32. El precio del poder
El llanto seguía sonando. No se había detenido más que en contadas ocasiones y June estaba perdiendo la paciencia. Observó la copa que sostenía en las manos. Pequeños círculos nacían del interior y se expandían hasta morir en el borde plateado. Cuando los círculos se detenían, la capitana agitaba la copa y el espectáculo volvía a comenzar.
Finalmente, se hartó y se la bebió de un trago.
Había sido un día movido. Primero lo de Giorgio; luego, una bronca con el intendente en la que tuvo que confesar que tenían una nueva amenaza entre ellos. Había logrado un acuerdo con Alika, aun contra la voluntad de su padre, quien solo buscaba paz y volver a su hogar. Alika no era como él, ella podía ver más allá y sabía que el calvario no terminaría hasta que alguien gritara «¡basta!». Esa mujer le gustaba y la inquietaba a la vez. Era feroz y pacífica; fuerte e inteligente; valiente y prudente. Todo en su justa medida.
A esa hora la mayoría de miembros ya había circulado ante su escritorio y ninguno de ellos había arrojado luz a la búsqueda del caníbal, por lo que seguía sin rastro del amiguito de Anne. Por si fuera poco, varios de sus miembros mostraron cierto temor ante ella, algo propiciado por su comportamiento durante la batalla y, casi seguro, también por las malas lenguas.
Matt fue de los últimos en entrar, con el cabello cenizo desordenado y la zanfona al hombro cual saco de patatas. Un carraspeo le recordó que aún lo tenía delante.
—Capitana, quiero irme de aquí —pronunció el músico, con los ojos muy abiertos.
Había refrescado. June tomó la casaca que colgaba del respaldo de la silla y se la echó sobre los hombros para entrar en calor.
—¿Y eso? ¿Tú también estás con lo de los rumores?
El músico sonrió.
—Los rumores ni me van ni me vienen. Sé que vas a enviar a unos cuantos al otro barco y quiero ir con ellos. Me gustó el sitio.
—¿En serio? —Incrédula, June arqueó las cejas. La lámpara parpadeó pidiendo más combustible. Se puso en pie y alimentó la llama mientras barajaba la posibilidad de enviar a Matt al Ominira—. ¿Y qué pretendes hacer ahí? ¿Animarles con cancioncillas?
—Si es necesario... —Empezó a tocar, y el sonido que surgió de aquel instrumento fue tan horrible que la capitana tuvo que llevarse las manos a los oídos. Cuando lo miró, el hombre tenía las comisuras forzadas en una mueca que creyó reconocer, pero que no supo ubicar—. Además, así no tendría que preocuparme de que me arranquen el corazón, como al italiano pervertido.
—Ya. El corazón —repitió ella, como si nada.
—Sí, sí: se lo arrancaron de cuajo.
June se frotó el rostro con hastío y suspiró ante lo absurdo de la situación.
—También lo colgaron, lo destriparon y le cortaron la polla. Y lo que os preocupa es el corazón. No os entiendo.
—Capitana, todo el mundo sabe que si pierdes el corazón, pierdes el alma. No hay peor forma de morir que esa —y el bardo desafinado se puso a tocar de nuevo—. Creo que necesito otra cosa de estas... La mía no funciona bien.
—Me pensaré lo del traslado, pero por favor, ¡lárgate de aquí! —suplicó June. Oírle tocar era casi peor que el estridente llanto de la cría.
Por fortuna, Matt obedeció sin rechistar. La capitana se limpió el sudor frío de la frente y rellenó la copa. El asunto del corazón le provocaba migraña. No pudo evitar pensar en que ella misma estuvo a punto de morder uno y agradeció que Margaret se lo hubiera arrebatado. ¿Qué habría hecho con él? Aunque lo que de verdad le inquietaba era que sentía unas ganas injustificadas de terminar lo que inició durante la batalla. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Acaso ese era el coste del poder que le habían cedido?
— Podrías darme alguna puta pista, Colette —murmuró.
Si aquella mujer estaba dentro de ella, lo justo sería que le ofreciera una solución. Miró la lámpara que se balanceaba en el techo y esperó unos segundos a que esa solución apareciera de la nada.
De repente, la puerta se abrió.
—¡Has intentado ponerlos en mi contra! —gritó Tarik, fuera de sí.
«El que faltaba», pensó. Era cierto: June había aprovechado varias entrevistas para hacer de las suyas. Tenía que cubrirse las espaldas, ¿no? Se sintió algo mareada, y dio otro trago para que se le pasara.
—¿Y tú? —replicó—. ¿Qué coño crees que estás haciendo? ¿Piensas que no sé lo que estás tramando? Vas a traicionarme, al igual que hiciste con James.
—¡A James lo disparaste tú!
Eso también era cierto: ella fue quien apretó el gatillo. James era un soñador y había perdido la cabeza. Siempre había dicho que la familia era lo primero, pero él mismo se había convertido en una amenaza para esa familia de la que tanto se vanagloriaba... y de la que tan pocos quedaban.
—¿Y de quién vino la propuesta, imbécil? ¿Quién, con todo su jodido pesar, me convenció de que era la única forma?
Tarik se quedó con la palabra en la bloca y la miró con un gesto afligido.
—Éramos piratas, no soldados... —se excusó después.
—Lo sé. No estábamos listos para cumplir sus sueños. Ahora sí.
Recordó, sin querer, las noches de ron y mantas. James le había enseñado a formar parte de algo, a ser una igual. El amor que Tarik y ella compartían hacia el antiguo capitán los había unido. Su muerte debería haber sellado esa alianza, un vano intento de salvar la promesa de la familia que entre todos habían forjado, pero no fue así. Tarik se había convertido en su enemigo. La imagen que tenía de él se había distorsionado y sus intenciones estaban tan borrosas como el fondo de la copa de plata que tenía ante ella.
Un balanceo, producto del oleaje, hizo que el recipiente estuviese a punto de volcar; por suerte, June lo agarró a tiempo y vació el contenido en su paladar.
—Eres una loca maldita. Lo vi en el abordaje, en tus ojos... James perdió la cabeza, pero tú le has superado. Giorgio solo es la imagen de lo que nos espera a los que permanezcamos a tu lado.
Le hubiera gustado estrellarle algo contundente contra la nuca, pero no iba a desperdiciar la botella en él.
—Si no estás conmigo, estás contra mí —sentenció Njinja, firme—. En cuanto solucione lo del polizón, zanjaremos este asunto.
—Ya. No queremos que se coma a nadie más, ¿no? —replicó el egipcio con excesivo sarcasmo.
Miró al techo e inhaló profundo. No podía matarlo. No aún.
—No hay más que hablar, Tarik. —La capitana se levantó y se encaró al intendente con afán conciliador—. Te pido una tregua, solo hasta que lleguemos a Isla Tortuga.
—No te quiero declarar la guerra. Somos amigos. Cuando encontremos al supuesto demonio, si es que es real, hablaremos de...
—Cuando yo lo encuentre —puntualizó—. Tú te vas al Ominira. Ahora mismo. Y más te vale llevarte bien con Alika, porque ella será tu jefa —advirtió.
No era la mejor decisión, pero no podía estar en todo. Debía alejar a Tarik de su gente y, en especial, del irlandés, tal como había prometido. Le hubiera gustado mantenerlo al lado, controlado, no obstante, tenía demasiados frentes abiertos y necesitaba un respiro para centrarse en lo urgente. Además, igual unos días escuchando tocar a Matt le harían entrar en razón.
El intendente le dio un puñetazo a la mesa, se puso en pie y se marchó con un sonoro portazo. La lámpara se apagó a causa de la fuerza del aire.
Y el llanto volvió a penetrar en la estancia.
Un hálito de vaho surgió de la capitana. Se abrazó a sí misma, invadida por una extraña congoja, y supuso que Colette estaba haciendo de las suyas. Solo conocía una forma de hacerla callar, pero la copa, de nuevo, estaba vacía.
La botella también.
Salió afuera y contempló el cielo. El ocaso se dibujaba en el horizonte, envuelto en nubes grises y líneas de sangre. No había viento ni truenos, pero seguía lloviendo. Las gotas cayeron sobre ella, frías, punzantes. Todo le daba vueltas, cosa que atribuyó al oleaje y no al ron.
Y al maldito llanto de aquella niña que lloraba sin cesar.
https://youtu.be/pyIXR3s8OtY
Nota de autora:
La zanfona fue un instrumento muy popular durante la alta edad media, aunque su momento de oro llegó durante el siglo XVIII y formaba parte de los instrumentos típicos de la música europea. Os dejo un video para que podáis apreciar cómo suena.
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