5. ¿Quién es Jacques duBois?
¿Dónde se habría metido ese crío? ¿Y qué demonios había sido ese ruido? Tras recuperarse de la conmoción, todas las miradas se dirigieron a ella. ¿Debían entrar?
No hubo tiempo de respuesta, pues un gato negro salió por la puerta, se frotó entre sus piernas y se introdujo de nuevo en la mansión, no sin antes dedicarles una última mirada, como si quisiera indicarles que le siguieran.
June, incómoda pero disimulándolo, se asomó a la puerta lo justo para ver cómo el oscuro felino se perdía entre las sombras.
—¿Acaso no vais a pasar? —Era una voz que les llegaba con una especie de eco. Suave, melosa y masculina y, al igual que René, tenía cierto matiz afrancesado, aunque menos marcado—. Llevo mucho tiempo esperándoos.
Aún no le había visto en persona, tan solo oído, sin embargo, June ya estaba convencida de que no estaba en territorio amigo, y no solo por todo lo presenciado, que ya de por sí era bastante: ¿qué era eso de que llevaba tiempo esperándoles?
—¿Vas a seguir haciéndote el interesante o vas a mostrarte de una vez por todas? —June odiaba ese jueguecito misterioso con el que les estaba retando—. No tenemos todo el día, hermanito.
—Será un placer, mademoiselle. —A medida que terminaba de pronunciar mademoiselle, su silueta se había ido recortando en la penumbra hasta surgir de ella con el último «elle»—. Es un placer teneros aquí. —Hizo una sutil reverencia y la besó en el dorso de la mano. ¿Un beso maldito? Lo curioso era que, a pesar de que estaba claro que quién mandaba era ella, sus ojos parecían buscar a otra persona.
—Siento no ser lo que esperabas —contestó, sarcástica.
—Oh, no digáis eso. Sois mucho más de lo que esperaba. Pasen, por favor.
La entrada del edificio era enorme, ataviada con lujosos muebles de nogal que dibujaban relieves en ellos. Las patas de mesas y asientos eran onduladas y doradas. Algunas, aparte de cumplir su función, también formaban parte de una escultura, la mayoría ángeles. Ángeles que sujetaban mesas, ángeles que elevaban cómodas, ángeles pintados en las paredes junto con otras figuras mucho más oscuras. No es que June supiese de arte, es que tenía ojos: ojos inquietos que buscaban sin cesar el lugar del que saldría la siguiente amenaza.
El aire estaba como cortado y, aunque no parecía haber nadie más, al menos hasta donde alcanzaba su vista, tenía la sensación de estar escuchando pasos y murmullos por doquier.
—¿Has visto esto? —preguntó el poeta.
Dos escalinatas gemelas, construidas en mármol y con bellos pasamanos de forja que dibujaban motivos bíblicos en las bifurcaciones, nacían desde la planta superior y desembocaban en una sola ante ellos. Cillian las observaba con ojos maravillados; para él debía ser como estar en casa, para ella era como volver al infierno. Un infierno lleno de demonios que la señalaban con el dedo.
—Céntrate —le regañó—, no hemos venido por placer. Después se giró hacia el resto de la tripulación—. Subiremos Margaret, Cillian, Giorgio, Farid y yo. Los demás esperaréis fuera.
Subió cada peldaño intentando no mostrarse fascinado por todo cuanto le rodeaba. Quién lo iba a decir; todos estaban tensos, asustados y pendientes de que algo sucediese de un momento a otro —era completamente comprensible, claro— pero él solo podía deleitarse con cuanto observaban sus ojos. Igual no era tan cobarde como le querían hacer creer. Igual, lo que pasaba es que solo era una persona normal: una persona que a veces se preocupaba, a veces se sentía incómoda y que, cuando de belleza se trataba, se volvía un tanto inconsciente.
—Por aquí, por favor —indicó Jacques.
Se parecía muchísimo al joven René, aunque debía ser unos diez años mayor. Tenía una sonrisa fascinante, con dientes impolutos enmarcados por labios sugerentes. Llevaba una fina barba —muy bien perfilada— y sus ojos eran idénticos a los de su hermano menor: grises, penetrantes y mágicos. Cuando parpadeaba, estos se abanicaban bajo largas pestañas. Vestía una levita de terciopelo azul combinada con ropajes de seda y el cabello, dorado y ondulado, le caía sobre los hombros con suavidad. Su atractivo parecía sobrenatural, con la piel demasiado tersa, sin ni un solo poro o cicatriz a la vista. De hecho, hasta la forma en que caminaba irradiaba perfección.
—Es muy hermoso... —pensó, sin querer, en voz alta.
Y aunque no fuese más que un susurro, imperceptible para la mayoría, Jacques lo miró con las cejas alzadas y las comisuras alegres.
—Gracias, tú tampoco estás mal.
June lo miró con rabia, Margaret resopló y el irlandés deseó que la tierra se lo llevara a lo más profundo. ¿Por qué estaba reaccionando así?
Entraron en una especie de despacho, muy amplio y con una chimenea al fondo. Una lujosa mesa se erigía en el centro con varias sillas talladas al mismo estilo que el resto del mobiliario. La estancia se iluminaba con una araña colgante en la que se amontonaban varias velas encendidas; esta se balanceaba de un lado a otro y provocaba que las sombras bailaran entre ellos. Pero, sin duda, lo más curioso era el olor que inundaba la estancia, una mezcla de sándalo, canela y... y... Lo intentó, por más que trató de dar con la nota que le faltaba, no lo logró. Sándalo, canela y ¿qué más? Daba igual lo que fuera porque, desde luego, era un aroma reconfortante, mucho más que el de mierda, sangre, moscas y moho. Aquel olor le hacía sentir bien.
Y no solo a él. También Margaret, Farid y June se veían distintos.
—No quiero ese individuo aquí dentro —volvió a hablar el anfitrión, refiriéndose a Giorgio.
«Ni yo», se esforzó en no añadir.
—Mi hombre tiene mi plena confianza. No se va. —La capitana no parecía dispuesta a prescindir de uno de sus mejores, y más asquerosos, guerreros.
—Si no le agrada a René, a mí tampoco. Lo quiero fuera. Os he abierto las puertas de mi casa de buena fe; lo mínimo que podéis hacer es respetar mis decisiones.
El italiano gruñó algo que nadie logró entender, pero que hizo que todos se girasen hacia él.
—He dicho que no se va —volvió a insistir June, desafiante.
Jacques se dirigió a la salida e hizo un gesto con el brazo invitándolos a salir. A Cillian le pareció notar una mirada cómplice que se dirigía hacia él y tuvo que disimular cierto rubor.
A expensas de lo que estaba sucediendo, el poeta hizo caso omiso.
—Yo me quedo —dijo. Tomó una silla por el respaldo y se sentó en ella.
—No nos vamos a ningún lado, ¡y Giorgio se queda! —exclamó Margaret. Puso la mano sobre la puerta, con intención de cerrarla, y Farid desenvainó el arma sin mediar palabra, cosa que no agradó al anfitrión.
De nuevo, aquel ruido misterioso sonó por todas partes e hizo vibrar el suelo. La araña se agitó con fuerza y las velas parpadearon.
June, el italiano y la muchacha tuvieron que llevarse las manos a los oídos. A Cillian, en cambio, no le pareció para tanto y esperó paciente a que se les pasara el disgusto.
«Qué orgulloso estarías, Tarik, si estuvieses aquí», pensó.
Jacques ignoró la reacción del poeta y señaló de nuevo al maestre.
—¡He dicho que se va! —Su tono era soberbio.
June miró a Giorgio, el cual resopló y finalmente decidió esperar tras la puerta. Le extrañó que su capitana no opusiese más resistencia.
—Mejor. Así, si me encuentro con tu lindo hermano podré intercambiar algunas palabras a solas con él —gruñó el indeseado antes de cerrar la puerta.
—Esperaré con él —añadió Farid.
La intervención del nazarí tranquilizó a Cillian, que conocía las intenciones del italiano.
Jacques, Margaret y la capitana se sentaron a la mesa y, durante unos segundos, todos se miraron en silencio.
—Bueno —dijo el anfitrión—, creo que ha llegado el momento de hablar. ¿No?
Lo primero, y antes de dar pie a ningún tipo de reunión, June debía tener claro qué era lo que sucedía en ese lugar y quién era la persona —si es que era una persona— que tenía delante. Su sola presencia la incomodaba tanto o más que la del crío. Había algo extraño en ese par. «Son demonios», se repitió.
Pero había algo más. Quizá fuera por ese incienso tan molesto que le escocía en los ojos, o por esa sensación incómoda que tenía desde que habían llegado, pero empezaba a sentirse debilitada, fuera de sí. Se fijó en que Margaret y Cillian tenían las pupilas dilatadas. ¿Les estaba drogando?
—¿Quién sois? —fue la primera pregunta que le lanzó. Directa, clara y concisa—. ¿Y qué hacéis aquí?
—Pensaba que ya nos habíamos presentado —contestó él, fingiendo sorpresa—. Soy Jacques duBois. Mi hermano y yo llevamos diez años en esta isla, la cual ha pertenecido siempre a nuestra familia.
—¿Solos? —añadió ella.
No sabía si los demás habían reparado en ello, pero esa mansión precisaba de mucho personal para mantenerla. Lo sabía por propia experiencia y, curiosamente, no habían visto a nadie más desde su llegada. Aunque seguía convencida de poder oír murmullos tras las paredes...
—Por supuesto que no, mon amie. Pero no tenemos esclavos —contestó mirándola con determinación—. René ha ido a informarles de vuestra llegada. —Hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto, y prosiguió—. Ahora, ¿podemos hablar de por qué estáis aquí?
Desde luego estaba deseando saber qué misión tenía para ellos y cuál sería la recompensa, pero también quería saber que sucedía en aquella isla.
—Antes de nada, quiero que nos hables de qué le ha pasado a la gente del barco que hemos visto viniendo hacia aquí, y ¿¡qué demonios sucede en ese bosque!?
Jacques se alzó del asiento, extrajo unas copas de plata de las estanterías y cogió una botella que estaba sobre una repisa. Uno a uno, les fue sirviendo la bebida.
Ella y Margaret se negaron a tomarla, Cillian, en cambio, no dudó en olfatear su copa y llevársela a los labios.
—Está delicioso —dijo el muy insensato. Si ya estaba drogado, ahora también estaría borracho, si no muerto por una ración de veneno.
—Tienes buen paladar: vino como este no lo encontraréis en ningún otro lugar. Es de cosecha propia. —Parecía muy orgulloso de ello—. Quizá, en otro momento, podamos dar una vuelta por los viñedos.
—¿Hay viñedos aquí? —El irlandés parecía entusiasmarse por momentos y eso era algo que a June le estaba empezando a irritar.
—Los muertos, por favor —les recordó. Cillian agachó la cabeza con culpabilidad y Jacques rio sin ningún disimulo.
—¡Responde a la capitana! —lo abroncó Margaret, irritada por el sonido de aquella carcajada.
—Vaya, empezaba a pensar que te habías quedado muda. —Volvió a su asiento y dio un largo sorbo—. Bien, os lo contaré todo. Mi familia se instaló en Haití mucho antes de que yo viniese al mundo. Eran ebanistas, concretamente se dedicaban al diseño de muebles de lujo.
—Entiendo —interrumpió el poeta, de nuevo.
—Cillian, como sigas hablando voy a tener que cortarte la puta lengua. —June se estaba cansando de él y estaba a tan solo un paso de mandarlo a esperar tras la puerta, junto a Giorgio.
Por su parte, a Jacques se le veía encantado viendo el efecto que la mansión causaba en el niño rico. Se acicaló el pañuelo de la camisa y continuó explicando su historia.
—El negocio fue muy bien y pronto nos convertimos en una de las familias más respetables de la ciudad. Además, mi madre, Colette, fue muy querida por todos. Ella tenía unas ideas distintas que no concordaban con las de nuestro padre, por ejemplo, estaba en contra de la esclavitud, al contrario que él.
»Antes de que digas nada, sí, tuvieron esclavos —se había dirigido a la capitana como si pudiera leerle el pensamiento. ¿Lo estaría haciendo?—, pero te aseguro que estaban mejor de lo que habrían estado en cualquier otro sitio —puntualizó. «Como mascotas», pensó ella—. Mi padre solía estar fuera de casa y madre era una más con ellos, siempre que él no estuviese, claro.
»Estando en cinta, una enfermedad se adueñó de su cuerpo. No podía moverse de la cama a causa de las altas fiebres, los temblores y los vómitos... Todo el mundo creyó que iba a morir de un momento a otro y que perdería al bebé, pero uno de los esclavos estaba convencido de poder salvarla.
»Ante el desespero, mi padre accedió a que hicieran una especie de ritual. Sacrificó una cabra sobre su vientre y utilizó varias hierbas extrañas. El hechicero estuvo tres días encerrado con ella. Al cuarto amanecer, mi madre se puso de parto estando completamente sana.
»A raíz de aquel asunto, mi padre se obsesionó con los ritos yoruba. Quiso forzar a los esclavos a entregar sus conocimientos, pero se negaron y fueron castigados por ello.
—¡Cómo no! —Esta vez fue ella la que interrumpió a Jacques con rabia reflejada en la mirada. Era un tema que la tocaba de cerca.
—Créeme si te digo que mi padre recibió lo que se merecía —se justificó él—. No solo les castigó a ellos, sino que a mi madre, por defenderlos, y a mí, porque insistía en que era hijo de una maldición. Se volvió loco, se obsesionó hasta tal punto que tuvimos que huir.
»Así fue como terminamos en esta isla.
»Con el paso de los años, mi madre cayó presa de la locura, lo que le costó la vida.
—Y los esclavos, ¿vinieron con vosotros? ¿Cuidaron de ti y de tu hermano? —Margaret parecía reflexionar en lo que había dicho, como si algo no le cuadrase. De hecho, a June tampoco le encajaba... Algo se les escapaba, pero sus sentidos se estaban nublando cada vez más.
«Aguanta», se dijo.
—Así es, pero no en calidad de esclavos. Pronto los conoceréis. —Se puso en pie y llenó de nuevo la copa del pelirrojo—. Puedes estar tranquila, no está envenenada —la increpó clavando en ella los ojos grises. June no terminaba de fiarse, pero al girarse vio que su protegida también había empezado a beber—. Mi intención es que seamos socios, así que no tengo interés alguno en que os muráis —añadió. La verdad era que tenía mucha sed, así que dio un primer sorbo. Una vez la vio beber, Jacques pareció quedar conforme y continuó con el relato—: Cómo os dije antes, esta isla siempre ha pertenecido a mi familia, incluso antes de venir al Nuevo Mundo, Pertenecía a mi tío Gerard, pero la abandonó y junto con su mujer e hijos volvió a Marsella. No fue hasta que nos instalamos en ella, que descubrimos la verdadera razón: estaba maldita.
»En esta isla habitaba algo, un mal superior, un demonio. Pudimos retenerlo en el bosque gracias a los conocimientos de Amadi, mi hombre de confianza.
—¿Retenerlo? ¿Cómo? ¿Con magia o algo así? —Al poeta, toda esa historia le estaba resultando de lo más interesante. Quizá fuera por la suave voz de Jacques que se posaba sobre sus oídos como una caricia, o por la forma en que, de vez en cuando, lo miraba bajo sus largas pestañas y lo hacía ruborizar, o quizá, y más probable, ese vino estaba haciendo de las suyas.
Tenía un sabor dulce y afrutado, entraba suave y, al contrario que otros, no dejaba ningún gusto seco y amargo en el paladar.
—Algo así —le contestó con una sonrisa que a él le pareció insinuante—, pero no sé explicaros la forma, no es algo que me compita. Esos ruidos que habéis escuchado son ese mal intentando huir de aquí. El mismo mal que mató a aquellos hombres en el bosque, hace un par de semanas.
»Venían en el mismo barco que visteis. Parte de la tripulación se quedó en la playa y, por alguna razón, esos supervivientes decidieron atacarnos. Quizá pensaron qué éramos los culpables de su desdicha. Los muy bastardos vinieron de noche, mataron a una de los nuestros y por poco a mi hermano, así que, como es de esperar, tomamos venganza. Espero que no suponga un problema.
Les miró a todos, uno a uno. Margaret no parecía haber escuchado mucho más. Se la veía cansada y adormecida. June no expresaba nada, era difícil saber en qué estaba pensando. En cambio, cuando lo miró a él, estuvo convencido de que sí había sabido leerle la mente. ¿Cómo disimularlo? Debía volver cuanto antes al Bastardo y arreglar las cosas con Tarik. ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué diría si lo viese impresionado de esa forma por un desconocido? Se sintió culpable y agachó la cabeza.
—¿Y qué querías pedirnos? —le recordó June—. Dinos, ¿cuál es esa misión tan especial que tienes para nosotros?
—Una misión muy sencilla. Tan solo quiero que llevéis a mi hermano a la Nouvelle-Orleans. Sé que mi tío se ha trasladado allí y, creo, René merece un futuro más prometedor de lo que le puede proporcionar este lugar. Puedo daros tierras, alimento y otras cosas que prefiero hablar en privado, después de la velada que os tenemos preparada.
El ruido volvió a sonar y, esta vez, las velas se apagaron con él.
Nota de autora
Mil gracias por llegar hasta aquí: sois muy valientes. Creo que pocas veces se me había hecho tan tedioso un capítulo y es que, en dos semanas, no he sido capaz de sentarme a repasarlo. La culpa la tiene el frío, que este año me tiene adormecida, y los que me conocéis ya sabéis que mi musa viene en turno de noche.
Espero haber podido resolverlo de la forma más amena posible, pues tanto las descripciones como el discurso de duBois (y sí, aunque cueste creerlo, se escribe así) era necesarios.
Con este capítulo se terminaron los preliminares. A partir de ahora, espero que cojamos buen viento y que la marea nos lleve muy, muy, lejos. Creo que ya tenéis suficientes ingredientes para crear vuestras propias teorías y navegar en el Bastardo.
Por otro lado, ¿sabíais que Nueva Orleans se fundó en 1718? Por tanto, su tío es una de las primeras familias en vivir allí.
Por otro lado, hablo de los ritos yoruba. Sería como un antecesor del vudú, bastante más complejo y para lo que debería ocupar un capítulo entero, pero debo reconocer que el ritual es ficticio, pues no quiero que haya confusión en ello. Una cosa es la cultura inicial de los personajes y otra la adquirida a posteriori.
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