27. El abordaje (la batalla)
Necesita hablar, pero continúa muda. Tiene que avisarles. Agita las manos de un lado a otro, intentando, en vano, transformar sus gestos en palabras. ¡Si al menos supiese escribir! Anthon, preocupado, la sostiene de las muñecas.
—Tienes que calmarte, Anne... —susurra—. June no puede venir a verte ahora mismo.
¿Calmarse? Un infiltrado se pasea entre ellos y no hay forma de hacérselo saber. Ni siquiera saben cómo utilizar la caja...
Entonces, las palabras de Nayla resuenan en su mente:
«Ahora tienes una hermana a bordo, y ella será tu voz».
Ha de lograr contactar con su igual, sea como sea.
La mugre, el sudor y la enfermedad les dieron la bienvenida. Parte de la coraza estaba ennegrecida y cubierta de desechos humanos, como si ninguno de los allí presentes conociese el uso de las letrinas. Cillian tuvo una arcada y el señor que tenía delante, el de la peluca, esbozó una sonrisa.
—¿Mareado, mi lord? —En una jarra de forja, le ofreció una bebida que el irlandés no supo identificar muy bien, pero que sabía a orín y, por ende, le produjo una nueva arcada—. Me temo que este no es lugar para cualquier hombre —se burló el burgués. Luego, extendió la mano hacia él y se presentó como el capitán Baker.
Cillian lo miró con los ojos entornados. «Si tú supieras», pensó.
El poeta, que se acercaba de forma peligrosa al límite de lo inaguantable, sintió la sangre hervir en sus venas. Porque en él, la pena y la humillación se estaban convirtiendo en rabia y, esa rabia, a su vez, se estaba convirtiendo en una bomba de relojería que amenazaba con explotar en cualquier momento.
Por suerte, antes de que echara el plan a perder, Margaret se interpuso entre ambos. Se mostró delicada y dura a la vez. Entregó el camafeo —un retrato en el que salía junto a su padre— y la documentación. El tal Baker se mostró cortés con la inglesa. Probablemente, no le apetecía correr el riesgo de tener al Conde de Oford en contra. Accedió a ayudarles e hizo llamar a un hombre canoso y con rasgos tristes que se presentó como Michael, el cirujano.
Margaret fue quien habló con él. Entretanto, Cillian tomó distancia y alzó la vista al ondear de las velas.
—Debe de ser hermoso estar allá arriba —suspiró.
—Alguien tan refinado como usted no llegaría ni a medio mástil —espetó el capitán, que había seguido sus pasos.
Un oleaje inesperado hizo que ambos se tambaleasen, en especial, aquel hombre de carácter altivo. El poeta le dedicó una mirada acompañada de media risa.
—¿Qué se apuesta, mi lord?
El hombre carcajeó. Cillian se acercó al palo mesana y lo miró de nuevo, esta vez, por encima del hombro. Luego, se impulsó con las manos y con los pies e inició el ascenso. Fue divertido percibir cómo, a medida que trepaba, la sonrisa de Baker se borraba. Los que sí se continuaron burlando, en cambio, fueron los altos que allí trabajaban, al prejuzgarlo por las ropas que portaba.
Cillian ignoró las risas y oteó el Bastardo.
Este se acercaba veloz, a unos cinco nudos, quizá, y, aun así, los pobres susodichos no imaginaban lo que estaba por acontecer. También vio a Laurens, semi oculto en la popa, apuntando con el mosquete al timonel rival mientras Grace se encargaba de maniobrar. Una vez junto a ellos, casi rozando el negrero y con una ligera inclinación a estribor para cerrarles el paso, las burlas se detuvieron. La bandera de Inglaterra había desaparecido de la fragata y, ahora, en su lugar, ondeaba la bandera roja, aquella que daba vía libre para matar.
Varias bombas de humo cayeron sobre cubierta. A continuación, una lluvia de ganchos y cuerdas se deslizó por el candelero y apresó al navío. Tras esas cuerdas aparecieron cientos de ratas y, tras esas ratas, todos sus compañeros, emitiendo sonoros gritos de guerra: el abordaje había comenzado.
Con una pistola en la mano, otras tres bajo la casaca y el sable a la cadera, June saltó al negrero, seguida de Tarik. Apenas pisaron los primeros travesaños, un inglés se abalanzó sobre ella, no obstante, antes de tenerlo encima, la capitana le disparó al corazón. Fue un movimiento rápido. La sangre la salpicó y el desconocido cayó al suelo, abatido. Le dio una patada en la cabeza, desenfundó el sable y le rebanó el cráneo. No pensaba darles ninguna opción de supervivencia.
La sangre se extendía a sus pies mientras forcejeaba en retirar el acero que se había atascado en el hueso. Una vez lo hubo conseguido, hizo un recuento rápido. A pesar de que el humo y la niebla le dificultaban la visión, pudo comprobar que, en apariencia, ninguno de los suyos estaba herido de gravedad. Escuchó disparos. Luego, también, le pareció escuchar un llanto lejano. Apartó esa idea de su cabeza. Entonces, unos pasos sonaron a su espalda. Se giró, arma en alto y, en cuanto vio que era un maldito negrero, se precipitó sobre él acompañando el ataque con un grito gutural.
El hombre logró esquivarla y disparó el arma, cuya munición pasó silbando por su lado y se estrelló contra el palo mayor. Ella sonrió. Caminó hacia él con pasos certeros. El oponente se mostró aterrado, como si estuviera ante el mismísimo Belcebú. June lo apuntó con el filo, dejando que la punta reposara sobre la pálida frente. De pronto, el rostro del adversario se relajó y sus comisuras se elevaron triunfantes.
Afinó el oído.
Entre el sonido del viento y del fragor del abordaje, la capitana filtró unos pasos que se le acercaban. Elevó el arma, aprisa, y con toda su fuerza hizo un barrido que cercenó el cuello del inglés que tenía delante y, también, el del que se le acercaba por detrás.
Antes de darse cuenta, ya tenía a otro encima. Este la pilló desprevenida: en lugar de golpear directamente contra ella, lo hizo contra la empuñadura de la espada. June soltó el sable, a tiempo de no perder la mano, pero quedó desarmada. Ahora, aquel hombre uniformado, de cabellos platinos y ojos azules, se acercaba a la capitana con una mueca de asco.
—Eres escoria —le dijo.
Dicho eso, asestó un ataque diagonal que June desvió con el antebrazo. Aprovechando la inercia, el hombre la pateó en el costado y, en cuanto ella se inclinó debido al dolor, la agarró de la pierna y la tiró de espaldas. Acto seguido, trató de clavarle el filo, mas ella lo esquivó rodando por el suelo. Cuando iba a levantarse, el hijo de puta la inmovilizó, colocando el pie en su pecho, elevó la espada con ambas manos y se preparó para darle la estocada final.
Era la primera vez que el poeta se veía en medio de aquello. Hasta entonces, se había limitado a observar desde las velas mientras jugaba a favor del viento, pero contemplar a sus camaradas así, entre gritos, con caras pintadas y vistiendo ropas cubiertas de sangre solo para aterrorizar, hacía que se le encogiera el alma.
Aguardó en el sitio hasta que Laurens efectuó el tiro de gracia.
Era su ocasión. Desenfundó el alfanje y rajó las velas que tenía a su alcance, moviéndose con presteza de unas a otras. Bajó con la agilidad de una ardilla y, en cuanto pisó el suelo, comprobó por sí mismo que Margaret se había deshecho de la falda, apresado al médico y degollado a uno de los guardias. El lord había desaparecido, aunque lo que fuera su peluca permanecía en el suelo. Otro guardia se lanzó hacia ella, y otro hacia él, que se agachó a tiempo de evadir un tiro seguido de un espadazo.
Cillian se aferró al acero que Morgan le había dado y rezó por saber utilizarlo. El mismo hombre que le había atacado, volvió a hacerlo, lleno de ira.
—¡Traidor! —bramó.
El poeta volvió a esquivarlo. Esta vez, trastabilló, estuvo a punto de perder el equilibrio y el filo por poco le raja. De hecho, hasta juraría que le cortó un mechón de pelo antes de que lo esquivara de nuevo. Se escurrió bajo las piernas del oponente y se alzó por detrás. Sin saber qué hacer con el arma que sostenía en la mano, solo atinó a darle una patada en la parte trasera de las rodillas. El hombre se tambaleó, furioso, y viró con rabia.
—¡Bastardo! —volvió a gritarle, filo en alto. Luego le asestó un golpe vertical que hizo silbar el viento, pero que Cillian esquivó de nuevo.
Con el corazón a mil, la confusión en los ojos y el terror sujeto entre las manos, con forma de sable, el poeta decidió que debía actuar. Aquel hombre no dudaba al atacar y Cillian no podría esquivar eternamente.
A su alrededor, el sonido de tiros, gritos y espadas silenció el canto de las gaviotas. El guardia, agotado de las esquivas absurdas y constantes, trató de darle una estocada en el vientre.
Cillian, esta vez, no fue tan rápido.
Un rayo de sol, rebelde, se coló entre las nubes grises e iluminó la hoja que amenazaba con destruirla.
Sin embargo, el filo cayó al suelo.
Junto con los brazos.
Junto con un aullido visceral.
Tras su oponente, Farid le hizo una sutil reverencia y entendió que había sido él quien la había salvado, aunque su compañero ya estaba sumido en una nueva lucha. June recuperó la posición, el arma, y remató al hombre que permanecía sin brazos y sangrando a chorro por el lugar en donde debían estar sus extremidades.
Entre espadazos y disparos, la capitana encontró un tiempo muerto en el que controlar la situación. Vio a Joseph, Matt, Jane, Julius y Nadia, infiltrarse por una de las escotillas. Tarik luchaba a pocos metros, cerca de Giorgio. Margaret iba por libre, y le llamó la atención lo mucho que había mejorado en los últimos meses. Buscó a Cillian, pero no logró verlo.
Entre sus enemigos había guardias —los menos— y sádicos mercenarios, todos ellos contratados para formar parte de lo que sucedía en el asqueroso negocio triangular.
Todos eran iguales.
Todos merecían morir.
Un latigazo azotó su espalda. Aunque el corsé amortiguó el impacto, ella sintió el dolor inesperado y liberó un gruñido de dolor. Al voltearse vio a un hombre sucio, con cara de loco y tamaño de armario.
—¡Mona de mierda! —vociferó el tipo.
Le recordaba tanto, pero tanto, a aquellos que habían hecho de su vida un infierno. Aquellos mierdas que se creían con derecho a domesticar y maltratar personas; a separar a las madres de sus hijos para dejarlos morir en soledad. Aquellos que... Se le formó un nudo en la garganta y, por un momento, el recuerdo la paralizó. Ardió por dentro con la fuerza de un tornado y explotó, dejando caer el acero al suelo. El mercenario volvió a lanzar el látigo. Ella lo cogió al vuelo, lo que le produjo un corte abrasador en la muñeca. No le dolió. Tiró fuerte hacia ella, mas el individuo, que era una mole, no se inmutó.
—La mona está rabiosa, pobre —rio, en cambio.
June avanzó hacia él sin soltar la cuerda y, cuando lo tuvo al alcance, le dio un puñetazo en toda la boca. El cabrón se defendió y la agarró de la otra muñeca. Para liberarse, ella le mordió en la mano y sintió la piel desgarrándose ante la presión de la mordida, junto con un sabor metálico en el paladar que, de alguna manera extraña, le pedía más. El hombre gritó y June alzó los ojos. Los iris de ónix ardían como el fuego.
—Muere —deseó.
El corazón le iba a mil, pero cada ataque se nutría con uno nuevo. El mercenario cedió, petrificado, o derrotado, sin entender qué mierda sucedía. La capitana lo tiró al suelo, se puso a horcajadas sobre él y clavó los pulgares en las cuencas oculares hasta notar cómo estos estallaban cual burbujas de gelatina.
Luego volvió a morderle, en la cara, y el hombre gritaba, y ella no podía parar.
Farid la separó de un tirón y mató al mercenario. La miró confuso mientras ella resollaba con fuerza en una vano intento de recuperar la compostura. A pocos metros, Tarik la observaba.
El poeta llegó a notar el impacto del acero, mas no llegó a clavársele, por alguna razón. Cuando alzó la vista, vio la cabeza del hombre separarse del cuerpo y caer rodando por la cubierta. Tras él apareció la figura de Elliot que, rápido, le dio la mano y lo ayudó a ponerse en pie.
—¿Estás bien? —le preguntó de lado. Estaba en alerta y apuntando con la falcata en varias direcciones.
—Lo estoy. —Cillian se llevó la mano al vientre, ahí donde la espada del hombre le había rasgado la ropa y herido la piel. Los dedos se impregnaron con su propia sangre—. No duele —se extrañó.
—Dolerá.
Alrededor, Margaret sonreía mientras blandía el acero y asesinaba a los sorpresivos enemigos. Vio a Giorgio soltar el hacha y romper el cuello de un hombre con sus propias manos para, después, pisar el cráneo hasta reventarlo. Farid y su jineta se movían como en una danza y con un solo paso, delicado y circular, tres hombres cayeron muertos de un barrido.
No vio a Tarik.
Tal como Elliot había predicho, dos negreros se acercaron a ellos. El más fuerte, de piel curtida y ojos oscuros, hacía ondear el látigo, mientras que el otro, más bajo, bigotudo y sombrío, les apuntaba con una pistola de chispa.
El muchacho a su lado le hizo un gesto junto con una mueca; Cillian entendió que debía apartarse y obedeció. Elliot hizo lo mismo. El arma se disparó y los tímpanos chillaron, pero ambos pudieron escapar. Sin embargo, el látigo cayó sobre él y se enredó en su brazo. Dolió. Elliot se había lanzado sobre el bigotudo que estaba oponiendo resistencia y con el que ahora estaba enzarzado en un cuerpo a cuerpo. Mientras, el otro hombre lo aferró contra él y le dio un puñetazo en la cara que se sintió en el cuello. Lo miró. Era un hombre forzudo y altivo, y sus gestos le recordaron tanto a...
—¡Agáchate, Cillian!
A penas respondió a la orden, el acero de Elliot barrió el aire en dirección al hombre del látigo. Este se agachó también, recuperó el arma y la dejó caer sobre el joven. En ese momento, movido por una especie de furia que se había activado en su interior, Cillian empuñó el alfanje y estocó a su oponente desde atrás, atravesándolo por completo y quedando la punta a un centímetro de la frente de su compañero.
Todo estaba sucediendo como en una especie de sueño, o pesadilla, o visión... lo que fuera, pero algo sobre lo que el poeta no tenía control alguno. Había matado un hombre y, esta vez, no fue para liberarlo de su sufrimiento. Ni obligación ni en defensa propia. No, porque aunque así fuera, había encontrado algo satisfactorio en aquello, algo que hizo que se asustara de sí mismo. Elliot lo observaba a medio camino entre la aprobación y la lástima. Tras él estaba el cuerpo irreconocible del bigotudo.
Cillian alzó la vista, en busca del siguiente enemigo, y ahí la vio, a June, con la boca rebosante de sangre y sumida en un combate a punta de espada.
Guardó el acero y cogió el trabuco que había pertenecido al inglés sin que Elliot, que ahora batallaba contra otro marinero, se diese cuenta.
El humo, la niebla, los gritos... hacían que todo fuese confuso. Era su oportunidad. Tan solo tenía que acercarse a June, cumplir la promesa y ser libre.
Lo hizo con prudencia. La capitana no lo vio venir, concentrada como estaba en el combate contra el hombre que tenía ante ella.
El arma tembló en sus manos. Necesitaba sopesar.
Era su misión. Tarik le había prometido un mundo: solo debía terminar con ella cuando fuera menester y mantener el secreto. Pero el mundo que se imaginaba junto a él no era el mismo que se había imaginado cuando accedió a aquello, viéndolo como un acto lejano. Era una muestra de amor. Una venganza en nombre de su guerrero, por lo que le arrebató y el daño que le hizo al asesinar a James. Cuando cedió a aquella promesa, Cillian no tenía nada que perder.
Ahora dudaba. Aun así, apuntó.
—June —exclamó Farid, tras lanzar a uno de esos malditos por la borda—. ¡Ayuda a Tom!
El joven alto, hacha en mano, se defendía cómo podía, sin embargo, el rival blandía un estoque y mostraba mucha más pericia que él. June cargó con el sable, directa al cuello, pero el espadachín desvió el arma con la propia.
Se miraron desafiantes y caminaron en círculos sin apartar los ojos del oponente.
El hombre, de media melena, cabello oscuro y mirada afilada, le lanzó una estocada a la cintura. Esta vez fue ella quien frenó el ataque con su acero. Lo hizo de gesto ascendente que podría haber rebanado al cuello del inglés, de no ser porque este se agachó y estocó, de nuevo, contra su vientre. Ella se ladeó a tiempo, no lo suficiente para evitar que el filo llegara a rozar el lateral del corsé. Giró sobre su espalda y volvió a asestarle; él volvió a desviar el arma. La lucha perduró durante unos segundos en los que el repiquetear del metal era constante. Ella atacaba, él esquivaba, y cada una de esas esquivas finalizaba en un nuevo ataque que ella desviaba para contraatacar después.
Finalmente, el sable cayó al suelo.
June, rabiosa, de una patada le arrojó un barril al espadachín, desenfundó una de las pistolas y le disparó en la frente. Al girarse, vio a Cillian desubicado, apuntando con un trabuco en su dirección, probablemente, al hombre que luchaba contra ella segundos antes.
June sacó la otra pistola y apuntó a su nueva presa.
La capitana giró y lo sorprendió con el trabuco en las manos. Cillian se quedó petrificado cuando la vio extraer el arma de fuego. Cerró los ojos y, a la sazón, el sonido de un disparo provocó un pitido en sus oídos.
Pero seguía vivo.
Alguien se desplomó a su espalda: un inglés que había estado a punto de asesinarle a traición con un cuchillo.
—Nunca bajes la guardia —rugió ella.
Por suerte, no se había dado cuenta de lo que pretendía el poeta.
Y le había salvado la vida.
El que sí se dio cuenta, en cambio, fue el intendente, que antes de girarse para rebanar a otro guardia, le dedicó un gesto de desaprobación.
Maldito fuera.
—¡Cillian! —gritó Elliot, tirándole del brazo—. ¿Se puede saber qué hacías? —lo interrogó con voz y mirada, pero el poeta se limitó a negar, como si él mismo no supiese la respuesta—. ¡Vamos!
Parte de la zona estaba despejada. Tan solo quedaban algunas trifulcas cerca de las escotillas y en el interior del navío. Fueron a la cabina del capitán, pues tal como Elliot le había comentado, cualquier documentación que allí encontrasen podía serles útil.
El lugar estaba vacío. Una casaca azul reposaba sobre una silla de piel. Había una lámpara de forja en el escritorio y otra en la pared. Registraron los cajones y cogieron el diario de a bordo junto con otros papeles. Cillian vio cómo los que sujetaba su amigo se habían ensuciado de sangre. Sangre que estaba en su mano, en la misma mano que volvía continuamente a aferrarse al costado, allí donde un tajo se ocultaba bajo el fardo.
—Elliot, ¡estás herido!
Desciende las escaleras y se acerca a un aroma que conoce muy bien. El de la corrupción, la muerte y la humillación. Escucha las respiraciones de aquellos que se ocultan con el fin de cogerlos desprevenidos. Sus compañeros se deshacen del parche para acostumbrarse más rápido al cambio de iluminación. Para él no es necesario. No, porque puede ver lo que no ven, escuchar lo que no escuchan y oler lo que no pueden oler. Julius y Jane se adelantan al grupo para sumarse a todos aquellos que entraron antes que ellos, sin reparar en todos los enemigos que hay ahí ocultos.
Él se queda atrás, con el músico y la artillera. Van a paso lento y prudente.
A medio camino, Matt se detiene a vomitar, asqueado por el cúmulo de heces y orín. Nadia avanza por delante y, novata, se gira para ver qué le sucede a su compañero.
Error.
Seis hombres salen de la nada y cargan contra ellos. Nadia es la primera en caer de una puñalada en el vientre. Antes de permitir que terminen con el zanfonista, lo defiende con su cuerpo. Seis puñales se clavan en él, cual César, y vuelven a perforarle una y otra vez. Sin embargo, él no cede. Mantiene los brazos alzados. Los observa, se ríe y relame.
—Gracias, chicos. Me habéis dado la excusa que necesitaba.
Por fin podrá alimentarse.
No había tiempo que perder. Su corazón seguía acelerado, su boca sedienta y la espada hambrienta. Tras salvarle el pescuezo al poeta, se dirigió a la escotilla.
—Voy contigo —exclamó Margaret, que había aparecido a su lado—. Debemos encontrar a Joseph, Anne me lo ha dicho.
June no entendió esas palabras, se lo preguntaría después.
Antes de entrar, el cuerpo de Tom, salido de la nada, chocó contra ellas. Detrás, otro mercenario alzaba el hacha de mano que había pertenecido al alto y que, ahora, estaba rociado por los fluidos de su antiguo dueño.
Capitana y protegida se lanzaron contra él. El corazón de June resonaba con fuerza tanto en el pecho como en los oídos. Cuando lo hicieron presa, le perforó el vientre, metió la manó dentro y escarbó entre sus costillas hasta arrancarle el corazón. Margaret no se inmutó por el escenario, como si fuera poseedora de un secreto que ella misma desconocía.
Estaba a punto de morder la víscera cuando la muchacha la asió del brazo.
—Vamos —la apresuró—. Mantén el control. —Y le arrebató el corazón de las manos.
Una vez en el interior del navío, les recibió un espectáculo aún peor de lo que podían imaginar.
El suelo estaba cubierto de mugre y sangre. Los cuerpos de seis hombres se disponían sobre el charco, abiertos en canal y con parte de las vísceras, mordidas, desparramadas por los fustes.
La capitana escuchó un sollozo.
En un rincón, Nadia se ahogaba en su propia sangre como consecuencia de una puñalada certera. June se agachó ante la artillera y valoró la herida. La joven quiso decir algo. No pudo.
Murió en sus brazos.
June respiró hondo, le cerró los ojos y continuó accediendo, junto con la inglesa, a las tripas de aquel infierno. Un río escarlata marcaba un camino a seguir y finalizó, a pocos metros, bajo el cuerpo de Joseph. El ex-corsario tenía el rostro cubierto de sangre y varias puñaladas a lo largo y ancho de todo su cuerpo, como si fuera un colador.
—¡Mierda! —exclamó Margaret.
June no podía oír.
Otro. Llevaban tres bajas, si no más. Volvió a agacharse, tal como lo hizo con Nadia.
—Lo siento, viejo amigo —susurró. Y se le quebró la voz.
Y bajo la pena asomó la culpa.
Escuchó nuevas voces. Vio a Matt sujetando el cuello de un mercenario entre las manos. Junto con él estaban Julius y Jane.
—¡Me rindo! —rogó el negrero.
—¿Quieres que termine con él? —sugirió el músico, con una sonrisa maquiavélica.
Ganas no le faltaban. Deseaba verlos a morir, a todos, pero había algo que aún deseaba más: verlos sufrir.
Nota de autora:
Bueno, aquí está el primer abordaje por parte del Bastardo.
Espero que no lo hayáis visto muy mal, porque algunas lectoras ya sabéis lo que he sufrido por redactarlo (y lo que han sufrido los muñecos de mi hija, que me han ayudado con las coreos).
Quiero que quede clara una cosilla, y es que, sinceramente, me moría ganas de meter espadas, pero en realidad no era algo tan habitual (al menos, no tantas). Las armas que se solían utilizar en los abordajes, aparte de los sables, eran hachas, dagas, cuchillos, alabardas y otros utensilios fáciles de manejar. También llevaban pistolas de chispa o trabucos, varios, de hecho, pues estos solo daban para un tiro, razón por la cual, solían utilizarse al inicio. Después, cortar, golpear y matar.
En este caso, June ha ido a por todas, movida por el rencor. Esto es una excepción.
Las fases del abordaje eran las siguientes:
Primero se izaba la bandera negra, que informaba a las víctimas de que iban a ser asaltadas.
Eso les daba posibilidad de rendición. Tras ello, se efectuaban tres avisos con los cañones. Si al tercero todavía no se habían rendido, se izaba la bandera roja, que informaba de que iban a ir a matar.
Otra estrategia, que es la que utilizaron en el capítulo anterior, era utilizar una bandera falsa y hacerse pasar por aliados.
Una vez iniciado el abordaje, una de las primeras cosas que se hacía, era disparar al timonel del barco contrario con un arma de largo alcance, como un mosquete. También se disparaba, con los cañones, a las velas, y se apresaba al navío con cuerdas y ganchos.
Los piratas jugaban con el miedo. Podían ir desnudos, pintados con aspecto salvaje, adornados con dientes y otros enseres. Utilizaban bombas de humo para distraer y explosivos (que no lo he puesto porque el capítulo era excesivamente largo) para abrir puertas y escotillas.
Estoy convencida de que habéis echado en falta los cañones... Lo siendo, en serio, pero los tres avisos no eran acordes al plan de June, y no interesaba dañar el barco. Recordad que es un barco negrero.
Nos vemos en el siguiente capítulo: El pasaje del medio.
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