37. La última fiesta (parte 1)
El intendente permaneció en silencio, vena palpitante y rostro en tensión. Njinja pudo escuchar el rechinar de los dientes y la rabia que lo consumía, pero para su sorpresa, se contuvo.
—Cillian, estás confundiendo las cosas —pronunció con condescendencia—. ¡Mírate! Desde que llegamos a aquella isla no eres el mismo. No estás bien, estás sufriendo y lo estás volcando contra mí, pero no soy tu enemigo.
Que tomara a Cillian por loco era más de lo que Njinja, como espectadora, podía soportar, por lo que ni siquiera esperó a la reacción del pelirrojo.
—Por Dios, ¡cállate, Tarik! —Su voz era mucho más que un rugido.
—Lo nuestro no es asunto tuyo.
—¡Sí lo es! Me da igual cómo se hagan las cosas en tierra, pero aquí mando yo. Con que uno de los dos quiera disolverlo, es bastante: ¡porque nadie es de nadie! ¿Lo has olvidado? ¿Dónde rayos han quedado tus buenas palabras?
El intendente se calló la boca y ella hizo lo que tenía que hacer, aunque en el fondo, Njinja sabía interpretar lo que decían sus ojos: «esto no va a quedar así».
—No me falles —le dijo al poeta, después, temiendo que se arrepintiera y la dejara en una situación complicada.
Cuando se iban a levantar, pudo apreciar las claras intenciones del egipcio por perseguir a Cillian, por lo que, a desgana, le obligó a acompañarles al Ominira.
No pensaba darles ocasión de estar a solas.
Como poeta, Cillian sabía que era malísimo, aunque eligió definirse así porque para él la poesía era más que unir unas letras con otras.
Poesía era asomarse al candelero y ver el baile de destellos y peces al atardecer, o dejarse llevar por una canción hasta desaparecer. Sentir el tacto y la piel de otra persona o la cercanía de la amistad.
Poesía era belleza.
Y libertad.
Cuando llegó al Bastardo por primera vez, le dejaron unirse a los músicos, pero, a medida que la relación con Tarik se había intensificado, el poeta se había encerrado en el mundo que formaban entre ellos dos. El egipcio le había convencido de que era el hazmerreír, de que solo le respetaban por estar a su lado y de que cada vez que se exponía les daba razones de burla. Ahora se preguntaba si todo eso también había sido una farsa.
En cualquier caso, hubiera sido injusto decir que la única razón por la que había abandonado la banda había sido Tarik, pues Giorgio también había tenido que ver. Cuando cantaba, el italiano solía ponerse en primera fila y demostrar las ganas que tenía de follárselo. «No le des excusas, lo hace solo por cuestionarme», le había dicho el intendente al enterarse. Por lo visto, la obsesión del italiano con Cillian había radicado más en su competitividad con Tarik que en él.
Por fortuna, ambos problemas habían desaparecido.
La música sonaba por toda la cubierta. En esta ocasión, no había zanfona, pero aun así, la flauta, el tambor y el banjo creaban una armonía maravillosa a la cual varios miembros acompañaban con pies y palmas. Sonaba bien.
Un cañonazo despistado se hizo eco por todo el navío poniéndolos en alerta, pero, tras unos segundos de silencio, la música volvió a sonar.
Cillian cantó. Tenía tanto que celebrar: ¡era libre!
Al fin se había despojado de sus cadenas, reunido el valor que necesitaba y huido de esa relación que tanto daño le hacía.
Y todo gracias a su hermano.
Elliot estaba sentado en el suelo, en una esquina, con las rodillas flexionadas y la cabeza gacha. Un sombrero de ala ancha arrojaba sombras en su rostro deforme y tenía un cigarro apoyado entre los labios.
Cillian lo observó con intención de dedicarle una sonrisa de triunfo, sabía que estaría orgulloso del paso que había dado, pero no hubo respuesta.
Tampoco la hubo por parte de René, que estaba en primera fila, al parecer, tan solo para mirarle con desdén y resoplar de vez en cuando.
Sacó el diario que ahora llevaba siempre en un fardo —y no se quitaba por nada— y comprobó que no había cambios en él.
Ni rastro de Jacques.
Luego, se acercó al adolescente.
—¿Me vas a decir qué problema tienes conmigo? No queda mucho viaje y tengo algo que contarte.
—¿Por qué tuviste que hacerlo? —le reprochó de pronto, con la mirada fija en Elliot.
—¿Hacer el qué? Él es mi amigo, y me está ayudando...
—No lo entiendes, stupide. Él te dijo que no podía y aun así lo obligaste. —Resopló y negó con la cabeza—. Lo peor es que dirás que es su culpa, todo se echará a perder, ¡y todo por ese monstre entrometido!
—¡No lo llames así! —clamó Cillian, que había logrado anotar algunos fragmentos en el diario, antes de que los recuerdos se desvaneciesen—. Es mi hermano, deberías entenderlo.
—No es eso. —El chico bajó la voz hasta convertirla en un susurro que parecía encerrar otras voces en él—. Pero no le culpes. Intentó avisarte.
—Si quiere decirme algo, que me lo diga él mismo.
—Como tú quieras, poete.
René se marchó corriendo y lo dejó con la palabra en la boca.
Volvió a observar a su amigo, que esta vez sí estaba mirando. Elliot se puso en pie, con cierta dificultad. Luego, le hizo una seña para que se acercara.
—¿Qué te decía? —quiso saber.
—Tonterías. Es un niño malcriado.
—No es que esté malcriado, es que está solo.
Elliot parecía cansado. Algunas perlas de sudor descendían por su frente y humedecían el trapo que le cubría la quemadura.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
Elliot negó.
—Voy a ver si Anthon me puede dar algo. En un rato te veo y brindamos por tu nueva vida. Te lo prometo.
Antes de irse, le dedicó una sonrisa. Cillian no pudo evitar preocuparse, más aún, al ver que caminaba doblado y con la mano en el costado.
A pesar de todo, Njinja seguía sospechando del intendente. ¿Podrían estar ambas conciencias presentes en un mismo cuerpo? En el Ominira había niños, por lo que luchar no era una opción viable. No quería exponerlos. No, pero lo que estaba claro era que debían encontrar el parásito y, fuera como fuese, llevarlo al Bastardo. Mientras tanto, tener a Tarik en la fragata podía ser peligroso, en especial para el poeta. No tenía suficientes motivos para encerrarlo y dejarlo sin vigilancia podría salirle muy caro. June estaba en una situación muy delicada y cualquier error acarrearía consecuencias. Finalmente, y tras darle muchas vueltas, lo único que se le ocurrió fue llevárselo en otra barca para hacerlo regresar con Margaret. Tenía que confiar en que la inglesa lo mantuviera a raya.
Durante el viaje en el bote, tan solo se escuchó el viento, que no era poco, y el chocar de unas olas contra otras. Estaban en zona de tiburones y Alika, de vez en cuando, llevaba la vista a las pequeñas crestas que despuntaban sobre las olas. Era una mujer fuerte y valiente, a pesar de ello, pudo ver que el mar le producía terror. Anne, en cambio, solo miraba hacia delante, contando los segundos que le quedaban para batirse con su enemigo.
Dayan parecía ajena a todo, con la mirada perdida y el alma regodeándose en su dolor mientras apretujaba la muñeca de trapo entre las manos.
—Siento lo de la niña —se animó a decirle.
—Lo de Rose. Se llamaba Rose.
Farid las contempló como si él también supiera qué pasaba en sus mentes. Bueno, claro que lo sabía. Él también tenía su historia.
La capitana volvió la vista al suelo y se pasó la mano por el reciente corte de pelo. Volvió a dirigirse a Dayan:
—Te quedarás con ellos en Isla Tortuga. Estarás bien. Cuando regresemos puedes venir con nosotros, si quieres.
—¿Contigo o con la rubia sin corazón? Ni loca iría con vosotros: sois portadores de muerte.
No le gustaba que hablaran así de su protegida —si es que tenía sentido seguir llamándola así— pero tampoco iba a insistir. Aquella mujer había pagado muy alto el precio de la libertad.
El ambiente del Ominira era muy distinto al que se respiraba en el Bastardo, para empezar, porque ninguno de los que allí había estaba preparado para manejar un navío. Pese a todo, se las habían arreglado para reparar velas y desperfectos. El cirujano correteaba por la cubierta y revisaba la salud de los tripulantes a regañadientes, pues debido a la poca implicación que había mostrado, le habían prohibido trabajar en privado —según palabras de Tarik, antes de que le dejaran solo en el bote—.
Al verla llegar, Margaret se adelantó con gesto afligido. No intentó abrazarla como en ocasiones anteriores y mantuvo las distancias. Njinja lo agradecía, en parte.
—Sé lo que quieres hacer. ¿Es adrede? —la abordó la joven.
Sin duda, Anne y ella habían permanecido en contacto. Aquel vínculo que habían creado era una razón más para tenerlas separadas, aunque entendía que la muchacha no pudiera comprenderlo.
—Sospecho de Tarik. Debes controlar que no se acerque a nadie y, menos aún, al poeta.
—¿Debo proteger a su matelot? —replicó con fastidio.
—Ya no es su matelot, por eso quiero que lo controles. Por eso y para evitar que organice un motín en mi ausencia. Presiento que nos va a traer muchos problemas.
Margaret mostró cierta sorpresa, ella no creía que Cillian pudiera dar el paso, pero lo del motín era algo más interesante y que les preocupaba más a ambas.
—Debería llevar tiempo muerto.
—No todo se soluciona con matar.
—Te aseguro que, si el muy traidor estuviese muerto, te hubieras ahorrado muchos problemas.
La inglesa empezó a descender por la escalinata, a los dos peldaños, se detuvo y la miró a los ojos:
—Mi corazón es tuyo, no te llevaré la contraria, pero aun así merezco tu respeto. Quiero recuperar lo que es mío.
Sin saber a qué se refería, y recordando que ella era la única culpable de no tener una clara respuesta, June asintió.
Otearon la cubierta. Alika se había adelantado a la proa para hablar con su padre. Laurens, Berta y otros de los suyos estaban en popa, junto con un grupo de esclavos con quienes parecían haber intimado. No creía que el caníbal fuera a ocupar un cuerpo enfermo pudiendo vestir uno de los suyos. Aquella certeza la violentaba, porque no podían extraerlo sin llevarse una vida de por medio.
Pensó en la caja de nogal que llevaba en el fardo. Pronto tendría que utilizarla.
La música que provenía del Bastardo la trajo de vuelta. Estaban dando una fiesta para celebrar que en breve llegarían a tierra. También se escuchaba música en el Ominira. Tambores y cantos tribales que sonaban a revolución y batalla.
Lo paradójico era que, en ese momento, dos canciones muy distintas marcarían los acontecimientos que estaban por llegar.
Lo encontrará, sin duda.
Farid avanza a su lado mientras desfilan por las tripas de ese gigante de madera. La debilitada tripulación controla sus pasos con ojos curiosos y cierto temor. El nazarí los invita a subir a cubierta, en donde June y Alika están llevando el recuento.
Las sombras la acompañan a cada paso. Se detienen y señalan con el dedo. Son sombras distintas, sombras que infunden dolor en pos de temor. Traga saliva antes de seguir el camino que marcan.
Al final, se amontonan tras una escotilla. Siente un frío irracional, el temblor y un fuerte mareo. Sin darse cuenta, sus ojos se empiezan a cerrar.
—¡Anne! —Tras un forzado parpadeo, ve la mirada de Farid fija en ella mientras sus manos le sostienen los hombros—. ¿Estás bien?
Coge aire con fuerza y señala hacia la maraña de sombras.
—Es ahí —gesticula.
El espadachín contempla la escotilla y, con cuidado, empieza a abrirla.
La mirada de Shaka era dura. Aquel hombre, que se erigía como una estatua de ébano, tenía la mirada puesta en ella. June agradeció que no supiera inglés para no tener que escuchar el mensaje que quería darle, pues estaba claro que su hija y él no estaban de acuerdo. De hecho, tuvieron una discusión en la que ella misma tuvo que intervenir.
—Él cree que tú quieres traicionarnos. Algunos de los vuestros liberan a los nuestros para venderlos a mejor precio. ¿Es cierto?
—Si hacen eso, no son de los nuestros. Pero tiene razón, por eso la principal misión es manteneros a salvo.
—¿Y por qué lo de contarnos? No somos ganado.
—Para asegurar que todos estéis bien. —La cogió del brazo y la separó unos pasos. A pesar de ser mucho más joven, la esclava era más alta, por lo que Njinja debía alzar la frente para sostener la mirada—. Alika, debo contarte algo: no estáis solos.
—¿Qué quieres decir?
Alika la miraba con preocupación y, además, parecía saber parte de la respuesta. Se lo contó todo, aun a riesgo de perder la alianza. Si debían trabajar juntas, no podía haber secretos entre ellas. Y a medida que hablaba, los ojos de Alika se abrían más y más, como si con ellos bebiera el conocimiento.
—Debiste contármelo antes —le reclamó, tras escuchar el discurso—. Ahora lo entiendo. A veces me sentía mal y me despertaba con la sensación de ser revivida. Como si muriera una parte de mí.
—¿Sabes qué es?
—No... pero si yo lo tuviera delante, podría reconocerlo.
La luz de la media tarde entra por la tronera abierta. El viento aúlla, deja la huella del salitre y ciega al resto de sus sentidos, pero no lo suficiente como para ocultar el olor que deja la muerte. No el de la putrefacción ni el de las heridas. Ni siquiera el de la sangre: el olor de las vidas perdidas, el verdadero aroma de la parca. Y sí, puede que también huela a sangre.
Amplias manchas rojizas se adhieren a los tablones, incluso logran divisar algunos restos de carne y piel. Pero no ven a nadie. El mareo cada vez es más fuerte y Anne se ve a sí misma luchando por mantenerse en pie. ¿Por qué le afecta tanto? No puede saberlo. Lo que sí sabe es que necesita acabar con el maldito demonio.
Un quejido llama la atención de ambos. En una esquina, desplazado tras un cañón en desuso, se oculta alguien.
Farid y ella se aproximan con cautela y armas al alza. Sin embargo, lo que encuentran tras la artillería no es más que el cuerpo de un esclavo. Las piernas están a medio comer y el rostro presenta la resignación de unos ojos que suplican piedad.
Farid lo socorre, raudo. Ella permanece inmóvil y expectante. Las sombras la llevaron allí. Gira en busca de un escondite. A simple vista, no alcanza a ver nada, pero está convencida de que el monstruo los observa. Lo siente en el mareo, en los timbales tribales que hacen eco en su tórax. También lo sabe el sudor frío que desciende por su frente y el dolor de garganta que se siente como un puño cerrado.
—Se ha ido —replica el compañero—. Debemos ayudar a este hombre.
Asiente, pero no lo sigue cuando él se va con el esclavo al hombro. Se queda ahí, investigando.
Las sombras giran a su alrededor y susurran a su oído. Siente que están a un paso de ser peligrosas. De pronto, una silueta se abalanza sobre ella, una silueta que reconoce: Matt.
Le esquiva. Al momento, un humo sale de él y, por sorpresa, se filtra en su interior. La recorre y surge de ella con un alarido de dolor.
Anne sonríe.
Iban a iniciar la búsqueda cuando vieron a Farid con un herido al lado.
—Se ha estado alimentando —explicó.
Un grupo de mujeres y hombres se acercaron para atender al esclavo, y Shaka, para pedir explicaciones. Fue Alika quien se las dio mientras Njinja escudriñaba a su propia tripulación.
—¿Dónde está Matt? —le preguntó a Farid.
—No lo he visto.
Ambos compartieron una mirada y, sin dudarlo, empezaron a buscar al músico. Entretanto, en la cubierta, una nueva melodía repiqueteaba en los tambores, una que, según Alika, servía para espantar a los malos espíritus.
Todos los suyos se unieron, menos el cirujano, y Laurens, que se quedó salvaguardando la popa.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Berta, preocupada—. Es un capullo, pero es nuestro jodido capullo.
Decir que iba a arrancarle el corazón en vida no parecía una buena respuesta.
—Retenerlo y llevarlo al Bastardo, luego, ya veremos. Pero con sutileza. No debe saber que sospechamos de él.
La mujer asintió con un ronco gruñido.
Entonces, un disparo se sobrepuso.
A su espalda hay dos esclavos que se han acercado alertados por el ruido. En uno de ellos logra distinguir la sonrisa maldita y Anne se abalanza e intenta retenerlo, pero su compañero forcejea con ella.
«¿Es que no se da cuenta?», piensa. Desenfunda el trabuco y le apunta a la frente mientras se lleva la presa escaleras arriba. El rehén empieza a reír.
—Pobre descorazonada, la venganza te hace incauta.
Lo sujeta aún con más fuerza, hasta que se da cuenta de que no es más que una carcasa vacía. Ahora, quien sonríe es el esclavo al que estaba apuntando.
—¿Sabes? —se burla el maldito—. En la isla disfruté a cada uno de tus compañeros, aunque a quién quería comerme era a ti. El médico tampoco está mal.
Revive el daño causado y la ira se adueña de ella.
Anne dispara.
El maldito logra esquivar el tiro y aparece ante ella.
—¿Quieres bailar, pequeña?
La contramaestre, veloz como un rayo, desenvaina el alfanje con la zurda y le asesta un tajo al cuello que el bastardo desvía de un manotazo. Error. La inercia es su mejor aliada. Aprovecha el empujón para girar sobre sí misma y le devuelve el golpe por el lado contrario, atravesándolo la garganta como a una brocheta.
El gorgoteo que emana de la boca del demonio intenta ser una pútrida risa. Abandona el cuerpo, con lo cual el esclavo al que había poseído cae al suelo, inerte.
—Anne, ¿¡qué mierda has hecho!? —le grita Berta, recién llegada al umbral.
¡Mierda! No debió matar al huésped.
—Eso, Anne, ¿qué has hecho? —repite Berta, ahora con risa maligna.
El resto de los pasos se aceleran y Farid es el primero en llegar. Alterna la vista entre el moribundo y ella. Preocupado, agita la cabeza.
«¿Cómo puede dudar de mí?», piensa Anne. No es justo, él la conoce.
Señala a Berta y trata de avisarle.
—Es peligrosa —advierte la mujer.
Para sorpresa de la contramaestre, en lo que dura un suspiro, Farid hace presa entre su cuerpo y la jineta a Berta, quien, lejos de defenderse, entra en estado de inconsciencia.
El ser vuelve al cuerpo de Matt y salta por la tronera antes de que puedan reaccionar.
Otro cañonazo lo sobresaltó, pero la música continuó sonando, así que Cillian no le dio ninguna importancia.
Luego vio el brillo de sus ojos grises que lucían como espejos. Estaba lejos, oculto, pero lo observaba. Esperó a que terminara la canción para acercarse a él, lo llevó lejos de miradas indiscretas y fue directo a la caza de sus labios.
Estaba feliz.
Jacques dio un paso atrás.
—No quiero que me odies —pidió.
El poeta no le entendía. Se acercó de nuevo, aspiró su aroma y perfiló la mandíbula de duBois con el dedo índice.
—No puedo odiarte.
Intentó besarlo, de nuevo. Jacques volvió a evadir el roce.
—Te dije que no podía hacer eso... No quisiste escucharme.
De golpe, Cillian sintió un pinchazo en el vientre que le cortó el aire, más por lo inesperado que por la intensidad.
Se llevó la mano a la pequeña herida de espada, aquella que había desaparecido bajo los besos del anfitrión. Se levantó la camisa hasta el lugar indicado y comprobó que volvía a estar en su sitio, casi cicatrizada.
DuBois le acarició la marca, y suspiró.
—Sabía que no era grave, solo mantuve a raya el dolor.
Cillian dudó durante unos segundos, después, la realidad cayó sobre él como una losa.
—Elliot...
—Traté de decírtelo, ma belle poete. Pero no me diste opción.
Jacques cerró los ojos y se inclinó sobre él en busca del beso prometido, pero fue Cillian, entonces, el que retrocedió negando con la cabeza una y otra vez.
—No... No... No es verdad...
—Lo siento, Cillian...
El poeta trastabilló con algo y casi cayó de espaldas. Las lágrimas ya ardían en las retinas y una mano invisible le apretujaba el corazón. Echó a correr.
Necesitaba ver a su amigo.
Nota de autora:
¡Buenas tardes! Intentaré colgar la segunda parte mañana o pasado. Según lo que me lleve la corrección. De hecho, es posible que de aquí al cierre del segundo libro (que está a la vuelta de la esquina) aumente las actualizaciones. No prometo nada.
Imagino que este capítulo os ha dejado un poco preocupadxs (si no es así, algo he hecho mal), pero bueno, para aligerar tensión, os dejo una curiosidad que, espero, saboreéis tanto como yo.
Hoy os quiero presentar a un pirata del siglo XVII, François l'Olonnais (1630-1669), que bien podría pertenecer al elenco de esta historia:
Françóis l'Olonnais era un bastardo y, además, un caníbal. ¿A qué es perfecto?
Estuvo esclavizado por los españoles durante tres años, antes de convertirse en bucanero. Desde entonces, el odio que les tenía era tan visceral que, cuando el gobernador de Isla Tortuga le confió un navío para asaltar a la flota española, ni lo dudó. A los primeros que cayeron bajo su mando, los mandó decapitar, después ya le echó algo más de imaginación, como descuartizarles, arrancarles el corazón y escupirlo en la cara de los compañeros. Siempre dejaba a un rehén con vida para que divulgara sus hazañas.
Así se convirtió en el terror del ejército español, destruyendo, incluso, las ciudades que estaban colonizadas por dicha potencia (y barcos portugueses, porque no sabía diferenciar unos de los otros, el muy guasón).
En una emboscada en la que casi pierde, sin saber qué hacer, y estando en tierra, agarró a un soldado, lo atravesó con la espada, le arrancó el corazón y lo masticó delante de todos. Exigió que le dejaran escapar, pues si no, haría lo mismo con el resto de captores.
Le mostraron el camino.
Paradójicamente, murió en un ritual caníbal de la tribu Kuna, junto al resto de sus hombres. Solo uno logró escapar y pudo relatar cómo lo descuartizaron y lo echaron al fuego. ¿Poético, no?
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