33. El infierno quema y abrasa
El ambiente estaba cargado. Olía mal, como a carne pasada. Elliot estaba inconsciente y Anthon permanecía a su lado, aunque tirado en el suelo, con las gafas empañadas y despeinándose a sí mismo las ideas. Al otro lado de la estancia estaban Margaret y el cirujano al que habían secuestrado en el Ominira. Anne entró la primera, rápida, se acuclilló junto al médico, sujetó al muchacho del hombro y lo miró a los ojos. Él posó sus dedos sobre los de ella, apoyó la mejilla y suspiró.
—No puedo... Soy un inútil... Es el maldito dolor: no estoy listo...
Anne lo ayudó a ponerse en pie y a llegar hasta la silla. Parecía preocupada. Luego observó a Farid, que seguía en el umbral, junto a Cillian, para que le leyera los labios.
—¿Cuánto llevas sin hacerte las curas? —preguntó el nazarí, sereno. Entretanto, la contramaestre acercó un recipiente lleno de agua y empezó a retirarle el vendaje. Anthon se volteó, incómodo.
—Tú no, por favor... —sollozó—. ¡No deberíais perder tiempo en mí! El problema es Elliot.
—Anthon —comentó Farid, esta vez siendo su propia voz—. Has trabajado muy bien, pero...
—¡Mira! —Con lágrimas en los ojos, el joven médico le mostró la mano a su interlocutor. Esta temblaba sin cesar, como si hubiera un terremoto en ella—. ¿Cómo voy a operarle así?
Aquel llanto irritaba a June y le provocaba calambres en los pechos. Era como una llave al pasado.
Al de las dos.
Sabía que Colette estaba con ella y, aunque no pudiera descifrarla, las sensaciones eran intensas. Sin embargo, las dos eran muy diferentes. Colette quería correr hacia el camarote y June, huir de ahí. «El dolor es tan impredecible... Rompe a unos, endurece a otros, y otros tantos se convierten en cristales rotos envueltos de acero». Con esos pensamientos en mente y sin darse cuenta de ello, se acercó y espió por la abertura.
Dayan estaba de rodillas en el suelo, con el torso desnudo y los brazos recostados sobre la cama.
Lloraba.
La pequeña, tumbada sobre las mantas, berreaba a pleno pulmón. Con el corazón en un puño, June dio un paso al frente.
—¿Estás bien?
—Duele mucho... —contestó la nodriza.
La capitana se acercó un poco más. La mujer ardía de fiebre y tenía los pechos tan inflamados que cuando la ayudó a enderezarse, la pobre desgraciada emitió un alarido tan solo con rozarle el brazo.
—Tienes que alimentarla, si no te dolerá más.
—Duele mucho... —se limitó a repetir.
Hizo que se metiera en la cama. A desgana, cogió a la pequeña en brazos. Sus mofletes estaban hundidos, los huesos se le marcaban y juraría que era más diminuta que la última vez que la vio. Aspiró su olor y, por un momento, quiso arrojarla por la borda. No por odio, venganza o crueldad, sino por los recuerdos que despertaba en ella.
La acomodó junto a la madre y esta dio un respingo al sentir la presión de la pequeña en la aureola. La niña intentó agarrarse durante unos segundos, luego, volvió a llorar aún con más gana.
—Sé que duele. —Unas perlas rojizas asomaban de los pezones encarnados—. Pero no debes dejar de insistir.
—¿Cómo voy a operarle así?
Farid se adelantó, tomó los utensilios e inició la cura del muñón.
El poeta aún no se había atrevido a moverse. Tan solo observaba con un nudo en el estómago y sin querer entender qué estaba sucediendo. Teach se frotó contra sus piernas y saltó sobre las del herido. Cillian quiso llamarle la atención, pero, en cuanto dio el primer paso, todas las miradas se posaron en él.
—Cillian, tú sí puedes hacerlo —rogó Anthon, entonces—. Eras barbero...
—¡No! —Ahora entendía la razón de su llamado, y sintió miedo—. Mi padre es barbero, yo solo recorto barbas. —Recordó al hombre sin rostro y cuánto le costó arrancarle la vida con una cuchilla. Luego se acercó a Elliot, lo acarició. Al sentir su tacto, este emitió un pequeño sollozo. Estaba ardiendo.
—Cillian... —insistió el médico—. Yo te guiaré...
—¿Y qué pasa con él? ¡Es médico!
El pelirrojo señaló a Michael y este empezó a reír:
—No me van las causas perdidas. En cualquier caso, tampoco quiere que me acerque a su amigo.
Margaret le arreó un puñetazo en la boca que le borró la estúpida sonrisa. Después, se lo llevó arrastras, hacia el calabozo, para que no molestara.
Farid ya estaba poniendo nuevos vendajes en lo que quedaba de la pierna de Anthon. Entretanto, Anne le sostenía la mano y Cillian continuaba con la mirada fija en Elliot. El chico llevaba puesta la tela azulada que cubría la quemadura y el cabello, miel de brezo, estaba húmedo y despeinado.
Con cuidado, el poeta fue deslizando la tela de la camisa del muchacho hasta descubrir la herida del espadazo.
Estaba horrible.
Supuraba una sustancia amarillenta, verdosa en algunas partes, y olía mal incluso estando rociada de ron. Cillian tuvo una arcada y se sintió mal consigo mismo por ello: Elliot era su amigo.
—Lo he limpiado, pero sigue empeorando. Hay que eliminar la zona infectada —indicó Anthon.
—Lo siento... —se disculpó el poeta—, pero no puedo. Debería hacerlo otro...
—¡Eras barbero, Cillian!
Tenía que ser una pesadilla. En todo el tiempo que llevaba en el Bastardo, jamás le habían pedido algo así.
Elliot entreabrió el ojo. Poseía un brillo febril y las córnea parecía estar inyectada en sangre.
—Cillian, —La voz se le quebró con cada sílaba y los dientes castañearon—, ¿por qué has elegido el infierno?
El poeta no entendió sus palabras, mas entrelazó sus manos con las del chico.
—Te pondrás bien —susurró.
—El infierno quema y abrasa —volvió a delirar Elliot—. Te matará.
Ya con el muñón tratado, Anthon quiso ir junto a ellos. Entre Anne y Farid lo ayudaron.
—Solo quiero que seas mis manos —le dijo al llegar, sin disimular las lágrimas que le empañaban los vidrios—. Si no lo hacemos, él morirá.
Dayan estaba empezando a convulsionar. Debían bajar la fiebre y vaciar los senos. La mayoría de vegetales que habían cargado en la isla ya se habían echado a perder, por lo que sabía que no encontraría hojas de col que aliviaran su dolor. Pensó en hablar con Alika. En el negrero había madres que podrían amamantar a la niña y niños lactantes que sabrían vaciar los senos mejor que la pequeña.
Salió del camarote y le pidió a la Araña que hiciera señas al Ominira para que enviaran ayuda. Después, se dirigió a la enfermería a buscar algo para la fiebre.
—Llegas tarde, sociere.
A primeras no lo vio. Sin embargo, sí reconoció esa voz. También reconoció el picor de los ojos y el incienso que siempre acompañaba a duBois.
—¿Dónde te escondías? ¿Acaso no confiabas en que cumpliera tu estúpida misión?
Las luces traviesas de las rendijas le permitieron intuir la silueta del francés en el punto más oscuro. Uno de esos ángulos a los que nadie mira. Alcanzó a ver, también, los ojos grises reflejando los haces como si fueran espejos.
—Me dijiste que lo protegerías.
—Y lo estoy haciendo. Los estoy protegiendo a todos. Te agradará saber que Tarik ya no es un problema: lo he enviado al otro barco, pero por si no te has dado cuenta, tenemos unos cuantos frentes abiertos, en especial desde que decidiste tomarte la justicia por tu mano. ¿Era necesario montar tal espectáculo?
Se giró hacia la puerta de la enfermería y agarró el pomo. Al momento, una fuerza invisible la empujó contra su voluntad.
—No puedes entrar aún.
Las esferas brillantes se centraron en ella, y June sintió latir la herida del pecho, incluso el corte de la mejilla. Tuvo frío.
—No sé qué haces aquí, pero tengo que entrar, sí o sí.
Jacques dio un paso al frente.
—En ese caso, lo haremos juntos.
Tras buscar la cuchilla con el filo más fino, Cillian procedió a la intervención. Al primer corte, un riachuelo de sangre empezó a brotar y Elliot se quejó entre delirios. El poeta se detuvo y respiró tres veces. No es que le molestara la sangre, que en parte sí, pero ya se había acostumbrado: en esta ocasión, la persona al otro lado del filo le importaba en demasía.
—No puedo —repitió—. Le estoy haciendo daño.
Anthon lo miró apenado, se ajustó las gafas y, con compasión, agarró la cuchilla. Quiso dirigirla a la herida, pero sus manos, traicioneras, la arrojaron al suelo.
—Te he fallado, amigo —sollozó. Se inclinó sobre Elliot y depositó un beso en la frente.
Todos los miraron en silencio. Cillian se sintió mal porque el ambiente delataba derrota. El médico ni siquiera volvió a insistir. Tan solo se apoyaba como podía sobre la mesa en que Elliot reposaba, y hundía la cabeza en su pecho sollozando «lo siento» una y otra vez.
—El fuego quema y abrasa, y te mata despacio. ¿Por qué permanecer ahí? —repitió Elliot, entre convulsiones.
El poeta le retiró la venda de la cara dejando la quemadura a la vista. La córnea permanecía roja mientras que el iris, antes de un castaño profundo, parecía cubierto por un cristal blanquinoso.
—Elliot, resiste.
—Quema y abrasa —contestó él.
Una oleada hizo que las llamas de las lámparas se agitaran sinuosas, bailando de unos ojos a otros. Los de Farid, negros y profundos como dos pozos, inspiraban una extraña calma. Los de Anne miraban a todas partes y, a la vez, a ninguna, como si allí hubiera algo que solo ella pudiera ver. Los de Anthon, olivos cuyo verdor solo se apreciaba de cerca, centelleaban con las lágrimas que acumulaban. El poeta entendió que entre el médico y Elliot había una amistad más antigua y contundente que la suya. ¿Y los propios? No sabía de qué color estarían, pero escocían.
—No podemos rendirnos —afirmó. Se secó la cara con las mangas, recogió la cuchilla y la pasó por la lumbre de una vela—. Haré lo que pueda.
Con la ayuda de Anne, Anthon se hizo a un lado, y Farid encendió mirra y se ofreció a sostener al herido para que en un arrebato no lo echara todo a perder.
El filo volvió a rajar la piel de su amigo.
Elliot gritó.
Anthon y Cillian cruzaron miradas.
—Es mucho dolor —dijo el médico—. Dolor del que nunca se olvida. —Sabía de lo que hablaba—. Es cruel hacerle pasar por ello...
De repente, sucedió algo extraño. La mirra se atenuó, viéndose reemplazada por el extraño incienso que solía acompañar a Jacques. Los demás no dieron señas de percibirlo, pero Cillian sí.
Elliot cayó sumido en un sueño profundo y tranquilo.
La escena era sobrecogedora. Farid y Anthon permanecían como aletargados, ajenos a cuánto les rodeaba. Elliot estaba tumbado en la cama de trabajo y Cillian, concentrado en la cirugía que estaba realizando, aunque le dedicó una mirada de soslayo. No podía creer que se les hubiera pasado por alto informarla de lo sucedido.
Anne se acercó y se inclinó ante ella.
—¿Qué significa esto? —preguntó Njinja, sin darse cuenta de que acababa de olvidar la razón por la que estaba allí.
La contramaestre se señaló el cuello, recordándole que no podía hablar. Aún así, supo hacerla entender que Elliot estaba febril y a punto de morir. Luego, el anfitrión se adelantó, se colocó junto a Cillian y lo besó en los labios. El poeta tardó en reaccionar. Era como si el tiempo se hubiera ralentizado de cara a los demás y aquel beso le hubiera transportado a la dimensión en que estaban.
—¿Puedes ayudarlo? —suplicó en voz baja, sin dejar de cortar el tejido infectado como si de una barba se tratara.
Las llamas volvieron a tambalearse. June se acercó a ambos e, inconscientemente, se llevó la mano a la herida del pecho. Seguía latiendo.
—Nayla no está aquí. Ella sí podría salvarlo, aunque no te gustaría.
—Tienes que poder hacer algo —lloró Cillian, sin dejar de trabajar.
—No es tan fácil. Quiero que seas feliz, pero su destino está sellado. No puedo cambiarlo.
—No es cierto... ¡Sé que puedes! Mi herida...
—Belle poete, tienes que enten...
—¡Deseo que lo ayudes! —ordenó, con voz quebrada y firme a la vez.
Jacques dio un paso atrás, y suspiró.
—Tú no, Cillian, por favor...
—Ahora.
Resignado, duBois bajó la cabeza y accedió.
—Haré lo que pueda, poete.
El anfitrión le arrebató la cuchilla y, tras dejarla a un lado, sostuvo las manos de Cillian y las dispuso, junto con las suyas, sobre la zona afectada. Njinja pudo sentir el calor que irradiaba el agarre y cómo ejercían sobre el marinero. Se acercó y, entonces, sucedió el milagro. Elliot ya no tenía fiebre. La herida dejó de sangrar y el tejido de alrededor se regeneró.
—¡Lo has salvado! —El irlandés se abrazó fuerte a duBois, pero este no se inmutó. Estaba con la mirada perdida y la voluntad aplacada.
June los observaba, aunque solo podía pensar en Nyala y en las palabras que esta le dijera. No se fiaba de lo que acababa de presenciar.
—Tú y yo tenemos que hablar —exigió a Jacques—, pero antes necesito llevarme a Anthon. A mí no me sirven los trucos baratos.
—Sí, mi reina.
El señorito francés salió de la habitación. Al poco, el aroma de la mirra recobró intensidad y Anthon salió del letargo con una sonrisa en los labios.
—Pero ¿cómo es posible? —exclamó. El joven médico acababa de presenciar lo que a sus ojos era algo imposible, pero en lugar de hacerse preguntas, tan solo podía llorar de emoción. Incluso se tuvo que quitar las lentes y, al hacerlo, se hubiera caído de no ser porque Anne lo sostuvo a tiempo.
Se respiraba una victoria. Una victoria que, intuía, no era más que un espejismo. La capitana le hizo ademán a Cillian para que se apartara.
—Nadie debe saber que Jacques está aquí —le susurró.
—No entiendo —contestó él, confuso—. ¿Jacques está aquí?
Cillian sopesó las palabras de June. Lo cierto es que él sentía a duBois de forma constante y tenía cientos de recuerdos dispersos. Estaban ahí, borrosos, como los sueños al sobrepasar el mediodía. Se llevó la mano al vientre y se buscó el pinchazo que recibió durante la batalla. No estaba. Le pareció recordar cómo se borraba bajo las caricias de duBois.
La capitana le dijo que lo olvidara, que no hiciera caso, pero ya no podía hacerlo. Entonces, ¿era real? Y aun así, Jacques seguía jugando con él, haciéndole olvidar cada encuentro...
Anne y Farid decidieron acompañar a Anthon, tal como June había ordenado, para ayudar en sus problemas de movilidad. Una vez a solas en la enfermería, al poeta no le faltó el tiempo para abrazar a Elliot con todas sus fuerzas. Fue un abrazo de esos que intentan detener el tiempo. No cabía en sí de alegría: la cirugía había salido bien y Elliot se había salvado.
También pensó en qué habría sucedido de haberlo perdido.
Hacía poco que habían entablado amistad, pero ese lazo se sentía necesario. Elliot le daba fuerzas. Le hacía saber que no estaba solo. Cierto que tenía a René, aunque René, al fin y al cabo, era una misión. Lo dejarían con su tío y nunca volverían a saber de él.
—Cillian, no me fío. Te hará daño —comentó el herido, aún tembloroso.
—¿Lo dices por Tarik? Elliot, no es el momento...
—No hablo del intendente, hablo del hechicero.
Se hizo un silencio sepulcral.
El poeta aún notaba en sus labios el sabor del vino afrutado, aunque apenas recordaba haberlo tenido ahí. Entornó los párpados con intención de recordar y vio sus manos posadas sobre las propias, y sobre la herida de Elliot.
—Él te ha salvado.
—Tienes que liberarte de ambos, solo así serás libre.
Las sombras recorrieron la estancia y las maderas crujieron un poco. Nada especial, de hecho, era habitual, sin embargo, Cillian se centró en ello. Si bien las palabras de Elliot dolían, no quería enfadarse con él. Había estado a punto de perderlo.
—Agradezco que te preocupes por mí, pero ahora debes recuperarte.
El muchacho estiró el brazo hasta dar con la tela azulada y se volvió a cubrir la quemadura y el ojo tuerto.
—Yo no tengo arreglo. —Hizo amago de levantarse. Luego, perfiló una mueca extraña—. No duele nada. Es raro, ¿no?
—Es maravilloso. —A pesar de que Elliot podía solo, Cillian quiso ayudarlo. Le pasó el brazo por la cintura y empujó hacia arriba con suavidad. La cercanía le llevó su aroma y le resultó extraño que fuera tan similar al del embrujo, como si la canela y el sándalo se le hubiera pegado a la piel y cubierto el de las almendras, que era más propio de él.
—Supongo... —dudó Elliot—. Maldición o milagro, debo aprovechar esta segunda oportunidad, si es que lo es.
Tras la puerta esperaba Jacques. Anthon, Anne y Farid pasaron por delante como si no lo hubieran visto. Ella, en cambio, se quedó atrás.
—¿Quieres explicarme qué ha sucedido?
Jacques miró al suelo y acarició al gato que ronroneaba a sus pies.
—He cumplido un deseo.
—No lo creo.
El francés suspiró fuerte y le dio la espalda, dispuesto a perderse entre las sombras.
—Tenemos un problema —añadió la capitana—. Algo vino con nosotros.
—Lo sé... Te ayudaré a encontrarlo. —Susurró algo al oído de Teach y este se marchó de ahí.
Los ojos empezaron a arderle en las cuencas y la vista se fue nublando poco a poco. Sabía lo que eso significaba y June no estaba dispuesta a pasar por ello.
—No me hagas esto, Jacques. No quiero olvidar. Necesito respuestas. —Empezó a tambalearse y tuvo que apoyarse en la pared—. Dime por qué Cillian no te recuerda.
—Nadie lo hace. ¿Acaso recuerdas tú a tu hijo?
Una sensación de irrealidad se abrazó a ella junto con lágrimas empapadas en recuerdos marginados. Las retuvo con elegancia e intentó lanzarlas al agujero negro que había en su interior, aquel al que enviaba todo aquello que no se atrevía a mirar de frente.
—Nunca lo olvidaré —contestó, fría y dura como el acero.
—No es cierto. El mundo siempre echa tierra sobre aquello que le incomoda. Siempre hay algo que desean olvidar con todas sus fuerzas y, mientras tanto, los que estamos en ese limbo, desaparecemos de sus recuerdos.
Recordó al John enfadado que aparecía en sus sueños y, sin darse cuenta, se llevó las manos al vientre.
—Tu madre nunca te olvidó —palabras que no eran suyas—. Todo lo hizo por salvarte.
—Y está bien, lo logró. Eso le costó la vida... Sin embargo, el viaje es largo y estoy lejos de casa. Estoy cansado.
La capitana agachó la cabeza. Volvió a sentir el mareo y la fuerza del incienso. No podía desmoronarse, no ahora. Sintió el dolor de Colette, y el propio. Recordó a Dayan reviviendo su historia en el camarote. Entonces, buscó el llanto de la niña y se dio cuenta de algo.
Había silencio.
Ha tenido suerte, sin duda. La capitana le hizo todas aquellas preguntas pensando que así podría atraparlo, pero alguien debería decirle a esa mujer que, si ocupas un cuerpo, ocupas su mente. Ahora, gracias a ella, está ahí, en el navío vecino.
Le gusta el sitio.
Quizá sea por el sonido de los tambores, por la derrota ajena o por saber que está a salvo de su carcelero. Cierra los ojos y se concentra en el olor de la sangre y en el sonido del gorgoteo a través de las venas. También escucha el resonar de los corazones contra las costillas. No serán un gran alimento, pero son bastantes y nadie controla cuántos ni quiénes son. Para cuando se den cuenta, él ya estará lejos de allí.
—¿Se puede saber qué haces aquí sentado? Creo que esto es tuyo —lo aborda el intendente. Se sienta a su lado y le ofrece la zanfona que le hicieron portar—. No puedo creer que June nos haya obligado a venir a este infierno. Ni siquiera me ha dejado despedirme de Cillian. —Se gira para contemplar a Berta y a Laurens, que tienen los ojos fijos en él y cuchichean entre ellos—. Malditos —gruñe—. Por los dioses, compañero, toca alguna canción de verdad: tantos tambores me producen dolor de cabeza.
Nota de autora:
¡Por poco no llego! Tengo que agradecer este capítulo a dos personas muy especiales. Una es Mario, que me ayudó con el tema de la infección, que si es por mí y por mis nulos conocimientos de medicina, le metía necrosis.
La otra persona es spiderlily_13, que ayer se quedó hablando conmigo hasta las tantas para darme ideas de cómo distribuir la escena que quería eliminar.
Creo que este ha sido un capítulo duro, al menos para mí, que cada vez le tengo más afecto a Jacques (¿se le puede ir cogiendo afecto de esa forma a los personajes?). También ha sido un punto de inflexión y que, como es de esperar, acarreará consecuencias. Además, a estas alturas ya deberíais tener bastantes piezas para empezar a cerrar teorías.
Curiosidades:
Me consta que la mayoría ya lo sabíais, pero por si hubiera alguien que no, en aquella época las navajas de afeitar estaban muy afiladas y se requería de cierta habilidad para utilizarlas (un mal afeitado te podía costar la vida). Es por ello que, a menudo, los barberos también ejercían de cirujanos o/y dentistas.
Por otro lado, respecto a la mención de las hojas de col, solo comentaros que ya entonces se utilizaban para aliviar la inflamación de las mastitis. (A día de hoy, se siguen recomendando).
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