6. La Mansión de las delicias (parte 1)


«Alrededor, todo estaba difuso, como si de un sueño se tratase. El incienso se le colaba en los ojos y el aroma la transportaba a algún lugar alejado de la realidad.

»Unos labios correteaban por su cuello para detenerse en su oído.

»—¿Tenemos trato, capitaine?

»Rebuscó resquicios de recuerdos que acudían a ella de forma fugaz. Vio un gran salón con muchas personas, de distintas culturas y regiones, ataviadas con lujosos ropajes. Personas que, normalmente y en otro lugar, hubiesen sido tratadas como basura o mano de obra barata.

»También observó a señores de porte ingles sirviendo bebidas y aperitivos.

»Unas manos se colaron bajo la poca ropa que le quedaba. No recordaba haberse desprendido de la falda ni del corsé, pero solo llevaba la camisola. El tacto de los dedos que se le deslizaban por la cintura y se perdían en sus pechos era abrasador.

»Se giró un segundo para contemplar al amante misterioso y topó con dos ojos grises que la observaban de forma extraña.

»—Lo tenemos —contestó sin entender a cuento de qué venían sus propias palabras.

»Entonces, los labios del anfitrión se posaron en los suyos y sellaron ese acuerdo.

»Una descarga de energía la recorrió, de los pies a la cabeza. Las lenguas se enredaron y las caricias fueron adquiriendo un tono más posesivo.

»—Serás una gran reina.

»Se encaró a él y lo exploró con énfasis. Acarició el rostro frívolo del anfitrión, descendió hasta los pectorales y desabrochó, de uno en uno, los botones de la camisa. Lo cierto es que, aun sin entender cómo había llegado hasta allí, le apetecía.

»—Y ese trato —susurró—, ¿incluye alguna cláusula de la que no me hayas hablado?

»—No. Todo será tuyo. —Otra imagen acudió a ella: un fragmento de la conversación mantenida horas antes. Recordó el acuerdo y sonrió.

»—No quiero sorpresas de última hora. —Podría haber sido una amenaza, de no ser porque, con las yemas, estaba recorriendo los abdominales de duBois y descendiendo por la uve que estos dibujaban en su inferior. Se coló bajo el pantalón y lo hizo presa entre los dedos mirándolo con fijeza.

»Jacques se mantuvo impasible, sin mostrar ninguna expresión que delatase disgusto o placer, pero estaba cálido y erecto, que era cuanto necesitaba. Aceptó la caricia de June y la mordió con extrema suavidad en el lóbulo de la oreja.

»—Hoy serás tú quién disfrute —ronroneó él.

»La volteó y la reclinó sobre la cama.

»Ella no quería sutilezas ni atenciones. Ella quería una noche salvaje, poseerlo. Así que forcejeó, se alzó de nuevo, lo tomó de los hombros y lo obligó a sentarse. Se colocó sobre él, a horcajadas, se cimbreó sobre la entrepierna del francés inmovilizándolo con las manos y arqueando la espalda.

»Las manos, pálidas, suaves y delicadas, surcaron de nuevo por su espalda y se libraron de la única prenda que le quedaba. Después, Jacques trazó un laberinto de besos que ascendían y descendían por su escote hasta detenerse en los pezones, pequeños, duros y erguidos.

»Aunque le disgustara, no podía negar cierta atracción, una especie de magnetismo que no podía justificar, pero que tampoco tenía intención de reprimir. Un capricho no le vendría mal. Además, a pesar de estar extasiada por la bebida y por el incienso, incluso sabiendo que no era plenamente consciente de lo que hacía, poseer a ese señorito le parecía de lo más morboso.

»La nube onírica seguía colándose por la estancia y los sentidos iban y venían al son de un agradable vaivén que los difuminaba entre ellos. Era como escuchar colores, ver música o recoger aromas con el tacto.

»Jacques seguía acariciándola, incendiándole la piel. Aquellos dedos parecían fundirse en todo su cuerpo y, antes de darse cuenta, se descubrió a sí misma gimiendo de placer.

»Él volvió a tumbarla sobre el colchón. Esta vez se dejó llevar y él, beso a beso, descendió por el vientre hasta perderse entre los muslos.

»La saboreó con la lengua, June suspiró. Con una mano se aferró a las sábanas de seda y, con la otra, le acarició los cabellos a la vez que elevaba la pelvis para invitarlo a introducirse más en ella. Los gemidos empezaron a atropellarse unos con otros. Mientras, en otro lugar de aquella mansión, las notas de un clavecín se elevaron y aceleraron hasta silenciarla.

»Al oír la música, Jacques alzó la cabeza, asomando entre las rodillas, y la observó. ¿Observarla? Más bien miraba en su dirección, pero no a ella. En realidad tenía la mirada perdida; parecía que su mente se hubiese escapado a otro lugar.

»La capitana se incorporó, lo cogió de la nuca y lo atrajo a sus labios con violencia, rompiendo ese trance y obligándolo a volver en sí.

»Entonces, la melodía se detuvo y un ruido a cristales rotos sonó por toda la mansión. Por un momento se sobresaltó, pero duBois supo traerla de vuelta. No había nada posesivo o violento en aquel quehacer, era como un siervo que la invitaba a un mundo de deleites en el que ella podía llevar el pleno control.

»Abrió las piernas y le rodeó la cintura con ellas, a la vez que, con los talones, empujaba la tela del pantalón para liberar el miembro.

»—Ven —exigió.

»—Tus deseos son órdenes. —La besó de nuevo, hundiendo bien la lengua en su paladar, embriagándola con su propio sabor, y la penetró con embestidas largas y medidas a ritmo suave y constante.

»June volvió a jadear, y una parte de ella se irritaba por el hecho de que el rostro del francés se mantuviese inexpresivo.

»"Un demonio, como su hermano". Ese pensamiento ya se había convertido en un mantra. No es que le importase, al contrario. Un demonio podía ser un buen trofeo.

»El incienso, que seguía sin averiguar de dónde procedía, volvió a acentuarse. Era extraño. Las velas parpadeaban y duBois seguía entrando y saliendo de ella. Pudo escuchar el sonido perezoso de la puerta al abrirse, mas cuando quiso mirar, el amante volvió a besarla, esta vez de forma brusca y pasional. Salió de ella y continuó penetrándola con los dedos. June cerró los ojos. Sintió que los labios que la besaban se habían vuelto más suaves y disponían de un nuevo sabor. Alguien se había unido a su encuentro. Una nueva lengua se enredaba con la suya y unas nuevas manos le acariciaban los senos.

»Las manos del polizón se unieron a las de Jacques. El anfitrión era más directo, como si tuviera una prisa repentina por terminar, en cambio, quien fuera la otra persona, puso toda la atención en el clítoris a la vez que la besaba cintura y caderas. También respiraba sobre ella, a cosa hecha, tan solo para provocarle cosquillas. June, sin despegar los párpados, se dejó llevar por esa sensación, por esa furia desfrenada que la arrastraba una y otra vez al orgasmo; que la hacía estallar entre gemidos mientras que las rodillas le temblaban cada vez más. El ritmo de las caricias se fue acentuando de manera progresiva. Finalmente, explotó como no recordaba que pudiera hacerlo, sintiendo la humedad en el reverso de los muslos y gimiendo con violencia a la par que se mordía las comisuras.

»Su corazón estaba desbocado y le faltaba el aire. Suspiró con fuerza mientras que, poco a poco, cada zona de su cuerpo volvía al lugar adecuado. Estaba sudando, recuperando el aliento y con los ojos cerrados, sumida en la paz que sentía después de tal tormenta.

»Jacques se situó a su lado y acomodó la cabeza en la curvatura de su cuello.

»—Mi reina —pronunció.

»Otro cuerpo se acomodó de la misma forma, pero en el costado contrario. Depositó un dulce beso a su oído y una sola frase.

»—Mi capitana —era una voz femenina.

Olía a limpio. Cillian no recordaba cuándo se había dado un baño decente por última vez, pero debía hacer bastante tiempo de ello, pues le había costado reconocer su piel debajo de toda esa capa de mugre. Que Jacques les hubiera alimentado, permitido asearse e incluso prestado una habitación a cada uno, había sido un verdadero detalle, y agradecía que Giorgio no estuviese incluido en ese alarde de hospitalidad. En su lugar, la capitana había permitido pasar a Anne y a Martin. Anne era agradable, algo tosca, pero agradable. Solía llevar su cabellera oscura oculta bajo un pañuelo, y había demostrado gran versatilidad. Martin, en cambio, solo servía para la batalla. Cuando no estaba en ella se convertía en una especie de estatua —quizá por el hecho de que tiempo atrás, sus antiguos carceleros le cortaran la lengua—. Quizá ese contraste era lo que les convertía en una pareja ejemplar.

Al salir de la bañera, pudo ver una muda de ropa que le esperaba sobre la cama. Se la puso y, tras observar la imagen de noble que le devolvía el espejo, bajó al salón, en donde «la velada» de la que les había hablado el anfitrión estaba por comenzar.

Cuando llegó, le sorprendió verlo completamente abarrotado. Le recordó a las fiestas que sus padres solían organizar, aunque había algo diferente: los asistentes no eran europeos. Además, vestían ropajes muy elegantes, algo extraño en una sociedad que solía castigar por el color de la piel.

El mismo gato que les había recibido, lo observó expectante mientras, indeciso, el poeta daba el primer paso al interior de la sala.

Todas las miradas se clavaron en él.

Bienvenue, Cillian. —René salió al encuentro y le ofreció una copa—. Estás muy guapo —observó—. La ropa de ma frere te sienta bien.

Se sintió incómodo.

—Gracias, parece que tenemos el mismo talle —sonrió. Fue cortés y aceptó la bebida—. ¿No eres muy pequeño para beber?

Ignorando la pregunta, que no le debió parecer importante, el muchacho lo miró de arriba abajo como si lo inspeccionara en detalle.

—Debiste ponerte unos gemelos —reprochó—, y llevas el pañuelo mal colocado.

Se colocó de puntillas para arreglarle la prenda y Cillian se sintió ridículo.

Un carraspeo a las espaldas hizo que ambos se volviesen. Allí estaban June y Margaret, inseparables. Ellas también habían disfrutado de la hospitalidad de aquella mansión, olían a lavanda, pero aún vestían con las mismas ropas: Margaret, unos calzones y una camisa holgada que quedaba ceñida a la cintura por un cinturón ancho ataviado con varias anillas, y June, la falda recogida con correas, una camisa de mangas vaporosas y un corsé que realzaba su figura sin llegar a oprimirla. Ni siquiera se molestó en desprenderse del tricornio.

—No os habéis puesto los vestidos que os preparamos. —René parecía molesto.

—Nadie nos dice qué ponernos —contestó con una sonrisa y, al ver que todos en aquella sala les miraban, sacó pecho y caminó al frente. Una vez los hubo rebasado, ladeó ligeramente la cabeza—. Pero puedes seguir jugando con el pelirrojo, parece que a él no le importa. —Entonces alzó la vista y miró con desdén al poeta—. ¿Qué diría Tarik de esto, poetilla?

¿Había hecho mal en ponerse la ropa que le habían cedido? ¿Por qué no le habían prevenido? Las observó hasta que se perdieron en la multitud, sintiéndose, en parte, excluido.

—Lo siento, René. Es normal que desconfíe.

Pero al volverse, el muchacho había desaparecido. Esas formas le estaban empezando a irritar. ¿Lo hacía adrede?

Volvió con su capitana, y con Margaret, que parecía asesinarlo con la mirada.

—¿Se puede saber a qué juegas? —lo abroncó June. Puso los brazos en jarra y se encaró a él, con autoridad.

—No sé a qué te refieres —se defendió.

—Desde que hemos llegado no has hecho más que babear por este sitio y por esta gente. No son amigos, Cillian. No son de fiar. Todo esto solo es trabajo, que no se te olvide.

Tenía que reconocer que ella estaba en lo cierto: ese lugar, y en especial Jacques, le causaban un efecto que no podía explicar. Se sentía hipnotizado. Quizá es que añoraba esa vida, las buenas costumbres, las ropas lujosas y las veladas al anochecer. Quizá, es que no era consciente de cuánto añoraba su hogar.

—Solo estoy siendo diplomático. —A pesar de todo, no quería que pensaran eso de él.

—Te lo diré una vez: Ten cuidado. No quiero problemas aquí, ni abordo —resaltó el «abordo» con un énfasis singular. Se refería a Tarik.

Miró al suelo. ¿Cómo podían pensar algo así? ¿De él? Dio un sorbo a la copa e intentó no pensar en el egipcio: el intendente, el segundo al mando y el ojo derecho de June. ¿Qué diría ella si conociese sus planes? ¿Lo seguiría teniendo en tan alta estima?

—Buenas noches, espero que estéis disfrutando de la fiesta. —Agradeció la interrupción, no tanto, que fuera el anfitrión—. Quiero presentaros a Amadi, ya os he hablado de él. Es como un padre para mí.

A su lado había un señor de unos cincuenta años, tez oscura y gesto afable. Una barba frondosa cubría, de forma parcial, una cicatriz formada por tres líneas que le atravesaban la mejilla. Llevaba monóculo y una cadena de oro colgaba del bolsillo del pantalón.

—Es un placer conoceros, al fin —les dijo. Su voz era extraña, grave, dura y refinada a la vez.


Se le hacía extraño ver a aquel hombre allí, con esa aura mística y tribal, embutido en finos ropajes, con mirada altiva y hablando un perfecto inglés. En general, todo lo que estaba sucediendo allí, era extraño. Y por si fuera poco, aún seguía con esa extraña sensación. Como si les estuvieran hechizando. Solo había que ver a Cillian: lo suyo no tenía nombre. Desde que habían llegado, se estaba comportando de forma dócil y refinada. Le daba vergüenza ajena. Margaret también estaba afectada, en cierto modo. No solía ser una chica habladora, pero desde que llegaron a la mansión había estado mas callada que de costumbre. La muchacha inglesa odiaba el ambiente en el que se había criado, el mismo en el que habían intentado domesticarla y, seguramente, el mismo al que debía recordarle aquel lugar.

Volvió a pensar en Adami... ¿Cómo habría llegado un hombre así a esa situación? Probablemente, no sería más que un mayordomo intentado aparentar ser algo más. Ya lo había visto en otras ocasiones.

—Igualmente. —Hizo una pequeña reverencia, solo por cortesía—. Jacques nos ha hablado de ti. ¿Eres un brujo o algo así?

Adami rio y, en esa carcajada, le acompañó el anfitrión. Al oírlos, el aire se cargó de golpe, se produjo un silencio breve pero incómodo y, entonces, el resto de los invitados rio con ellos. Fue inquietante. Para Margaret y el poeta también, pues se pusieron pálidos y ambos buscaron una respuesta en ella.

—No, capitana, solo tengo buenos conocimientos.

Lo extraño no era que se rieran, sino la sincronía con que lo hacían, como inquietantes figuras o seres fantasmagóricos.

El silencio que siguió a las risas duró más que las mismas.

Luego, el aire recobró la normalidad y los comensales volvieron a sus conversaciones y juegos. Anne y Martin llegaron justo después, por lo que no se percataron de lo sucedido. Se dirigieron directos a ellos, intentando no ser abruptos, y al cabo de unos momentos todos estaban disfrutando de la velada como si nada hubiese sucedido.

Pasó por alto el hecho de que el personal fuera de origen ingles, no porque no le extrañara, sino porque debía ser fiel a su lema: «Los problemas de uno en uno», bueno, o en ese caso, más que problemas, las dudas. Porque hay que ser idiota para no saber que quien quiere saberlo todo a la vez se queda sin saber nada.

La conversación con Adami no había sido muy productiva. Ni con él ni con nadie. Cillian estaba jugando a los dados en una mesa que se situaba al fondo de la habitación, Martin bebía una copa tras otra —aun sin poder saborearlas— bajo la mirada reprobatoria de Anne y Margaret se había alejado a inspeccionar por su cuenta. June tenía la sensación de haber perdido un lapso de tiempo, como si faltara una escena en su vida. No recordaba en qué momento habían pasado de estar preocupados a integrados, pero no le gustaba.

Una nube gris se extendía entre las paredes, un incienso fuerte y molesto, el mismo que había notado en el despacho. Quiso averiguar de dónde venía, pero alguien la sujetó del brazo.


Recorre las escaleras, una a una. En aquel pasillo no hay velas, antorchas ni rendijas, solo la oscuridad infinita. Palpa las paredes, que son de piedra, y abre bien los oídos. Oye una respiración, la sigue, aunque sus propios latidos le dificultan encontrar la procedencia de esta.

Pisa ligero y, al fin, halla una puerta de metal oxidado.

Puede escuchar murmullos, resuellos, y quizá algún sollozo.

Por sorpresa, un gato se frota en sus piernas dándole un susto que no logra acallar.

La puerta se abre.

—No te asustes. —Agarran su brazo y, una vez dentro, la puerta se cierra a su espalda—. Me serás muy útil. Gracias por venir.


Como comenté, he mantenido varias notas originales, es decir, por si no os habíais dado cuenta, aún no es Navidad (menos mal).

Nota de autora:

Pues nada, hasta aquí hemos llegado. El próximo fin de semana es Navidad y, en estos días, voy a ir algo liada, por lo que el próximo capítulo puede que tarde un poquito más. No os preocupéis, ya está escrito, pero me gusta ir publicando a medida que relleno la recámara.

Para este capítulo, busqué una casa señorial de aquella época. La de la imagen es victoriana, por lo que es posterior. Esta aún estaría dentro del gótico y la decoración es rococó. 

¿Qué trato créeis que ha hecho June con Jacques? 

Y, ¿quién narra el último fragmento?

Por cierto... ¿Os habéis imaginado ya a los hermanos duBois? Os dejo a los extraños anfitriones.

¿Tenéis ganas de abandonar la isla?

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