34. La dama de leche
Aviso:
Supongo que, a estas alturas, ya os habréis dado cuenta de que escribo en español de España. Por lo general, intento no utilizar localismos, pero este capítulo es bastante viejo (antes de empezar a publicar la historia, incluso) por lo que hay ciertas expresiones que pensaba que eran universales y resultaron ser solo de aquí. A falta de encontrar una forma mejor para definir "toma" sin tener que reescribir, he decidido mantener el capítulo en la forma inicial y dejar este aviso.
La toma de un bebé se refiere a cada vez que este se engancha al pecho de su madre. No al verbo, si no al hecho y duración.
Barbados 1714
Hacía mucho calor y la pegajosa brisa del mar se colaba por las ventanas de la mansión.
Habían pasado tres semanas desde el día del nacimiento. El sangrado postparto seguía presente y su vientre aún mostraba signos de haber sido un recipiente. Sus pechos, agrandados y duros como rocas, parecían a punto de explotar, dolían y parecían tener vida propia. Más que nunca, June se sentía como un sucio animal. Una mamífera domesticada para ser utilizada al antojo de sus amos.
Aquel día, el bebé de la señora Smith estaba más exigente que de costumbre. Las siestas de tres horas habían dado lugar a tomas infinitas por lo que era imposible desprenderlo de sus senos y, ni con esas, lograba vaciar ambos cántaros.
Procedente de su habitación, situada en la planta superior, June alcanzaba a oír el llanto de su cachorro clamando por ella. Llanto ignorado y cada vez más débil y apagado. Tan solo tenía tres semanas y, a esa corta edad, el pequeño John ya estaba siendo víctima de un abandono forzado.
En ocasiones, una de las sirvientas más jóvenes, Susan, acudía al llamado del pequeño. Se escabullía de la cocina o de cualquier otro de sus quehaceres para acunarlo en brazos y alimentarlo con leche de cabra o sopa de ajo. Aquel día, los señores Smith se la habían llevado a su paseo, por lo que el niño se ahogaba en soledad. Una parte de June se sentía culpable. De alguna manera, su propio hijo estaba dejando de importarle mientras atendía y alimentaba al «ángel» de su ama; blanquito, regordete, con mejillas hinchadas y sonrojadas, bebiendo continuamente de unos senos que no lograban abastecer a ambos y que, en realidad, no le pertenecían. Y así, el pequeño Nicolás se llevaba el preciado alimento de John, un saquito de piel y huesos con mejillas hundidas.
No solo eso, también se llevaba el afecto y atención que le correspondían por derecho.
Ese era su mundo de mierda.
El mundo que arrancaba a hijos de sus madres para que estas pudiesen cuidar de los de las amas.
Quizá, algún día, ese mundo cambiara. Por si acaso, le había puesto un nombre inglés: John. Le hubiese gustado ponerle uno típico de su tierra, pero sabía que al pequeño le iría mejor en el futuro con uno más «civilizado». Además, prefería ponerle un nombre a su voluntad a que, al igual que hicieron con ella, se lo cambiaran los amos.
¿Quién sabe? Quizá algún día el pequeño John podría aspirar a un futuro mejor. La vida tenía que ser algo más que servidumbre y humillación. ¿O no?
Seguramente no.
Tras tantas horas de tomas infinitas, al dolor de la sobreproducción se sumaba el de los pezones agrietados y escocidos a causa del roce continuo. Llevaba la blusa, abierta, completamente empapada, puesto que los senos no paraban de gotear y, cada vez que el pequeño Nicolás se separaba un poco de ellos, un rayo de leche salía disparado a presión mientras que el pecho libre goteaba como un grifo mal cerrado. Y aun así, no lograba vaciarlos.
El llanto de John se fue apaciguando hasta desaparecer por completo. Finalmente, el sueño y el cansancio le habían vencido por lo que el silencio se adueñó del hogar. Había algo inquietante en esa calma, mas no pudo pensar mucho en ello porque, justo en ese momento, los amos de la casa irrumpieron en ella con voces, órdenes y arrogancia. Apenas le dedicaron una mirada lejana al pequeño Nicolás. June se preguntaba si de verdad les importaba o no era más que otro alarde de sus propiedades.
—¿Cómo está mi bebe? —pronunció la señora, sin siquiera acercarse. Debían haber ido a una visita importante porque, aunque sus ropajes siempre eran lujosos, ese día aún lo eran más. Vestía una falda amplia con motivos florales bajo la cual un cancán le ensanchaba las caderas. La camisa era de un color blanco roto, con un amplio escote, y dejaba a la vista una cintura embellecida por un corsé—. Me cambio y bajo a ver a mi angelito.
Para ella, lo de cambiarse era un ritual que implicaba un baño de dos horas. La envidiaba. Envidiaba sus lujos, ropajes y comodidades.
El señor Smith pasó de largo y se encerró directamente en el despacho.
A pesar del ruido que habían hecho al llegar, John seguía durmiendo. Debía estar realmente agotado.
A June le pudo la curiosidad por ver a su cachorro y subió los peldaños con Nico mamando de las ubres. El brazo le dolía por la zona de la axila, pensó que quizá sería una consecuencia de sostener al crío de los Smith continuamente.
Siguió subiendo peldaños. Y con cada uno, su corazón palpitaba más fuerte y los pechos le ardían más y más.
Cuando alcanzó el último, el dolor ya era agudo y punzante, sentía escalofríos y el corazón amenazaba con partirle las costillas.
El pequeño John permanecía en el centro de la cama, dormido.
Lo acarició, descubriéndose temblorosa, y enseguida notó que algo no iba bien. Estaba frío y su nariz no aleteaba.
Separó a Nico, que inmediatamente arrancó en llanto, y puso el oído sobre el cuerpo de su bebé.
No respiraba.
Estaba muerto.
Sintió una oleada de frío que hizo castañear sus dientes y, a la vez, un dolor visceral que no le cabía en el cuerpo.
Y gritó. Y Nicolás lloraba. Y su hijo estaba muerto. Y ella estaba febril.
Sintió un enredo de odio, ira, dolor, pena, fuerza y debilidad; todo a la vez.
Lloró abrasando sus mejillas y abrazó a su hijo, que estaba muerto. Que estaba muerto...
Muerto por culpa de ese maldito «angelito». No, angelito no. Un maldito demonio. Un demonio que le había robado el alimento y afecto a John. ¡Un demonio que no merecía vivir!
El odio no tardó en sobreponerse y llevar el control de todas esas sensaciones que la asediaban.
Sin soltar a su cachorro se acercó al odioso crío, puso la almohada sobre su cabeza y presionó con fuerza. Quería matarlo. Pero la fiebre subía y el frío intenso que le provocaba la hizo tambalearse haciéndola caer al suelo justo cuando la puerta se abría.
Susan no necesitó muchos segundos para entender lo sucedido. Un bebé muerto, una madre enferma y un niño moribundo con una almohada en su cabeza. Tomó al pequeño Nico en brazos e intentó reanimarlo mientras June convulsionaba en el suelo, agarrada a un cuerpo que más que un bebe, parecía un muñeco de trapo.
—¡Tienes que irte antes de que sea tarde! —gritó en silencio.
Pero la fiebre y el dolor no la dejaron reaccionar.
En cualquier caso, ya era tarde.
En el umbral del cuarto estaba el señor Smith, horrorizado ante la escena que tenía delante.
June pasó tres días en cama, soportando que la partera le exprimiese hasta la última gota de los senos. En cuanto encontraran una nueva nodriza, la castigarían por intento de homicidio.
La colgarían.
June no era una persona débil. No era de las que se bañan en recuerdos ni de las que se beben sus propias lágrimas hasta ahogarse con ellas. Sabía que la paz estaría en la venganza. Y lo deseaba. Debieron acabar con ella cuando tuvieron ocasión, porque la piedad no formaba parte de su vocabulario.
No después de lo sucedido.
Costase lo que costase, pensaba hacerles pagar por John.
El pequeño Nico se había repuesto y la familia Smith vivía su vida de ensueño. Vida a la que no tenían derecho.
Esperó a estar sana para cumplir su venganza.
La noche era oscura, todos dormían. Ella aún guardaba un cuchillo que había robado tiempo atrás, sabiendo que algún día podría ser útil. Forcejeó con la cerradura hasta desmontarla, se dirigió a la cocina y allí se hizo con uno más grande y afilado.
Los amos dormían separados, cada uno en un cuarto.
Primero fue a la habitación del señor Smith. Se acercó sigilosamente y le rebanó el cuello antes de que pudiera reaccionar. El hombre abrió los ojos, confuso y sin poder articular sonido alguno mientras se ahogaba en la sangre que le salía a borbotones de la garganta.
—Muere, cabronazo de mierda —le susurró con ira.
Después se dirigió a la habitación del ama. Tan divina, tan perfecta...
Tan hija de puta.
Dormía plácidamente en una cama demasiado grande para ella. Su «angelito», en cambio, estaba solo en la cuna. Esa mujer debía sufrir.
Le tapó la nariz y, cuando la señora abrió la boca, le introdujo un pañuelo en ella y la amordazó. Quería silencio.
A empujones y golpes, hizo que se sentara en la silla que se disponía delante del tocador. La ató y la obligó a mirar mientras terminaba el trabajo que había dejado a medias con el pequeño Nicolás. Presionó con la almohada hasta que estuvo segura de que el pequeño no respiraba. La señora lloraba e intentaba liberarse y gritar para socorrerlo, sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano.
Aunque aún no la había matado, sí había terminado con su vida. Esperó sentirse mejor, pero no fue así. Se volvió hacia la señora Smith, si cabe, con más ira.
—¿Qué se siente cuando te roban lo más preciado? —espetó. Y la golpeó. Lo hizo con tanta dureza que la silla volcó y la mujer, atada a ella, cayó al suelo inconsciente.
No se sintió mejor, pero tampoco tuvo remordimientos.
Ahora había justicia.
Cuando abandonó la casa se cruzó con Susan. Esta la miró extrañada y fue rauda a averiguar qué había sucedido.
Ya estaba en el exterior de la casa cuando pudo escuchar el grito desgarrador de la sirvienta.
June corrió, huyó hacia al puerto y se metió de polizona en el primer barco al que tuvo acceso. Los tripulantes estaban borrachos y su tez oscura la ayudó a pasar desapercibida en la oscuridad.
Para cuando repararon en ella, el navío ya estaba en alta mar.
Mar Caribe 1720
El silencio la puso en alerta. El bebé de Dayan no lloraba y eso era algo que la inquietaba. Corrió hacia al camarote con el corazón retumbando bajo la herida y deseando que solo fuera un mal presentimiento, fruto de sus propias memorias. Al llegar, vio a Farid, Anne y Anthon aguardando en el umbral.
Ella los rebasó y observó a la mujer. Estaba acomodada sobre la cama y sostenía a la bebé en brazos. La arropaba con la manta y la apretujaba contra su cuerpo.
Alzó la cabeza y la miró.
—Se ha dormido... —le dijo—. Es preciosa, ¿verdad?
June respiró de alivio.
Se acercó y, sin querer, pisó la muñeca de trapo que ahora estaba en el suelo. La cogió y se la ofreció. Entonces, Dayan volvió a hablar:
—Tiene mucho frío... No logro que entre en calor.
June se dio cuenta de que la niña estaba muerta.
Nota de autora:
Hoy os quiero contar una anécdota. Poco después de tener a mi segunda hija, en pleno postparto, leí un artículo sobre las nodrizas esclavas. Recuerdo que lloré muchísimo, igual porque estaba sensible, no sé, pero me afectó. Es un tema al que nunca dejé de darle vueltas. Leí varios artículos más que estaban relacionados y, cuanto más leía, más horrible me parecía.
Bastardo llegó tiempo después.
Al principio solo era un experimento que consideré fallido (nunca estuve muy convencida del primer capítulo). Pero luego llegó el prefacio y, después, llegaron las historia de Cillian y June. A esas alturas, ya había decidido que no quería ponerme límites, que podía contar muchas cosas a través del viaje y que no iba a desaprovechar la ocasión. Y decidí que, ese tema que tanto me había impactado, tenía que salir de una forma u otra. Tenía que darle un espacio a eso que nadie cuenta, que no se explica en clases y que, a veces, parece querer borrarse de la historia o, incluso, romantizarse. Todas hemos visto la típica imagen de la esclava nodriza, tierna y adorable, a la que todos quieren y que, en cambio, es cruel y distante con sus hijos.
No había nada de bonito en la esclavitud. Ni antes ni ahora.
Por eso, hoy quiero hablaros un poco sobre la realidad de las madres esclavas y de cómo, al convertirse en "damas de leche", veían morir a sus hijos por alimentar a los niños blancos. Pero antes, vamos a remontar a cómo se inició esta «moda».
Cuando se colonizó América, tanto un lado como el otro, tuvieron que enfrentarse a enfermedades nuevas. Así que se decidió alimentar a los bebés europeos con leche de mujeres indias para que les traspasase su inmunidad a las enfermedades autóctonas. Muchos bebés murieron a causa del abandono. En aquel tiempo, aquellas mujeres ya habían sido «civilizadas» (nótese el sarcasmo) y educadas en la fe católica. Muchos religiosos levantaron la voz contra lo que estaba sucediendo, así que, en 1609, Felipe III dictó una ley conforme que "ninguna mujer india podía desplazarse fuera de su pueblo para amamantar a un bebé que no fuera suyo, si sus hijos estaban vivos". Los abusos se siguieron cometiendo durante décadas, aunque de forma ilegal.
Para entonces, ya no se trataba de un tema inmunológico, sino de estatus social. Tener una nodriza era un signo de riqueza. Con el tráfico de esclavos, empezaron a venderse mujeres negras para tal fin y con completa deshumanización. En el mejor de los casos, se vendía a la nodriza tras destetar a sus hijos, pero no era lo habitual. A menudo, apenas parían, les arrancaban al bebé de los brazos para venderlo. Y en la mayoría de los casos, el bebé sufría un abandono forzado. Las madres negras no podían amamantar a sus hijos. Los alimentaban a escondidas con leche de cabra o de vaca, incluso con sopa de ajo. Debían estar al cien por cien para el pequeño amo, lo que producía un desapego emocional con el hijo propio. De ahí, el estigma de "las malas madres negras" que nos han vendido en series y películas (en Anne with E tenéis un ejemplo crítico y muy bien representado).
Así que, mientras estas madres eran OBLIGADAS a desatender a sus hijos, los pequeños MORÍAN como consecuencia directa.
¿Os imagináis lo que tiene que ser ver morir a tus hijos mientras alimentas a los de otra persona?
Llegó el punto en que, con tal de que los bebés pudieran sobrevivir, empezaron a abandonarlos en orfanatos. Abandono masivo. Los centros estaban desbordados de hijos de nodrizas, que tendrían difícil salida, y los curas empezaron a quejarse de que estos niños estaban robando su privilegio a los niños blancos que lo precisaban. Bajo esa premisa tan racista y ruin, se empezó a hacer un vano esfuerzo por regular el tema. Se denunció la situación y se crearon leyes que no sirvieron de nada, pues se siguió dando hasta no hace tanto. Tampoco olvidemos que el fin de la esclavitud no fue un camino de rosas y que simplemente cambiaron unas cadenas por otras.
Siento haberos pegado la paliza. Este es un tema que considero de obligado conocimiento, más teniendo en cuenta que June se ha construido a raíz esta historia.
Esto es ella. La consecuencia de una sociedad podrida.
No espero que tras conocer su historia caiga mejor ni peor. Yo misma dudé en publicar o no este capítulo por la línea que cruza y la crueldad que hay en él. Pero, bonita o no, esta es su historia y merecía ser contada, además de ser necesaria para entenderla.
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