9. Es por tu bien, «matelot»
Debe hacer un gran esfuerzo para abrir los ojos. Todo le da vueltas.
El cuarto parece tener vida propia, como si se moviera al vaivén de olas inexistentes.
Todavía puede notar ese aroma, el del sándalo y la canela. También puede sentir el olor a hormonas y orgasmos.
Se gira en busca de labios que alivien el dolor que siente en su pecho —un dolor punzante, asfixiante— pero solo encuentra la soledad.
Recuerda la piel, el tacto, deseos resueltos bajo sábanas de seda, pero ya no hay nadie. Solo la soledad y el abandono.
Cuando se dispone a cubrirse con las ropas de siempre, descubre una cicatriz afianzada en su pecho.
Las velas del Bastardo se divisaban desde el exterior de la mansión. Habían bordeado la costa para aproximarse y, así, tener un buen lugar para iniciar los preparativos. Necesitarían a todo el personal para subir el navío a la playa. Además, antes de introducir las provisiones con que duBois les había obsequiado, debían efectuar algunas tareas de mantenimiento, como la limpieza de la quilla, lo que les llevaría algunos días.
Todos deberían estar listos para atender los puestos designados cuando se iniciase el desembarco, algo que era inminente.
En cambio, ahí estaba él, paseando entre los viñedos junto a Jacques y masticando uvas.
—No sabía que fuese temporada de vendimia —reconoció.
Se sentía nervioso. Una parte de él no dejaba de pensar en el hombre que había visto en aquel cuarto; además, no debería estar ahí. Para ser francos, ni siquiera recordaba cómo había llegado. Era como si hubiesen arrancado un lapso de tiempo de su memoria.
—Los racimos están maduros, ¿por qué no íbamos a recolectar?
Estaban caminando entre parras, pisando tierra fértil y recogiendo algo de fruta que llevar a los demás. Jacques comentaba algo sobre la elaboración del vino, pero Cillian tenía la mente en otro lugar. En su interior se libraba una lucha interna que ni él mismo lograba comprender. La voz del anfitrión sonaba dulce, aterciopelada, y tenía una especie de murmullo que invitaba a cerrar los ojos y desconectar. Las palabras que dijese era lo de menos: la magia estaba en su voz. Y en sus ojos.
—Muy bello, sí —observó Jacques.
Sin que se hubiera percatado, habían dejado de caminar y tenía a duBois ante a él. Fue el roce de la mano en su mejilla, para retirarle un mechón de la frente, lo que le hizo volver en sí.
—¿Có... Cómo? —titubeó.
—Que eres realmente bello.
Se iba acercando cada vez más, poco a poco, como pidiendo permiso, a la par que se mordía el labio inferior. Los luceros grises, que ahora centelleaban, lo miraban. ¡Y cómo lo miraban! Eran tan penetrantes... Podía sentir cómo le hacían el amor tan solo con el batir de las pestañas.
Le empezó a faltar el aire. Quería alejarse, sabía que no debía estar ahí, que se estaba metiendo en la boca del lobo, pero no se movió. No hubiese podido. Sentía una especie de magnetismo sobrenatural que le impedía huir. Es más, que le hacía desear estar. De pronto entendió a qué se debía la lucha que se producía en su mente.
Las bocas estaban a punto de rozarse.
Cillian se sintió acorralado. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para, finalmente, dar un paso atrás y salvaguardar la distancia. Cogió aire y suspiró.
—No... Yo no... Lo siento.
El anfitrión arqueó las comisuras en una media sonrisa de pícaro.
—Se me olvidaba que tienes dueño —dijo.
Fue entonces cuando la oyó. La voz de Tarik. Se giró y lo vio correr hacia ellos, con el rostro desencajado y soltando maldiciones.
Por un momento pensó que el guerrero iba a cargar contra Jacques, por lo que fue a su encuentro en un intento de servir de barrera humana. Cuando llegó a él, en cambio, Tarik lo cogió con violencia y le metió la lengua hasta el fondo de la garganta, de una forma bastante desagradable y posesiva que poco se asemejaba a un beso. Más bien fue un alarde de poder ante la mirada del intruso. El corazón del poeta se aceleró aún más. La agresividad y la inminente bronca se mascaban en el ambiente.
—No vuelvas a acercarte a él —le gruñó Tarik a duBois—. El poeta es mío.
—Creo que es mayorcito para decidir qué quiere.
Tarik cogió a Cillian del brazo, con tanta fuerza que dolía, y empezó a andar en dirección a la costa.
—Tarik, no...
—¿No, qué? —le espetó sin dejar de caminar—. ¡Dime que ese idiota no estaba intentando nada contigo!
—Suéltame, por favor. —De un tirón lo arrojó al suelo y lo miró con desdén. Le había dejado las yemas e, incluso después de soltarlo, le seguía doliendo el agarre—. No he hecho nada... No iba a hacer nada...
—¡Eso me importa una mierda! —vociferó el egipcio—. ¿No lo entiendes? Giorgio te vio irte con él. —Luego miró alrededor para asegurarse de estar lo suficiente cerca para llamar la atención de los compañeros. Se acuclilló ante él y, con el índice y el pulgar lo apretujó de las mejillas—. Créeme, esto es lo último que quiero, pero ¿cómo espero que me respeten ellos si ven que tú no lo haces?
—¿Qué vas a hacer? —gimió el poeta.
—Lo siento, esto es por nuestro bien, por nuestra promesa. No hay otra forma. —Se puso en pie y le arreó una patada en la boca del estómago. Cillian se retorció sobre sí mismo, entre sollozos y gritos de «¡basta!», pero no sirvió de nada: Tarik volvió a patearlo dos veces más, lo cogió del cuello para ponerlo de pie y le asestó un puñetazo en la cara, y luego otro—. Sé que ahora no lo ves —le decía a la vez—, pero te lo prometo, mi matelot, es la única forma de tener su respeto.
«A costa de destruirme a mí», pensó él, por un momento.
Aunque, en el fondo, creía que su amante estaba en lo cierto; no había pensado en las consecuencias de sus actos y había puesto en entredicho la reputación de Tarik. Había sido un desagradecido, después de todo lo que el egipcio había hecho por él; de cómo lo había librado del abandono en el que se sumía cuando lo encontró; de cómo había llegado en el momento indicado y, ahora, él se comportaba así, como un niño caprichoso. Se merecía cada uno de los golpes que recibía.
Cuando llegaron a la playa, las labores de mantenimiento ya se habían iniciado. Algunos los miraban de reojo, Elliot incluso hizo amago de acercarse, pero finalmente desistió ante la mirada peligrosa de Tarik. Cillian se notaba la cara abultada, no podía abrir el ojo derecho y tenía el sabor de la sangre entre los labios.
—El morado te sienta muy bien —se burló Giorgio al verlo.
Al poeta le dolía todo. Lo último que le apetecía era ser exhibido de esa manera. Evitó devolverle la mirada al italiano. Por más que buscó, no encontró fuerzas para decir nada. Se sentía roto tanto por dentro como por fuera.
—Tenemos que hablar, intendente. —Margaret se les cruzó en el camino, muy seria, observándolo de reojo en ocasiones, aunque con la atención volcada en Tarik.
—¿Qué pasa?
—Es June: ha desaparecido.
Nota de autora:
Quiero recordaros que narro en alter ego, lo que significa que, aunque la narración esté en tercera persona, refleja el punto de vista del personaje en el que se enfoca. Aunque el capítulo sea cortito, me ha costado un mundo por el malestar que me provocaba. Ver estas situaciones siempre causa impotencia y parece ser que el sentimiento también traspasa los límites de la realidad, porque así me sentía con Cillian.
Con esto, debo dejar claro que NADIE debería pasar por este tipo de situaciones. Nadie es propiedad de nadie. No existe un solo hecho que justifique la violencia dentro de una relación. Si estás en una situación similar, por favor, pide ayuda.
Me gustaría que escucharais la canción de la cabecera, no solo porque la cante uno de mis cantantes favoritos (Leo Jimenez), sino porque es la que me gustaría cantarle hoy a mi pelirrojo.
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