40. Sebastian, un adiós bajo el mar
Irlanda, 1718
Se despertó con el sabor metálico de la sangre en su boca y, al abrir los ojos, se dio cuenta de que estaba completamente desnudo. Sus ropas, sucias y magulladas, estaban revolcadas en mierda a pocos metros de él.
Cuando se quiso poner en pie un dolor punzante arremetió contra él. No sabía cuánto rato hacía que se habían ido, pero aún sentía su presencia.
Recuerdos mordaces se colaron entre las rendijas de su mente. Frases sueltas, inconexas, frases que martilleaban en las sienes.
«Esto te pasa por degenerado»
«Da gracias que a ti al menos te dejamos vivir».
¿A ti?
—Sebastian... —Quiso llamarlo, pero su voz se quedó pendiendo del hilo de un suspiro—. Sebastian...
Cillian hizo un esfuerzo por despegarse del suelo a pesar de que el dolor era insoportable y le obligaba a caminar doblado sobre sí mismo.
Comprobó su alrededor en busca de algo que le fuera familiar. El lugar no le sonaba, pero parecía alguna calle de la periferia, de aquellas que bordeaban la costa. Al lado se extendía un pequeño puerto y, a lo lejos, en el cielo, podía divisar la primera luz del alba, lista para destapar todas sus vergüenzas.
El aire olía a pescado podrido.
Tomó los ropajes y se los puso. Mejor ir lleno de mierda que desnudo.
No era momento de lamentarse. Tenía que encontrarlo.
—¡Sebast...! —Esta vez sí fue capaz de pronunciarlo en voz alta, pero antes de terminar, un amasijo de piel entre los barcos pesqueros llamó su atención.
Aunque cualquier movimiento era como un desgarro, en el cuerpo y en el alma, apretó el paso y llegó hasta allí.
Tragó saliva y le rogó al dios insolente que no fuera él, que tan solo fuese una estúpida visión, juego de luces y sombras al amanecer.
Para variar, sus plegarias fueron ignoradas.
Lo tomó entre sus brazos. Estaba completamente desnudo, con el rostro desfigurado a golpes y cortes. En su vientre descubrió varias hendiduras abiertas y, en la frente, bajo líneas de sangre seca, un mensaje esculpido con el filo de una daga:
«Sodomita»
No respiraba.
Cillian lo abrazó y maldijo cada segundo que pasaron juntos. Maldijo dejarse ver con él en aquella taberna cercana al prostíbulo y se maldijo a sí mismo por no haber sabido evitarlo.
Recordó cómo se sentaron en su mesa sustituyendo el aroma del sándalo por el de cerveza rancia y alientos corruptos; recordó cuando les hablaron de cómo gastarían sus ahorros en reventar vulvas al follarse a putas, y también recordó que no lo hicieron. Tenían otros planes.
Como siempre que se veían rodeados de borrachos, les siguieron el juego. Fingieron el teatro al que tan acostumbrados estaban: al de apariencias con disfraces de espinas. Pero esta vez algo los delató. Quizá un gesto, una mirada, o un roce sospechoso bajo la mesa. Pero los descubrieron.
No quería seguir recordando.
Se abrazó a ese cuerpo inerte, que hacía no tanto había sido un recipiente de sueños y esperanzas, y lloró hundiendo la cabeza en sus hombros.
El sol tiñó el cielo con los tintes de un amanecer que debiera haber sido el último. Cillian se mantuvo abrazado a su amado, oculto entre dos lanchas, con el alma rota, las ilusiones destrozadas y el futuro convertido en añicos, porque sabía que ahí ya no habría lugar para él.
Cuando escuchó los primeros pasos, las primeras voces, aquellos que en breve serían los primeros testigos, se arrastró hacia el mar tirando del brazo de Sebastian.
Pese a que el agua estaba helada, continuó adentrándose.
El frío era agresivo, punzante, pero adormecía el resto de sus heridas.
Cillian estaba cansado de fingir y luchar, así que siguió adentrándose en el mar. Abrazado a aquel hombre que tantos momentos felices le hubo regalado.
El agua entró en sus pulmones y luchó contra sí mismo para no luchar contra ese instinto primario que le obligaba a luchar por respirar. Una ola le arrebató a Sebastian, que se negaba a descender al fondo y permanecía flotando a la vista de todos aquellos mercaderes que poco a poco habían ido llegando.
Y ahí, mientras peleaba consigo mismo, solo quedaba él. Los recuerdos se vieron arrastrados por la corriente y dejaron tan solo ese sabor amargo que nunca se va.
La luz se apagó.
Entonces, una fuerza le empujó a la superficie y un golpe de aire llenó sus pulmones con tanto desespero que le dolió. Alguien le había sacado del agua contra su voluntad.
—¿Estás bien? —le preguntaba—. ¡Está vivo! —gritaba en dirección a la costa.
Al abrir los ojos, Cillian se vio en uno de esos pequeños barcos pesqueros, sin tener claro era si estaba vivo o muerto... Por un momento creyó lo segundo, no obstante, las olas le mecían de un lado a otro con calma y, poco a poco, fue recobrando el sentido, sintiéndose arrullado por ellas.
Su familia, al enterarse de lo sucedido, lo condenó al otro lado del mundo. Jamás volvería a ver esas tierras tan bellas y hostiles. Su futuro le esperaba allí, en las Américas, lejos de todo eso y rodeado de todos aquellos a los que consideraban escoria.
El pasado, en cambio, se perdería por siempre bajo las aguas. Fuera como fuese, si quería sobrivivir, Cillian necesitaba olvidar.
Mar Caribe 1720
—Ma belle Poete... —El cielo olía a sándalo y canela, y Cillian se preguntó por qué era Jacques y no Sebastian, o incluso Elliot, quien le daba la bienvenida. Abrió los ojos muy despacio. Separar los párpados, en esos momentos era como desenvolver un regalo, algo preciado, una sorpresa; su nueva vida después de la muerte—. No vuelvas a hacerlo, te queda mucho por vivir.
Vio una luz que danzaba con sensualidad, que lo llamaba. Le pareció hermosa. Luego sintió el requemor de los cortes.
—Creí que no habría dolor... —musitó.
Cuando terminó de abrir los ojos, descubrió que estaba en la cama de la enfermería del Bastardo y que aquella luz no era más que la llama de la lámpara.
—¿Por qué lo has hecho? —A su lado estaba el espejismo de Jacques, aferrado a él. Lo besó en la mejilla y clavó los ojos grises en los suyos.
—¿Estoy vivo?
—No estoy dispuesto a dejarte marchar, poete. ¿Por qué has hecho algo así?
Cillian estaba muy débil, le pesaba el cuerpo y todo le daba vueltas. Le devolvió la mirada, aunque aún le costaba enfocar con claridad. ¿Por qué lo había hecho? ¡Qué pregunta más estúpida!
—Quería que el dolor parara.
DuBois lo besó en los labios y negó con la cabeza.
—No puedes irte, ma belle poete... —Acarició su mejilla y retiró los rizos de la frente. Luego adquirió un tono sombrío—. Te prometí que no le haría daño... pero ¿por qué has dejado que te lleve a esto? No puedo mirar y no hacer nada. Debí impedirlo.
—¿Acaso importa? Solo soy un trozo de carne...
Jacques se tumbó a su lado y lo arropó en sus brazos, como si realmente tuviera miedo a perderlo.
—No digas eso, nunca. Vales mucho más de lo que puedas imaginar...
Cillian lo miró despacio, como si tuviera miedo a que se desvaneciera.
—Solo quiero que pare el dolor —repitió, y se escondió en su torso. Los labios del anfitrión temblaban y lo buscaban. Como mariposas, revoloteaban sobre él para aterrizar en su frente cuando agachaba la cabeza o en sus labios cuando la alzaban. Y esos labios le parecían un refugio seguro, otra ilusión en la que encerrar vanas esperanzas que se disolverían con él—. No puedo más...
Jacques lo apretó más fuerte.
—Aguanta... —Lo tomó del mentón y lo invitó a mirarle a los ojos, a los destellos que bailaban en el iris y que le hacían olvidar—. Él no te merece.
—¿Y tú sí? —ronroneó.
Jacques movió la cabeza de forma errática. No era más que una negativa perdida en el miedo a la verdad.
—Yo nunca te haría daño —se excusó.
—¿Acaso no lo haces ya? No sois tan distintos. —Cillian recordó las palabras de Elliot, aquellas que le decían que, si quería ser libre, debía librarse de los dos. Aun así, saboreó el cuello de duBois, y trepó con los labios hasta la mejilla. Cuando llegó a la boca, se dio cuenta de que el amante había dejado de reaccionar.
—¿A qué te refieres?
La lámpara se apagó. A pesar de que Jacques se había detenido, Cillian no lo hizo y, seductor, deslizó la mano que no tenía vendada por la cintura y recorrió cada centímetro de su torso.
—Él viene y toma lo que quiere, igual que tú.
Jacques lo miró dolido.
—¿Eso es lo que crees?
—Él busca sexo y lo coge. Tú me hipnotizas. —Lo continuó acariciando mientras le hablaba al oído—. Me obligas a desearte, a pensar en ti, incluso en mis peores momentos, y luego dejas que te olvide. ¿Qué buscas, anfitrión? —Entreabrió los labios de duBois con los propios y lamió el sabor del vino, y de las frutas. Los destellos de los ojos de plata batallaban entre ellos, simulando estar heridos y, a la vez, ardiendo en deseo.
Hasta que lo frenó.
—Estás roto, por eso intentas hacerme daño. —Jacques apretó a Cillian contra él—. Mientras intentes negar tus recuerdos, no podrás recordarme.
Unos pasos cojos se acercaban por el pasillo.
—En ese caso, quizá sea menester olvidar.
—Quizá sí a mí, pero no a Sebastian.
Jacques se marchó sin más. Un rayo de dolor atenazó las heridas y trajo a Cillian de vuelta a la realidad.
Seguía vivo.
Seguía con aquel horrible dolor en el alma.
Seguía herido.
Olvidar no había servido de nada.
Quizá Jacques tenía razón: si quería que la historia no se repitiera y ser fiel a Sebastian, debía recordar.
Nota de autora a 27/11/2021
Antes de nada quiero agradeceros el haber llegado hasta aquí, en especial a aquellos que estáis releyendo la historia.
Esta escena la escribí incluso antes que la del pasado de June. Surgió a raíz de un ejercicio en el que participaba que consistía en escribir una historia en una hora (os confieso que el prefacio, el pasado de June y el capítulo 2 también salieron de ahí). Fue mi primera toma de contacto real con Cillian y cómo se me dio a conocer. Dudé mucho en cuál era el momento o el lugar indicado para mostrarla, pero, realmente, la segunda parte se centra en los pasados de los personajes y estamos en un punto de inflexión de Cillian, por lo que no había otro momento mejor, por eso decidí retroceder y colocarla aquí.
Algo que me tiraba hacia atrás era el historial del poeta, que parece que todo le pase a él, pero no es así: él es el que nos cuenta su historia, es un prota, pero como dijeron June y Elliot: «todo el mundo tiene un pasado».
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