Relato: Amistad en alta mar
Este es un relato que dejé escrito en el «Diario de a bordo del Bastardo», pero que he decidido añadir aquí como un extra. No guarda relación con la trama y los protagonistas tampoco son los mismos, sin embargo, en él salen varios miembros del Bastardo y nos acerca un poco más a Elliot y a Anthon. La narrativa es bastante más juvenil y menos fantástica, no contiene romance y no es indispensable para la historia, por lo que no hay necesidad de leerlo si no os apetece, aunque me encantaría que lo hicieseis y así os acercarais un poco más a Elliot, un personaje que será relevante en la segunda parte.
¡Muchas gracias!
Estaban tras la popa, a unas trescientas yardas y, en breve, cargarían contra ellos. Debía ir con Morgan cuanto antes: él le daría algo con que poder defenderse si llegaban a luchar cuerpo a cuerpo. ¿Qué iba a hacer con un simple mosquete? Ni siquiera sabía utilizarlo. Él siempre fue de filos.
—¡Van a disparar! —gritó Diego la Araña desde lo alto. Se agarró con fuerza al mástil y ocultó la cabeza entre los hombros.
Los cañonazos impactaron contra las velas. Uno dio de lleno en el palo mayor; la madera crujió y una metralla de astillas se abalanzó sobre todos los marineros. La Araña saltó hasta el palo Mesana antes de que el Mayor terminara de derrumbarse. Las telas quedaron destruidas al instante y varios altos perdieron la vida al impactar contra el suelo.
Todo tembló; el barco se inclinó con fuerza y el agua entró en la cubierta. Una parte del candelero quedó destrozada. Elliot se agachó a tiempo, espalda prieta contra el borde elevado. Junto a él se encontraban varios marineros más que habían hecho lo mismo. Encogió las rodillas y, a través del humo que se elevaba por los aires, fijó, de nuevo, su vista en Diego.
A pesar de su tamaño, el señor de las alturas era ligero y sus extremidades, inusualmente largas, le servían para moverse con agilidad. De hecho, gracias a ellas acababa de sobrevivir a lo que para él mismo hubiese sido una muerte segura.
—Brown, ¡echa el ancla! Laurens, Grace, ¡virad a babor! —ordenó Giorgio.
—¡Abrid las troneras! —gritó Anne. Los artilleros que se habían puesto a cubierto volvieron a sus puestos y ejecutaron la orden.
A falta de velas con las que aprovechar el viento, el navío viró utilizando como eje el anclaje.
—Hora de disparar, muchacho.
La capitana apareció frente a él. Margaret, que estaba junto a ella, miró al cielo, sonrió y se colocó en posición.
Fue la voz de Tarik, entonces, la que se elevó sobre las demás.
—Tres, dos, uno... ¡fuego!
La andanada cayó feroz sobre la fragata rival. Dañó gran parte del cascarón y dos de los mástiles, llevándose a varios marineros con ellos.
—¡Ahora! —rugió June.
—Vamos, novato —le alentó el hombre a su lado. Elliot tragó saliva, se puso en pie y apuntó acodado en el candelero—. ¿No has disparado nunca? —Tenía una voz relajada y profunda, y los ojos oscuros como la pez y pacíficos como el mar. Bueno, no como ese mar en concreto. El joven negó con la cabeza—. Muy bien, deja que te guíe. ¿Has cargado el arma? —preguntó. Esta vez, Elliot asintió—. Bien...
No pudo terminar de hablar, mientras trataba de darle las instrucciones, sobrevivientes de la fragata inglesa ya les habían disparado y estaban utilizando la misma maniobra para poder apuntarles con la artillería pesada.
Una de las balas le dio a uno de los hombres que habían enrolado con él, y otra a Jane, una gavitera que, tras salvarse de la caída, había buscado refugio junto a ellos. Su hermano gemelo, Tom, corrió a su encuentro. Solo fue un disparo en el hombro. El hombre, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Como si hubiera sido adrede, el tiro le dio entre ceja y ceja y los sesos quedaron esparcidos por las maderas. Y sobre la camisa de Elliot.
Respiró hondo.
—Dime tu nombre —exigió, de nuevo, aquel pirata de ojos rasgados. Se recogió el cabello lacio y oscuro con una cinta, y se preparó para disparar.
—Elliot —tartamudeó. Estaba impactado por lo que acababa de presenciar. Por un momento, incluso se le olvidó forzar el timbre de su voz delatando el dictamen de la naturaleza.
—Bien, Elliot. Soy Farid, y a partir de ahora harás todo lo que te ordene. —Lo miró y el muchacho volvió a asentir—. No lo pienses: apunta y dispara antes de que recarguen.
El viento aulló en sus oídos y el oleaje les meció con fuerza.
El enemigo ya estaba en posición, troneras abiertas y listo para atacar.
No le dieron tiempo. Antes de que dispararan, lanzaron la segunda andanada. Los gritos de los marines silenciaron a las gaviotas y la bandera de la rendición ondeó en las manos de alguien que se erigía sobre el castillo de proa.
Era un blanco perfecto.
Tal como le dijera Farid, Elliot apuntó y disparó.
Estaba feliz. Seguramente, su padre, cuando lo envió a las Américas condenado a trabajar en las plantaciones, no se imaginó que en lugar de darle un castigo lo estaba liberando de sus grilletes. Se habían terminado las visitas a curas y curanderos; las amenazas y las palizas. Ahora podía ser él mismo. «¿No querías ser un hombre? —le había dicho—, pues vas a pasar el resto de tu vida deseando haber sido fiel a tu coño». No podía estar más equivocado. En ese mundo, nadie sabía quién era Eleonor y, de haberlo sabido, puede que ni les hubiera importado. Aun así, mientras aguardaba en la cola de la enfermería, los nervios afloraron, traicioneros. Demasiados años de represión habían quedado grabados a fuego. Y no en sentido figurado, pues había sido uno de los castigos a los que le sometieron.
Por instinto, se llevó la mano a la herida que tenía abierta en la clavícula. Una gran astilla lo había golpeado. Al principio no le dolió, no creyó que fuera nada, pero al declararse el fin de la batalla sí sintió una molestia. Al tocarse, las yemas se le impregnaron de sangre.
Con el tiempo aprendería que las heridas siempre dolían después; casi nunca, durante.
La puerta se abrió con un molesto berrido y Jane y Tom salieron del camarote. Ambos eran idénticos, de cabello rubio mal cortado y ojos claros. Tan solo el timbre de la voz o los pechos que la muchacha no se molestaba en ocultar, marcaban la diferencia entre ambos.
Tras ellos salió un joven de piel apagada y cabello oscuro. Sus ojos, también oscuros, se amplificaban bajo unas ridículas gafas doradas. Le recordó a un insecto, un grillo, quizá.
El muchacho lo miró con calma.
—Te toca —informó.
Elliot siguió la instrucción y entró. Dentro le esperaba una mujer delgada, aunque con espalda robusta, huesos anchos y ojeras profundas. Llevaba el pelo envuelto en un pañuelo del que sobresalían algunos cabellos tintados en henna por detrás de las orejas.
—Siéntate —ordenó. Le apartó la tela de la herida y le dedicó una sonrisa agradable—. No parece nada grave, pero vamos a limpiarla bien. —Luego, se giró hacia el muchacho de gafas, y añadió:—. Anthon, trae las pinzas y cambia el agua del cubo. Y quema algo más de mirra, por favor.
El chico obedeció como una hormiga a su reina y fue a cumplir la orden. Mientras, Elliot no se atrevió a hablar. Necesitaba salir de ahí cuanto antes.
—¿Eres uno de los novatos, verdad? —le preguntó, entonces, la cirujana—. ¿Elliot? —Esperó paciente hasta recibir la confirmación—. Yo soy Aisha y él es Anthon, mi aprendiz. También es nuevo, pero será el mejor médico de los mares. Ahora que nos hemos presentado, quítate la camisa.
La voz de aquella mujer tenía algo especial. Autoritaria y dulce a la vez. Por ello, el marinero estuvo a punto de obedecer, aunque un miedo irracional lo paralizó. Llevó las manos al cuello y estiró la tela para descubrir aún más la herida. Aisha empezó a reír y lo golpeó con suavidad en el brazo contrario.
—¿A tu edad y avergonzado? ¡Seguro que no tienes nada que no hayamos visto ya!
Gruñó por lo bajo un «por favor» lastimero que fue completamente ignorado. Estaba en un callejón sin salida, así que no le quedó otra que obedecer. No podía alzar el brazo, por lo que el aprendiz con cara de insecto tuvo que ayudarlo a pasar la prenda por el cuello. Los castigos hechos cicatrices y las vendas que cubrían sus senos quedaron al descubierto.
—¿Sabes que aquí eso no es necesario? —preguntó Anthon, concentrado en las marcas pero señalando el vendaje.
—No desde que está June, pero casi todas llegamos igual que tú. —Aisha no le dio ninguna importancia: le echó un chorro de ron a la herida, la secó un poco y empezó a retirarle las pequeñas astillas que habían quedado clavadas por dentro—. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Elliot —contestó él con sequedad.
El oleaje golpeó brusco, lo que hizo que las pinzas se clavaran en su piel más de la cuenta. El joven marinero arrugó el ceño, mas no se quejó.
—Bien, Elliot —recalcó—. Bienvenido a bordo. —Le retiró la última astilla y limpió la herida.
Cuando hubieron terminado con él, se levantó y se preparó para salir afuera. No obstante, no se fiaba de que todo hubiese sido tan sencillo. Se giró cabizbajo, ocultando sus enormes ojos castaños, y se fijó en los médicos. Eran muy parecidos. Ambos parecían compartir las mismas raíces e, incluso, al verlo de cerca, se dio cuenta de que Anthon tenía los ojos muy similares, aunque los suyos eran más oscuros y el verdor solo podía apreciarse de cerca.
—¿Me guardaréis el secreto? —rogó.
Aisha volvió a reír.
—Aquí todos tenemos secretos y nadie se mete en ellos. Es un pacto. —Miró a su discípulo y señaló la puerta con la barbilla.
Él se encogió de hombros, entreabrió y observó por la hendidura.
—Solo quedan cuatro.
—Salid a airearos, pero luego, Anthon, vas a limpiar todo esto tú solo. Y como no me lo dejes impoluto, mañana te pondré a curar almorranas.
Fuera, la mayoría estaba trabajando en la reparación de velas y fustes. Elliot debería haberse puesto a trabajar raudo cuanto le permitiese la dolencia, pero el insecto había insistido en acompañarle a por grog a la cantina. Allí, los músicos tocaban como si no supieran hacer otra cosa. Matt llevaba el tono principal y los demás coreaban lo que él cantaba. La canción iba sobre un ballenero, aunque el joven marinero no se molestó en escucharla.
—En un par de horas estaremos en tierra —le dijo—. Si para entonces no estás seguro de seguir a bordo, deberías irte.
Eso era lo último que se esperaba. Se quedó boquiabierto, indignado. ¿Cómo que si quería irse?
—¿Por qué iba a querer hacer tal cosa? ¿Acaso tú quieres irte?
—No. Me gusta estar aquí. —Lo observó con fijeza y, al reflejarse el sol sobre sus iris, el verde aceituna salió a relucir—. Me crié en Isla Tortuga, cuando era un buen sitio para personas como nosotros. He visto a este tipo de gente toda mi vida y Aisha me ha dado la oportunidad de aprender un oficio decente. ¿Por qué iba a querer marcharme? —explicó. Elliot resopló y se preparó para hablar, mas Anthon continuó su discurso—. Sé que lo has pasado mal, y aquí no serás el primero ni el último, pero vamos a iniciar un nuevo viaje, y este será largo. No te digo que te vayas, solo que es la única oportunidad que vas a tener en mucho tiempo para cambiar de idea.
Elliot tomó la jarra de forja entre sus manos y mareó el grog durante tres vueltas.
—Aquí estaré bien. ¡Por la vida pirata! —brindó a la nada, porque el grillo apenas dio un sorbo y puso cara de asco.
Las maderas crepitaron y los músicos detuvieron el canto, Matt el último, que tardó en darse cuenta.
—¿Estamos de vacaciones? —La contramaestre, Anne, se paró frente a ellos y dio un golpe sobre la mesa. Llevaba el cabello oscuro y enredado al aire, y tenía la tez sucia—. Deja de hacer el vago, novato: hay mucho trabajo. —Luego acercó su rostro al de Anthon y le susurró al oído, aunque Elliot pudo escuchar sin esfuerzo—: Dile a tu jefa que necesitaré más brebaje. Luego pasaré a recogerlo.
El marinero se puso en pie, listo para cumplir las órdenes de la contramaestre. Anthon, en cambio, permaneció sentado y con las mejillas encendidas.
En las semanas siguientes se forjó una fuerte amistad entre ambos, y Elliot fue consciente de que nunca, antes, había tenido amigos. Tampoco los había echado en falta, sin embargo, comprendió que no haberlos echado en falta no significaba que no fueran necesarios.
Las calles de Nasáu eran de lo más variopintas. No por los edificios, sino por toda la clase de personajes que uno podía encontrar en ellas. Había quienes vestían harapos, o quienes portaban extraños ropajes de etnias lejanas; otros, en cambio, rebosaban elegancia y caminaban como si fueran los amos de la ciudad. Uno de estos últimos fue el que llamó la atención de Elliot. El hombre en cuestión llevaba media melena oscura y bien repeinada bajo un sombrero de tres puntas, vestía una casaca con estampado de cachemir y le faltaba una mano. Sus pasos eran como una danza, con movimientos sinuosos y altivos. Ante su caminar, el resto de transeúntes se apartaba e inclinaba la cabeza, como si les infundiera miedo.
Elliot le siguió unos pasos, con disimulo, movido solo por la curiosidad. El hombre de la casaca giró por una callejuela estrecha en la que las ropas colgaban de ventana a ventana. El joven marinero siguió sus pasos, mas al girar la esquina, comprobó que lo había perdido de vista.
Miró a lado y lado, decepcionado. No es que fuera un cotilla, pero ese hombre le despertaba mucha curiosidad y Elliot no había sido capaz de resistirse. ¿Quién sería? ¿Por qué le temían? Pensaba volver con los demás cuando unos gemidos llamaron su atención. Caminó sigiloso como una gacela hasta llegar a un amplio portal de madera.
Y ahí estaba.
Se ocultaba bajo la puerta trasera de una taberna y tenía compañía. Estaba de cara a la pared y, entre esta y él, había otro joven, pudo distinguir un hombro desnudo, unos cabellos de color arena e incluso un perfil helénico y una sonrisa afilada.
El capitán Cachemir movía las caderas mientras el otro gemía con discreción.
En cuanto comprendió lo que estaban haciendo, supo que había hecho mal en seguirlo. Aquel hombre debía ser alguien importante y estaba invadiendo su intimidad.
Quiso retroceder. Al dar un paso atrás notó algo bajo su talón. Le pareció una bola de papel. El caso era que, si levantaba el pie o terminaba de apoyarlo, lo que fuera que fuese eso, haría ruido y les alertaría de su presencia. Intentó no respirar. Sus latidos también querían traicionarle, se concentró en ellos y, muy lentamente, empezó a retirar el pie con sumo cuidado.
Un poco; otro poco.
Entonces, una mano le agarró del hombro.
Elliot dio un respingo, gritó y lo que tenía a los pies huyó rodando por la calleja. Se giró, blanco como la leche, y se encontró con la mirada divertida del grillo. El muy capullo se reía tanto que las gafas se movían arriba y abajo.
—¡Mierda! ¡Nos han visto! —escucharon decir.
—Como se enteren de lo nuestro me van a matar —replicaba el más joven.
Los dos amigos se miraron y corrieron en dirección contraria hasta que les faltó el aire. Cuando se creyeron a salvo, se rieron, y les dolieron las costillas por ello.
—¿Se puede saber qué hacías? —preguntó Anthon, cuando hubo recuperado el aliento—. ¡No te hacía por un mirón!
—Vete a la mierda, insecto. —Aunque quiso sonar desagradable, le dolía la mandíbula de tanto reír y los hoyuelos parecían haber cicatrizado en sus mejillas—. No les estaba espiando, solo tenía curiosidad por...
—Tranquilo, no necesito saber más. Te guardaré el secreto.
—¡Por saber quién era ese hombre, idiota!
Le dio un golpe en la espalda y volvió a dirigir su vista a la bocacalle. El hombre del cachemir salió de ella, acelerado y con el mosquete en la mano. Posiblemente, les estaría buscando. Al verlo, Elliot tiró de la camisa del grillo para que se agachara tras unos barriles que, oportunamente, tenían al lado.
—¡Está ahí!
Señaló entre los toneles y Anthon acercó el morro.
—Es el capitán del Inquina, Graff. No sería bueno que te metieras en problemas con él. ¿Te ha visto?
—Creo que no.
Los dos muchachos se pusieron en pie y sacudieron sus ropas. Mientras cumplían los últimos encargos e iban a la taberna acordada, el carainsecto le explicó que aquel hombre, a pesar de su refinada apariencia, era uno de los piratas más sanguinarios de la zona. Pocos se enfrentaban a él y vivían para contarlo, pues era famoso por torturar a los presos solo por diversión y más de uno de sus miembros había expiado su último aliento tras un sutil viaje a la quilla del barco.
A medida que se acercaron al gentío, fueron bajando las voces hasta caminar en silencio.
Una vez en la taberna, les recibió una nube de tabaco, cerveza y serrín.
La capitana y Aisha estaban sentadas a una de las mesas más alejadas y parecían preocupadas por algo. Se acercaron antes de que les vieran, aunque igual, al alzar la vista, Aisha sonrió de oreja a oreja y los invitó a sentarse a plena voz.
Anthon se sentó a su lado y ella lo abrazó con entusiasmo.
—¿Cómo está mi pequeño médico? —Aunque no lo llegara a hacer, se le notaron las ganas de apretujarle las mejillas y Elliot tuvo que disimular una carcajada.
—Bien, te he conseguido casi todo lo que me pediste. —El muchacho sacó una bolsita que llevaba atada a la cadera y se la ofreció.
La cirujana repasó todos los ingredientes uno a uno: perejil, mirra, henna... En los mercados de aquella ciudad se podían encontrar productos de cualquier rincón del mundo.
—Casi todo... —repitió ella, con decepción.
—No he encontrado aquello, lo siento.
—Pues tenemos un problema. Anne y Martin se van a decepcionar.
Elliot apreció cierto rubor en las mejillas de la mosca, e iba a esbozar una sonrisa picarona cuando la puerta de la taberna se abrió y todas las cabezas se giraron de golpe.
El Capitán Graff acababa de entrar en la taberna.
Escudriñó a todos los feligreses y, cuando llegó a ellos, los observó de arriba abajo. Los dos amigos se miraron con temor de haber sido descubiertos. Entonces, la capitana se hizo a un lado y le ofreció un sitio. ¿Estaba loca? ¿Acaso se conocían?
—Buenos días, Smith —mencionó el hombre, tras colocar el sombrero sobre su pecho a modo de reverencia—. Está tan hermosa como siempre.
—Cuánto tiempo sin verte, Graff. —June entornó los ojos e hizo una mueca de asco que pretendía que se viera educada. Alzó la mano y le pidió al posadero que le trajera otra copa—. Dicen por ahí que te está yendo bien.
—No me puedo quejar, hemos logrado grandes botines, lo suficiente para poder retirarme por un tiempo con mi familia —confesó—. Pronto, esto dejará de ser un paraíso. Dicen que Rogers viene en camino.
—He oído hablar de él, aunque no me preocupa.
—Debería. No viene solo y ese caballero no tiene escrúpulos de ninguna clase. Es posible que, a su mando, esta ciudad se convierta en un tendedero de cadáveres —replicó con voz dulce y armónica. ¿En serio ese era un famoso asesino?
Un joven de cabello tostado se acercó a ellos, puso una copa ante él y la rellenó con la jarra de cerámica que estaba en el centro de la mesa. Ambos intercambiaron una mirada y Elliot lo reconoció como el acompañante al que el capitán Graff se había trajinado momentos antes—. Ahora tengo un tesoro que proteger.
—La retirada no entra en mis planes. Para mí no habrá posibilidad de indulto, así que, llegado el momento, tendré que luchar si es preciso.
—Necesitarás mucha gente.
—Es posible.
—Hoy me siento bondadoso, así que estoy dispuesto a compartir un botín contigo.
June se acodó en la mesa y apoyó el mentón sobre la palma de su mano.
—Te escucho.
Elliot y Anthon estaban tensos como estatuas e intercambiando miradas que rebosaban culpabilidad. Oyeron, pero no escucharon, cómo les indicaba las coordenadas de un barco cargado de exiliados que se dirigía hacia la Habana. En esos navíos era fácil conseguir personal pues la mayoría habían sido repudiados por sus familias: eran la mierda que todos los países querían ocultar y el destino que les esperaba en tierra podía ser una verdadera pesadilla.
Lo emboscarían entre los dos y June se podría quedar a quien quisiera. Eso sí, el capitán debía ser suyo. «Un ajuste de cuentas», dijo. Se marchó y el local se puso en movimiento de nuevo.
Aisha había permanecido pensativa durante toda la conversación.
—Lo que ha dicho de Rogers... —comentó.
—No te preocupes. Para cuando eso pase, tú y tu pequeño estaréis a salvo.
Anthon volvió en sí, alertado por las palabras que acaban de intercambiar.
—¿Qué quiere decir? —indagó.
—Cielo, sabes que mi salud está delicada. No podré quedarme mucho más tiempo.
—¿Te vas? ¿Y qué voy a hacer solo? ¡Aún tengo mucho por aprender!
Se produjo un silencio incómodo cual entierro y duro como un diamante. La capitana y la cirujana se miraron y hablaron en silencio entre ellas, dejándoles al margen. Elliot contempló la escena sin mediar palabra y dando por hecho que en breve le tocaría consolar a su amigo.
—¿No vais a decir nada? —volvió a insistir el mosquito.
—Quiero que te vengas conmigo. Si te pasara algo...
—¡No! ¿Cómo se te ocurre? Mi sitio es el barco, no quiero nada más...
—No te preocupes, tenemos tiempo para hablarlo —zanjó Aisha.
La conversación quedó en suspenso por algún tiempo. Ahora debían embarcar y abordar un bajel.
El viento sobre el mar era mucho más intenso que en tierra, o esa era la percepción de Elliot que, mientras Farid le pintaba la cara con molestos pigmentos, contemplaba el cielo sin mover los ojos. Aquel día el sol brillaba, rabioso, entre nubes de tormenta. Eso no solía ser buena señal pues las tempestades podían llegar a ser muy traicioneras.
Tan pronto como localizaron el blanco, izaron la bandera negra. Ellos se acercaban por estribor y el Inquina lo hacía por babor. Lo tenían rodeado, por lo que antes de disparar el tercer cañonazo, el barco contrario ya se había rendido.
Tal como les habían indicado, era un mercante que navegaba bajo la bandera de Inglaterra.
Una vez en paralelo, lanzaron los amarres y lo apresaron. Elliot se encargó de ello. A su lado estaban la capitana y la doncella de cabellos claros.
—Margaret —pronunció June—, esta vez procura dejar a alguno con vida. Necesitamos personal.
La muchacha resopló, molesta.
—Haré lo que pueda, pero no prometo nada.
Lanzaron bombas de humo y, acto seguido, abordaron el mercante por los dos flancos.
Fue extraño. Piratas de ambos grupos se recortaron a través de la humareda. Los pasos sonaron lentos y amenazadores, pasos que llenaron la cubierta con más de cincuenta piratas. A sus pies, podían sentir los corazones agitados y el miedo de los que allí había.
Nadie salió a presentar la rendición. Se ocultaron como cucarachas dejando la cubierta vacía. Ambos grupos abrieron todas las escotillas y derrumbaron con dinamita aquellas que estaban atrancadas. Cuando encontraron a los guardias, cargaron a matar contra ellos.
Uno atacó a Elliot con una falcata. El muchacho se agachó a tiempo de esquivar el golpe y le asestó una estocada directa a la empuñadura. El guardia perdió la mano, aún con los dedos aferrados al arma. Ante el desconcierto y el grito de dolor, Elliot le atravesó el vientre con el sable, le dio una patada al cadáver y cogió la falcata con una sonrisa en los labios. Era anticuada y difícil de encontrar. Algo pesada en comparación con los alfanjes, pero manejable, y los finos grabados que adornaban el mango le daban un aspecto tribal y elegante. Esperaba que le permitieran quedársela.
Otro guardia apareció a su espalda.
Se desplazó a la derecha para evitar un tiro que iba dirigido a él. Le brillaron los ojos. Empuñó su nueva adquisición y, de un solo golpe, le rajó el cuello. La sangre salió a chorro y le ensució el cabello castaño.
—Buen arma —pronunció Farid, de lado, sin dejar de batirse con tres marineros desesperados y torpes.
El nazarí le dio una patada a uno en el vientre, este cayó de espaldas y el otro se lanzó hacia él con una estocada temblorosa que él desvió con la jineta. Viró rápido hacia el tercero y le golpeó con la empuñadura en la nuca. Todo eso sucedió en una milésima de segundo en la que los tres infelices apenas tuvieron tiempo de reaccionar. El que recibió la patada quedó desarmado y se hizo un ovillo en el suelo mientras que, el del estoque, intentó atacar de nuevo. Farid lo desarmó de un espadazo y lo apresó entre los brazos. Elliot quedó fascinado por los movimientos de su compañero, elegantes y mortíferos solo si él lo deseaba. No era el caso, porque no mató a ninguno de los tres.
—Sois unos traidores a la corona, no merecéis vivir —mencionó una voz a su espalda.
Era un señor mayor, de cabello canoso y gafas similares a las de Anthon. Lo apuntaba con un trabuco mientras avanzaba hacia él. Elliot le arrojó el sable, que aún portaba en la otra mano, y cargó con la falcata. Aquel hombre, a pesar de su edad, era ágil. Esquivó la espada y le disparó al aire antes de tenerlo encima. La bala apenas le rozó, pero fue suficiente para que no pudiera terminar el ataque. Cayó al suelo y su adversario empezó a patearlo. Luego, Elliot escuchó el sonido del desenvainado y rodó por el suelo hasta que un disparo lo ensordeció.
El capitán Graff acababa de cargarse al viejo de un tiro en la nuca.
No hubo muchas batallas más. La mayoría estaban rogando por sus vidas, junto a los exiliados que llevaban por cargamento. Los fueron amarrando, uno a uno, y también a los proscritos. Entretanto, empezó a llover y los truenos y rayos se hicieron cercanos.
Tarik se acercó a uno de los presos. Un pelirrojo de ropajes rasgados y mirada perdida. El joven no reaccionó más que para cumplir las órdenes. Parecía fuera de lugar. Incluso el intendente se mostró extrañado por su reacción.
—¡Vamos! —le gritaba—. ¡Que los tiburones tienen hambre!
Y el joven se limitó a asentir, como si le hubiera dicho algo sin importancia, o como si no le importara morir.
Bajo el manto de la lluvia y con las velas arriadas por la inminencia de la tormenta, se repartieron el botín: personas. Personas confundidas que debían elegir entre tener una nueva vida o la muerte.
Tal como habían prometido, le dejaron el capitán a Graff.
Elliot no sabía qué crímenes contra el señor Cachemir había cometido aquel hombre, pero por los gritos que arrojó mientras lo torturaban, debieron de ser muy graves.
Él había viajado en uno de aquellos barcos en una ocasión. Pudo escapar al llegar a tierra y luego enroló con la tripulación de June. Quienes viajaban allí eran considerados escoria y los guardias los maltrataban y humillaban. Nadie que trabajara en un lugar así le inspiraba compasión, aunque mentiría si dijera que no sintió curiosidad. Además, una cosa fueron los gritos, pero cuando lo descuartizó con ayuda de un cirujano y lo ató sobre el mascarón de proa, el joven marinero no pudo evitar rogar para sí que aquel hombre no tardara mucho más en morir.
La tormenta terminó de pronunciarse cuando todos habían vuelto a sus respectivos navíos: los de Graff, al Inquina, y ellos, al Bastardo.
Anthon se alegró al verlo de vuelta, y hasta Aisha le dio uno de esos abrazos que parecía reservar solo para el bicho. Supo que, durante la batalla, maestra y saltamontes habían terminado la conversación y que él había logrado convencerla de que le dejase quedarse con ellos, eso sí, bajo responsabilidad de la capitana. Esa mujer solía ser tajante e insoportable, aunque Anthon parecía ser el niño mimado, y Elliot también, por extensión. No se iba a quejar de ello. En el fondo tenía envidia.
A él le hubiera gustado tener una familia normal, pero para las personas que traspasaban los límites de lo aceptado, eso no era posible. Siempre portaba consigo una carta en la que narraba lo vivido, cada uno de los castigos recibidos y cómo estaba dispuesto a convertirse en un hombre libre. Esa carta iba dirigida a sus tíos y estaba firmada con su antiguo nombre. Algún día pensaba entregarla, mientras tanto, pensaba disfrutar cada día de la libertad regalada.
—Entonces, mamá Aisha te deja quedarte, ¡como a un niño grande! —bromeó.
Anthon arrugó el ceño y brindó con una jarra rellena con el grog más disuelto que pudo encontrar. Detestaba el alcohol, pero en alta mar, el agua tendía a echarse a perder.
—Mi sitio está aquí. —De pronto, sus miradas se encontraron con las del pelirrojo. Parecía mejor, más animado, aunque su caminar delataba inseguridad y mantenía una expresión demasiado inocente—. Este podría ser de los nuestros —añadió la hormiga.
El pelirrojo había parado a descansar y se acercaba a ellos con una sonrisa falsa estampada en la cara.
—Podría serlo. Me temo que es otro pobre diablo tratando de dejar su pasado atrás. Él también necesitará amigos —sonrió con gratitud.
Se hizo a un lado para permitir que se sentara junto a ellos, pero Tarik lo agarró del brazo y lo besó con furia mientras los miraba de reojo.
—Me temo que ya los ha hecho.
Anthon, a primeras, se rio, pero Elliot sabía distinguir un marcaje, se lo había visto hacer a su padre en numerosas ocasiones, primero a su madre, después, al resto de mujeres que tuvieron la mala suerte de caer en sus redes.
—Lo dudo. Si no queremos meternos en líos con el intendente, será mejor que guardemos las distancias.
Aunque por dentro se prometió a sí mismo que, si su intuición estaba en lo cierto, tomaría cartas en el asunto.
«Todo el mundo necesita un amigo» y él estaba dispuesto a serlo, aunque tuviera que hacerlo desde las sombras.
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