39. Que pare el dolor

Advertencia: Este capítulo toca temas, de forma explícita, que pueden herir la sensibilidad de algunas personas. 

Era un fantasma.

Cillian ya no sentía ni padecía y la sensación de irrealidad era persistente como una mosca. Las voces de sus compañeros no eran más que susurros al viento y el navío, un decorado absurdo sobre el que pasear. Las personas eran sombras, sombras que bailaban por la cubierta y que, a veces, se detenían frente a él. Las esquivaba y seguía su camino, ajeno a todo.

Buscó la soledad en una esquina, oculto entre la penumbra y con la espalda apoyada contra el candelero. Pronto empezaría la despedida, sin embargo, el poeta no estaba listo para decir «adiós».

¿Cómo podía ser Vida tan perversa? ¿Por qué esa necesidad de dañar? No era justo. Elliot era un buen chico. Había sufrido demasiado y se merecía ser feliz. Y lo peor, ni siquiera cayó en el campo de batalla: hundido por una herida pasada. No. Desde luego, la vida no era justa.

«A él no lo olvides», resonó en su mente.

—Nunca...

Sacó el diario del fardo y entornó los ojos. No podía ver bien, las lágrimas y la falta de luz lo complicaban todo. Aún no había olvidado a Jacques, sabía que debía anotarlo antes de que fuera tarde, pues en esta ocasión había mucho que reprochar. Recordó estar con él y, después, estar frente al cadáver de su amigo.

—Te dijo que no podía hacer nada, mon amie... —René se sentó a su lado—. No culpes a mon frere.

Al oírlo, la pluma bailó entre sus dedos y cayó sobre el cuaderno.

—Vete.

No levantó la cabeza, aunque sí distinguió cómo sus pasos se alejaban. Recogió la pluma e intentó escribir por mera intuición, sin poder ver dónde lo hacía.

Apenas había escrito dos líneas cuando advirtió la presencia de las especias. Suspiró y se ocultó entre las rodillas.

—Es la hora —dijo el egipcio, y estiró la mano hacia él para ayudarlo a ponerse en pie.

Cillian no reaccionó.

—Si no estás ahora —volvió a hablar Tarik—, te arrepentirás siempre.

Lo miró desconfiado. ¿A qué venía esa oleada de comprensión? No era típico de él, y menos después de lo sucedido. No, no se fiaba, pero tenía razón. Agarró su mano y se impulsó para alzarse, quedando así frente al egipcio. Este lo abrazó fuerte.

—Todos te abandonan, pero yo no lo haré.

Cillian entornó los ojos. No entendía bien las palabras ni entendía por qué no se estaba vengando por disolver el matelotage ante June. No entendía nada. Tampoco le importaba.

Se dejó guiar hasta el altar y observó, una vez más, a su amigo. Aunque lo tenía delante, seguía sin creérselo.

Intentó entonar la canción. Las notas se quebraron en la amargura de su garganta mucho antes de asomar a los labios.

Jane le cogió el relevo.

Luego, Anne, completamente magullada, ayudó a Anthon a llegar hasta Elliot.

—Descansa, hermano —susurró el médico. Le besó en la frente y Farid empezó a enrollar el cuerpo con sumo cuidado, tal como mandaba la tradición.

Cillian miraba, pero no veía. En su interior aún estaba esperando que su amigo despertase y le dijera que todo iba a estar bien. A fin de cuentas, le había prometido un brindis. No podía irse sin cumplir la promesa, los amigos no hacen eso. ¿No?

Tarik lo volvió a abrazar desde atrás.

—Tengo algo que hará que te sientas mejor.


Mientras cantaban, Njinja se asomó a la borda y observó las pequeñas luces que les indicaban que pronto estarían en tierra. Eran tenues y lejanas, debían pertenecer a Puerto Rico. Aún tardarían un poco más en llegar a su destino, pero al menos estaban en aguas conocidas.

Luego observó a su gente y pudo ver a Tarik demasiado cerca de Cillian. Eso era algo que no le gustaba nada, menos, sabiendo que el poeta estaba bajo los efectos de las hierbas relajantes que Anthon le había recomendado. No obstante, era el funeral de Elliot y no quería quería montar una escena, razón por la cual se limitó a tenerlos controlados.

—¿Debo volver al Ominira? —le preguntó Margaret, por sorpresa.

—Sí, no puedo enviar a Anne, y ese lazo que tenéis puede sernos de gran ayuda.

—Ya. Excusas. ¿Y quién vendrá conmigo?

Lo cierto es que suponía un problema. Debería de haber enviado a Farid, pero él era el único que sabía leer los labios y se había convertido en un gran punto de apoyo para la contramaestre, de la misma forma que esta era un punto de apoyo para Anthon.

Tarik era un peligro en cualquier barco, pero era la única opción.

—Cuando termine el funeral te irás con el intendente. Quiero que seas su sombra.

—¿Vas a seguir sin tomar medidas reales contra él?

—No —confesó—. En cuanto veas la ocasión, haz lo que tengas que hacer.

Porque por orgullo y honor, no iba a poner a nadie en riesgo: no valía la pena.

Margaret sonrió.

—Eso sí es una sorpresa —aplaudió acortando distancias. No era una decisión fácil, pero era la única. June quiso evadir la molesta nostalgia, apretó los párpados y, al abrirlos, Margaret acarició su tez con el reverso de la mano—. Espero que entres en razón en más cosas. Mi paciencia tiene un límite —añadió.

La capitana se encogió un poco, tanto por el frío repentino como porque Margaret la violentaba cada vez más. Sus sentimientos estaban revueltos, no sabía si la quería lejos o cerca, ni tenía claras las sensaciones que despertaba en ella.

—Te necesito a mi lado, eres la única persona en la que confío.

—Eso es porque soy la única persona en la que puedes confiar. —Los labios se arrimaron, tarde o temprano se posarían sobre los propios. June tragó saliva y retrocedió un paso. Entonces, la inglesa se rio y volvió a hablar.

—Lástima que tengamos otro problema.

—¿Qué problema? —preguntó. Le costó recuperar el aliento, pero logró hacerlo sin que se notara que había estado aguantando la respiración.

De pronto, Teach saltó sobre el candelero y se sentó delante de ella. Se limpió la pata y la pasó sobre la oreja. DuBois Junior apareció tras él.

—Tenemos hambre —mencionó el muchacho. Se acercó al gato y le rascó la barbilla—, pero aguantaremos. ¿Lo encontrasteis?

—Sí. Ahora es carne de tiburones.

El muchacho la miró de reojo.

—¿Crees que eso serviría de algo?

—No, pero estaría bien tener una tregua mental hasta mañana.

—Mañana estaremos demasiado cerca de tierra.

Era cierto, se les terminaba el tiempo, pero ¿cómo iban a encontrarlo?

Observó de nuevo a su gente, como si esperara verlo entre ellos, entonces, reparó en algo: Cillian y Tarik habían desaparecido.

Abrió los ojos muy despacio, envuelto en una nube de opio que le hacía flotar y lo alejaba del dolor. Su cuerpo no respondía, permanecía aletargado y Cillian sentía que podía verse a sí mismo desde fuera. Era como si ocupara una piel que no le correspondía.

—Esto te va a gustar, matelot.

El poeta no recordaba bien cómo había llegado a la hamaca, ni por qué Tarik estaba con él. Sintió miedo y ganas de salir huyendo, pero no podía moverse. Tanteó un gruñido con afán de decirle que se fuera. Ya no estaban juntos. Había tomado una decisión y no pensaba cambiar de opinión, sin embargo, estaba tan cansado...

Sin previo aviso, el intendente le elevó la camisa por la zona lumbar y le bajó un poco los pantalones, dejando medio trasero a la vista. Ya no eran solo las drogas, sino el miedo, lo que hizo que Cillian se mantuviese quieto. Frunció los párpados e intentó mostrarse ajeno. Quizá, si veía que no reaccionaba, el intendente se marcharía. Notó un líquido denso y tibio en la parte baja de la espalda. Parecía aceite. Dio un respingo, abrió los ojos y recuperó las fuerzas. Intentó voltearse, mas el egipcio le sujetó la espalda con la mano desplegada y las gotas se deslizaron entre sus nalgas. Tarik, sin soltarlo, se deshizo del recipiente de aceite y acompañó el riachuelo dorado hasta su cavidad.

—Por favor —se quejó. Su voz se entrecortó al notar los dedos abriéndose paso en sus entrañas—. No...

—A estas alturas no quieras hacerte el estrecho, matelot, sé que te encanta que te la meta.

Pena, ansiedad y drogas lo habían anulado por completo. Aunque quisiera no podía reaccionar, aunque tampoco era la primera vez que se veía en una situación similar. Lo cierto es que estaba cansado de ser y no ser, de estar y no estar, de no ser más que un trozo de piel sin ningún valor añadido. Querría haberse puesto en pie y marcharse de ahí. No podía. Ya fuera el miedo, la incertidumbre, las hierbas de Anthon o el opio de Tarik... No se resistió. No lo hizo cuando le abrió la entrada con los dedos, ni lo hizo después, cuando con violencia, lo obligó a ponerse en pie, apoyado en una de las finas columnas para embestirlo con la polla. El poeta se agarraba a esa columna de madera con las dos manos, apretando labios y párpados, deseando que el guerrero terminara rápido de masturbarse con su cuerpo.

—Gime —le reclamó al oído, y Cillian gimió, pero no de placer. Gimió tan solo para ahogar sollozos, aunque el intendente eso era incapaz de descifrarlo.

Quiso evadirse de una realidad que, ahora, comprendía, nunca podría cambiar. Vagó con su mente a lejanos parajes; se imaginó el tacto de la nieve y el aroma de la leña ardiendo. Visualizó los verdes prados, el romper de la tierra y el mar. Se imaginó saltando desde lo alto de los acantilados, y la caricia del viento en su descenso mientras las rocas desgarraban lo que alguna vez fue.

La puerta se abrió con un crujido, pero Tarik no se detuvo. En ese lugar no había intimidad. Sin mirar, apretujó el rostro contra la columna, como si esos escasos centímetros pudieran tapar sus vergüenzas.

Quien entrara se quedó quieto, sin pasar; sin retroceder, tampoco.

A Cillian le faltaba el aire y las lágrimas amenazaban con delatarlo, solo quería que Tarik se corriera de una puta vez, dejar de sentirse usado y desaparecer. Se había armado de valor y lo había dejado, había hecho lo que se esperaba de él, entonces, ¿por qué estaba en esa situación? ¿Es que no iba a terminar nunca?

—¿Te gusta mirar, niño? —bramó el intendente entre resuellos.

Cillian entreabrió los ojos, las lágrimas descendieron por las mejillas y, cuando la vista se estabilizó, pudo ver que René les observaba con los ojos abiertos, el gris ensombrecido y la confusión ceñida a todo su ser.

—¡Vete! —gritó el poeta. La voz que surgió de él era visceral, llena de miedo y vergüenza. René no se fue—. ¡Vete! —volvió a exigir, sollozando. Al ver que no le hacía caso, estiró la mano hasta dar con la manta de la hamaca y se la arrojó.

—Deja que mire —jadeó Tarik. Le cogió del pelo y lo obligó a mirar de frente mientras lo embestía.

René permanecía en el sitio, estático. Le pareció ver la sombra amarrada en su mirada.

—Vete, por favor... —suplicó. Quiso bajar la cabeza, pero el intendente tiró aún más fuerte de sus rizos. La situación era humillante, las acometidas no cesaban y se veía obligado a mirar al crío, que permanecía ante ellos sin volver la vista atrás, con el rostro contraído y apretando los puños—. Por favor... —volvió a sollozar. Y esta vez no podía saber a quién iba dirigida la súplica, si al muchacho, para que se marchara, o Tarik, para que terminase de una maldita vez.

Tuvo una sensación de vértigo y ganas de desaparecer. Era una pesadilla en vida. ¿Por qué el crío no se largaba? Las acometidas se volvieron más agresivas y los ojos de René, más oscuros. El mar embraveció, por lo que Cillian aún tuvo que agarrarse más fuerte. Un gruñido de Tarik le advirtió que todo estaba a punto de terminar. Notó latir al intendente dentro de él hasta derramarse entre las nalgas. Al terminar, le marcó con un mordisco en la yugular, siguiendo sus viejas costumbres. Cillian se abrazó a la columna con los dos brazos y dejó caer la cabeza a un lado, con los rizos de fuego lloviendo en cortina sobre su frente.

—No necesito un contrato para saber que eres mío —alardeó el guerrero.

Se escuchó un trueno y el barco tembló debido al oleaje, lo que hizo que el intendente se separara de él. Abatido, el poeta alzó la vista y comprobó que René ya se había ido.

Otro trueno sonó en el exterior, acompañado del sonido de la lluvia enfurecida al chocar contra el techo.

Tarik se fue, siendo consciente de que afuera iban a necesitarlo.

—Recomponte pronto, tienes que ayudar a arriar las velas —le dijo a modo de despedida.

A su edad, Cillian había pasado muchos momentos dolorosos, humillantes; había perdido muchas veces la fe, aunque la hubiese recuperado después. Pero estaba cansado, cansado de tener esperanzas, de pensar que todo podía cambiar. Cansado de intentar convencerse de que era alguien. No era más que una puta sombra, errante, sin valor; un juguete usado que en cualquier instante podrían desechar.

Pensó en la efímera amistad con Elliot, incluso en Jacques y en cómo le había hecho sentir, y recordó que uno ya no estaba y que el otro no era real. O, peor aún: quizá nada era real. Su vida no era más que un triste espejismo del que él ni siquiera era el protagonista.

Volvió a sentir la falta de aire. Con torpeza buscó entre sus ropas la daga que le diera René y apretó la hoja en su puño hasta rajarse la palma de la mano. La calidez de la sangre le ayudó a aligerar la carga y tomar una decisión.

Ahí, en ese lugar y rodeado de hamacas vacías, Cillian comprendió que la vida era una batalla constante.

Y él ya no quería luchar.

El mar estaba furioso y los truenos cayeron cercanos. Njinja tuvo que abandonar la búsqueda del poeta para enfrentarse a una posible tormenta.

Diego mandó arriar velas; Grace y Brown, en la popa, trataban de aguantar la dirección.

Vio a Tarik subir mientras se colocaba los pantalones.

—¿Y Cillian? —le rugió, acompañada por el retumbar de los cielos.

—Descansando, no se encontraba muy bien —sonrió el cabrón.

Aunque el ruido del vendaval le impidió escucharlo con exactitud, supo que había llegado la hora de agudizar los sentidos.

—¡Tienes prohibido acercarte a él! —Un rayo la iluminó, y hubo más truenos.

El Bastardo se elevó sobre las aguas y Njinja escuchó algunas voces provenientes del Ominara. El negrero, que iba a remolque, con desperfectos y sin velas, no podría resistir el impacto de una tormenta, por lo que tendría que posponer ese asunto debido a la urgencia. Lo maldijo para sí misma y se juró que, si había sucedido algo, se acabarían las prórrogas.

La lluvia empapó sus ropajes y agradeció por primera vez su nuevo corte de pelo. Se agarró a las cuerdas de seguridad que se disponían por todo el navío para ocasiones de esa índole. Finalmente, bajo el parpadeo de un nuevo relámpago, vio a René subido a una gavia.

Le hizo señas para que bajara, pero el chico estaba fuera de sí, por lo que fue ella quién trepó por el mástil a riesgo de caer debido a un mal viento. Cuando llegó a él, y a pesar de la oscuridad, vio que sus ojos estaban completamente negros y que un aura extraña lo rodeaba.

La ventisca la empujó contra voluntad y quedó sujeta solo con una mano. June cogió impulso, recuperó la posición y se aferró al mástil con todas sus fuerzas.

—¡Para! ¡Vas a matarnos a todos! —chilló contra el viento.

—Dijiste que lo mantendrías alejado, pero se lo sigue follando —respondió él, con voz ronca y adulta.

Un nuevo trueno retumbó tan fuerte que casi pareció caerles encima. June oteó temiendo lo peor, pero por suerte, el relámpago debió caer en mar abierto.

—¡Ya no están juntos! ¡Cillian disolvió el matelotage!

El viento se amansó un poco.

—Los he visto —contestó el crío, volviendo a ser él mismo.

June sintió el peso y significado de las palabras. Que el poeta quisiera volver era un riesgo que asumía, pero no drogado y en el entierro de su amigo.

—Controla tu ira. Si lo que dices es cierto, tenemos que encontrar a Cillian.

El gris volvió a los ojos del crío; este descendió a un ritmo que ella no podía seguir y desapareció en busca del poeta. Ella, por su parte, se dirigió al intendente y, en cuanto lo tuvo frente a ella, le arreó un puñetazo en la boca.

—Apresadle, ¡ahora! —ordenó.

—¡Cillian! ¿Qué has hecho? —Durante unos segundos, el poeta había saboreado la paz. La estaba rozando a pesar de que los gritos de René lo empujaban de vuelta contra su voluntad. Notó la presión de un nudo en el brazo—. ¡Ayuda!

Todo estaba oscuro. Y esa oscuridad que retenía entre párpados lo colmaba de calma.

—Dejadme marchar —rogó, muy bajito. Sebastian y Elliot le esperaban al otro lado. Era todo cuanto necesitaba saber—. Está bien... Ya no podrá hacerme daño.

—¡Ayuda! —volvió a gritar el crío—. Cillian, perdón, yo no sabía...

Escuchó algunos pasos agitados y la confusión entre quienes lo rodeaban, pero le daba igual, esa sensación disfrazada de sueño era golosa. Deseaba que la oscuridad lo meciera y que su alma volara libre. Que parara el dolor.

Paz.

Nota de autora:

Quiero disculparme por lo desagradable de este capítulo, sin embargo, considero que era la forma adecuada. No se puede maquillar una violación, más cuando es algo que sucede tan a menudo. La violación en pareja es algo muy normalizado,  demasiado, y está al inicio de cualquier escala de abuso. Eso significa que si hay violencia física, también la hay sexual. 

Por otro lado, nos acercamos al final de la segunda etapa y cada vez estamos más cerca de responder algunas preguntas.

¡Saludos!

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