Interludio II
La habitación está en penumbra.
El olor a sudor se mezcla con el incienso y con la cera de las velas que se disponen por toda la estancia. En el corazón del lugar, reposando en una amplia cama cubierta por una cortina de tul, está ella, concentrada en sentir y dejar de sentir, en llorar sin llorar y en vivir sin vivir.
Colette se lleva las manos al vientre para acompañar una tenue patada. Aún puede notarlo en su interior, aunque los movimientos cada vez son más leves.
«No vivirá», se había dicho, días atrás, y sabe que estaba en lo cierto. Se ha soñado dando a luz a un cuerpo sin vida.
También se ha visto morir a ella misma.
Al principio, Belmond duBois no se molestó en escuchar sus palabras, buscar consuelo o calmarla. Cuando comenzaron las fiebres, la debilidad y la hinchazón en todo su cuerpo, entonces sí hubo preocupación por parte de él.
Pero ya es tarde.
Colette se muere. Su hijo también.
Y da igual cuantos médicos la hayan visitado, ninguno ha sido capaz de dar con una cura o con una solución que, a falta de salvarla a ella, al menos, salve a su hijo.
Tan solo Adami, un esclavo de confianza, ofrece una solución.
—Su alma lo está abandonando, señora —le explica.
Colette se inclina a un lado de la cama, abrazada a su vientre, y llora.
—Lo sé.
Porque cada día en ese lugar representa una maldita tortura. Lleva la muerte dentro de ella.
—Quiero estar sola.
—He hecho un trato con su esposo. —Adami se sienta a su lado y le acaricia la frente con un paño húmedo—. ¿Entiende el significado de lo que he dicho?
Colette asiente y niega a la vez. Qué más da. Su hijo se muere y ella no puede hacer nada por evitarlo. Necesita sentir cada movimiento, el corazón bajo su piel, las sensaciones que no son suyas, pero que la invaden como si lo fueran.
Cada síntoma de vida le recuerda lo cerca que está de la muerte.
—Haz que pare —suplica—. No puedo más... No puedo más... —Se dobla hecha un ovillo y rompe, de nuevo, en llanto—. No quiero que nos cures, solo quiero que el dolor pare.
Adami posa la mano en su hombro, que se agita tembloroso.
—Todo pasa por algo, mi señora.
Al oír esas palabras, Colette aún se hunde más. Odia que digan eso. ¿Todo pasa por algo? ¿Qué causa puede justificar la muerte de un hijo?
Desde que empezó a enfermar, Colette ha escuchado consuelos de todo tipo, cada cual más horrible que el anterior: «si sobrevives, siempre puedes tener más», «si está mal, cuanto antes lo pierdas, mejor», «ojalá pudieran arrancártelo y evitarte el sufrimiento». Nadie lo entiende. Es su hijo y, aunque aún no haya nacido, ya lo ama con todo su ser.
—Déjame sola —ruega.
—No puedo, tengo que salvaros.
—Mátanos. —Y lo dice en serio, porque ella ya se siente muerta, rota y sin esperanzas. Si el pequeño no va a vivir, ¿por qué aguantar otro día de condena?
—Como le he dicho, mi señora, todo sucede por una razón. —Colette cierra los ojos con tal de no escuchar, y las lágrimas que retiene, ante la presión, arden en las retinas—. Hay una forma, ambos podréis vivir.
La mujer se incorpora y lo mira a los ojos, confundida. No quiere esperanzas sin fundamentos. Por otro lado, un clavo ardiendo es mejor que nada.
—¿Qué forma?
Adami coge un cepillo del tocador y empieza a peinarla.
—Como le he dicho, señora, el alma de su hijo se muere. Cuando llegue el día del parto, tan solo quedará una carcasa vacía, sin nada. Pero hay una forma: podemos rellenarla.
Un relámpago de miedo la recorre de arriba abajo.
—¿Qué estás diciendo? —grita con la voz ahogada. Ella siempre ha sido una buena cristina y esas palabras parecen un pasaje al infierno.
—Estoy diciendo que no podemos recuperar lo que el niño... —Al mencionar el género del bebé, hace una pausa para mirarla a los ojos. Colette asiente—. No podemos recuperar lo que el niño ha perdido, pero, antes de que no quede nada, podemos invocar un alma que lo proteja y complete. Un alma perdida.
—¿Eso es posible? —Ante su pregunta, Adami afirma con la mirada—. Pero ya no sería él... Sería algo distinto. Un demonio...
—O un ángel u otra cosa. No todo se reduce a lo que conocemos. Lo importante es que él seguirá ahí. Y para usted será lo mismo, porque lo podrá ver crecer.
Esa esperanza, ese clavo ardiente, es todo cuanto tiene. Aunque solo sea una milésima de su hijo, aunque todo sea un engaño... da igual, da completamente igual, porque es su última esperanza.
—¿Qué debo hacer?
Adami canta algo en su lengua natal y, al poco, varias voces desconocidas empiezan a corear. Colette oye el crujido de algo al romperse y nota un líquido cálido derramarse en su vientre. Puede reconocer el olor a sangre y corral, a sándalo y alguna otra hierba con la que no está habituada.
Cientos de sombras la rodean. Aunque tenga los ojos cerrados, puede verlas asediándola en una especie de... de nada... Un vacío absoluto en el que parece flotar. Dan vueltas a su alrededor mientras discuten entre ellas.
Las manos de Adami dibujan algo alrededor de su ombligo y, de repente, una especie de humo acanelado la envuelve. Se acerca y se aleja de ella, impaciente. El esclavo continúa cantando y las sombras, coreando y susurrando.
«Wa, si ara yii
Ko igbesi aye ọmọde
Wá, Orishas
Elegguá, Oshumare
Yemoja yoo se itọsọna fun ọ
Iwọ yoo jọba»
—No es vuestro turno —gruñe el esclavo. Las voces se silencian. Entonces, Colette siente el peso de un objeto frío sobre su ombligo y, aquella nube, aquel aroma, aquel ser que anhela entrar en ella, se cuela en su nariz y la recorre por dentro hasta llegar a su útero.
Todo se vuelve oscuro.
Solo quedan las órdenes, los acuerdos del pacto; visiones de heridas abiertas, traiciones, cuerpos sin corazón, el fuego y las rocas... El poder que ha de custodiar hasta que llegue la hora.
Tres días después, las contracciones la traen de vuelta al mundo real.
Nota de autora:
En este capítulo quería mostrar una realidad muy invisibilizada y a la que nunca se le da la importancia que merece: la muerte gestacional y perinatal. A menudo, para ayudar a una mujer tras la pérdida (o lo que es peor: antes de la pérdida) se le ofrecen palabras de consuelo que, aunque sean bien intencionadas, pueden ser más dolorosas que un pedrusco en los dientes (perdón por ser bruta).
Os deseo una feliz semana y espero que la ausencia de sangre no os haya decepcionado.
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