26. ¡Al abordaje! (el plan)
No sabe cuánto tiempo lleva sumida en la oscuridad. En ocasiones oye voces, mas no puede reaccionar a ellas. Su cuerpo pesa como si fuera una estatua de bronce y los párpados se niegan a separarse.
—Tienes que despertar —le dice una voz amable y familiar—. Estás en casa.
Imágenes escalofriantes desfilan por su mente. Cuerpos devorados, sangre, muerte. Ella debe evitarlo, pero por más que quiera, no puede moverse. Ha de acabar con él, capturarlo antes de que sea libre. Quisiera retorcerle el pescuezo entre las manos, ¡cumplir su misión! Sin embargo, permanece estática, sumida en su propia impotencia y luchando contra su cuerpo para que reaccione y la saque de la oscuridad.
Lucha.
Lucha contra la sombra que se hospeda en ella, porque está consciente... sin poder exteriorizarlo. Rabia e ira la consumen, hasta que un día nota un cosquilleo en la mano y los dedos empiezan a obedecer a su voluntad.
—¡Anne! —exclama de nuevo la voz, y siente la calidez de otros dedos que la sostienen.
Poco a poco, encuentra la fuerza para abrir los ojos.
Ante ellos se imponía un barco negrero de grandes dimensiones. Pudieron contar espacio para veinte cañones: armas que no durarían en disparar si les veían acercarse y sospechaban de ellos.
—¿Lleva alguna bandera? —preguntó Tarik.
—Inglaterra. —June le pasó el catalejo para que lo comprobara por sí mismo. El intendente se mostró aliviado.
—La suerte nos sonríe: pasaremos desapercibidos.
Se apartó de ella y le dio las órdenes a Giorgio, quien, a su vez, se las dio Diego, el señor de las alturas —un hombre alto y con extremidades ridículamente largas al que habían apodado «la Araña»—. Pronto, la bandera anglosajona revoloteó sobre el mástil, engañando, así, a los que June pensaba convertir en sus próximos adversarios.
—¿Desapercibidos? —La capitana carcajeó, incrédula—. Nunca. Te aseguro que vamos a ser lo último que vean. Avisa a Morgan: es hora de repartir armas.
—¿No estarás pensando en abordarlo?
Ella lo miró sin entender a qué venía su duda. ¡Pues claro! Necesitaban personal y ese barco estaba repleto de personas que ansiaban libertad.
—No voy a dejar que esos hijos de puta sigan esclavizando a nuestra gente.
—Nuestra gente está en este barco, no en ese. ¿Te recuerdo a cuantos perdimos por librar batallas que no podíamos ganar?
La capitana volvió la vista al barco antes de replicar al intendente con inquina:
—Sé a qué te dedicabas antes de ser esclavo, antes de que James te liberara. —Volvió a mirarlo a él, a los ojos miel que rebosaban traición y que dejaban claras las palabras de René: «vuestro hombre no es digno de confianza»—. Vendías a tu propia gente.
—Lo pagué con creces.
—No —negó ella—. El trabajo en una plantación no es comparable a lo que sucede en el infierno que tenemos delante. Tienes ocasión de redimirte y, si no quieres hacerlo por empatía, lo harás porque te lo ordeno.
—Esto es una locura —le recordó Tarik—. Te lo dije, tú también estás perdiendo la cabeza.
June sintió unas terribles ganas de golpearlo.
—No se trata solo de perseguir un sueño, ¡joder! Tú lo has dicho, somos pocos. Necesitamos gente.
—Y nuestro único médico está herido y convaleciente.
—Más razón: ellos tienen uno.
—Ellos son más y están mejor preparados. ¿Cómo piensas vencerlos?
June lo miró fijamente, se puso el parche e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Con fe —rugió.
—¡Cillian! —gritó Tarik—, ponte tus mejores galas. ¿Serás capaz?
Cillian asintió algo molesto. El plan hacía aguas por todas partes.
—Es una pésima idea. ¿Y si sale mal? —Le dio la espalda y empezó a preparar las ropas de noble—. Este traje es caro...
Entonces, el intendente lo volvió a girar hacia sí, lo cogió fuerte del mentón, clavándole las yemas hasta hacerle daño, y le gruñó al oído:
—¿Quieres que te respeten o no? —Movió la cabeza del poeta obligándolo a asentir—. Pues déjate de gilipolleces y haz lo que se te ordena, ¿o piensas esconderte siempre? Aquí todos se manchan las manos y no vas a ser el único señorito que no lo haga. Además, me lo debes. Sabes lo que tienes que hacer. —Lo soltó de golpe, haciendo que Cillian se tambaleara.
—Tú eres la razón de que no me respeten —pronunció sin querer. Tan pronto como lo hizo, supo que había cometido un gran error.
Tarik prendió en ira y lo cogió del cuello estrangulándolo con los dedos.
—Que sea la última vez que me replicas, ¿has entendido?
El poeta no podía respirar. Puso las manos sobre las de él e intentó forcejear. Sus ojos se enrojecieron e intentó articular un «sí» mientras se preguntaba en qué momento habían llegado tan lejos y a cuántos pasos estaba de que el intendente terminara con él.
—Por... por favor... —logró suplicar.
El egipcio lo liberó del agarre quedándose el poeta tosiendo y sujetándose a sí mismo la zona dolorida.
—Hoy debes cumplir tu promesa. Se acabaron las prórrogas.
Tarik jugaba a dos caras, a veces incluso a tres. Sabía que le había expresado su malestar a June, aunque también sabía que, en realidad, sus planes eran otros. Otros que tenían que ver con él. Pero no podía hacerlo, por mucho que la odiara, no estaba listo.
A lo poco de irse el guerrero, entró René, sucio y polvoriento, pues June le había obligado a limpiar cañones. Tras él, también entró Teach, que no tardó en aplastar orejas, dejar la cola tiesa y elevar la grupa, como si estuviera a punto de cazar algo.
—No deberías ir —expresó el crío.
—Tengo que hacerlo.
Y a pesar de todo, el viento soplaba a su favor. Así se lo había hecho saber la Araña a June. Había refunfuñado, pues la falta de personal iba a darle trabajo extra: muchos altos iban a luchar y arriesgar la vida en esa batalla, en lugar de ocupar su puesto sobre los mástiles. Entre ellos, Cillian.
Tras hablar con él, la capitana buscó a Laurens.
—Virad cuarenta grados a la derecha —ordenó. Él volvió junto a su maestra Grace, la timonel oficial, una mujer de más de medio siglo de edad, espaldas robustas y brazos marcados.
Los vio iniciar la maniobra y, por un momento, June se quedó absorta pensando en cuan distanciada había estado de su tripulación en los últimos días.
Margaret se le acercó por la espalda, ella la sintió venir. El frío que desprendía cada vez parecía más inhumano. Recordó las palabras de Anthon tras el ataque de las almas en pena; aquellas que, tras lo de Anne, habían cobrado otro matiz: «no debería estar fría».
—¿Estás lista? —preguntó a la muchacha. Ella asintió. June se volteó y posó la mano en su nuca mirándola de frente—. Cuida del poeta, y de ti. Quiero que volváis con vida. No podemos perder a nadie.
—Tranquila, todo irá bien, capitana. Sé lo que hago.
Dos ratas pasaron por su lado, haciendo que ambas miradas se desviaran antes de volverse a encontrar. Luego, June observó el cielo. Las nubes grises seguían ahí, con ellos, pero no llovía ni parecía que la tormenta que se había insinuado horas antes fuera a estallar. Sin embargo, ahora, sobre las aguas marinas, se formaba una densa neblina que, esperaba, jugara a su favor.
—Recuerda que necesitamos al médico.
—¿Y los demás?
—Matadlos a todos.
June no podía verlo, pero en ese momento, Anthon, inválido como estaba, salía de la enfermería y se esmeraba en llegar hasta ella.
Tenía una noticia importante que dar.
Varios miembros de la tripulación se habían disfrazado con ropas saqueadas que tenían reservadas para situaciones como aquella. A Cillian le parecía que estaban ridículos, pero tenía mayores preocupaciones.
Margaret fue la primera en bajar al bote. Una vez allí, le hizo señas al poeta para que hiciese lo mismo. Un grupo de ratas respondió a su llamada y fue a caer junto a la inglesa, que se deshizo de ellas sin apenas parpadear. Cillian, en cambio, titubeó. Él nunca había estado en batalla, por lo que no tenía ni idea de cómo utilizar las armas que Morgan le acababa de dar. Volvió para atrás, negando con la cabeza, y fue a chocar contra el cuerpo del intendente.
—No estoy listo.
Lo miró a los ojos, esperando que se compadeciese en el último momento. No es que Cillian huyera de las batallas, él estaba dispuesto a aprender y pelear, pero la falta de experiencia le hacía sentir desnudo.
—Este día tenía que llegar, matelot. —Habló con calma, se acercó a él y lo besó en la frente—. Todo irá bien, el plan no puede fallar. —Se le arrimó al oído y añadió un susurro:—. O bajas o te tiro.
El poeta alzó la vista y pensó que, desde fuera, la imagen que daban debía verse bonita. Tras ellos estaba Elliot, quien, en silencio, le señaló y se llevó la mano al corazón como símbolo de suerte. El irlandés asintió serio y comenzó a descender los peldaños.
—¡Cillian! —gritó René, asomado al candelero—. Tout ira bien. Croyez en vous.
Volvió a asentir, aunque en esta ocasión acompañó el gesto con una sonrisa sutil. También vio a Tarik mirar al crío con rabia. Por un momento se preocupó; luego recordó que, con June al lado, el intendente no se acercaría a René.
Una vez abajo, Margaret le tiró un remo que tuvo que coger al vuelo y chasqueó con la lengua.
—¿Qué? —replicó él.
—Sé que Tarik nos quiere traicionar —espetó—. ¿Y tú?
Cillian no sabía qué decir. Se quedó con la boca entreabierta y tratando de recordar la lista de palabras y frases que no debía decir.
—Tarik no traicionaría a June...
—No directamente, es un cobarde, pero sí a través de ti.
—¿Qué estás insinuando? —se defendió, aunque no podía quitarle la razón—. Tarik prometió apoyarla y lo está haciendo, ¿no?
—Tarik pudo prometer muchas cosas, pero también está buscando la forma de romper las promesas sin que nadie pueda decir que lo ha hecho. ¿Te crees que no le he visto cuchichear?
El poeta empezó a remar, nervioso. De pronto, sentía unas prisas repentinas por llegar al barco negrero. Enfrentarse a un grupo de ingleses le daba menos miedo que estar a solas con Margaret.
—No me caes bien —confesó la muchacha, a lo que Cillian resopló—. Si tuviera libre albedrío —prosiguió ella—, no dudaría en mataros a ti y a tu guerrero.
—¿Crees que me importa?
—Ese es el problema, que no te importa.
June observó cómo se acercaban al objetivo. El plan estaba en marcha.
Era arriesgado, sí, pero tenía plena confianza en Margaret. No era la primera vez que la veía en acción. Cillian, en cambio, sí era una preocupación.
—¿Estás seguro de que ha sido buena idea enviarlo a él? —le preguntó al intendente, quien volvía a estar a su lado.
—Estaba impaciente por hacer algo útil. Esta es su oportunidad de demostrar su valía.
La capitana lo observó de reojo.
—Podríamos haber mandado al crío.
Al oír sus palabras, Tarik volteó la cabeza; ella, sin embargo, dio la vuelta y se fue. Tenía que asegurarse de que todo estaba en orden.
—¡Capitana! —Le pareció escuchar la voz de Anthon que la llamaba, pero no era la única, y sí la más suave y lejana, por lo que pasó desapercibida.
Sobresalían, en cambio, la de Farid, que la llamaba desde la cantina, y la de Brown, que exigía su presencia en el castillo de proa.
Los observó a ambos. Brown parecía más enojado y Berta, a su lado, la esperaba con brazos en jarra. Farid, que se había dado cuenta, caminó hacia ella y decidió hablar camino a la proa.
—Perdimos a los mejores —le dijo—, y no me parece buena idea llevar altos y músicos a una batalla.
—El viento sopla a nuestro favor, Farid —replicó ella. El hombre de cabello laceo y ojos rasgados meditó durante unos segundos, sin dejar de caminar a su lado—. Tienes razón, no podemos perderlos. Confío en ti.
—Jane y Tom, Alex, Matt, Nadia... —enumeró—, ninguno de ellos ha estado en batalla, ni Cillian. Nunca han recibido entrenamiento.
—Eva y Julius tienen tanta experiencia como tú. Luchad a su lado y protegedlos. Si sobreviven, te encargarás de que la próxima vez estén preparados.
El hombre volvió a meditar la respuesta.
—¿Y si no lo hacen? —reflexionó—. Alex es un crío y Nadia nunca ha hecho otra cosa que no sea disparar cañones. Matt es músico, no un guerrero...
—¿Me vas a explicar a qué se dedica cada uno? ¿Crees que no lo sé?
Sin dignarse a mirarlo, comenzó a trepar por la proa. Farid permaneció quieto y clavó sus ojos negros en ella.
—¿Valdrá la pena? —gritó desde abajo.
—¡La valdrá! —aseguró June.
El nazarí —que así lo llamaban en honor a sus raíces— se conformó con aquella respuesta y, si no lo hizo, no dio signos de ello. Volvió la cantina, allí donde le esperaban todos aquellos que iban a participar en el abordaje.
La conversación con Brown y Berta no fue distinta a las anteriores. Todos estaban preocupados por las consecuencias de la falta de personal. Entretanto, escuchó, de nuevo, la voz de Anthon, como si fuera un eco en su mente al que apagaban las voces del exterior.
Mientras discutían, el objetivo se pronunció entre la niebla. Era inmenso.
—¡Pedimos ayuda en nombre de la Corona de Inglaterra! —vociferó Margaret, con los brazos alzados.
La pronunciación y el porte de la doncella parecieron transformarse para volverse acordes al disfraz que llevaba. Esa mujer no era la Margaret que él conocía, sino una completamente distinta.
Unos guardias se asomaron a la borda, entre ellos, un tipo elegante y con peluca cana. Este último fue quien habló:
—Identificaos. ¿Quién sois y qué queréis, mi lady?
—Soy Margaret Walpole. Probablemente, haya usted oído hablar de mi padre, Joseph Walpole, o de mi tío, Robert Walpole, el Conde de Oford.
—¡Joseph y su hija murieron hace dos años! Es sabido por todo el reino que los piratas acabaron con ellos.
—De ser así, mi Lord, debería preocuparse, pues todo apunta a que está ante un fantasma —sonrió ella—. Mi padre murió, pero antes de hacerlo me puso a salvo, por lo que pude huir junto a uno de sus hombres de confianza antes de que nos atacaran. Tengo pruebas que verifican mi identidad.
—En caso de ser cierto lo que me cuenta, mi señora, seguimos sin entender en qué podemos ayudarla unos simples mercaderes ni quién es el caballero irlandés que viaja a su lado.
Cillian se preparó para dar su discurso, sin embargo, la inglesa se adelantó a él.
—¡Él es Cillian Lyon, el barbero de mi padre!
—No les des el nombre real —irrumpió el poeta, en voz baja.
—¿Crees que van a vivir para contarlo? —Tras devolverle el susurro, volvió a alzar la voz—. Nuestro médico está herido, necesitamos ayuda.
—¿Está enfermo? —Pudieron escuchar murmullos y sentir la preocupación en cada sílaba de la pregunta.
—No. Tuvo una caída durante la última tormenta —aclaró—, pero no tenemos quién le asista. El golpe fue de tal magnitud que le impide desplazarse y efectuar sus labores con naturalidad. Necesitamos que le revisen la pierna cuanto antes.
La conversación no se alargó mucho más, seguramente, porque mantener el tono pedante a gritos debía ser una ardua tarea para ambos interlocutores. A regañadientes, pues no les hacía ninguna gracia que una mujer de alta cuna pisara su navío, les permitieron subir a bordo para verificar las pruebas: algunos documentos y un camafeo que la doncella portaba con ella.
Margaret fue la primera en trepar por la escalera de cuerda, y miraba mal a Cillian cada vez que el viento hinchaba su falda, dificultándole el ascenso. Quizá pensaba que él tenía la culpa de que viento soplase fuerte sobre las olas del mar.
Si tuviese tal poder, en ese momento, no estaría ahí, metiéndose en la boca del lobo.
June dio un último paseo para comprobar que todo estuviera en orden. Los cañones estaban listos, aunque no tenía intención de dispararlos, y, todos aquellos que debían batallar —incluso Joseph, que a pesar de su edad había insistido en participar— estaban en la cantina, pintando sus rostros con colores que daban un aspecto salvaje.
«DuBois junior» se paseaba entre ellos, con la piel teñida de gris tras haber limpiado la artillería. Al verla, se detuvo en seco.
—Cillian no debería haber ido —comentó. Se limpió el hollín de las mejillas con las mangas, para después mirar a las mismas con recelo—. ¿No había un trabajo más limpio?
—No para un mocoso de tu tamaño —se burló ella—. Tu amigo está donde quiere estar, así que no te preocupes.
—¿Qué crees que opinaría ma frere? Dijiste que lo tendrías controlado. Él espera recibirlo entero.
June lo miró, hastiada, y dio una vuelta alrededor del niñato repelente. Cuanto más lo contemplaba, más le llamaba la atención el indudable parecido a Jacques, y hasta ambos parecían tener la misma obsesión con Cillian.
—Jamás pensé que «tu frere» lo viera como una pertenencia...
—No lo hace pas. —René la miró con soberbia. Llevaba días sin tenerlo tan cerca y, realmente, los ojos parecían calcados—. Pero tu intendente sí, y le hará daño si no se lo impides. —El crío se mantuvo firme y resopló fuerte.
—Sé lo que hago, así que dile a tu hermanito que se relaje.
—¡Capitana! —Esta vez, sin duda, era la voz de Anthon.
June se giró hacia él. Observó las ropas rasgadas, las vendas sucias y las manos aferradas a las cuerdas. Imaginó que el hecho de salir a buscarla le había costado más de una caída.
—¿Qué sucede? —le preguntó al joven médico.
—Es Anne: está despertando.
-
Nota de autora:
¡Buenos días! En este capítulo, he querido mostrar algunos de los cargos que podían encontrarse en un barco, aunque en los regentados por piratas era habitual que un mismo miembro ocupara varios puestos.
Alguna vez ha salido que Cillian formaba parte de los altos y, ocasionalmente, de los músicos. Los altos eran aquellos que trabajan sobre las cuerdas y mástiles, también conocidos como gaviteros, y el Señor de las alturas era aquel que se encargaba de dirigirlos.
En el Castillo de proa, en cambio, se ocupaban de la nivelación, los amarres y los anclajes entre otras cosas.
También estaban el maestro armero, que se encargaba de las armas pequeñas, y el maestro artillero, que custodiaba las llaves de Santa Bárbara (el lugar donde acumulaban la pólvora). En este caso, Morgan (a quien ya mencioné en el capítulo «hora de partir», en el que también salieron Brown y Laurens) ocupa ambos puestos. Los mozos de la pólvora, habitualmente jóvenes o personas menudas sin entrenamiento para la batalla, se ocupaban de la limpieza de los cañones, y el 2ºartillero era quien se encargaba de mezclar la pólvora.
Los músicos también tenían una función muy importante. La de motivar. Recordaréis la famosa escena de Titanic en la que la orquesta continúa tocando mientras el barco se hunde. Pues bien, eso está documentado, y así era: todo barco debía tener a sus músicos. Eso sí, según las leyes piratas de Bartolomew, libraban los sábados.
Sé que alguna lectora ya ha descubierto alguno de mis guiños, como llamarle Teach al gato (Barbanegra) o Anne a la contramaestre (Anne Bonny). Hoy he mencionado, además, a Grace (por Grace O'Malley, mujer pirata irlandesa que llegó a poner en jaque a la reina de Inglaterra) y a Diego (por Diego Grillo, pirata de origen cubano y cuya infancia estuvo marcada por la esclavitud).
Mi intención inicial era hacer una doble actualización, pero lamentablemente, tengo que reescribir algunos fragmentos, lo que me llevará un tiempo extra. Cuando os comenté lo de la "nota de autora" especial, lo hice contando con que hoy me quitaría las dos partes del abordaje de encima, por lo que todo se retrasará unos días. Por un lado, lo agradezco, porque el tema que os quiero mostrar considero que es de obligado conocimiento: un tema muy sensible (al menos para mí, que soy algo tontorrona y todo lo referente a la deshumanización me afecta mucho) y tengo la sensación de que está cayendo en el olvido.
«Quien olvida su historia está condenado a repetirla»
Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana
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