7. La Mansión de las delicias (parte 2)


Tanto las blancas paredes como las columnas de mármol están embadurnadas de sangre. Sangre que surge de las cornisas en finas cascadas, que desemboca sobre el suelo y se extiende con elegancia hasta llegar a la alfombra. Esta, poco a poco, muda su color claro a tonos rosados.

A cada paso, las huellas de sus zapatos quedan estampadas sobre ese gran charco escarlata que destaca sobre el marfil.

June puede verse a sí misma, en el centro de aquella gran sala y con las manos extendidas. Viste ropas de esclava.

El sonido de un llanto capta su atención.

Busca. Busca tras los muebles, tras las esquinas; busca hasta tras las cortinas. El llanto cada vez es más fuerte.

Abandona la estancia y sube a la planta superior. Allí también hay sangre, sangre que surge de los pomos; sangre que lloran los cuadros de las paredes; sangre que se desliza al pie de todas las puertas.

Puede reconocer ese llanto como el de un recién nacido. El llanto de los neonatos es único, estridente, llama la atención de cuantos lo oyen y necesita ser acallado.

Así que June sigue buscando, pero es inútil. El bebé sigue sin aparecer.

¡Ya voy! —le grita—. ¿Dónde estás?

Duele. De alguna extraña forma le duele con todo su ser. Cae de rodillas sobre el lago rojizo.

Unos pasos se acercan a ella, puede oírlos resonar a su lado: «plof, plof». Cuando se detienen, June alza la vista.

Hay un niño de unos seis años, piel azabache, rasgos duros y mirada de fuego.

¿John?

No le contesta, tan solo la observa desde lo alto, castigador.

June dirige las manos a él necesita abrazarlo, entonces se da cuenta de que están rojas, no porque se hayan manchado, sino porque la sangre de todo el lugar, en realidad, nacía de ellas.


Cillian la vio subir las escaleras con Jacques y se sintió algo molesto. Seguramente, June habría decidido llevarse tan solo a Margaret, puesto que tampoco a ella la veía por ninguna parte. Era de esperar.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero ya debían llevar bastante a solas y el hecho de seguir allí, él solo, le estaba empezando a molestar.

—¿Otra partida? —le preguntó Mustafá. Ese hombre al que acaba de conocer no parecía conocer el significado de la palabra «perder»—. Imagino que debes querer una revancha.

—Las personas sabias saben cuándo hay que decir basta. —Colocó una mano en el corazón y sonrió aceptando la derrota—. No tengo ganas de que me sigas humillando, es más de lo que puedo soportar.

Ambos caballeros se dieron la mano y, a falta de compañía, porque no tenía ni idea de dónde se habían metido los demás, decidió deleitarse con todo lo que allí había.

Los aperitivos estaban deliciosos. Había de todas las clases y lugares del mundo, o eso creía él, porque la mayoría no los había probado en su vida. El vino también estaba muy bueno —aunque ya hacía un rato que había dejado de beber— y todas las personas eran amables. Se sentía en casa.

El hecho de que el demonio que les había mencionado Jacques no hubiese vuelo a protestar, también le había agradado. La verdad, exceptuando por pequeños detalles, como lo de que la isla estuviese maldita, tenía la sensación de estar en un sueño.

El gato volvió a frotarse contra sus piernas. No lo vio venir. Se agachó para acariciarlo; el animal le rehuyó y avanzó un poco. Luego se giró y maulló varias veces más, con la cola en alto y el cuello enderezado. Cillian le siguió, se volvió a agachar y el gato repitió la operación. A la tercera, saltó sobre el teclado de un clavecín, haciendo sonar varias notas a la vez.

Ese instrumento era una pieza maravillosa, pintado en relieves beis y pardos, doble teclado y con la imagen de un galeón español pintado en óleo en el interior de la tapa. Ante él, un taburete redondo y forrado en terciopelo lo invitaba a sentarse y tocar. Y lo pensó. Hizo el amago mientras acariciaba, fascinado, las teclas sin llegar a hacerlas sonar.

Entonces, escuchó el silencio.

A su espalda todos lo observaban esperando a que diese el segundo paso. Fue raro, sin embargo, se sentó. El gato se le acomodó en el regazo y Cillian empezó a tocar.

Creía que lo habría olvidado, de hecho, se sintió algo intimidado. ¡Hacía tanto tiempo de la última vez! Pero al primer acorde le siguió el segundo, y el tercero, y el cuarto, y, antes de darse cuenta, ya les estaba deleitando a todos con Suite N4 de Henry Purcell. El poeta estaba ido, disfrutaba de la música y se dejaba llevar por ella. El gato lo observaba, tieso como una estatua, atento a cada sonido que surgía del instrumento. Por un momento, sintió que estaba él solo con la armonía.

Cerró los ojos y vio su rostro.

Lo vio tan real como si lo tuviese ahí mismo, tanto, que cuando alzó los párpados tenía la extraña sensación de seguir viéndolo, aunque en realidad no hubiese nada que ver.

La «no imagen» se disipó, el gato bufó, saltó a una mesa auxiliar que estaba al lado y tiró al suelo todas las copas y botellas que había sobre ella.

Cillian se levantó de golpe, algo asustado. Algunos criados acudieron raudos a limpiar los destrozos.

—Debe haber visto a un fantasma. —Una mujer muy bella, de mediana edad, con rasgos mestizos y el cabello oculto bajo un pañuelo de vivos colores, colocó una mano sobre su hombro.

—¿Perdón?

—El gato. Los gatos son unos animales muy sensibles: pueden ver lo que nadie ve.

Claro, el gato... ¿Y él? ¿Había visto un fantasma? No, porque se suponía que los fantasmas eran personas muertas, en cambio, la persona a la que él había visto estaba viva. Muy viva.

—Entonces, ¿me está diciendo que la casa está encantada?

La mujer rio.

—Por supuesto. ¿Acaso conoces alguna que no lo esté?

No se sintió muy cómodo con la respuesta. Miró de nuevo el salón en el que se encontraba: al igual que el resto de la mansión, estaba repleto de ángeles y demonios. Tenía la sensación de que todos ellos observaban y susurraban en silencio.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? —preguntó distraído, sin dejar de explorar. Tras el ventanal, una sombra familiar lo observaba detenidamente. Tragó saliva.

—Desde siempre. —La voz de la mujer poseía una especie de eco misterioso. Cillian se olvidó de la sombra y volvió a mirarla.

—¿Desde siempre? —enfatizó.

Ella le ofreció otra copa. Él aceptó, aunque con la duda reflejada en el mar de sus ojos.

—¿Te has dado cuenta de la acústica de esta zona? —Había cambiado de tema, y señalaba el techo abovedado que tenían justo encima—. Cualquier sonido que se produce en este punto se amplía. Has tocado para todos los rincones de la mansión, incluso para los fantasmas.

Entendía lo que quería decir.

—Quizá podríamos salir a dar un paseo y hablar con menos resonancia.

La mujer rio de nuevo.

—Aunque me siento alagada, creo que eres muy joven para mí. Además, me temo que te están esperando. —Con un movimiento de ojos le indicó que mirase, de nuevo, hacia la ventana.

La sombra permanecía de pie y continuaba observándolo. En seguida reconoció la silueta.

—Ahora vengo —se disculpó.

La noche, oscura y cerrada, se aferraba a cada rincón del exterior, razón por la cual sus compañeros habían hecho una hoguera que les ayudara a verse entre ellos y abrigar los cuerpos, pues hacía bastante frío.

Cillian se abrazó a sí mismo.

—¡¿Qué, poetilla?! ¿Vas a venir con nosotros o ahora eres demasiado señorito? —le gritó Giorgio.

—No tengo la culpa de que estéis aquí fuera —se defendió—. Son órdenes de June.

Los demás siguieron a lo suyo y tan solo Elliot levantó la vista de la fogata como si quisiera decirle algo. Finalmente, gachó la cabeza y fue Giorgio quien se dirigió a él.

—Te sientan bien estas ropas. —Lo miró de arriba abajo y lo cogió de la nuca para atraerlo—. Quizá podríamos divertirnos un poco. Así, tan limpito y cuidado, pareces mucho más joven. —El italiano había acercado la boca a la suya; podía sentir el pestilente aliento que desprendía—. Tarik no tiene por qué enterarse....

Cillian lo empujó para atrás, molesto.

—¡Nunca me rebajaría a algo tan repugnante como tú!

Giorgio estalló en una sonora carcajada y, entonces sí, todos se giraron un segundo. Luego volvieron a sus conversaciones, aunque el poeta pudo notar alguna mirada de soslayo.

—Tranquilo, señorito, me estoy reservando para un aperitivo mejor. Dicen que el chiquillo va a viajar con nosotros.

Escuchar esas palabras fue demasiado. Cillian nunca había sido violento, pero con ese hombre era distinto. Lo detestaba, y más conociendo sus intenciones. Alzó el puño y se lo estampó en la cara.

—No se te ocurra tocar al niño —espetó—. ¿Qué crees que diría June si se enterase?

El italiano se vio sorprendido —quizá porque no se lo esperaba—. Cuando se repuso, endureció facciones y lo cogió del cuello levantándolo del suelo.

—Es la última vez que me tocas. —Le escupió en la mejilla y lo arrojó contra la pared—. ¿En serio piensas que a esa mala pécora le importa lo qué haga?

El impacto fue tan duro que se mareó y no pudo volver a levantarse, sin embargo, no bajó la guardia.

—¡Claro que le importa! Ese chico es nuestro trabajo y si le pasa algo no cobraremos. —Tanteó el terreno hasta dar con una roca cercana a él. No era muy grande, pero sí lo suficiente para servirle de arma.

—¿No será que en realidad quieres al crío para ti?

Cillian, harto del italiano, agarró la piedra con tanta fuerza que los relieves se le clavaron y dejaron marcas entre los dedos. Giorgio, quien no se había percatado de nada, se acercó a él, lo volvió a agarrar del pelo y lo obligó a mantener la mirada.

—No te metas en mis asuntos o tendremos problemas —gruñó.

Alzó la mano. Solo tenía que golpearlo, lo tenía tan cerca... Pero otra mano se cerró alrededor de su muñeca y la roca cayó al suelo.

—Vuelve a tocarlo y te mato. —Tarik, salido de la nada, acababa de impedir que hiciera una locura y ahora tenía los ojos puestos en el Giorgio. Este soltó a Cillian y se apartó.

—Controla a tu puta, intendente.

El poeta se giró hacia su amante. Él era aquella sombra que lo había acechado a través de los cristales.

—¿Qué haces aquí? —le interrogó—. ¡Deberías estar en el barco! ¿Va todo bien? Si June te ve...

El egipcio le tiró del brazo, demasiado fuerte, y lo llevó a un lugar más apartado en el que pudieran estar solos.

—¿Te lo pasas bien? Te he visto muy feliz allá dentro.

La miel de sus ojos estaba agria y las palabras que desprendía sonaban envenenadas.

—Tarik... solo estaba integrándome. Es lo que teníamos que hacer.

—Y lo estabas haciendo demasiado bien, ¿no? —le reprochó. ¿Por qué estaba tan molesto?—. ¿Has olvidado nuestra promesa?

Cillian se soltó del agarre y se frotó el brazo, no porque le doliera, sino para autoconsolarse. Le quería, pero sus maneras dolían.

—No la he olvidado —contestó con la cabeza gacha.

El amante le tomó del mentón y lo besó en los labios.

—Así me gusta. No olvides nunca cuál es tu lugar. —Por alguna razón, esas palabras lo hirieron. Por un instante pensó en cuánto había cambiado desde su llegada al Bastardo; en cómo se había adaptado a Tarik desde entonces y en cómo, a veces, se sentía parte de su propiedad.

Con Sebastian todo había sido tan distinto... Dos amigos que se querían y se respetaban, dos iguales que caminaban juntos. Amar a Sebastian fue algo bello, cómplice, un juego de dos. Perderlo había significado perder una parte de sí mismo. En cambio, amar a Tarik se traducía en vivir a la sombra del guerrero, siempre a su disposición. No había equilibrio. Nunca le había importado, lo adoraba. Tarik era un buen hombre y un buen amante, pero esa noche y en ese lugar, algo había cambiado dentro de él.

—El mar no es lugar para poetas. —Cillian recordó en voz alta las palabras que tantas veces le habían dicho esos labios.

—No, no lo es —afirmó el intendente—. Mañana traeremos el barco para remolcarlo y prepararnos para el viaje. Hoy tendrás que dormir sin mí—. Volvió a besarlo, saboreó su paladar y jugueteó con la lengua—. Pero no me iré sin follarte.

Lo rodeó con los brazos y Cillian se dejó abrazar. Volvió a aspirar el aroma de las especias, se dejó invadir por él. Las manos del egipcio lo proclamaron y él no supo negarse, de hecho, necesitaba ese tacto. Volvió a besarlo. Se quitaron las camisas el uno al otro con la urgencia de las horas que llevaban sin verse y de los sentimientos negativos que el poeta quería disimular.

Tarik lo aprisionó cara a la pared, tirando con los dedos del aro del pezón mientras que con la otra mano acariciaba la envergadura de su sexo.

Cillian jadeaba en silencio y se arqueaba hacia atrás en busca de aquel contacto. Ya tenían los pantalones por los tobillos y el egipcio estaba a punto de penetrarlo.

«Eres suyo, Cillian, su propiedad. Y lo peor es que nunca serás lo suficiente bueno para él». Fue uno de esos pensamientos que vienen y van. Algo involuntario, afilado.

Se giró de golpe y se encaró al guerrero.

—¿Has venido solo? Si June te ve, tendremos problemas.

—No. Tranquilo, matelot, lo tengo todo controlado. —Tarik volvió a agarrarlo a la par que le colmaba el cuello de besos. Cillian se arqueó de nuevo, y aspiró.

—Te han visto —resolló—. Pueden decirle algo...

—Farid, Sair y Kenya han regresado a informar, y de los que quedan, la mayoría está con nosotros. Céntrate...

El poeta asintió y lo rodeó con los brazos. No entendía por qué ese pensamiento había acudido a su cabeza. Se sintió culpable. Tenía la suerte de tener al egipcio en su vida; de que este lo amara de la forma en que él no era capaz de amarse a sí mismo.

—Dime que me deseas —exigió.

El egipcio sonrió, le haló del pelo, lo besó y gruñó algo dentro de su boca, algo que no logró entender, pero que creyó que podría ser la respuesta a su petición. Así que volvió a besarlo, recorrió los pectorales con las uñas, sin llegar a clavarlas del todo, se volteó y apoyó las manos contra la pared provocando que volvieran al punto de inicio.

June se despertó inquieta, sobresaltada y con cierto sentimiento de culpabilidad. Había vuelto a tener esa pesadilla, la que le recordaba que todos los mares del mundo no bastarían para alejarla del pasado.

Al girarse vio que Margaret dormía sobre el mismo colchón. Estaba boca abajo, tranquila y serena. Angelical. Las sábanas la cubrían de forma parcial y la espalda quedaba al descubierto.

¿Qué había hecho?

Intentó pensar en lo sucedido. Lo recordaba a fragmentos: recordaba la reunión, las intenciones con Jacques, recordaba su tacto y el escozor del incienso.

No recordaba a Margaret, pero ahí estaba.

Sin embargo, no se podía decir lo mismo del anfitrión. ¿Dónde se habría metido?

No entendía cómo había llegado a esa situación, pero sí sabía lo que debía hacer. Se vistió y abandonó la habitación.






Nota de autora:

¿Sabíais que el piano no se inventó hasta el año 1700? Por tiempos, me pareció mucho más apropiado incorporar un clavecín. Además, creo que le da un toque especial.

Por cierto, en la cabecera del capítulo tenéis la canción que tocó Cillian.


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