodeada el ojo derecho de la Virgen se encontraba tirada de tal manera que parecía verlo. Y con horror —y más pesar— en su corazón, vio una lágrima salir de aquel orbe. Y a esa lágrima le siguieron cientos, pues el cielo mismo lloraba al ver el estado de la ciudad y saber el destino de sus habitantes.
—Nanda Parbat —habló Nyssa, reclinándose en su asiento—. Allí es donde mi padre te esperara.
—La ciudad oculta en el Himalaya —dijo Bruce—. ¿Cómo puedes estar tan segura?
—Va a querer luchar en algún lugar que le convenga y donde pueda prepararse. Él buscara su comodidad.
—Puedo comprender eso —decía Bruce.
—Entonces, ¿quién es la madre de Dominic?
—¿No me habías estado investigando?
—Algo así —respondió Nyssa mientras sacaba la moneda con la imagen de Constantino XI—. Leí que era una actriz.
—Trish Taylor —dijo el murciélago—. Es considerada la mejor actriz de Ciudad Gótica.
—Nunca imaginé que te gustaran las actrices, o que quisieras tener hijos.
—No quería. Trish quedo embarazada por error, y por poco no lo tiene.
—¿A qué te refieres?
—Ella quería abortarlo —aseguró Bruce, provocando una mueca de disgusto en Nyssa—. No quería que un hijo la distrajera de su carrera. Por eso no suele pasar mucho tiempo con él.
—¿Ignora a su hijo —habló, con un temblor de molestia en su voz— por su carrera?
—Sí. Dominic aún es pequeño, pero ya empieza a notarlo.
—¿Qué clase de mujer hacer algo así? —cuestionó con furia la pelinegra—. Una mujer que no cuida de su hijo, que siquiera piensa en abortarlo, no es digna de llamarse mujer.
Bruce se quedó en silencio, observándola de reojo.
—Ser madre es lo más hermoso que pueda pasarle a una mujer, ¿cómo alguien podría rechazarlo con tal desprecio?
—Sé que eso te afecta mucho más que a cualquier otra mujer. No debí hablar del tema.
—No te disculpes —dijo Nyssa—. Solo que verlo a Dominic me recordó a los hijos que tuve, y que vi morir. Y no puedo tolerar que alguien rechace un regalo divino como un hijo.
—Estoy agradecido de que Dominic haya nacido —afirmó Bruce—. Se podría decir que él y Dick me impulsan a ser un mejor hombre.
—¿Por eso ahora tu traje es azul y no negro?
—Sí. —dijo Bruce—. Dick quería un traje colorido, lo cual sería demasiado llamativo y contrataría mucho con mi traje negro ante la mirada de los criminales. Así que me hice el traje azul para también llamar la atención. “Eso es lo que Matt no me dejó explicar” —pensó por un momento—. Aunque lo más probable es que lo vuelva a cambiar a negro en algún futuro.
—A mi me gusta —dijo Nyssa—. Te hace ver más heroico.
—Se supone que debe causar terror en los corazones de los criminales. El azul no es tan aterrador.
—Yo creo que ya de por si tú eres aterrador.
—Gracias, supongo.
—Será mejor que descanses, Bruce. Pon el piloto automático o algo, porque enfrentarte a mi padre va a requerir que estés al máximo.
—¿Realmente es tan terrible? —cuestionó Bruce—. Fuera de toda leyenda.
—¿Conoces la historia de la caída de Constantinopla?
—Eso ocurrió en el siglo XV, Nyssa. Tú eres del siglo XVIII. Quiero que me hables de lo que tú viste.
—Conozco más de la leyenda que del hombre tras esta —afirmó Nyssa—. Ra’s ha sido un guerrero y conquistador con diversos nombres. Participó en las Cruzadas, fue un pilar en las sombras para los Califatos musulmanes en Europa y para el Imperio Otomano. Conquistó Jerusalén y la defendió de Eduardo Corazón de León. Conquistó Constantinopla, destruyendo de esa manera al Imperio Romano y acabando con el Emperador Constantino XI. ¿No crees qué un hombre tan longevo y con tanta experiencia en batalla es un rival a temer? Cruzados, cristianos, católicos, árabes, musulmanes, otomanos, romanos, nórdicos, chinos, japoneses. Mi padre se ha enfrentado a toda clase de guerreros, y los ha vencido a todos.
—Nunca se ha enfrentado a mi —sentenció el murciélago.
—Más de veinte ejércitos han chocado contra las murallas de Constantinopla —hablaba un hombre mayor, con canas en la barba—. ¿Qué le hace creer que ahora será diferente?
—Que Constantinopla nunca se ha enfrentado a mi —afirmó Ra’s, parado junto al Sultán Mehmed II.
—Es un arrogante —increpó el anciano.
—He vivido muchos más años que usted, y subyugado a muchos más guerreros. Me gane el derecho de ser arrogante.
—Ra’s tiene razón —afirmó Mehmed—. La manzana roja caerá. Constantinopla caerá. ¿Acaso no recuerdas la Luna de Sangre? Es una señal de Alá de que se aproximan grandes y favorables cambios para nosotros.
Antes de poder continuar con aquella discusión, grandes gritos de impresión se dejaron oír por el campamento otomano. Los tres hombres salieron de la tienda del Sultán y observaron a lo lejos una luz azul sobre la Iglesia de Santa Sofía, la cual parecía estar escapando de esta.
—¿¡Lo ven!? —gritó Mehmed—. ¡Alá ha abandonado a los infieles!
—¿Qué significa esto? —preguntaba Lucas Notaras, junto al Emperador y otros hombres, observando desde el balcón del palacio.
—Es como si Dios mismo nos estuviera abandonando —aseguró un hombre—. Nos ha dejado a merced de los perros otomanos.
—¿No ha habido señal de la flota veneciana? —preguntó el Emperador.
—Ninguna —habló otro hombre—. Occidente nos ha dejado a nuestra suerte.
—Eso no importa —habló Giovanni Giustiniani—. Emperador, la ciudad no caerá. La defenderé con mi vida, hasta el final.
—Agradezco tu apoyo, Giustiniani —habló Constantino XI—. Pero no es a mi a quien debes convencer. Mi fe esta con el pueblo.
—Pero no tiene que ser así —afirmó Notaras—. Tengo algunos amigos en Gálata que ofrecieron ayudarnos, a ti y a la Corte para salir de la ciudad.
—¿Salir de la ciudad, ahora? —preguntó el Emperador.
—No es deshonroso —aseguró Notaras—. Puede escapar, dejar que Constantinopla sea conquistada por los otomanos y volver con un mejor ejército para recuperarla. No sería la primera vez que la ciudad cae en manos de invasores.
—¿Tú abandonaras la lucha? —preguntó Giustiniani, mirando con desprecio a Notaras.
—No hay honor en el suicido. ¡Los otomanos tomaran nuestras cabezas!
—Tomaré la tuya ahora, cobarde.
Giustiniani se propuso avanzar hacia Notaras, pero fue detenido por otros hombres.
—Lord Lucas —habló otro hombre, observando a Notaras—. ¿Abandonaras a tu Emperador y a tu pueblo en un momento así?
—Por supuesto que lo único que me preocupa es el bienestar del Emperador —afirmó Notaras, ganándose la mirada de fastidio por parte del Emperador Romano.
—No huiré como cobarde ni dejaré a mi pueblo solo para que sufra y muera mientras yo vivo. Si este debe ser el fin del Imperio Romano, yo moriré defendiéndolo. Cualquiera que me ame, y ame al Imperio —hablaba Constantino XI mientras desenvainaba su espada—, ¡tomen sus espadas y únanse a mi en esta misión! Escribamos nuestra propia historia en este fatídico momento.
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